Yorsh se apoyó en el caballo y vio la playa y la aldea, abajo, con las primeras luces del amanecer.
El caballo era un bayo joven, el primogénito de Rayo y Estrella que habían llamado Enstriil, «Veloz» en álfico arcaico. Moron, más arriba, caminaba con dificultad. Yorsh lo miró. Ni siquiera pudo darle un caballo porque no sabía cabalgarlos, le daban un miedo extremo y además los odiaba, sentimiento cordialmente correspondido.
Yorsh no quería dejar a su mujer y a su hija y lo estaba haciendo. Deseaba con todas sus fuerzas quedarse con ellas y se estaba alejando. Entre todas las cosas que podía hacer, combatir era la que más le repugnaba y estaba yendo a hacerlo. Entre todas las criaturas engendradas por la humanidad, estaba llevando consigo la que menos quería tener cerca.
En algún lado estaba escrito que ser libre no significa la posibilidad de hacer lo que uno quiera, sino la capacidad de asumir la responsabilidad del mundo. Yorsh no recordaba quién era el autor ni si hablaba porque lo había oído decir o porque él también había tenido que abandonar a una esposa amada y a una hija adorada para hacerse matar lejos de casa, para que, probablemente, ni un alma se lo agradeciera.
El caballo empezó a pastar.
—No hay alternativa —murmuró Yorsh.
El caballo siguió pastando. Yorsh sacudió la cabeza.
No podía dejar a Moron cerca de su hija. El hombre la odiaba. El odio para Erbrow era dolor: ella lo sentía como una herida.
Era muy probable que tarde o temprano el hombre le hiciera daño y con seguridad sería algo terrible.
Yorsh no podía castigarlo: no antes de que Moron hiciera una cosa tangible. Por más detestable que fuera, hasta ese momento Moron era inocente. Además ningún destino era seguro: ¿cómo podía saber que Moron en efecto le haría daño a Erbrow? Era una hipótesis.
Otra hipótesis era que, lejos del mar y de la playa, Moron pudiera encontrar una vida que le agradara más.
Podía ir a enrolarse como soldado veterano en vista de que la idea lo apasionaba tanto, o encontrar trabajo como bobo en la aldea contigua, otra actividad para la que parecía estar bien dotado. Cualquier cosa era mejor que vivir en una playa que odiaba con toda el alma, haciendo cosas que detestaba entre gente a la que le deseaba la muerte.
Comenzó otra vez el ascenso. Más abajo, Meliloto y Paladio avanzaban con dificultad por el sendero arrastrando tras ellos a Galdfurt «el Fuerte», el tercer hijo de Rayo y Estrella. Habían acompañado a Yorsh hasta Erbrow. El pasaje excavado y esculpido en la roca había desaparecido solo parcialmente; en parte aún existía. Hubiera sido imposible hacer pasar los caballos sin reabrir las partes derrumbadas a golpes de pala, pero era posible para un hombre pasar a pie.
En los pocos días que habían permanecido en Erbrow, mientras sus heridas sanaban y Yorsh preparaba el viaje, los dos le habían explicado cómo había sido invadida Varil, la ciudad asediada.
Le hablaron de un tal Rankstrail, Capitán de los Mercenarios, pagado por la ciudad de Daligar, y de la forma como este había luchado durante años contra los Orcos y los había mantenido alejados de las Tierras Notas.
Rankstrail provenía de Varil.
—¿Justo de Varil? —preguntó Yorsh.
La información le parecía interesante. La primera regla del buen guerrero es «Encuentra un aliado». La regla de oro del guerrero renuente es «Encuentra un buen aliado y, apenas puedas, endósale la tarea y regresa a casa». No la había encontrado en ninguno de los tratados de tácticas militares que había leído, pero ciertas ideas brillantes se le ocurrían por pura intuición.
