Los días de la incubación fueron días extraños en los que la excitación se mezclaba con la tristeza. Eran dos viajes simultáneos que se cruzaban: uno hacia el nacimiento y otro hacia la muerte. Esto daba una melancolía tenue que se fundía con una alegría en igual medida tenue. El recuerdo del último vuelo de Erbrow el Viejo inundaba la mente de Yorsh.
Con cada día que pasaba, la memoria del Fénix volvía a salir a la superficie de las arenas movedizas en las que se había hundido encarnación tras encarnación, fuego tras fuego. El Fénix recordó la historia, los eventos de su nacimiento, la muerte de Arduin. Recordó toda la historia del mundo de los Hombres en la que su vida había transcurrido. Recordó las salinas que habían enriquecido la tierra con la sal que había chispeado al sol como la nieve en la cima de los montes. Recordó el puerto, las naves, los piratas que habían empobrecido la bahía antes de que las Erinias vinieran a destruirla con su atroz furor.
Por último recordó las cuevas de la isla de la Mesa. Se abrían por decenas, espléndidas en sus juegos verticales hechos por el agua y la roca que caía en formaciones puntiagudas, y recordó que estas cuevas habían sido atiborradas de mercancías y riquezas por los Hombres del puerto antiguo, a la espera de llevarlas al otro lado del mar apenas los piratas les concedieran una tregua.
—¿Mercancías? —preguntó Yorsh.
—Mercancías —confirmó el Fénix.
Tela para los vestidos y para las velas, redes, sedales, anzuelos, palas, zapas, arados, horcones, hachas, agujas, cuchillos, cuchillas pequeñas, armas, joyas, pergaminos, devanadoras, cera para las velas, cuencos, jarrones, martillos, yunques, tinajas, cuero para calzado, riendas, sillas, arcos, espadas, flechas, yelmos, armaduras…
Todo lo que podía ser útil en una aldea. Cualquier cosa que sirviera para la vida y que ni la tierra ni el mar proporcionaran.
Yorsh, Caren Aschiol, Solario y los hombres que mejor nadaban construyeron una serie de balsas y organizaron incontables viajes cada uno más fatigoso pero también más afortunado que el anterior, con miles de regalos que les llegaban de otro tiempo, en cierto modo del cielo y de los Dioses.
No todo estaba en buen estado. Pero todo era útil. Todo era utilizable.
En el transcurso de unos pocos días todos tuvieron ropa y uno tras otro empezaron a tener zapatos que al principio, sin embargo, resultaron insoportables después de la larga costumbre de llevar los pies desnudos. Jastrin tuvo rollos y rollos de pergamino y la memoria del mundo comenzó a escribirse. Robi tuvo una hebilla de plata para el cabello, pero muy pronto, cuando Yorsh le confesó lo mucho que le gustaban las conchas y las flores con las que se adornaba, se la regaló a Rimara.
A la tercera luna el huevo se abrió: era el mediodía de uno de los primeros días de primavera. El sol estaba en lo más alto. El Fénix estaba tendido junto al mar con la cabeza recostada en el regazo de Erbrow que no quería irse de allí. Yorsh estaba junto a ella: la niña tenía la espalda contra su costado, para que él pudiera consolarla apenas el Fénix muriera.
El pichón que salió era un macho pequeño, empapado, implume y calvo como cualquier pichón, pero aun así era inconfundible que se convertiría en un águila. Él y su madre se miraron a los ojos; luego el Fénix murió. Las grandes águilas marinas descendieron con un vuelo lento e hicieron en torno a ella un arco abierto hacia el mar para que pudiera, ver el horizonte mientras moría. Erbrow no se puso a llorar, sino que se quedó serena con el pichón en sus brazos en medio del círculo de águilas marinas. Robi ni por un segundo le quitó los ojos de encima a su hija que estaba entre ese montón de picos y garras, y que, así fuera con un esfuerzo evidente, permanecía quieta.
Los habitantes de la aldea que seguían el acontecimiento desde lejos se acercaron. Muchos estaban conmovidos. Algunos lloraron.
Decidieron quemar el Fénix y todos comenzaron a recoger la madera para la pira fúnebre.
En ese momento apareció Moron para insistir en darle una solución gastronómica a las exequias.
