El Capitán Rankstrail imprecó.
Fue una imprecación leve que se perdió en los sonidos quedos de la mañana de primavera sin rozarlos. La brisa soplaba ligera meciendo las hojas recién nacidas sobre las ramas. Rankstrail no podía verlas, pero sentía su susurro.
El Capitán imprecó de nuevo. Si los Dioses hubieran sentido un tercio de lo que les estaba deseando, de lo que los estaba invitando a hacer, probablemente lo fulminarían, pero igual nunca estaban para oír.
En aquel infinito mes de febrero que se había arrastrado amanecer tras amanecer, noche tras noche, paso tras paso, agonía tras agonía, les había orado a los Dioses. Una de las pocas cosas que había comprendido era que eran ciegos y sordos o al menos su interés hacia los acontecimientos y las conversaciones humanas era muy limitado. En aquel interminable mes de marzo estaba insultando a los Dioses, pero al parecer eran tan indiferentes a sus insultos como a sus plegarias.
El Capitán se estiró.
Lo asombraba no tener nada para hacer.
No le había pasado en años y nunca le había pasado por mucho tiempo. El tiempo, cuando nada marcaba su paso, parecía flotar inmóvil. El único regalo que le traía el amanecer era la espera del atardecer. Con las estrellas aparecía la espera del amanecer.
Las únicas cosas que llenaban sus jornadas eran los recuerdos y el continuo dar vueltas alrededor de ellos. De todas las actividades era la que más hubiera deseado evitar, y, por el contrario, esta siempre regresaba con su sucia inutilidad y su obtuso tormento.
Estaban los recuerdos de los heridos que había tenido que abandonar. Les había ordenado a sus mismos compañeros que los liquidaran, cuando él mismo no lo había hecho, para que no cayeran vivos en manos de los Orcos.
Estaba el recuerdo de los niños que no había logrado defender de las flechas que se abatían sobre los carromatos de civiles como tábanos sobre un racimo de uvas aplastado en el suelo.
Estaba el recuerdo del verdugo.
Ahora él también lo había conocido.
Por motivos desconocidos, el Capitán había sido entregado al verdugo. Lo encerraron en un calabozo y en unas pocas y larguísimas horas aprendió lo que era el dolor absoluto, experiencia que hasta ese momento había ignorado y que jamás le había hecho falta. Reconocía, sin vacilar, que esta había modificado para siempre la percepción de sí mismo y del mundo; la percepción de sí mismo en el mundo, por decirlo así. No era un cambio para bien, pero sí era definitivo.
Había sido un encuentro en cierto modo benévolo, no solo porque había sido breve, sino sobre todo porque no lo había estropeado para nada: solo le habían quedado las señas de las tenazas candentes en la parte alta del tórax y la espalda.
El Juez Administrador en persona, vestido de brocado carmesí, había presidido el castigo. Se extendió en aclaraciones: no era que él lo odiara; por el contrario lo amaba mucho, no solo con el afecto paterno que sentía hacia todos sus soldados sino con una benevolencia especial y mucho mayor. Era con sufrimiento que le infligía un sufrimiento, si Rankstrail le perdonaba la redundancia.
—No quiero matarte, ¿comprendes? Solo quiero estar seguro de doblegarte —le aseguró con amabilidad, y Rankstrail deseaba en silencio que se diera cuenta pronto de que ya lo había logrado y que le buscara a su verdugo otro entretenimiento. Ahora comprendía la mirada baja y sesgada de Lisentrail frente al verdugo, su risita repugnante.
El Juez continuó: era por amor que ahora lo ponía en manos del verdugo, para preservarlo de la tentación de hacer elecciones imprudentes, improvisadas. No de la elección de la desobediencia, los Dioses no lo quisieran, puesto que ni siquiera era pensable, sino de la grave elección de no limitar sus acciones a la obediencia de las órdenes recibidas sin agregarles o modificarles nada.
Era por amor que el Juez Administrador lo había puesto en manos del verdugo. Para asegurarse de que el Capitán lo amaría.
De todas las estupideces que el Capitán había escuchado en su breve pero agitada vida, esta le pareció en principio la más colosal, pero luego se acordó de los jóvenes aristócratas que lo habían contratado como guardaespaldas de la Princesa Aurora.