Lo habían tranquilizado ampliamente. El Capitán, como la mayoría de los Mercenarios, era oriundo del Anillo Externo de la ciudad de Varil, el lugar donde ellos vivían. Contrario a Daligar, que era una especie de puerco espín y dejaba que la gente muriera en sus puertas, Varil recibía a todo el mundo. Los dejaba entrar y los dejaba vivir, aunque luego los despulpaba con impuestos, las cosas son como son. Conocían también a la familia del Capitán. El padre era una buena persona y la hermana, Flama, era una joven casadera que trabajaba como lavandera. También tenía un hermano menor cuyo nombre no recordaban.
El Capitán nunca había sido derrotado.
Se decía que encontraba las huellas en medio de la nada; corrían voces de que adivinaba los movimientos al observar el vuelo de los pájaros. Era silencioso como una serpiente, jamás erraba un ataque y parecía saber con anticipación dónde aparecería el enemigo.
Después de haber enfrentado y repudiado hordas cada vez más numerosas, una tras otra, año tras año, la última mañana de febrero, entre la escarcha, se encontró de frente con algo que ya no era un montón de tropas indisciplinadas, sino un ejército completo dotado de infantería, caballería, catapultas y carretas, algo como no se veía desde los tiempos de Arduin, que en paz descanse.
El Capitán había tenido que batirse en retirada frente a la invasión. Había sido una retirada, no una fuga, y ya se hablaba de ello como de una hazaña legendaria. Rankstrail no dejó atrás a nadie. Les obstaculizó el paso a los Orcos hasta no desocupar todas las granjas. Los campesinos se enrolaron. El Capitán llevó consigo a un lugar seguro a las mujeres, ancianos y niños. Hizo quemar las huertas, destruyó las cosechas, mató al ganado y llevó consigo hasta el último del Pueblo de los Hombres. Su ejército, que avanzaba lentamente por las carretas de civiles, fue cercado en la Montaña Partida, pero Rankstrail y los suyos penetraron el cerco. Luego fueron asediados otra vez en los pantanos del Silario y de nuevo pudieron atravesar el cerco. La misma situación se repitió en los Bosques Dorados y, por último, en el lugar donde comienza la llanura de Varil. En esta última ocasión el asedio fue terrible: ellos lo presenciaron desde las murallas. El ejército de los Orcos estaba alineado; era imposible que el Capitán lo lograra. La armada de Varil se preparó, pero mientras los notables de la ciudad decidían si debían enviarla a ayudar a los cercados (o por el contrario, mantenerla intacta para defender la ciudad), el Capitán, con lo que quedaba de sus hombres, con los campesinos armados de hocinos y las mujeres con los niños en brazos, penetró de nuevo y alcanzó las murallas. El Capitán siempre había atravesado las líneas de los Orcos de una forma increíble: atacaba de noche, intuía en la oscuridad cuáles eran las líneas de menor resistencia y les enseñaba a las mujeres, a los ancianos y a los niños a pelear y a cuidar el pellejo. Los Orcos no se lo esperaban. Desde los tiempos de Arduin no combatían contra los Hombres y habían olvidado que también estos saben pelear. De Arduin también se decía que encontraba las huellas en medio de la nada, que adivinaba los movimientos al observar el vuelo de los pájaros; era silencioso como una serpiente y jamás erraba un ataque. También él parecía saber con anticipación dónde aparecería el enemigo. Pero ni Arduin, que en paz descanse, se las habría arreglado con la caballería ligera y las comadres armadas con cuchillos de cocina contra un verdadero ejército. El Capitán no había podido repudiar la invasión, pero había llegado hasta Varil, había puesto a salvo a los desplazados detrás de las murallas y ahora el Anillo Externo estaba atestado de gente. Después, sin embargo, el Capitán se tuvo que ir porque los Mercenarios le pertenecen al Juez Administrador y su lugar está en la Ciudad Puerco Espín. Un Mercenario no puede hacer lo que quiere: eso es traición. Y además de esto, aunque a estas alturas a Rankstrail lo querían porque era de Varil y porque vencía a los Orcos, cuando se marchó con sus soldados nadie lo lamentó. Su ejército daba miedo: estaba conformado por ese tipo de personas que nadie más quiere. Desde que los ataques de los Orcos comenzaron, las minas se vaciaron con el fin de encontrar soldados; así los últimos Enanos, con hachas y palas, se sumaron a los Mercenarios. Cuando se agotaron los Enanos, se vaciaron las prisiones para engrosar las filas de Rankstrail. A muchos se les ofreció el alistamiento a cambio del patíbulo. Era necesario mirar dos veces a Rankstrail y a los suyos para distinguirlos de los Orcos que combatían. Las únicas dos cosas que tenía en común esta mezcolanza de caballeros era el odio por los Orcos y la fe absoluta en su Capitán. Si faltara el Capitán para comandarlos o los Orcos para enfrentar, era mejor no encontrárselos.
