Capítulo 21

La idea era simple: tenía que obligarlos a perseguirlo, pero había que darles tiempo a los caballos de los hombres para reposar, de tal modo que cuando la ciudad de Varil fuera visible no estuvieran exhaustos. La liberación de la ciudad era imposible. Lo único que podía hacer era conducir a los Mercenarios de Rankstrail hasta allá para que, pudiendo hacer caso omiso del Juez, comenzaran a organizar una defensa.

No fue demasiado difícil desaparecer y reaparecer, pero tampoco demasiado fácil. Los Hombres tenían sentidos mucho menos alertas que los suyos, sobre todo la vista y el oído, pero tenía que tener cuidado con el Capitán que poseía una habilidad extraña para oír las cosas, para percibirlas antes de que sucedieran, habilidad a la que aún no había logrado darle un nombre.

En la garganta del Dogon, mientras los hombres del Capitán dejaban descansar a los caballos después de haberlo «perdido» por segunda vez, Yorsh se encontró otra vez con Paladio y Meliloto que lo esperaban en un bosquecito de cedros como habían convenido. Los dos estaban tensos y en ese momento, más que todo para tranquilizarse ellos mismos con la idea del valor del único defensor con el que contaba el Mundo de los Hombres, comenzaron a enumerar los méritos del Capitán:

—El que liberó de los Saqueadores a la Tierra del Sur.

—El que volvió a traer las vacas.

—El que nunca ha sido derrotado.

—El que mató al dragón.

—El que durante diez años les opuso resistencia a los Orcos.

¿El que mató al dragón?

—¿El que mató al dragón? —repitió Yorsh.

Ambos se miraron espantados: habían dicho lo que no había que decir.

Yorsh sintió que un frío le recorría la espalda.

El Capitán era el asesino de Erbrow, su hermano dragón, la criatura cuyo nombre llevaba su hija. Se estaba echando de enemigo al criminal que había matado a Erbrow. ¿El asesino de Erbrow era el paladín de la humanidad? La humanidad estaba en muy mala posición. Si su salvación dependía de una alianza eventual entre Yorsh y el asesino de Erbrow, las esperanzas se volvían casi impalpables.

En ese momento, Meliloto se movió y quebró una rama. El Capitán los escuchó. Este, al parecer, tenía un oído muy superior al de un hombre normal, aunque no tanto como el de un Elfo.

Yorsh se vio obligado a dejar a los dos imbéciles ocultos en la sombra, volver a montar su caballo y partir hacia la llanura de Varil, la única dirección posible. De un momento a otro la garganta del Dogon terminaría y la ciudad aparecería.

Solo en ese momento se le ocurrió a Yorsh que tendría a la caballería del asesino de Erbrow detrás y a un ejército de Orcos en frente. El entusiasmo le había hecho olvidar un último detalle: su salvación. La historia del último guerrero álfico, Nerstrinkail, tampoco decía nada al respecto. Al fin, ¿cómo se había salvado el pobrecillo?

De repente la garganta del Dogon se acabó. El cielo se ensanchó de un momento a otro y las estrellas arribaron al horizonte.

Yorsh sintió el viento en el cabello y en el rostro.

Varil estaba en llamas. Los incendios se reflejaban en el agua de los arrozales junto con las estrellas y las alas de los garzones perturbados por el galopar de los caballos.

En cualquier momento los Orcos los avistarían y él oiría sus cuernos. Yorsh pensó que debería detenerse, pero fue un pensamiento que desechó, que olvidó de inmediato sin que dejara huella. La ciudad estaba en llamas, y el dolor de todos los que esperaban la muerte o que habían tenido que verla en los ojos de los que los circundaban se reflejaba en el alma del último y el más grande y poderoso miembro del Pueblo de los Elfos.

