Desde su tormentoso viaje desde el Condado de Daligar hasta la playa, Robi no había tenido más visiones. La habían guiado dándole la seguridad de una increíble victoria en todas las batallas y fugas, y luego habían desaparecido. En la última había visto manos de niños que jugaban: fue tan fuerte que tuvo la certeza de que ella y Yorsh se desposarían y tendrían hijos. No había visto los rostros de los niños ni había podido saber el número. La visión era confusa; solo había manitas y juguetes que se superponían para desaparecer y aparecer. Los juguetes eran un trompo bastante torcido, un caballito de madera rústica y, además, la muñeca y la barquita que sus padres le habían hecho y que Yorsh le había devuelto cuando la encontró y la reconoció. Sabía que Yorsh, de niño, había tenido un trompo y un caballito de madera. Ella había visto el trompo durante algunos instantes: era un juguete de factura refinada, pintado en todos los matices de azul. El Juez Administrador lo había partido a patadas la única vez que se lo había encontrado. Fue en la ocasión en que Yorsh había ido a Daligar a salvarla, solo contra toda una guarnición, ayudado únicamente por los ratones de las prisiones y por dos soldados desertores, Meliloto y Paladio. Yorsh también había perdido el caballito, casi con certeza un juguete también de factura élfica, por su propia cuenta: se le escapó de las manos con un estornudo de Erbrow el dragón viejo y cayó en el volcán que calentaba la caverna de la incubación.
Cuando la hija de ellos nació, Yorsh le pidió a Solario que le fabricara un caballito y un trompo. El trompo era asimétrico y giraba de una manera curiosa; el caballo tenía las patas posteriores demasiado delgadas y el cuello demasiado largo. Eran los que ella había reconocido en sus visiones.
Después del viaje, el don de la clarividencia, siempre y cuando fuera un don, abandonó a Robi. Ahora las visiones habían regresado, pero eran una maldición.
Robi veía abismos de oscuridad que se superponían, veía una cosa que destruía la luz.
No era simplemente la falta de luz lo que veía, sino su opuesto. La luz destruye la oscuridad: basta con un rayo para hacer pedazos cualquier oscuridad. Ella veía una oscuridad que se tragaba la luz: un fragmento era suficiente para aniquilar toda luminosidad. Cuando cerraba los ojos aparecía una oscuridad sombría y total, espantosa. Como si cualquier cosa se estuviera preparando para abalanzarse sobre el mundo de un momento a otro.
Robi se debatía entre el deseo de hablarle de esto a Yorsh y decidirse de una vez por todas a completar la información con las explicaciones sobre los orígenes de su nombre y el deseo de seguir haciéndose ilusiones de que esa extraña alucinación no tenía importancia.
No era una visión real, sino solo una broma que le jugaba el cansancio. Siempre estaba cansada. Le sucedía, cada vez más a menudo, que no podía tenerse en pie. Hubiera querido dormir sin parar. Con frecuencia sentía ganas de vomitar también por el apestoso olor a carne carbonizada que ahora se respiraba permanentemente en la bahía.
Los incendios del Fénix se habían vuelto más frecuentes, casi cotidianos. El resto de la aldea se había acostumbrado a ellos a pesar del olor y ahora se preguntaban con alegría cuándo serían las próximas luminarias del Fénix. La que no parecía divertirse para nada era Erbrow: para ella era diferente. Cada vez que la maléfica criatura ardía ella se quedaba a verla, adolorida, y se rehusaba a dejarse alejar.
El plumaje del Fénix emergía más suntuoso después de cada fuego y su orgullo aumentaba proporcionalmente. Los recuerdos se le confundían cada vez más. La penúltima vez ya no recordaba quiénes eran los Elfos. Después de la última ya no sabía quiénes eran los Fénix. No se callaba ni por un segundo. Su discurso era un lamento ininterrumpido sobre su propia belleza y sobre el riesgo de quedar magullada por el tiempo y, los Dioses no lo quisieran, encanecida por la vejez. Si alguien cometía el error de intentar tranquilizar a la criatura con el color de su plumaje, con el dorado y el plateado de sus alas, los reclamos de consuelo se agrandaban y se agudizaban, se hacían desmesurados sin que para nada se aligerara la angustia que la invadía. Era un parloteo estridente y enervante y quizá también por ello Robi estaba agotada.
Robi se decidió: estaba prácticamente segura de que sería una alarma inútil, pero, por muy inverosímil que fuera, no podía retrasarse para darla. No tenía ya edad para caprichos y coqueterías. La avergonzaba confesarle a Yorsh que durante la fuga ella jamás lo había tranquilizado hablándole del futuro que había vislumbrado, mientras a él lo atormentaban el miedo y la terrible angustia de pensar que ningún mañana era posible para ellos.