En Varil no se habían preocupado mucho por los Orcos. La ciudad tenía las esclusas y una armada invencible conformada por héroes con armaduras historiadas con figuras de oro, que eran miembros de las familias que siempre habían generado guerreros invencibles. Todos estaban seguros de que Varil estaba a salvo.
¿Yorsh nunca la había visto? La ciudad estaba rodeada de arrozales. Tenía molinos que usaban la fuerza del viento para mover el agua por los canales y que regulaban el nivel de los arrozales con las esclusas. Los molinos también hacían las veces de torres donde los soldados de guardia podían avistar al enemigo. Cuando había una guerra o cuando llegaban los Orcos o cuando el Rey de Varil se peleaba con el de Daligar, las alarmas se daban desde los molinos con cuernos y con fuego y todas las esclusas se abrían simultáneamente. La llanura se transformaba en un mar de pantano tan alto como un hombre sobre el cual dominaba la ciudad con su triple cinta de murallas intactas, inalcanzables para cualquier ejército.
—¿Y por qué no abrieron las esclusas? —preguntó Yorsh.
Había sucedido algo horrible. Esta vez alguien los vendió. Los Orcos llegaron hasta la ciudad y nadie abrió las esclusas. La ciudad fue cercada. La magnífica armada compuesta por caballeros e infantes de linaje muy antiguo y de gran habilidad como guerreros salió contra los Orcos en una luminosa mañana soleada y se hizo masacrar por completo, en una única carga en la que la única cosa comparable a la belleza de las capas que ondeaban al sol fue el valor. Ellos dos estaban por fuera de la ciudad porque habían ido a pescar carpas en los charcos de arriba, los que están escondidos entre los cañaverales frente a Varil. Allí no había guardabosques porque las carpas no le interesan a nadie; mientras que las truchas están más abajo, pero estas son para los residentes de la Ciudadela, y allí sí había guardabosques. Por esto ellos dos estaban escondidos entre los cañaverales por fuera de las murallas cuando los Orcos llegaron hasta la ciudad sin que ninguna alarma fuera dada y sin que nadie abriera las esclusas. De repente se encontraron en medio de los Orcos que acampaban alegremente sobre las colinas de Varil. Los vieron derribar árboles y más árboles de cedro y de olivo para hacer monumentales hogueras en las que cocinaban todo un cuarto de vaca. Se quedaron dos días y medio en el cañaveral, a cincuenta pasos de donde los Orcos vivaqueaban y se mataban unos a otros para ejercitarse con las armas. Los Orcos son horrendos, ¿Yorsh alguna vez los había visto? No son personas. Tienen la cara llena de pelos, cuero y garras. Un intermedio entre un animal y un Demonio. Se rumora que no tienen ni recuerdos ni pensamientos. Son solo máquinas para matar.