Recordó cómo en sus palabras y en sus miradas se fundían el terror y la devoción absoluta solo con nombrar al Juez Administrador.
Se le vino a la mente la fidelidad total que los asnos y los perros golpeados tienen hacia la crueldad de sus amos.
Se dio cuenta de que el Juez estaba loco, más allá de cualquier expectativa, y se juró que siempre recordaría que no era estúpido.
Mientras el dolor se fundía para siempre en su memoria hasta hacerse inseparable de ella, el Capitán se dio cuenta de lo fuerte que era la semejanza entre el Juez y Aurora. Las manos eran idénticas, la forma de la cara, el mentón… los ojos no… tampoco la sonrisa. Se preguntó si de ahora en adelante el rostro de Aurora le recordaría a su padre o las tenazas del verdugo, y ya, mientras aún se lo preguntaba, él mismo se respondió que esto nunca ocurriría: Aurora era Aurora y basta, así era y así siempre sería.
El Capitán pensó que el tratamiento había sido eficaz. Después de haber padecido bajo las tenazas, quedaba un miedo sórdido y una vergüenza que perduraba hasta mucho después de que las quemaduras sanaban y el sayo podía cubrirlas de nuevo. Como un perro apaleado, un hombre torturado también tiende por instinto a seguir órdenes.
Tenía que reconocer que en las acciones del Juez había una lógica perseverante.
Al otro lado de los barrotes las tórtolas zureaban y una nube atravesó el azul del cielo de primavera.
El Capitán pensó que sería interesante que le informaran la razón por la que seguía confinado en una celda, pero ni siquiera estaba seguro de si realmente le interesaba tanto saberlo.
Estaba contento de que su celda fuera de las que estaban al nivel de la superficie del suelo; una desde las cuales, así fuera desde lejos y del otro lado de los barrotes, se podía divisar el cielo.
No era cierto que esa celda fuera suya.
Quizá era él el que le pertenecía a la celda.
No lograba establecer quién era el propietario y quién el poseído. Sin embargo, era una buena celda, la suya, con vista al cielo, así fuera mucho más allá de los barrotes. El número de ratas con las que tenía que convivir era soportable. No muy lejos del lugar donde estaba acostado volaban las tórtolas. Podía ser peor.
El Capitán se preguntó cuánto tiempo podía vivir un hombre dentro de una celda sin que su razón comenzara a vacilar, y le surgió la duda de que fuera menos de lo que ya había transcurrido.
Sin embargo, con cada día que transcurría, esta información también perdía interés.
El Capitán imprecó de nuevo, pero en esta oportunidad tal vez los Dioses escucharon, porque de repente la realidad dejó de estar inmóvil y se modificó. Hubo voces, ruidos de gente armada, pisadas fuertes que se sumaban a los chirridos de las armaduras, chirridos de bisagras, golpes de cerraduras, portones que se abrían y se volvían a cerrar.
Rankstrail sintió que se abrían, uno tras otro, los cuatro pasadores que trancaban la puerta de su celda. Mientras todavía se preguntaba si sería del caso levantarse del piso, la puerta se abrió de par en par y se encontró frente a Argniolo. Estaba aun más bello y reluciente de lo que lo recordaba. Llevaba puesta una armadura resplandeciente de oro esmaltado que le hacía juego con el yelmo que tenía un penacho multicolor y que le daba un parecido extraordinario con los papagayos de los circos de saltimbanquis.
Rankstrail se preguntó cómo hubiera podido perseguir a un solo Orco o capturar a un solo bandido con toda esa chatarra encima.
Argniolo se impuso ante él.
—Ponte de pie cuando te hablo, patán —le dijo sin aspereza, pero casi con cierta dulzura con respecto a la forma como siempre le hablaba—. Ya tuvieron demasiadas vacaciones tú y los otros holgazanes gorreros.
Otra vez sutil, pequeño, enrarecido e impalpable, Rankstrail reconoció el miedo. Seguía sin comprender por qué lo habían metido en el fondo de una celda, pero al menos sabía por qué lo estaban sacando. Había problemas y no había nadie más a quién mandar. El único problema que se le vino a la mente, la única idea que se le ocurrió a su alma, lo petrificó.