Antes de que pudiera abrir la boca y preguntar por qué en vez de quemar el pollo no se lo comían, Erbrow se cubrió la cara con las manos y el pichón que tenía cargado se volteó contra el hombre, con toda la ferocidad que su medio palmo de estatura le podía conceder.
Por un instante muy breve Moron miró a la niña y Yorsh vio el odio. Por fin se dio cuenta del miedo de su hija ante la mirada de aquel hombre. Había sucedido un sinnúmero de veces que de repente Erbrow se hacía cargar y Yorsh podía sentir el miedo en su interior. Había pensado que se debía a las pesadillas, fantasías, juegos de sombras o monstruos de cuentos que se quedaban atrapados entre las paradojas de las cantilenas infantiles.
Solo ahora entendió que el miedo de la niña se despertaba cada vez que pasaba Moron.
Comprendió que también el pichón leía la mente de los humanos: al contrario de él, que no había sido capaz de proteger a su hija, el aguilucho acabado de salir del huevo, implume y empapado, había leído el miedo de su hija y el odio de Moron. Él, Yorsh, jamás lo había percibido.
Yorsh se levantó y se paró frente a Moron.
—Mantente alejado de mi hija o te destruiré —le dijo. No levantó la voz. Su expresión se mantuvo tranquila. Nadie, además de ellos dos, escuchó.
Moron lo miró con una mueca burlona.
—No he hecho nada —balbuceó agresivo—. No puedes hacerme nada si no he hecho nada. Tampoco se puede castigar solo por las cosas que uno ha pensado. Primero escribes todas las reglas y después te enfadas con uno que nunca ha hecho nada. ¿Qué pasa? ¿La Princesita se estropea si te la miran?
—Mantente alejado de mi esposa y de mi hija o te destruiré. Es la segunda vez que te lo digo y será la última.
Moron se escabulló.
* * *
El Fénix ardió lentamente.
No hubo ninguna luz fantasmagórica, ni siquiera humo u olor a carne quemada.
Erbrow y el pichón se quedaron mirando tranquilos. Estaban tristes y serios, pero ninguno de los dos lloró. Al final solo quedaron unas cenizas leves que el viento esparció en el mar donde se confundieron con las olas. Las águilas marinas levantaron el vuelo y giraron durante un rato largo bajo la luz del atardecer.
El pichón fue llamado Angkeel. Erbrow y Jastrin asumieron la tarea de consentirlo y alimentarlo. Al aguilucho le encantaban los camarones, toleraba las lapas y los mejillones y consideraba una ofensa cualquier pez, molusco o crustáceo que no estuviera bien fresco o, los Dioses no lo quisieran, una sobra.
Sentía un amor desmesurado por Erbrow y una vaga simpatía por Jastrin. Soportaba a Robi y a Yorsh.
En cuanto a los demás, detestaba que se le acercaran. Estaba dotado de un pico mortífero y unas garras afiladísimas. Tenía un carácter infernal y comía como un lobo.
Cuando no comía no se dedicaba a cazar gallinas, ni hacía encolerizar a los caballos, ni perseguía a los garzones, ni destruía las pocas y preciosas redes, ni hacía escapar a los peces graznando y batiendo las alas, sino que se quedaba en los brazos de Erbrow que nunca había estado tan feliz.
Después de que pasaron tres lunas y el verano estaba por llegar, se hizo evidente para todos que el aguilucho había crecido lo suficiente para aprender a volar. Se presentó el problema de cómo llevarlo hasta la cima del acantilado.
Robi tejió una especie de cesta de juncos para que el pequeño estuviera cómodo, y Yorsh escaló el acantilado para llevarlo.
El adiós entre el aguilucho y Erbrow fue largo y conmovedor.
El acantilado era vertical y difícil. Era perpendicular a las rocas, con unos pocos asideros, a menudo inseguros, y no tenía ninguna meseta en la que se pudiera recobrar el aliento.
Yorsh pronto sintió que los brazos y los hombros le ardían por el cansancio. Durante todo el ascenso lo circundó el vuelo de las águilas marinas que volaban en torno a él contentas, obstaculizándolo con las alas, aturdiéndolo con gritos y haciendo que más de una vez hubiera estado peligrosamente cerca de perder el equilibrio.