Yorsh percibió ese dolor. Era la primera vez en la vida que veía Varil, pero sintió esas llamas como en carne propia. En su mente sintió el miedo y el sufrimiento de cada uno de los habitantes de la ciudad, pero también el amor por los vivos y los muertos y la esperanza, porque esta jamás muere en los Hombres, ni siquiera cuando todo está perdido. Recordó los nombres de los hijos de los dos desafortunados padres que habían ido a pedirle ayuda y se dio cuenta de que no era capaz de tolerar ni por un segundo más que se quedaran sin ayuda.

Su caballo corría en dirección de la ciudad cercada. Tenía un ejército detrás. Harapiento, pequeño y mal armado, pero era un ejército.

La piedad de Yorsh se convirtió en cólera.

En ese momento sintió a los hombres detrás suyo. Sintió la furia de ellos. Sintió el odio de ellos. Sintió la mente de estos transformarse en una sola con la suya.

El perseguido se había convertido en caudillo. Los perseguidores se habían convertido en sus secuaces. El agua y la tierra corrían alejándose bajo los cascos de los caballos. El Anillo Externo de Varil, detrás de los bastiones, era una sola hoguera y sus arbotantes se erguían negros contra las llamas. Con todo, la parte central de la ciudad aún estaba en pie y sus estandartes blancos y dorados ondeaban sucios en el viento acre, lleno de hollín. Cuando se apagaran las llamas que ardían en el Anillo Externo y en el Intermedio, las invencibles puertas de roble y hierro, acorazadas como los canceles de los mismos Infiernos, quedarían en cenizas.

La Ciudadela sería como un redil de corderos contra una manada de lobos.

* * *

Más de la mitad de la armada de Daligar era oriunda del Anillo Externo, hijos de los tránsfugas de todas las orillas laceradas de las Tierra Notas donde el honor se había perdido y la única salvación posible para los Hombres era huir. Eran Mercenarios aglutinados por la necesidad de ganarse el pan para sobrevivir, así fuera a duras penas, y por la fe absoluta en su Capitán. No obstante, eran sus casas las que ardían; era su gente la que moría. La rabia que sentían se transformó en coraje y el coraje se transformó en valor. El ultraje que su tierra estaba sufriendo se transformó en heroísmo. Mientras cabalgaban en la llanura de Varil, los Mercenarios de Rankstrail se convirtieron en un ejército invencible. El Último y el más poderoso de los Elfos podía hacerlo invulnerable desviando las flechas y los dardos. Si no eran los Elfos, ¿entonces quién? Si no era esa noche, ¿entonces cuándo? Avanzaban para chocar contra un ejército inmensamente más fuerte, pero ni uno solo de los hombres de Rankstrail pensó que podía detenerse y salvarse.

Mientras cabalgaba a la cabeza de esta, que había pasado a ser su armada, Yorsh recordó que también su pueblo había sido un pueblo de líderes y guerreros.

Antes de terminar arrastrados dentro de muros y cercos, hambrientos, humillados, derrotados y burlados, los Elfos habían enfrentado ejércitos de Orcos y tropas de Troles. Si los Infiernos hubieran vomitado a los mismos Demonios para que agredieran la Tierra de los Hombres, ellos los habrían enfrentado.

Él era un Elfo. Lo que había alrededor suyo penetraba en su interior. Lo que había dentro de su cabeza se expandía hacia afuera.

Cuando encontraba desprecio y dolor, estos se filtraban en su alma y la debilitaban. Esta era su grandeza y su límite: por un lado, el desprecio de los demás lo abrumaba y la angustia que sentían lo lastimaba; y por otro, su coraje podía inundar el alma de los otros y volverse infinito. En aquel momento, mientras su caballo corría a la cabeza de todos, su fuerza se difundía en el corazón de los Hombres y los encendía como una llamita en un cañaveral bajo el viento seco del verano.

Él, el Último de los Elfos y el más poderoso, cabalgaba a la cabeza de un ejército y su fe se multiplicaba en los caballeros que galopaban, como se multiplica un rayo de luz al rebotar en un juego de espejos. Sabía que los otros sentían su respiración y él sentía la de ellos. Sabía que los otros sentían el latido de su corazón y él sentía el de ellos. En el viento que se deslizaba sobre la grupa de los caballos que corrían se propagó una corriente, una mecha que ardía quemando y fundiendo las mentes y las fuerzas. La mente de Enstriil, su caballo, era una sola con la mente de los otros caballos. Sus cascos corrían en el fango hacia Varil, sus crines ondeaban como estandartes.