—¿Los Orcos? —preguntó con un hilo de voz. No podía ser sino eso: mientras había estado recluido en una celda nadie había detenido a los Orcos, y ya estaban ahí.
—¡Pues no! —respondió Argniolo, exasperado. Luego levantó los hombros.
* * *
Rankstrail siguió a Argniolo y a los suyos. En la medida en que atravesaban los pasillos de los sótanos, las celdas se abrían y uno y después otro, solos o en grupos pequeños, los hombres de su armada eran empujados fuera de ellas. El Capitán percibió que, al igual que él, estaban sucios y con la barba y el cabello largo y desordenado, pero parecían gozar de buena salud. Los que habían resultado heridos por los Orcos habían sido tratados. Ninguno parecía haber pasado hambre y nadie parecía haber sufrido ningún tipo de padecimiento además de la reclusión. El único que tuvo el honor de contar con la presencia del Juez Administrador y de conocer al verdugo fue él, hijo predilecto del amado padre del Condado, como lo llamaban los juglares y los cortesanos.
Cuando reaparecieron, sótano tras sótano, cancel tras cancel, Rankstrail tenía consigo a la armada completa, o por lo menos lo que había quedado de esta después de una retirada espantosa y cuatro asedios.
Finalmente se reencontraron en el patio interno del palacio del Juez Administrador.
—Capitán —preguntó alguien—, ¿nos mandan contra los Orcos? ¿Ya llegaron hasta acá?
—Capitán —preguntó otra voz—, ¿por qué nos tuvieron en prisión?
El aire limpio despertó por completo a Rankstrail. Tuvo la impresión de regresar de una especie de sueño extraño. Lisentrail estaba de nuevo a su lado.
A pesar de que él también había estado en el fondo de un calabozo como todos los demás, igual había logrado recoger alguna información. No era de sorprender: era imposible que no hubiera alguien entre los soldados de guardia que Lisentrail no conociera, tal vez un pariente, cuñado o primo en quinto grado, ex vecino de la casa del segundo marido de su octava hermana, descendiente por el lado materno del tío del bisabuelo.
Lisentrail explicó que los habían metido bajo tierra como castigo por haber derribado y quemado los bienes del Condado para que no cayeran en manos de los Orcos, por haber perdido hombres y haberles dejado las armas al enemigo en aquella interminable retirada. Tenían que haberse ceñido a las órdenes: salir corriendo. Lo que pasara con las granjas una vez que cayeran en manos de los Orcos no era asunto de ellos. Ellos eran los Mercenarios. Un buen Mercenario piensa poco y no toma la iniciativa. También sabía por qué los habían sacado ahora: había reaparecido el Elfo, el Último, el Maldito, el que ocho años antes había estado con el dragón, y querían que alguien lo atrapara. No podía ser Argniolo porque se le rayaría la armadura y además porque se tropezaría con unas grebas tan altas. Por consiguiente, los enviaban a ellos.
Cuando Argniolo tomó la palabra, confirmó lo que Lisentrail les acababa de decir.
La primera parte del discurso, la prisión como castigo por la retirada, no debía parecerle demasiado inteligente ni siquiera al mismo Argniolo, porque la pronunció de prisa y con poca convicción, sin comentarios ni injurias.
En cambio, cuando pasó al tema del Elfo, Argniolo se entusiasmó. Su elocuencia se tornó casi lírica, su oratoria se revistió de poder. Describió largo rato a las madres con hijos colgados al cuello, demacrados por el hambre, atacados por las pestes y explicó que el Elfo era el responsable de todo esto. Mencionó también las bandas de Orcos que habían llegado de los Confines orientales para apoyar al Elfo, porque la maldad de alguien que pudo ser amigo de un dragón es infinita.
Finalmente, Argniolo miró al Capitán a la cara y lo acusó. Un joven de honor, un tal Moron, había llegado después de haber corrido riesgos inenarrables y de haber superado obstáculos incalculables, a advertirles que el Elfo, el Maldito, surcaba de nuevo el Condado con sus sucios pasos. Moron el Justo también les informó cómo y cuánto prosperaba al lado del mar una aldea habitada por los enemigos del Condado que habían huido de la justicia ocho años atrás cuando el vuelo de un dragón había sellado la garganta del Dogon con un deslizamiento.