Cuando por fin arribó a la cima del acantilado, Yorsh estaba descompuesto por el cansancio. Tenía los labios secos y agrietados. El aguilucho fue alimentado y acogido con celebraciones grandiosas. A Yorsh le ofrecieron, con mucha generosidad, la cabeza de un conejo que aún chorreaba sangre y media gaviota ya algo descarnada. Por fortuna, la amistad con las águilas sobrevivió a la negativa cortés pero firme de Yorsh.
El mar estaba tan hermoso que quitaba el aliento. La bahía de Erbrow centelleaba. Desde la época de su juventud, cuando había cabalgado un dragón durante dos meses, Yorsh no veía el mar desde una altura tan grande. Al oriente, más verdes que una esmeralda al sol, se erguían las Montañas Oscuras.
Yorsh reconoció los valles que había sobrevolado entre las alas de su hermano dragón. Reconoció los meandros del Dogon que había surcado con Sajra y Monser y que había remontado al lado de Robi y de aquella que ahora era la gente de su aldea.
No le costó, dado que la distancia no era mayor a un par de millas, reconocer también a dos figuras que se arrastraban mucho más abajo, cerca del nacimiento de la cascada. Eran dos hombres, uno todavía medio gordo y el otro de una flacura ya dramática. Aunque habían trascurrido ocho años, Yorsh los reconoció: Meliloto y Paladio, los dos soldados que habían custodiado a Robi en los calabozos de Daligar. Dos padres de familia, buenas personas, sin que ninguno de los dos fuera una joya de honestidad ni de valor. No habían sido descorteses con la jovencita y luego se habían unido a ellos en la fuga.
Parecían heridos, desconsolados y a punto de desfallecer. Buscaban con desesperación una forma que les permitiera descender del acantilado hasta la playa sin matarse por debajo del vuelo vertiginoso del agua de la cascada.
Después de despedirse de las águilas con grandes reverencias y de verse obligado a llevarse la cabeza del conejo y la media gaviota, Yorsh los alcanzó.
Fue una caminata entre helechos y encinas que le recordaron los paisajes de donde se había ausentado hacía años. A pesar del afán por calmar la sed y las ansias de socorrer a los dos tránsfugas, Yorsh no pudo correr. No era solo el cansancio el que le frenaba las piernas. Era una sensación de frío entre la parte alta del abdomen y el pecho que hacía tiempo no experimentaba y que no era hambre.
Miedo.
Era el fin.
Los habían hallado.
Lo habían encontrado.
Estaban allí.
Meliloto y Paladio no eran del tipo de gente que venía a perseguirlos. Ni del tipo que arriesga su vida de padres de familia para venir a advertirles que los estaban persiguiendo.
Quizá esto no tenía nada que ver con él. Quizá solo los estaban persiguiendo a ellos dos… Habían descubierto que eran desertores: todo allí… Como no sabían cómo escapar habían llegado a la cascada que los detuvo con su salto espantoso.
Había, sin embargo, una segunda hipótesis: algo terrible había sucedido en el Mundo de los Hombres y los dos estaban huyendo.
Pero recordaba que Meliloto y Paladio tenían mujer e hijos, muchos hijos, y uno no abandona a la mujer y a los hijos y mucho menos cuando sucede algo grave, terrible.
A menos que… vaya en busca de ayuda.
La segunda hipótesis era que hubieran venido a buscarlo a él. Un desastre tan ineluctable, una desesperación tan inenarrable que empujara a los Hombres a congregar cualquier poder, incluso el de un Elfo, tenía que haberse abatido sobre sus mujeres y sus hijos.
El peligro que se cernía sobre el mundo tenía que ser tan desmesurado como para superar el odio hacia su estirpe, tan atroz como para hacerlo olvidar.
Yorsh se dio cuenta de que había desacelerado el paso.
No quería escuchar qué había sucedido.
No quería saberlo.
Quería que la vida continuara como era. Él. Robi. Erbrow. Los otros. La pesca. Su casa. La playa. Él solo se había construido una vida: arrancó lapas de los escollos y clavó flechas en los pargos para que su hija tuviera algo de comer; puso una piedra sobre otra para que su gente pudiera tener un techo durante los temporales.