Después de dos días, el ejército de la ciudad de Varil salió de la ciudad con toda su magnificencia para romper el cerco. Esto fue una suerte para ellos, porque la radiante armada de Varil fue derrotada, masacrada para ser precisos, pero para masacrarla los Orcos se distrajeron el tiempo suficiente para que ellos pudieran escapar. La fuga fue aterradora. Al principio los protegieron los cañaverales, luego los almendros que empezaban a florecer y, por último, la noche y la ebriedad de los vencedores.
—¿Por qué se hicieron masacrar? —averiguó Yorsh, muy tenso.
Otra regla fundamental del arte de la guerra se relaciona con la valoración correcta del adversario. La regla dorada del manual aún no escrito del héroe involuntario aconsejaba que en caso de que la desproporción fuera excesiva, ni siquiera había que intentarlo.
Ellos dos no lo sabían. No eran expertos en tácticas militares. Lo único que habían hecho cuando eran soldados del Juez Administrador era estar de guardia en los subterráneos. Sabían cazar las ratas de los calabozos que allí eran bastante fuertes.
El ejército de Varil les había parecido reluciente e invencible, pero, por alguna razón indescifrable, los Orcos no tuvieron la misma opinión.
Ellos dos lo vieron bien. Habían visto los destellos de las armaduras, el ondeo de los estandartes y las capas y luego se escucharon los cuernos de la victoria, pero eran los de los Orcos. Ellos estaban en los cañaverales. Se habían quedado inmóviles esperando que los cuernos de Varil anunciaran la victoria. Después de dos días de tener las piernas dentro del agua las tenían tan frías que ya no las sentían. Pero no, los cuernos de victoria de Varil no se escucharon. Los gritos de victoria de los Orcos inundaron el cielo sin dejar margen alguno de duda ni de esperanza. Entonces escaparon. Palmo tras palmo. Terror tras terror. Por suerte los Orcos se habían embriagado con la cerveza y la victoria, y no los vieron pasar…
—¿No los vieron? ¿Y entonces las heridas? ¡Son de flecha!
A lo mejor los adversarios eran temibles, pero tenían una puntería desastrosa. Hubiera sido una noticia consoladora tanto para un héroe canónico como para uno recalcitrante.
Las flechas que los hirieron no eran de los Orcos. Estos no los vieron ni los entrevieron ni sospecharon, pues de otro modo no se habrían salvado; eso hasta un niño lo sabe. Después de escapar arrastrándose como serpientes o lombrices, se precipitaron hacia Daligar. Pasaron por los atajos, entre las zarzas, sobre las Colinas de la Luna Nueva, pero había sido una precaución inútil: tres millas más allá de Varil ya no había más Orcos. En la garganta del Dogon no había ni uno. Hasta cierto punto había Orcos y de ahí en adelante ya no había más. El atajo, sin embargo, les sirvió para algo: así fuera rasguñados por las zarzas, habían llegado más rápido. La noche aún no había caído cuando se encontraron frente al portal de Daligar. Querían dar la alarma. Esto les costaría la vida, era verdad, puesto que en Daligar se les buscaba como desertores, pero quizá, si lograban llamar a Rankstrail, salvarían a su gente, a sus familias, a sus hijos.
Para ellos era suficiente llamar a Rankstrail incluso a expensas de sus propias vidas, de acuerdo. El hecho fue que no tuvieron éxito. Les dijeron a los soldados de la puerta que venían de Varil y que querían ver al Capitán de los Mercenarios: los arqueros les dispararon.
—¿Los reconocieron? —preguntó Yorsh, con desesperación, pues a él el Mundo de los Hombres le parecía cada vez más loco, oscuro e imprevisible.
Había dado por sentado que por lo menos todos se unirían contra los Orcos que los atacaban.