Yorsh sacó su espada, que brilló. No era la primera vez que esto sucedía. Su espada, al igual que la corona que había ceñido la cabeza de Robi mientras guiaba a los fugitivos hacia la garganta de Arstrid, captaba la luz y la reflejaba más fuerte y encendida para que los combatientes dispersos en la oscuridad pudieran reencontrar el camino y la fe. Eran una espada y una corona creadas para restaurar el coraje y la esperanza de aquellos que lo habían perdido.

Ya nada podría detenerlos a él y a su armada de renegados y andrajosos, transformada ahora en un ejército de guerreros invencibles. La ciudad de Varil vivía su último dolor, su último horror: la caballería ligera de Daligar estaba arribando, incontenible. Yorsh se dio vuelta: Rankstrail, el Capitán, estaba inmediatamente detrás de él. Su lugarteniente lo seguía un poco más a la derecha. Yorsh y los Mercenarios: una sola mente, un solo corazón.

La mente de Yorsh le prendió fuego a la hierba secada por el calor estival que rebasaba los arrozales por encima de los diques: creó unas franjas de fuego muy largas y delgadas, que el agua duplicó, para guiar a la tropa con líneas de luz hacia la ciudad asediada, y para hacer visibles las defensas que el ejército enemigo había erigido con el fin de protegerse de un improbable ataque desde Daligar.

En ese momento, una luna enorme salió de las nubes e iluminó la llanura. Al paso del ejército del Elfo, cientos de garzones que habían escapado de caer en los espetones de los Orcos se levantaron con un lento batir de alas, brillando bajo la luna. Los cascos reales de los caballos y los cascos reflejados en el agua corrían juntos y a cada paso chocaban en un torbellino de salpicaduras y gotas que atrapaban la luz dorada del fuego y la luz fría de la luna. La armada del Pueblo de los Hombres estaba yendo a recuperar el mundo que le pertenecía.

Bajo la luz vacilante de las franjas de llamas, las empalizadas de los Orcos plagadas de palos puntiagudos, pedazos de lanzas y flechas partidas se hicieron visibles y se recortaron contra el cielo negro y contra las estrellas. Ni siquiera Yorsh con sus ojos de Elfo había vislumbrado las cabezas amputadas izadas sobre las picas que sobrepasaban las empalizadas: solo había sentido un aura de dolor débil y confuso que no había logrado aislar del de la ciudad agonizante. Ni siquiera él había podido ver las bocas retorcidas en un último grito, la sangre coagulada en el cabello que ondeaba en la brisa de la noche de principios de verano.

Ahora las vio y los hombres de su armada las vieron con él. Yorsh sintió el horror y el dolor. Muchos reconocieron a sus padres o a sus hermanos. Algunos reconocieron a sus hijos.

El que montó este macabro espectáculo con la intención de aterrorizar a las personas que vinieran a socorrer eventual e improbablemente a la ciudad, no tenía idea de qué era la rabia de los Hombres, cómo puede crecer y en qué puede transformarse.

—¡AHORA! —gritó Rankstrail.

—¡Ahora!… ¡Ahora!… ¡Ahora! —repitió la armada al unísono.

El grito resonó en la oscuridad, atravesó la llanura potente y feroz como un rugido, franqueó las llamas y el humo y reverberó más allá de los incendios.

—¡AHORA!

En la ciudad asediada los cuernos respondieron bajos y cortos.

* * *

Las empalizadas habían sido construidas mal y de prisa: era probable que los líderes de los Orcos hubieran considerado la construcción de estas como una pura formalidad porque estaban absolutamente seguros de que ningún ejército, ninguna armada, ni un alma vendría de la Ciudad Puerco Espín a ayudar a la Ciudad Garzón.