Argniolo tomó aire. Miró con desprecio al Capitán y luego prosiguió con una prosa más sombría y sufrida, interrumpida a menudo por pausas largas y dolidas.
Ocho años atrás, lo habían dejado escapar.
Al Elfo.
A él y a toda su miserable banda.
El Elfo era el Enemigo. Los Orcos son un problema solo para los estólidos, solo para Rankstrail y los suyos: bárbaros, locos aquejados de barbarie, demencia y crueldad que pretendían combatirlos con las armas y habían destruido medio Condado con ese fin. Ellos, Argniolo y sus asociados, sabían hablar. Esto se llama diplomacia, DIPLOMACIA, una palabra difícil para ellos, tan burdos. Sin duda la amenaza no eran los Orcos sino de nuevo el Elfo, el enemigo institucional e histórico del Condado.
—¿Pero si no había que combatir sino hablar, para qué nos mandaron a nosotros contra los Orcos? —preguntó alguien, con discreción.
Muchos otros se preguntaban si alguna vez habrían visto una granja por donde los Orcos habían pasado y de qué forma la hubieran defendido con la supuesta diplomacia.
Argniolo miró iracundo al Capitán, molesto por el cuchicheo, y concluyó que solo un estúpido podía pensar que los enemigos eran los Saqueadores y los Orcos. Solo para un idiota era difícil comprender que perseguir las calamidades sin eliminar al que las provoca y las atrae era un esfuerzo fútil y desperdiciado.
Ni uno solo de los fugitivos había muerto durante el derrumbe. Habían llegado hasta el mar donde habían prosperado y prosperaban. Donde habían dominado las olas y domesticado a las Erinias con su magia oscura, dado que habían sobrevivido ambas.
Sobrevivientes, refugiados, salvados. Todos. Vivos y con buena salud, y gracias a ellos el Mundo de los Hombres se deterioraba y perecía.
¡Felicitaciones a los Mercenarios!
Habían sido tan viles como idiotas.
Mientras la armada del Capitán Rankstrail se enredaba en tonterías y quisquillas como las eternas escaramuzas con los Orcos y por estas se divertía destruyendo medio Condado, los verdaderos enemigos prosperaban y banqueteaban.
Afortunadamente no todos los fugitivos eran enemigos del Condado y traidores. Uno de ellos, un joven de honor, un joven valiente que los había seguido con el objetivo de odiados, espiados y cuando fuera posible sabotearlos, había venido ahora a informar sobre el peligro, a ponerlos en guardia, a señalar.
Él, Argniolo, habría condenado a muerte a todos los Mercenarios por haber eliminado al dragón y no al Elfo, por haber dejado escapar a la niña bruja y a sus secuaces y, además, por haber mentido. Pero el Juez Administrador que ya había sido Inquisidor, en su infinita misericordia había intuido que no había habido bellaquería ni mendacidad en las acciones de los Mercenarios, solo ingenuidad. El Elfo los había engañado, burlado: hizo que pareciera como si él y sus seguidores hubieran sido aplastados por el derrumbe, y los Mercenarios en su abismal simplicidad, que no es otra cosa que idiotez, se tragaron el cuento.
El Juez Administrador en su magnificencia y en su piedad y compasión determinó que la imbecilidad de todos modos no podía ser castigada. Condenar a muerte a los estúpidos hubiera implicado una masacre; por lo tanto, optó por el perdón con la condición de que los estúpidos finalmente se dieran cuenta de su incapacidad para pensar y limitaran sus acciones a la ejecución simple y llana de las órdenes.
La orden con la que el Juez les perdonaba y los recibía otra vez en el regazo del Condado era la captura del Maldito. El Elfo.
Tenía un caballo bayo y había sido avistado frente a Daligar, tranquilo como cualquier viajero, apenas por fuera del máximo alcance de una flecha. El Maldito parecía estar esperándolos.
La orden era atraparlo, vivo o muerto: en caso de que no estuviera muerto, tenían que amarrarlo muy bien para asegurarse de que quedara totalmente incapacitado. Se recomendaba usar cuerdas y no cadenas porque el Maldito sabía abrir candados incluso sin tener la llave, mientras que no se había demostrado que pudiera desbaratar nudos.
De todos modos, pensándolo bien, si se lo llevaban muerto, ellos se alegrarían más.