No, respondieron los dos. No pudieron haberlos reconocido. Eran dos soldados jóvenes que nunca antes habían visto. Nunca. Y además, el Juez era una carroña y no perdonaba nada, las cosas son como son, ¡pero ellos no habían vendido al Condado! Solo habían desertado. Ocho años atrás. ¿Y qué había sucedido? Ciertamente estaban condenados a muerte, pero ni los recordaban ni los buscaban y tampoco eran Elfos, sin ánimo de ofender.
Solo eran desertores. De todas maneras no los habían reconocido.
Ellos solo dijeron que los Orcos habían llegado y que tenían a Varil sitiada y que necesitaban ver al Capitán de los Mercenarios para pedirle ayuda. Ni siquiera les respondieron. Les dispararon; por suerte no los hirieron demasiado, sino solo un poco. Quedaron lo suficientemente vivos como para irse a rastras a buscarlo a él. Ni siquiera estaban seguros de que él todavía existiera, de que no hubiera sido aplastado, claro está, sin ánimo de ofenderlo. Cuando el dragón había sido abatido, había corrido la voz de que todos los fugitivos habían muerto aplastados por el deslizamiento que había detenido a la caballería. Aunque hubieran sobrevivido, habrían terminado devorados por las Erinias: se decía que llegaban al mar a barrer con todo con su crueldad y que era su crueldad, y no la sombra del sol al atardecer, la que les daba el nombre a las Montañas Oscuras. Los rumoren corren. De hecho, aunque el rumor de que habían logrado escapar fue el único que jamás se escuchó, al no tener otra alternativa, habían ido a ver. Lo peor que podía pasar era que fuera un viaje inútil: pero siempre era mejor morir haciendo algo inútil que morir mientras no se hace nada, las cosas son como son.
—¿Y cómo remontaron el deslizamiento? ¡Era infranqueable! —les preguntó Yorsh, angustiado.
El deslizamiento que cerraba la garganta de Arstrid, junto con el acantilado vertical, eran las únicas defensas de los habitantes de la playa y de los promontorios. Le respondieron que el deslizamiento había sido suavizado por innumerables lluvias, colonizado por hierbas, flores y arbustos, aplanado por una serie de cultivos en terraza donde se habían sembrado vides y que lo atravesaba un sendero que era un poco empinado. Pero tanto como infranqueable no era, las cosas son como son… Ellos dos, cada uno con una flecha clavada en el cuerpo, lo habían remontado. A propósito, ¿por qué les habían disparado? Él, que como buen Elfo todo lo sabía, ¿tenía alguna idea?
Yorsh lo había meditado. La única respuesta que se le venía a la mente era que el Juez Administrador ya sabía que Varil estaba cercada (y pensándolo bien, era imposible que no lo supiera, porque con seguridad debía haber algunos centinelas y algunas patrullas). Por lo tanto, el Juez no tenía ninguna intención de socorrer a Varil y mucho menos de reconocer oficialmente que no quería hacerlo.
Ellos dos, Paladio y Meliloto, que se habían presentado bajo las murallas gritando a todo pulmón que el enemigo estaba a las puertas, eran a los ojos del Juez, un enemigo peor que los mismos Orcos.
Luego, pensándolo más a fondo, se dio cuenta de que era probable que esta teoría fuera correcta, pero que estaba incompleta.
El Juez no quería intervenir a favor de Varil y no quería que la noticia del asedio llegara a la ciudad por temor a que el Capitán y sus Mercenarios se negaran a acatar la orden de no hacer nada. El Capitán no lo sabía. Si lo hubiera sabido, habría ido a salvar a su ciudad y hubiera llevado consigo a sus hombres.
Esta idea le agradó mucho y siguió repitiéndosela, no solo porque era lógica, y la lógica siempre es un placer para la mente, sino porque le ofrecía una solución.
