¿Un hermanito? ¿Un niño nuevo? ¿Y estaba dentro de mamá? ¡Esa era la sensación de pequeño, caliente y húmedo que desde hacía días provenía de la barriga de mamá! Era un problema que nunca nadie le explicara nada y que siempre tuviera que descifrar todo ella sola. Su hermano pequeño tenía que ser un guerrero grandísimo si, por el solo hecho de existir, ya había derribado a esa criatura negra que estaba en el cielo y los estaba matando.
Ahora la criatura ya no podía matarlos.
Estaba doblegada sobre la arena, una mancha negra entre la orilla y el mar.
Era solo furia y dolor.
Erbrow sintió el dolor en su cabeza como si le perteneciera.
Leyó los recuerdos como si ella misma los hubiera vivido.
Vio el verde de la pradera donde una mujer recogía hierbas para curar y a través de unos ojos que no eran los suyos aprendió la forma de las hojas y la de las flores. Aprendió los nombres: belladona para la respiración quebrada, euforbia contra las lombrices, diente de león para los pies hinchados.
Vio una casita más pequeña que la suya, hecha de madera y haces de ramas secas, y dos niños que jugaban.
El recuerdo de los alabarderos que llegaban para rodear la cabaña se volvió suyo, escuchó la palabra bruja, vio el fuego.
La voz de su padre continuó. Le hablaba de nuevo a mamá:
—Ellas son los Ángeles de la Muerte, y usted, Señora mía, es la vida. Nada puede abatir a las Erinias, ningún hombre, ningún guerrero, ninguna mujer, excepto aquella que en su interior custodia un hijo. Usted puede derrotarlas.
Erbrow se sintió dividida en dos. Quería vivir. Quería que su hermanito pudiera nacer.
Pero no quería que se le hiciera más daño a la criatura alada.
Basta de hacerle daño. No sabía cómo decírselo a su mamá que tenía la honda en la mano y no daba la impresión de querer bajarla.
Cuando su mamá se enfurecía era difícil discutir con ella, y ahora estaba realmente furiosa.