Argniolo sonrió benévolo. La asamblea se disolvió. El sol estaba en el punto más alto. El día estaba tibio, casi caliente; encerraba la promesa del verano inminente y la certeza de que el invierno había terminado.
—¿Pero a ese, a estas alturas, ya no se lo debían haber comido vivo las Erinias? ¿No habían dicho que a esas no las detiene nadie? —cuchicheó alguien.
Lisentrail extendió los brazos.
—Pero ¿los Elfos son inmortales? —preguntó alguien.
—Solo cuando los dejan vivir —respondió Lisentrail, que sabía todo acerca de todo—. Si uno los asesina, mueren igual que nosotros.
* * *
El Capitán estaba furioso, como jamás lo había estado en la vida.
El imbécil había regresado.
El imbécil había osado regresar.
El abismal cretino había arrastrado sus huesos y lo que los rodeaba justo hasta las puertas de Daligar.
Rankstrail maldijo al Elfo. Suplicó que los Dioses existieran y que hundieran a ese imbécil en los Infiernos: tenían que haber previsto un círculo para los idiotas.
Él, Rankstrail, había arriesgado su vida y la de sus hombres para salvar al Elfo y a los demás cuando huyeron. Les garantizaron también un futuro al relatar que todos habían muerto. El dragón había llevado a cabo su vuelo magnífico y Lisentrail había perdido el alma al hacer que ese vuelo fuera el último. Y el Maldito, en vez de quedarse en la playa, se había montado en su caballo para salir de viaje. Tal vez conocer el mundo le abría el espíritu. A lo mejor quería meterse a geógrafo o cartógrafo. O establecer un comercio de calabazas y mandarinas.
Ahora Argniolo y el Juez lo sabían. Ahora sabían que todos estaban vivos. Ahora irían a atraparlos. Uno tras otro. Rankstrail recordó a la pequeña Reina, la de la corona centelleante, que lo había mirado con desprecio y furor.
Ahora debía ser una mujer. Tal vez ya tendría hijos. También la atraparían a ella.
Rankstrail era menos magnánimo que el Juez. Cuando la estupidez supera los límites de la decencia se convierte en un crimen y es justo castigarla.
A lo mejor los demás tendrían razón: Argniolo, el Juez, todos.
¿Qué sabía él?
¿Dónde estaba escrito que él siempre era más astuto que los demás?
Quizá el Escribano Loco y el Prestamista se habían equivocado: los Elfos eran la causa de todos los males. Quizá era verdad que habían llamado a los Orcos; quizá era verdad que habían anegado el mundo para empobrecerlo. Un idiota capaz de montar su caballo y detenerse frente a las puertas de Daligar con toda seguridad era capaz de cualquier cosa…
Quizá por su culpa alguien iría a buscar a la pequeña Reina y la matarían…
Quizá los matarían a todos…
El Capitán lo había salvado una vez. No lo salvaría una segunda. Se lo entregaría a Argniolo. Así se calmarían y dejarían en paz a la pequeña Reina, ya crecida, y a los demás sobrevivientes. Una vez que tuvieran al Elfo los dejarían en paz.
Si no se los entregaba, entonces irían a buscar al ejército de harapientos y a su Reina. Ahora conocía a Argniolo y al Juez: no buscarían pelea si podían evitarlo. Considerarían todo resuelto y él podría regresar a mantener a los Orcos lejos de los niños de los hombres.
Tenía que atraparlo.
Lo atraparía.
Salieron del patio y llegaron a los establos. Para hacerlo atravesaron las vías de la ciudad y al pasar por debajo del palacio del Juez, Rankstrail mantuvo la mirada baja, como si estuviera pensando, aunque no pensaba nada en especial. Solo quería evitar en ese momento insoportable el riesgo de toparse con los ojos de Aurora, dado el caso de que ella estuviera en una de las raras ventanas, en uno de los pocos porches.
Los caballos de los Mercenarios habían recibido alimentación y cuidados. Las sillas rotas habían sido reparadas, las riendas reventadas, reemplazadas. Los caballos ya estaban ensillados.
—Es extraño —dijo alguien—. Es como si nos hubieran mantenido en prisión solo para mantenernos alejados, pero sin que nos debilitáramos, para tenernos a mano cuando nos necesitaran.