Por fin tenía un plan. No era tan difícil: Meliloto y Paladio tenían que regresar a Daligar a dar la alarma. El terrible Elfo había regresado. El Juez mandaría a los Mercenarios tras él con su mítico Capitán, y Yorsh los arrastraría hacia Varil. La idea no era del todo suya: ya hacía sucedido. Uno de los últimos guerreros élficos había arrastrado a un ejército de Hombres que creía seguirlo a liberar una ciudad sitiada. Yorsh no recordaba el periodo con exactitud, pero fue poco antes de la caída de los Elfos, cuando ya era posible que una ciudad fuera sitiada por los Orcos. Recordaba el nombre del guerrero: Nerstrinkail, «el Último Guerrero». Así le informaría al Capitán que Varil estaba cercada. No se lo informaría relatándoselo: el propio Capitán lo vería, cuando estuviera con todos sus hombres fuera de Daligar, lejos de los verdugos del Juez y de sus patíbulos, cuando pudiera combatir y desobedecer. El Capitán lo sabría. Su armada, insuficiente para liberar a Varil, de todos modos ya era algo. Un principio. De allí comenzaría el contraataque. La resistencia. Los expulsarían.
Era un buen plan. Yorsh llevaría a cabo la regla de oro del aspirante no combatiente: encontrar a la persona justa, llevarla al lugar justo y luego regresar a casa. Les explicó la idea a Meliloto y Paladio, cuyo nivel de desesperación disminuyó, aunque en realidad no se tranquilizaron. Quizá terminarían en los calabozos de Daligar junto con las ratas, quizá finalmente pagarían su deserción, pero a cambio renacía la esperanza. Tarde o temprano, el asedio de Varil se rompería y sus hijos se salvarían.
Hay dos formas de morir y ellos se las explicaron a Yorsh de un modo confuso: cuando nadie interviene y a nadie le importa en lo absoluto, o cuando alguien trata de hacer algo y no lo consigue.
No son la misma cosa.
Yorsh los había tranquilizado: él y el Capitán se las arreglarían para salvar a sus hijos.
* * *
El día pasó. El atardecer enrojeció el cielo. Finalmente llegaron a la cima de la cascada y de nuevo Yorsh pensó que de la misma manera como ellos habían podido ascender, alguien más, por ejemplo un ejército de Orcos, podría descender.
—No hay otra alternativa —murmuró otra vez, al reconocer su casa. Robi y Erbrow estaban allí.
Tenía que luchar a cada instante contra el deseo feroz de regresar. De nuevo su caballo lo miró con un desinterés tan amable como absoluto por la añoranza que lo atormentaba. Atardeció y llegó la hora de armar el campamento para la noche.
Moron estaba silencioso y tenso. En cambio Meliloto y Paladio tenían deseos de parlotear. Paladio habló de su hijo menor que se obstinaba en no aprender a hablar quizá porque temía que, si aprendía, se volvería grande y no lo mimarían más. Meliloto habló de su hija mayor que hace poco había tenido una hija. Trató de explicar de modo confuso lo que significa ser abuelo y cuán distinto era a ser padre, pero no encontró las palabras y su discurso se quedó en la mitad, interrumpido serenamente, entre los sonidos tenues de la noche de primavera.
Yorsh atrapó con su arco una trucha para cada uno; las asaron sobre un fuego de ramas secas y piñas.
La noche pasó.
* * *
El amanecer estaba neblinoso.
Moron había desaparecido. Era poco creíble que se hubiera aventurado solo en una tierra infestada de Orcos; la única explicación era que hubiera ido a Daligar a vender a Yorsh ante el Juez Administrador a cambio de un puesto como soldado y media pinta de cerveza clara.
Yorsh despertó a Meliloto y a Paladio y les informó con alegría que su sacrificio ya no era necesario: ya no tendrían que ir hasta la Ciudad Puerco Espín corriendo el riesgo de caer en prisión o en la horca, para desencadenar la rabia del Juez contra Yorsh.
Había traído de casa a su traidor personal y esto podía tener ventajas tanto logísticas como organizativas.
Moron se había encargado de echarle encima a todos los soldados disponibles del Condado.