Erbrow estaba confundida. Sucedían cosas extrañas.
Su papá había subido por el lado del acantilado y había bajado por el lado de la cascada. Se había marchado acompañado de Angkeel y había regresado acompañado de otros dos papás.
Se había ido seguro y alegre, con las águilas volando a su alrededor, y había regresado desesperado y sombrío.
Los dos papás que trajo consigo estaban heridos y habían contado cosas terribles: sus hijos estaban en un lugar donde solo un muro los separaba de aquellos que los querían matar. Los que querían matarlos se pondrían contentos y bailarían después de matarlos.
Erbrow estaba acongojada de nuevo.
Al principio había habido una gran algarabía. Todos hablaban con todos. Cuando no hablaban se quedaban de pie con los brazos cruzados y miraban el suelo y meneaban la cabeza. Nadie le hablaba a ella que tenía que intentar comprender lo que estaba sucediendo con base en los rostros y las palabras cortadas.
Había comprendido que había niños en peligro y que su papá debía ir. Los otros dos papás no eran de la aldea sino de ese lugar lejano y terrible donde estaban sus hijos, y estos dos papás hablaron de ellos y mucho. Uno de los papás, el más redondo con la herida en el hombro, siempre decía «las cosas son como son»: el otro, el más largo, tenía la herida en la pierna y siempre decía «eso hasta un niño lo sabe». No recordaba cuáles eran los hijos de uno y cuáles los del otro porque los confundía. Estaba Dalia, que era grande y era mamá, Gioeri que era el último que había nacido y que debía ser tan grande como ella, y todos los del medio: la niña de las trencitas, el jovencito de la honda, el que siempre estaba resfriado…
Erbrow no quería que su papá se fuera. Quería con todas sus fuerzas que se quedara.
Y, al mismo tiempo, quería que se fuera. No quería que esos niños se quedaran en ese lugar horrible sin que su papá les ayudara.
Angkeel estaba exiliado en la cima del acantilado, lejos de ella. A veces, cuando el sol iluminaba por completo la meseta de las águilas, lo veía hacer tentativas de vuelo torpes y desgarbadas, que terminaban entre los matorrales que delimitaban la escarpadura.
Mamá tenía miedo de nuevo. Estaba cerrada como una concha cerrada y no le decía nada a nadie.
Mamá tenía miedo, pero igual era hermoso estar entre sus brazos, porque no estaba solo el corazón de mamá.
Estaban los hermanitos.
Dos.
Ahora que estaban más grandes se distinguían bien.
Había un corazoncito más grande, calmado y fuerte, y otro más pequeño que latía veloz y tenue. Además estaba esa cosa cómica de la mentira. Su mamá le había dicho a Cala que esperaba un hijo y Erbrow no podía entender por qué mamá decía que era uno si eran dos.
Los hombres tomaron las palas de nuevo y excavaron un camino debajo de la cascada. Decían que era la segunda vez que lo abrían y que esta vez había sido mucho más rápido y fácil: era un camino lo suficientemente grande para que pasaran los caballos porque dos de los caballos se irían con su papá.
Su papá pasó todo un día y toda una tarde con ella en brazos y le contó historias y le cantó canciones. Luego, de repente, desapareció: ella se despertó una mañana y él ya no estaba. Todos se preguntaron por qué se habría ido sin despedirse de nadie y finalmente Creschio encontró la respuesta: su papá se había ido llevándose consigo al hombre del odio. Podía hacerlo solo de noche cuando nadie podía disuadirlo de hacer una elección tan absurda y peligrosa. Nadie podía comprender el por qué de esa decisión excepto Erbrow: su papá no quería dejar al hombre del odio tan cerca de ella, porque ahora había comprendido que el hombre del odio le hacía daño. Sin embargo, no se lo había dicho a mamá, porque si ella lo hubiera sabido, sencillamente lo habría borrado del mundo, y papá no quería que un hombre, así fuera malo, muriera y que fuera su mamá la que lo matara.
El miedo de mamá se volvió duro como la piedra, y mamá se cerró aun más.
Erbrow también tenía miedo. Si mamá la cargara más a menudo, algo del miedo se desvanecería con el latido de los corazones de sus hermanitos, pero mamá estaba acurrucada en una piedra con la cabeza entre las manos. Erbrow se le ovillaba entre las piernas, pero desde ahí no oía a sus hermanitos.