Los ojos de Yorsh identificaron los puntos donde los palos se espaciaban lo suficiente para posibilitar el paso de los caballos; y en los lugares en los que las empalizadas eran demasiado altas para un caballo al galope, la mente del joven Elfo podía ayudar a impulsar el salto. Aunque en principio la fuerza de la gravedad es invencible, durante algunos instantes podía ser contrarrestada. Enstriil se levantó y saltó primero. Yorsh guio su salto y lo ayudó. Después de él saltaron todos los caballos a través de las brechas, guiados, acompañados y sostenidos. La fatiga de este esfuerzo sobrehumano se disolvió por completo; se borró con el sonido de los cuernos de la ciudad sitiada, con el coraje, el furor y la fe de Yorsh y de toda su armada.

La primera batería de Orcos se paró frente a ellos, horrorizada. El comandante era muy alto. Con base en sus lecturas, Yorsh lo identificó como uno de los Orcos que habían descendido de las Montañas del Fuego, al extremo de la estribación oriental de las Tierras Notas. El yelmo que escondía parte de la cara de pelo y de colmillos, hecho de cuero deshilachado y hierro oxidado, emulaba, sin lugar a confusión, el hocico de un lobo, al igual que el escudo en forma de semicírculo, dotado de puntas de hierro a guisa de garras.

Yorsh lo abatió con un solo golpe de espada.

El dolor de la muerte lo golpeó como una flecha: sintió la hoja penetrar en la carne del otro como si fuera la suya, sintió la respiración anegada en sangre, el aire que borboteaba en los estertores de la agonía, el corazón que se paraba. Sintió el recuerdo de los cuerpos decapitados y las cabezas que terminaban en las lanzas; las risas indecentes que habían acompañado la tarea; y el placer de sentirse fuerte y poderoso masacrando seres inermes. Sintió la alegría que el otro experimentaba al marchar al unísono junto a los otros Orcos, porque en ese movimiento conjunto, y solo en él, podía ahogar el sentimiento de su propia insignificancia y olvidarla. Sintió también los recuerdos del otro por el aroma del viento de verano. Vio por un instante, en una serie de arroyuelos sucios, a una madre resentida y brutal, inclinada buscando algo de comer en medio de una multitud de pequeñas criaturas lloronas y desesperadas. Comprendió entonces que detrás de cada futuro Orco había una infancia de pantano y comida podrida, una historia de niños no amados traídos al mundo con el único objetivo de usarlos como mazos o como pedradas contra un mundo que había que depredar.

Eran personas.

Los Orcos eran personas.

Eso que llevaban en la cara, hecho de pelo y colmillos, era solo una máscara de guerra. Los Orcos no habían sido vomitados directamente del fango de los Infiernos. Eran personas. Tenían recuerdos. Sentían dolor. Habían llorado al nacer con la misma desesperación con que llora cualquier recién nacido. Habían sido cargados en el vientre tibio de una madre.

Yorsh desaceleró.

No lograría, bajo ninguna circunstancia, asestar un segundo golpe.

Su carrera como líder terminaba allí.

Rankstrail lo rebasó. La simulación del perseguidor y el perseguido se rompió. Abrumado por el dolor de su gente masacrada, de su pueblo que veía a sus hijos decapitados e izados sobre las empalizadas, el joven Capitán de Daligar iba a liberar a su ciudad sitiada. Su espada abatía a cualquiera que se le parara enfrente.

Yorsh comprendió por qué la gloria de su pueblo para conducir a los pueblos hacia la victoria pertenecía al pasado: su nivel de barbarie había descendido por debajo de los mínimos niveles necesarios para llevar a cabo cualquier tipo de guerra y, por consiguiente, para la misma supervivencia. El poder para comprender el dolor los había destruido. No habían detenido a los Orcos como hubieran tenido que hacerlo y los Hombres los odiaron por ello. Habían sobrevalorado sus poderes. Habían malinterpretado su fragilidad y los habían responsabilizado de todos los males. Habían podido combatir contra los Demonios, pero no contra los Orcos y mucho menos contra los Hombres, porque el dolor de la derrota los abrumaba y hacía insoportable la victoria. Cualquier cosa menos eso. Era preferible morir. Mejor ver la propia carne destruida por el hambre y devorada por las garrapatas y el odio.

