Robi sintió que la calma y la fuerza la llenaban. Volvió a percibir el sonido del mar, las cigarras, el viento en la hierba. El olor del mar le llegó a la cara; el aire estaba limpio de nuevo.
Ellos, ella y su esposo, eran invencibles.
Ella esperaba otro hijo.
Apretó la honda, se separó de Yorsh y se giró para enfrentar a los otros dos espíritus que aún estaban arriba en el cielo. Yorsh se interpuso y de nuevo extendió los brazos, pero esta vez para proteger a las Erinias.
—No —dijo—. No. Señoras. No tengan miedo.
—Yo creo que es mejor que lo tengan —refutó Robi, combativa, mientras alejaba con brusquedad a Erbrow que con la poca fuerza que tenía la halaba del vestido ya en jirones: pobre pequeña, seguro lo hacía por miedo, pero así la obstaculizaba y en ese momento ella no podía permitir que la obstaculizaran.
Yorsh la interrumpió con un gesto. Levantó la palma hacia ella como para interrumpirla, insinuó una sonrisa y sacudió la cabeza. Era un gesto lleno de cortesía, como todo lo que Yorsh hacía, pero también tenía algo de contundente.
Robi se detuvo.
—Señoras, se lo ruego, no tengan miedo —elijo Yorsh al dirigirse a las Erinias—. El odio las empujó contra los humanos porque el miedo las retuvo en esta vida: dominadas por el rencor, ustedes no se han atrevido a superar los canceles del Reino del Infinito. La muerte les fue dada de forma injusta y cruel, pero la muerte, aunque sus verdugos lo ignoren, es consuelo, y ustedes no lo saben. No han tenido el valor de dejar este modesto mundo y se han convertido en fantasmas, Furias, Ángeles de la Muerte, Espíritus de la Destrucción. Se quedaron atrapadas. Ahora se los ruego, dejen el miedo de lado. Que su dolor sea mitigado. Que la misericordia las inunde. Se los ruego, Señoras, no teman. Que el perdón las tranquilice de tal modo que puedan abrir sus alas hacia el infinito. Les juro que honraremos su recuerdo. Jamás lo olvidaremos. Escogeremos la noche que divide el otoño en dos, cuando las nieblas sutiles envuelven el mundo de tal modo que nos hacen pensar en nuestros muertos, y se las dedicaremos. Tallaremos calabazas y dentro de estas esconderemos velitas. Las haremos brillar para que esta luz amable recuerde la inocencia pisoteada y la justicia traicionada. Ese día lo denominaremos «día de las brujas», y nunca olvidaremos el recuerdo de su martirio. El día de las brujas será la celebración en la que la humanidad pedirá perdón por todas las injusticias, será la noche donde las víctimas y sus verdugos se mirarán sin rencor. Será el día del perdón. Y luego esperaremos el día en el que comienza el invierno, cuando la noche supera la luz y solo brilla un sol pálido durante unas pocas horas, y lo iluminaremos con nuestras velas. Esa noche será el aniversario de la vida. Celebraremos a nuestros hijos y agradeceremos su existencia y entonces también las recordaremos a ustedes.
La Furia que estaba en tierra se levantó y alcanzó a las otras dos, lentamente. Tres manchas en las que la luz se anulaba ocuparon el cielo, pero no proyectaron ninguna sombra.
—Joven estúpido —gruñó la más pequeña de las tres Erinias—, miserable cretino, ni siquiera sabes lo que parloteas. Los Canceles de la Muerte son horribles. Si tú los hubieras visto, nunca habrías cometido la idiotez de renunciar a la eternidad de tu vida. Allí abundan los horrores, la vergüenza, el fango mezclado con sangre que se pudre devorado por los gusanos bajo un torbellino de tábanos…
Yorsh meneó la cabeza y de nuevo extendió los brazos, pero fue un gesto diferente: no de protección, sino un abrazo.