El nuevo niño que crecía en la tibia oscuridad del vientre de Robi nacería como Erbrow arrullado por el sonido de las olas; el abrazo de su padre lo recibiría en el mundo.
Quería que continuara así para siempre.
No quería saber qué estaba sucediendo.
No le debía nada a nadie.
No le debía nada a nadie. Habían escapado perseguidos por todos, nadie los había ayudado excepto el último dragón que había sido asesinado por ese mismo Mundo de los Hombres que ahora venía a pedir ayuda. Se habían construido una vida por sí mismos, buscando coquinas en la arena de la costa, temblando en invierno y cocinándose en verano.
Yorsh se detuvo.
La tentación era muy fuerte. Quería irse.
Aún no lo habían visto.
Nunca sabrían que había estado a media legua de ellos.
Nadie lo sabría jamás.
Con seguridad no morirían allí buscando algo de comer, ni se matarían descendiendo hasta la cascada. Eran dos hombres adultos. Tenían toda el agua que quisieran y entre los dos lograrían atrapar una que otra trucha. Se curarían las heridas mutuamente, se consolarían mutuamente y se irían de allí.
No era problema suyo: nunca los había invitado, nunca los había adoptado.
A la sombra del bosque la luz era verde como los helechos entre los que caminaba. Le recordó las alas del último dragón que había sido su hermano.
Se preguntó por primera vez si también Erbrow el Joven, antes de ponerle fin a su propia vida para que todos ellos pudieran vivir, había sentido la tentación de irse y salvarse.
El padre y la madre de Robi tampoco lo habían invitado ni adoptado: simplemente se cruzaron en su vida y la salvaron.
Al Pueblo de los Elfos jamás se le hubiera ocurrido perseguir a un ser viviente, pero difícilmente se hubiera echado encima la salvación de alguien, a excepción de los mosquitos, los conejos… una gallina. Ellos, los Elfos, ante un perseguido, se hubieran limitado a llorar su muerte con cantos sublimes y delicadas poesías, por supuesto. Hubieran narrado los hechos en pergaminos con letras historiadas y doradas. Hubieran conmemorado los hechos en grandes frescos que transformarían los muros en un recuerdo indeleble. Los Elfos jamás hubieran ido a salvarlo. No solo porque la inmortalidad puede ser un don ambiguo y a veces envilece a quien la posee y hace que el correr riesgos sea insoportable, sino también porque salvar a los perseguidos requiere a veces dar en prenda cosas mucho más serias. No solo la propia vida, sino la propia alma.
Para salvar a alguien a veces es necesario combatir.
Y combatir puede significar morir. Puede significar un golpe de espada que rompe algo para siempre, que amputa, o que lisie. Puede significar que las piernas dejen de ser dos y ya sea imposible correr al encuentro de los propios hijos; que los brazos dejen de ser dos y ya sea imposible tenerlos en brazos. Puede significar que la propia sangre se mezcle con el polvo para volverse fango. Puede significar que los propios ojos se conviertan en alimento para los cuervos o los gusanos o para ambos, pues los caminos de la naturaleza son diversos e infinitos.
Combatir puede significar matar tantas veces que ya no sintamos más el dolor del que muere y entonces significa que se ha perdido el alma.
Los Hombres persiguen, matan, salvan.
A veces son más crueles que los Orcos, pero su compasión puede ser mayor que la de los Dioses.
Yorsh se avergonzó. Eran dos hombres heridos y desesperados los que había vislumbrado entre los peñascos de la cascada. Fuera cual fuera el motivo que los había empujado hacia él, era indecente no socorrerlos.
Los socorrería, los alimentaría, los cuidaría y los hospedaría.
Se repetía que no estaba obligado a seguirlos después de brindarles ayuda y se lo siguió repitiendo por todo el camino porque no era cierto. Después de que escuchara cuál era el peligro que se cernía sobre el Mundo de los Hombres, le gustara o no, le competería a él también.
* * *
Finalmente el bosque terminó. Frente a él se abrió un claro. El sonido de la cascada lo embistió, al igual que la luz.