Así como un incendio estalla irrefrenable incluso después de que el fuego que lo generó se apaga, la armada del Pueblo de los Hombres, los Mercenarios, no se detuvo ni vaciló cuando el dolor abatió el corazón de Yorsh.

Se quedó a poca distancia de Rankstrail que penetraba una tras otra las defensas de los Orcos sin perder un solo hombre. Ninguno de los dardos de las ballestas dio en el blanco porque Yorsh usó lo que quedaba de su fuerza para desviarlos, pero el esfuerzo fue tan grande que se convirtió en dolor. El joven Capitán, ayudado por la luz del fuego y de la luna, tardaba pocos instantes en identificar el punto más débil de todas las barreras y penetrar.

Rankstrail levantó la mano derecha y tensó el brazo hacia un lado: Lisentrail entendió de inmediato. Se desvió con sus hombres hacia el norte de la colina boscosa a la entrada de la ciudad, para rodearla y caer sobre el flanco de los Orcos, mientras que el Capitán, con el grueso de las tropas, llegaba por el frente.

Luego el Capitán extendió los brazos y su armada se dividió en dos detrás de él. Se quedó solo con Yorsh y enfrentó la segunda línea de los Orcos: cayó como un león en medio de unos perros. Tenía la espada en la mano derecha y una alabarda extraída de una de las barreras en la otra. Se había bajado del caballo y por sí solo lograba oponerle resistencia a una docena de Orcos, concentrando toda la atención sobre él, mientras sus hombres los asaltaban por un costado. De repente, los Orcos se encontraron atacados por todas partes. Eran superiores en número, pero por primera vez desde que la guerra contra el Pueblo de los Hombres había comenzado, su seguridad tambaleó. Su coraje se resquebrajó de improviso como un vidrio al caer sobre una piedra, como una bandada de urracas al divisar halcones encima de ella. Al lado del Capitán, y no menos temible que él, apareció el lobo. Los Orcos se aterrorizaron al verlo. No se trataba solo del temor por los colmillos: la leyenda decía que también Sire Arduin combatía acompañado de un lobo. Así fuera verdad o fantasía, los Orcos sin duda conocían la leyenda. La bestia que combatía a su lado hacía que el Capitán fuera curiosamente idéntico al recuerdo de su antiguo enemigo mortal.

—¡Ahora! —gritaron de nuevo los Hombres.

Fue un rugido. Los Orcos comenzaron a retirarse y la retirada pronto se transformó en una derrota aplastante de guerreros que escapaban descompuestos, sin más defensa. Rankstrail había partido su espada en el enfrentamiento inicial y había recogido la rústica y mortífera arma de uno de los jefes de la batería adversaria. La hoja era enorme, medía más de tres pies de largo y la empuñadura estaba incorporada de tal modo que la hoja misma defendía la mano que la empuñaba. Los Orcos habían logrado alcanzar las dos ciclópeas catapultas que habían usado para incendiar los dos anillos de la ciudad lanzando llameantes haces de leña seca impregnados de aceite. Mientras que una parte de ellos, ahora en desbandada, trataba aún de obstaculizar la caballería de los Hombres, la otra concentró las últimas energías y el último tiempo en girar las catapultas en dirección opuesta a la que apuntaban, y así poder utilizarlas para atacar a Rankstrail. Cuando finalmente lo lograron y Rankstrail estaba al alcance de sus haces encendidos, la escuadra de caballeros que había rodeado la colina los sorprendió por el flanco derecho, completamente descubierto, y los masacró. Rankstrail estaba decapitando a la mayor parte de los Orcos con la espada enorme y pesada que había reemplazado la suya.