—No, mis Señoras, mis pobres Madres. Los Canceles de la Muerte son horribles solo del lado que nosotros los vemos. Si tenemos el coraje de cruzar el umbral, si logramos hacerlo sin rencor, sin que el remordimiento o la añoranza nos atormenten, entonces, y solo entonces, llegaremos a la otra cara del cancel. No tengan miedo de nada. No tengan miedo. Las esperan praderas infinitas bajo cielos inmensos. Las praderas se llenarán de flores con su llegada. El esplendor de las estrellas aumentará. Tienen que atravesar el desierto; después no habrá más sed ni más hambre. La tierra de la leche y de la miel está al otro lado del sol. Para llegar allí es necesario morir. La muerte tiene los colores del alba, el sonido de las olas, el olor de la sal. A menudo los hombres y las mujeres les preguntan a aquellos que los crearon, si acaso son varios y no uno solo, ¿por qué nos han abandonado? ¡La esperanza también se ha ido! La esperanza no es el último don ni la última compañera que nos dejaron, sino la muerte. Cuando la esperanza se acaba, cuando los labios agrietados por la resequedad no logran relatar nada más, cuando el horror ha cortado las alas, la muerte es la última compañera. Es el último don. Alabemos a Quien ha creado el mundo por su piedad.
—Mis Señoras, Mujeres, Madres, han esperado demasiado. Sus hijos, los que no nacieron, los que murieron siendo niños, los que ni siquiera fueron concebidos, hace mucho tiempo las esperan en praderas infinitas bajo cielos inmensos. Vayan a tomarlos de la mano, a contarles las historias que los consuelen por la vida que no tuvieron, porque estas historias existen y se cuentan.
—Nosotros les pedimos perdón por el daño que el mundo les hizo y les concedemos el nuestro por el daño que le han hecho al mundo. Ahora su tiempo ha terminado. Ahora váyanse.
Robi permaneció de pie, detrás de Yorsh, con la honda en la mano y su hija pegada a las piernas. Erbrow pretendía que la cargara. Quizá no había percibido el peligro porque no parecía asustada; una vez a la altura del rostro de su madre, comenzó a acariciarla como si quisiera tranquilizarla.
Las Erinias estaban inmóviles. La más grande, la que había estado postrada en tierra, todavía estaba cerca. Las dos más pequeñas estaban arriba en el cielo, encima de ellos.
La sombra de las Furias comenzó a aclararse; cada vez se veía más desvanecida.
También los demás, Creschio, Jastrin, Cala y el joven carpintero, se estaban recuperando. Por todas partes resonaban accesos de tos y los primeros intentos, roncos y quebrados, de emitir sonidos.
Las gaviotas empezaron a volar de nuevo. Su grito estridente cruzó el cielo y se unió al grito largo y sombrío de las águilas marinas.
Erbrow se echó a reír, y después de la suya, las risas de los otros niños resonaron largas y liberadoras.
La sombra siguió haciéndose más pálida, imperceptible y leve.
—¿Se fueron? —preguntó alguien—. ¿Se fueron?
El cielo estaba otra vez azul, sin ninguna mancha. Lo surcaban grandes nubes blancas empujadas por el viento de tramontana.
—Se fueron —confirmó Yorsh—. No regresarán. Pero nosotros las recordaremos y haremos que su recuerdo jamás abandone el mundo. Recordaremos siempre con dolor y respeto a todas las mujeres cuya única culpa fue asistir los partos y recoger hierbas sanadoras y que por ello fueron llamadas brujas.
Se dio vuelta para mirar a Robi.
—Mi Señora —dijo en voz baja.
Robi dejó caer la honda. Un cansancio total se estaba apoderando de ella. De un momento a otro se desplomaría en el suelo. Tenía que hacerlo pronto.
—Mi nombre —empezó.
No pudo terminar. Una vez más la voz del Fénix la interrumpió, pero esta vez se trataba de un grito diferente. No era un estridor, no era rencor. Solo dolor. Un dolor decente.
Finalmente, Robi se desvaneció.
* * *
Le tomó mucho tiempo recuperarse. Cuando lo hizo ya era de noche. El viento había cesado y una lluvia ligera estaba limpiando el mundo.
Robi estaba tendida en su casa. Yorsh estaba inclinado sobre ella. La voz ansiosa de Erbrow llegó tenue y fue el primer sonido que escuchó.
—¿Mamá?
Robi la tranquilizó con una sonrisa. Cerca de ella el Fénix la miraba preocupada.
—Robi, amor mío, ¿estás bien? Señora mía, ¿está bien? —preguntó Yorsh.
—Señora mía, ¿está bien? —le hizo eco el Fénix.
¿Señora mía? El Fénix nunca la había llamado Señora mía.
Robi la miró perpleja. No había ni trazas de rencor ni de sarcasmo.
—Gracias, estoy bien. Ahora estoy bien —repuso, tranquilizadora—. ¿Por qué gritó? —le preguntó a Yorsh, señalando al Fénix.
Su simpatía por el animal seguía por debajo del mínimo nivel necesario como para tolerar dirigirle la palabra. Pero fue el Fénix el que le respondió.