Meliloto y Paladio lo vieron y lo reconocieron. Incluso antes de saludarlo le dijeron que los Orcos habían regresado como en los tiempos de Arduin, solo que ahora Arduin no estaba. Le dijeron que Varil, la ciudad que los había acogido a ellos, a sus mujeres e hijos, estaba sitiada y si nadie iba a salvarla, caería. Y luego le dijeron que ya no había nadie. La armada de Varil había sido masacrada. El Juez Administrador jamás suministraría un solo soldado de Daligar para mandárselos a ellos; eso hasta un niño lo sabe.
Solo quedaba él. Era un Príncipe, ¿cierto? ¿No? ¿Algo por el estilo? ¿Un guerrero? Tenía que ser algo: ellos lo habían visto. Había sacado una espada que estaba dentro de una piedra. ¡Estas cosas algo quieren decir! Las personas que hacen salir las espadas de las piedras después siempre son vencedoras. En los libros también está escrito que nadie logra vencer al que saca las espadas de las piedras. Ellos no habían leído libros, las cosas son como son, ni siquiera sabían leer, pero eso hasta un niño lo sabe. Ellos no querían molestar, solo habían venido a pedirle a él, Yorsh, que tuviera la gentileza de ir a ganar esta guerra por ellos. Así podrían regresar a casa. Ahora no podían ir a casa, dado que esta estaba dentro de una ciudad sitiada, y sus hijos estaban dentro de esa casa en la ciudad completamente rodeada de Orcos.
Después lo dejarían en paz. No volverían a molestar, pero es que él era el último de los guerreros álficos: era lo único que se les había venido a la mente. ¿Si no era él, entonces quién? Alguna cosa tenía que saber hacer. ¿Verdad que sabía hacer alguna cosa? Sabían que había tenido un dragón. Sabían que también se lo habían matado: los rumores vuelan. Todos saben todo acerca de todos, las cosas son como son. Sentían que le hubieran matado al dragón. ¿No tenía otro? ¿No? ¡Qué lástima! Un dragón contra los Orcos se hubiera lucido. ¿Aun sin dragón era un Príncipe? ¿No? ¿No que él supiera? ¿Guerrero? ¿Tampoco? Sin embargo, alguna cosa tenía que ser. Alguna cosa haría. Él había tomado la espada del Rey muerto, ¡algo tenía que saber hacer!
Yorsh sintió el peso de la desesperación.
No quería abandonar su vida por nadie. Ni por un día ni por una hora.
No quería dejar a Robi que esperaba un nuevo hijo. No quería dejar a su hija que tenía los poderes de una bruja. Solo él podía protegerla y comprenderla.
No quería alejarse de la playa que llevaba el nombre de su hermano dragón, donde vivía días que resplandecían de luz.
Lo único que quería hacer por la ciudad asediada de Varil era un poema. Un hermoso poema. Obviamente épico. Dodecasílabo, con rimas alternas. Podía intercalarle a la parte épica una historia melodramática. Un Rey guerrero: demasiado predecible. Una Reina guerrera. Un Rey guerrero muere por su esposa y ella horrorizada ante su muerte extrae de la fuerza de su amor las agallas para ganar una guerra sin esperanzas.
Pensó además en algún otro género narrativo con una clase de verso y de rima más insólitos. Pero luego dejó de pensar tonterías y les asintió a los dos, que tenían a los hijos dentro de una casa en una ciudad rodeada de Orcos.
No solo se trataba de que si los Orcos ganaban tarde o temprano, y ojalá tardaran un buen tiempo, ojalá diez años o medio siglo, llegarían al mar. La playa de ellos un día se despertaría y no habría nada que la separara de los Orcos salvo la verticalidad del acantilado.
Se trataba de algo más.
No quería que Robi y Erbrow fueran la esposa y la hija de alguien que había tenido la posibilidad de luchar por una ciudad asediada y no lo había hecho.
Seguramente si hubiera expulsado a Meliloto y Paladio, si se hubiera dado vuelta y se hubiera ido, Robi y Erbrow jamás lo hubieran sabido: pero él lo sabría y hubiera sido insoportable mirarlas a los ojos a partir de ese momento. Era el Último y el más poderoso de los Elfos. Algo se le ocurriría. Algo haría. Si no él, ¿quién?