Aunque no era él quien asestaba el golpe, Yorsh lo sentía. El momento en el que la cabeza se despegaba del cuello, cuando la hoja de la espada cortaba las vértebras y la medula, se convertía en la negación del concepto mismo de humanidad, del concepto mismo de vida. Por unos instantes la cabeza quedaba viva y por más inmundos que hubieran sido los pensamientos que hubiera generado, el dolor era tan insoportable que trascendía los límites de la justicia.

Yorsh se limitaba a seguir a Rankstrail. La armada de los Hombres estaba reunida de nuevo en un solo tronco y estaba por lanzar el ataque decisivo.

Al llegar a la colina comenzaron los bosques y las huertas de frutales. Los caballos avanzaban al mismo paso. Cuando estuvieron a cien pies de la muralla externa pasaron a través del campamento enemigo, situado dentro de lo que quedaba de un naranjal cuyas últimas flores cubrían el piso con un tapete de pétalos blancos. La mayor parte de los árboles había sido talada para alimentar el fuego y construir las barreras, las escaleras y las piras. De los que quedaban pendían los colgados. Algunos eran muy jóvenes, casi niños. En el centro se levantaba una enorme pila de leña, centenares de haces que creaban una especie de barrera encima de la cual una docena de personas, embadurnadas de fango y sangre, estaban encadenadas a los palos. El olor a aceite que impregnaba la pila era más fuerte que el olor de los cuerpos. Algunos Orcos estaban en el centro agitando antorchas.

Rankstrail se detuvo. La armada se detuvo a su vez con un estrépito de chatarra que se mezcló con las imprecaciones, porque los caballos se encabritaron y chocaron unos contra otros.

Los Orcos se pusieron a gritar triunfantes.

Uno de ellos, alto y con colmillos de lobo en el escudo, señaló a Rankstrail con la mano y luego exclamó en tono burlón:

—Tú no gritas más «Ahora». Tú no gritas más. Tú callado. Yo quiero a ti o yo quemo a ellos.

Los otros Orcos también se rieron.

Rankstrail levantó la mano derecha para detener a los suyos. Con una orden tajante también detuvo al lobo; miró al Orco, luego miró otra vez los cuerpos encadenados sobre la pira y de nuevo al Orco.

Sin bajar la mirada, bajó de su rocín.

—¡Capitán, es inútil, es una estupidez! —le gritó su lugarteniente, uno pequeño de trenzas y con los dedos amputados—. ¡Después de haberte picado en pedazos los quemarán! ¡No lo hagas!

—Aquí están mis hermanos: el tercero de la izquierda y la muchacha con el traje de novia —respondió Rankstrail—. Me encantaría saber, antes de morir, cómo diantres vino a parar mi hermana en esa pira y por qué está vestida de ese modo, pero tendré que reservarme la duda. Y si ninguno fuera pariente mío, nada cambiaría porque son mujeres y niños. No se muevan.

El Capitán dejó caer su espada, desenganchó las dos correas que le sostenían la armadura en la espalda y la dejó deslizarse en el piso. Por último, se quitó el yelmo y se quedó inmóvil, desarmado e indefenso, mirando a los Orcos de frente. Dos de ellos levantaron el arco, pero ni siquiera tuvieron tiempo de cargarlo.

Yorsh espoleó a Enstriil, se subió a la pira y los arrolló.

—¡No! —gritó Rankstrail.

Yorsh descendió del caballo, envainó la espada y extendió los brazos como para abrazar al mundo. Los Orcos que tenían las antorchas encendieron el fuego. Enstriil se encabritó y golpeó a uno. Las otras antorchas cayeron sobre la pira, pero las llamas no estallaron: se limitaron a serpentear entre la leña y la hierba seca de los haces como gusanos dentro de un pez podrido. El aceite no se prendió. Yorsh sintió el cansancio atroz de contener las llamas: el fuego que no quemaba en la pira estallaba dentro de su cabeza. De un momento a otro se desplomaría. No tenía mucho tiempo. Sintió a sus espaldas el ruido de la batalla que comenzaba otra vez. Había detenido el fuego de los Orcos, no sus espadas.