—… Es verdad. No nos hicieron pasar hambre, no nos trataron mal… solo nos quitaron del medio…
—… Era solo una excusa para no pagarnos…
Amarrado junto a los establos y con el cuello muy lacerado por una cuerda, el Capitán encontró de nuevo a su lobo. Estaba delgado y furioso por el largo cautiverio, y sin embargo estaba vivo y saludable. Rankstrail tuvo un momento de alegría, el único en un período larguísimo, cuando reconoció, al lado del animal, a Rocío. La Señora del Pueblo de los Enanos, como él la llamaba, era ahora la encargada de cuidar la jaula de la Loba de Daligar, una hembra que desde siempre se conservaba en la ciudad en honor a Sire Arduin que había poseído una. Ni siquiera el Juez Administrador, que nunca había dado saltos de alegría por la memoria de Arduin el Vencedor, se había atrevido a destruir la antigua tradición; se limitó a mover el corral del animal cada vez más hacia abajo, primero detrás del palacio y luego detrás de los establos donde nadie pudiera verla, de modo que la loba pudiera caer en el olvido dulcemente.
Rankstrail se tranquilizó al ver un rostro amigo: le debía mucho a Rocío. El motivo por el que los Enanos, que jamás habían recibido órdenes de nadie, estaban dispuestos a dejarse cortar en pedazos por él no era solo porque compartían su odio por los Orcos; era porque desde el principio el Capitán se había dirigido a sus harapos y a sus espantosas hachas sin usar otro apelativo que el de Señores del Pueblo de los Enanos.
En los establos el Capitán descubrió que tenía un soldado más. Después de ocho años de una ausencia no lamentada, Siuil había regresado a ser parte de sus hombres. Tenía también un caballo y se precipitó a informarle al Capitán que fue Argniolo en persona el que se lo procuró para que pudiera unirse a la caballería ligera.
—Ey, Capitán —dijo Lisentrail, apenas tuvo la oportunidad—, ahora estamos completos. Nos devolvieron los caballos, volvimos a encontrar el lobo, tenemos un Elfo para perseguir y también nos dieron un traidor. No nos falta nada.
Cuando finalmente estuvieron montados en los caballos, las puertas de la ciudad se abrieron para dejarlos salir. La tarde comenzaba. Los tránsfugas escapados de los Confines de las Tierras Notas acampaban alrededor de la ciudad. Habían construido casuchas espaciadas por huertas improvisadas: pañuelos de coles y berenjenas se alternaban con diminutos gallineros y esbozos de frutales. El conjunto recordaba las colchas que cosen las mujeres pobres con retacitos de distintas prendas.
Era un mundo miserable, salvajemente decidido a vivir en medio de sus coles y gallinas. El Capitán pensó que si algún día tenía que ordenar un escudo heráldico para alguna región o un pueblo, le gustaría que este tuviera una gallina, símbolo del valor de la gente que guerra tras guerra, sin embargo, seguía con vida.
Al pasar las huertas y los cañaverales, cerca del río, reconocieron la inconfundible figura del Elfo. Estaba vestido con una tela cruda que recordaba vagamente la tela de las capas de la caballería ligera y montaba un caballo bayo. Al contrario de la primera vez que lo vieron, esta vez iba calzado. Tenía la espada a un lado, pero no la desenvainó ni la usó, ni tampoco intentó usar el arco que llevaba en bandolera. Parecía que el imbécil los estaba esperando. No se alejó hasta que no los vio; por el contrario, casi pareció que quería cerciorarse de que lo habían visto. Daba la impresión de que, casi a propósito, el Elfo no dejaba que lo perdieran de vista. Luego, de improviso, en la mitad de la tarde, cuando las primeras sombras comenzaban a formarse al oeste de la garganta del Dogon, desapareció, como si se hubiera evaporado.
Las imprecaciones del Capitán hicieron palidecer hasta a los Enanos cuyas opiniones sobre el mundo y los Dioses, dentro de las minas, tampoco eran muy dulces.