—Puse un huevo —dijo con una voz que era a la vez tímida y grave—. ¿Sabe, mi señora?: tendré descendencia. Moriré.
—Usted… ¿qué? —preguntó Robi.
—Después de que se pone el huevo, nosotros no podemos ya obtener la eterna juventud quemándonos de vez en cuando. Moriré. Elegí morir. Mi estirpe también tuvo la inmortalidad entre las opciones posibles. Verá, Señora, nosotros éramos una estirpe magnífica, fuerte y orgullosa. Al igual que los dragones con quienes compartimos la creación durante mucho tiempo, nosotros perecemos al convertirnos en madres. Desde el momento mismo en que ponemos un huevo, nuestro tiempo es contado. Mi nombre, ahora lo recuerdo, es Angkeel, «mensajero». Yo, como mis hermanas, les transmitía la voz de los Dioses a los hombres, y los Dioses para premiarnos nos concedieron el poder de posponer la vejez y la muerte. Fue un regalo terrible. Nunca hallábamos el momento oportuno. La llama azul y dorada cancelaba el tiempo y todo empezaba de nuevo. Ay de mí, demasiado tarde nos dimos cuenta de que cada vez renacíamos más estúpidas y más absurdas. Perdimos el vuelo. Perdimos el bien del intelecto. Solo nos quedaron el resentimiento y el rencor y el odio contra cualquier vida que no se despilfarrara como nuestra insulsa eternidad. Y desde nuestro vacío, mientras más plena era una vida, más la odiábamos. Los dragones, feroces y compasivos, nos sacaban del apuro con sus fauces. Mis hermanas, una tras otra, en el afán de no morir sin descendencia pusieron sus huevos y su progenie ahora surca el cielo.
El Fénix tomó aire.
—Señor mío —le dijo a Yorsh—, le pido perdón. El odio por usted fue total. Usted, que tuvo el valor de renunciar a la eternidad a cambio del temor a la muerte, ha sido blanco de mi envidia como nadie jamás lo fue. Nosotras renunciamos a la vida por temor a la muerte. Pero dígame, Señor mío, se lo ruego, ¿es cierto lo que les dijo a las Madres? ¿El cancel del Infinito, horrible y atroz, es tan solo una fachada? ¿La suya no fue una mentira piadosa para aplacar a las Madres y salvar al mundo? ¿No? Bien, Señor mío. Todavía debo pedirle una gracia. Después de que nazca mi progenie, ¿podría usted ocuparse de su implume juventud? Me contó que había hecho lo mismo por un dragón. Igual que el dragón, no sobreviviré la incubación y no podré ocuparme de mi infante. Mi infante, como el del dragón, necesitará que alguien le enseñe a volar, pero se lo debe enseñar alguien de su misma especie. ¿Comprende? Sabe, mi infante volará alto, como lo hacía yo en el principio del mundo.
El Fénix se hizo a un lado. Debajo suyo había un huevo. Era mucho más pequeño que un huevo de dragón e igualmente bello: volutas plateadas y doradas se alternaban con el azul.
—¿Cuánto dura la incubación? —preguntó Robi.
—Tres lunas, Señora mía.
—¡Tres lunas! ¡La de los dragones duraba años!
—El dragón transmite su saber durante la incubación, Señora mía. Yo solo le doy la vida. Pero mi progenie no tendrá que morir para ser madre. Ella hará como ustedes: dos vidas que se unen para generar una tercera que no sea una copia idéntica de ninguno de los dos, sino que se asemeje un poco al padre y un poco a la madre. Mi progenie no tendrá el don de la palabra, pero tendrá el del vuelo, el coraje y el intelecto.
El sonido extraño de un aleteo zumbó en la noche. Robi ya se sentía bien y salió en la oscuridad. Yorsh tenía a Erbrow en brazos. Las águilas marinas habían aterrizado y formaban un anillo alrededor de la cabaña como si estuvieran esperando algo. Eran grandes, majestuosas, con un plumaje blanco y azul que la escasa luz de las estrellas alcanzaba a iluminar.
—Ix ebés —Erbrow les explicó con voz serena a los presentes que estaban perplejos—. ¡Ix ebés!
—Fénix bebés —tradujo su padre—. Fénix bebés. ¡Ellos! ¡Ellos son los hijos y las hijas de los Fénix!
Las grandes águilas asintieron. Tenían una mirada calmada y orgullosa, como si sonrieran en la oscuridad.