Mantuvo el brazo izquierdo abierto con los dedos estirados y separados para controlar el fuego y con la derecha extrajo la espada y la dejó caer con toda la fuerza que le quedaba sobre las cadenas del primer rehén, que se rompieron como vidrio. El rehén era la joven vestida de novia; llevaba al cuello un corazoncito de hueso colgado de una cinta azul y tenía un arco en bandolera. Con un gesto de la cabeza Yorsh le mostró la espada y luego los otros prisioneros. Ella comprendió: retiró la espada de la mano temblorosa y reventó las cadenas del segundo rehén, un señor viejo con el rostro ensangrentado porque los Orcos se habían divertido arrancándole la barba. La espada de la hiedra centelleó de un modo salvaje. Yorsh encaró de repente a un Orco: enorme, con una órbita horrendamente vacía que se abría como una caverna en medio de las escamas y de las garras que le recubrían la cara. No tuvo tiempo de levantar el hacha: el Capitán Rankstrail, sin yelmo y sin coraza, había recuperado la espada. Despegó la cabeza del cuello del Orco de un solo golpe. Yorsh sintió el gozo con que el tuerto lo habría golpeado, la crueldad con la que había dejado caer la antorcha, la felicidad que habría experimentado al hacer estallar el fuego debajo de los cuerpos vivos, pero de nuevo sintió a una madre biliosa, violenta y desesperada que le quebró los dedos con una piedra por robar un pedazo de zanahoria cuando era niño. Vio una serie de criaturas andrajosas, dejadas en el pantano bajo un diluvio. Sintió un largo llanto que jamás fue consolado, que se perdía como un aullido en un silencio que se hacía definitivo, ininterrumpido, salvo por el ruido de la lluvia y de los truenos. Los Orcos, todos, eran hijos no amados, odiados, traídos al mundo con el único objetivo de convertirlos en combatientes de atroces guerras de rapiña, porque transformaban en inhumana violencia el dolor infinito que los llenaba.

El Capitán Rankstrail usó el hacha para romper las cadenas de los otros prisioneros y, cuando estas se resistían, derribaba los palos. Sus hombres lo ayudaron sosteniendo a los prisioneros y bajándolos de la pira.

Yorsh logró todavía mantener las manos y los brazos abiertos, pero las piernas le flaquearon. Cayó de rodillas. Cuando ya el último prisionero estaba a salvo, el Capitán de Daligar agarró a Yorsh de la túnica como si fuera un atado de trapos y lo arrojó abajo saltando junto con él en el pantano. Rodaron juntos.

La vista de Yorsh se nubló. En su cabeza el cansancio se fundió con el dolor de los muertos, el horror de los decapitados, el llanto de un Orco niño que le evocó recuerdos que no pudo apresar. La luz de los incendios de Varil, que ardían del otro lado de los almendros aún en flor, brilló cada vez más incierta. Rankstrail lo agarró de la ropa de nuevo y lo puso de pie, apoyándolo contra el tronco de uno de los pocos árboles que todavía estaba erguido.

Con el gesto brusco de una de sus enormes manos le quitó el cabello y el fango del rostro. Otra de las cosas de las que carecía la dotación del Capitán Rankstrail eran los guantes: empuñaba las armas con las manos desnudas y las palmas cargaban la huella. Yorsh trató de hacerse a un lado.

—¿Estás herido? —preguntó bruscamente Rankstrail—. ¿Estás enfermo?

—Estoy cansado —respondió Yorsh, avergonzado, con un hilo de voz. Temblaba. Miró al otro. Era la primera vez que se encontraban de frente.

La muchacha con el traje de novia se acercó, insinuó una reverencia y le devolvió la espada. La empuñadura estaba tan sucia de hollín que las ramas de la hiedra a duras penas se reconocían. La hoja brillaba como nunca antes.