Rankstrail mandó a dos exploradores adelante y a una pequeña patrulla por el costado oriental de la garganta; finalmente se dio por vencido. Lo habían perdido. El Capitán dio la orden de acampar y dejar descansar a los caballos. El lobo también llegó con la lengua afuera por la carrera desesperada, pisándoles los talones a los caballeros lanzados al galope. Poco antes del atardecer, cuando las sombras invadían toda la garganta y los caballos habían reposado, el Elfo reapareció.
La persecución se reanudó, pero se interrumpió al comenzar la noche porque después de haber estado bien visible por el costado occidental, de repente, el Elfo había desaparecido. Rankstrail volvió a dar orden de detenerse, no sin antes haberles aclarado al cielo y a los Infiernos su opinión al respecto. Los caballos descansaron, y el lobo, cada vez más extenuado y sin aliento, logró alcanzarlos una vez más. Solo después de que los caballos habían reposado y hasta el lobo había recuperado las fuerzas, volvió a aparecer el Elfo y la persecución se reanudó.
Mientras comandaba la persecución del Elfo Maldito a la cabeza de los Mercenarios de Daligar, el Capitán Rankstrail, apodado el Oso, intentó recordar cuántos años hacía que lo perseguía.
Es más, intentó recordar cuándo había oído hablar por primera vez del Maléfico, porque tuvo que haber un periodo en su vida en el que ni siquiera lo había oído nombrar.
Logró aislar el recuerdo con esfuerzo. Había sido cuando era niño, en el Anillo Externo de la ciudad de Varil, el mismo día en que su hermana Flama nació. Doña Guzzaria, después de haber dicho que los Elfos, artífices de todas las desgracias del mundo, además tenían cola, habló de ese, el Maldito, enemigo de los Hombres y exterminador de sus gallinas.
La segunda vez que lo oyó nombrar fue el mismo día en que se hizo una honda y comenzó su gloriosa carrera como cazador furtivo. Le había regalado un poco de miel a uno de los tantos pordioseros que se refugiaban entre los bastiones, uno de los innumerables mendigos que se arrastraban con los pasos torcidos de aquellos cuyos pies han sido deformados por el verdugo. El hombre casi había corrido tras él con sus pasitos desiguales en su afán de agradecerle, y en aquel, aun más angustioso, de hablarle de ese, el perseguido, el más poderoso de todos los guerreros álficos, anunciado con antelación por una antigua profecía como el único posible restaurador del pasado y el salvador del futuro.
El Capitán Rankstrail, llamado el Oso, comandante de la caballería ligera de Daligar, juró que esta vez atraparía al Elfo Maldito, lo atraparía y se lo entregaría al aun más maldito Juez Administrador. Así, al menos, los dejaría en paz a él y a los suyos, libres para regresar a casa y tratar de mantener al ejército de los Orcos alejado de las granjas, de las colinas en las que los niños pastoreaban los rebaños y las mujeres recogían el agua de las fuentes, alejado de su gente desesperada y de su tierra que destilaba dolor.
En ese momento todos salieron de la garganta del Dogon, el Elfo adelante y ellos detrás. La ciudad de Varil apareció, alta y bellísima, envuelta en sus murallas, reflejada junto a una enorme luna en el agua de los arrozales.
El Anillo Externo estaba en llamas. La ciudad estaba asediada por centenares de baterías de Orcos que de un momento a otro se darían cuenta de que la caballería ligera de Daligar estaba llegando al galope hacia ellos.
El Capitán Rankstrail pensó que debía detenerse; tal vez así todavía podría salvar a sus hombres. Un poco más y los centinelas de los Orcos, que no eran una banda cualquiera sino un ejército completo, los avistarían; y ellos eran solo un pelotón de caballeros mal armados.
El Capitán Rankstrail pensó que si no se detenía, de un momento a otro oiría sonar los cuernos de ellos, sabría que la trampa del Elfo se había disparado, que él había caído y que sus hombres morirían por ello.
Y luego pensó también que detenerse sería terrible porque lo único que deseaba era ir a ayudar a su ciudad que ardía, o al menos, perecer con ella.
El Elfo no se detuvo ni desaceleró: sacó la espada que brilló como una antorcha en la oscuridad y continuó al galope con la caballería ligera de Daligar que cabalgaba detrás de él bajo la luna que se reflejaba enorme en los arrozales, hacia la agonía de la ciudad que ardía y hacia el ejército de Orcos que había decidido destruirla.