Hubiera tenido que confesar que no había confiado en él, en su amor; pero ahora estaba segura de que él no se enojaría sino que seguiría amándola igual o más.
Robi se preguntó cómo había podido esperar tanto, cómo había podido negarle a Yorsh la tranquilidad de saber que todas las profecías se habían hecho realidad.
* * *
Yorsh estaba junto a Jastrin. Ambos estaban posados sobre un grueso tronco de pino marino que el viento había retorcido hasta dejarlo horizontal. Erbrow jugaba cerca de ellos. Moron pasó por detrás, malhumorado y encorvado; llevaba en la mano una de sus monstruosas trampas para carrizos. Robi sintió la molestia que siempre sentía al verlo, pero, tal como lo dictaban de manera justa las Reglas de la Fundación de la Ciudad, ellos eran una Tierra de Seres Libres y no se podía alejar ni maltratar a alguien solo porque tenía alguna cosa horrible o indecente.
Yorsh estaba hablando del ataque de Sire Arduin contra los Orcos, a juzgar por sus gestos. También Erbrow debía encontrarlo interesante, puesto que justo en el instante en que la sombra de Moron se le acercaba, dejó de jugar de inmediato y corrió para que su padre la tomara entre sus brazos. Moron se alejó hacia uno de los promontorios, no sin antes destinarle al pobre Jastrin una flagrante mirada de desprecio. Jastrin ni se percató y siguió escuchando, atento y extasiado. Tenía las piernas más delgadas y más débiles de lo normal, y a menudo le dolían. Yorsh creó el cargo de Escribano Oficial para él y, a falta de pergaminos en los cuales escribir, el de Tenedor Oficial de la Memoria; pasaba todo el tiempo que podía arrastrándolo consigo para contarle un resumen aceptable del pasado, extraído de un centenar de libros de historia.
Como explicaba Yorsh, el pasado contiene el futuro y un pueblo que no conoce su propio pasado no puede ser dueño de su futuro. Tenedor Oficial de la Memoria era, por consiguiente, un cargo altísimo.
Robi escuchaba menos. Consideraba que el ser dueño de la cena también tenía peso en la determinación del futuro de un pueblo. Por lo tanto, el único escucha apasionado que quedaba para oír los relatos entusiastas de Yorsh era Jastrin.
Robi no logró alcanzar a tiempo a Yorsh.
De repente, en el horizonte, aparecieron tres figuras tan absolutamente negras que parecía que se tragaran la luz, que la mataran, que expandieran la oscuridad alrededor de ellas, de tal modo que hasta el horizonte se oscurecía.
Caren Aschiol estaba en el agua junto a Chicco. Regresó a la orilla con el niño en brazos y luego lo puso en el suelo.
—¿Qué es? —preguntó—. Un temporal no es tan negro.
Robi no respondió, no sabía qué decir. La única cosa que sabía, la que tenía bien clara en la cabeza, era que ella había vislumbrado el peligro y por pura imbecilidad no había dado la alarma.
Finalmente Yorsh llegó.
—¡Las Erinias! —exclamó—. ¡Las Furias! ¡Son los Ángeles de la Muerte!
Yorsh estaba lívido. Por primera vez Robi vio el terror en sus ojos.
—¿Las qué cosa? —preguntó.
—Mi madre me habló de ellas —retomó Yorsh—. Sabía que había una tierra atormentada por las Erinias y que ellas regresan cada cierto número de décadas al lugar de su martirio, pero no sabía cuál era. ¡Es esta!
Las tres sombras negras se acercaron lentamente. Los niños en el agua, una media docena de criaturas de todos los tamaños que hasta ese momento habían aturdido a las gaviotas con sus gritos, se callaron. Erbrow comenzó a toser.
—He ahí la razón por la que no había nadie en esta playa —prosiguió Yorsh—. Las Erinias son los fantasmas de tres pobres mujeres condenadas como brujas. Maldijeron la vida y el universo y se convirtieron en los Espíritus de la Destrucción.
—¿Pero cuándo sucedió? —preguntó Caren Aschiol. Chicco también empezó a toser—. ¿Cuándo sucedió esta historia? ¿Qué tenemos que ver nosotros con ella?
—Sucedió antes del reinado de los Elfos.
—¿Antes del reinado de los Elfos? ¿Y qué quiere decir esto?
—Hace nueve o diez siglos.
—¿Hace mil años? ¿Mi hijo no logra respirar por algo que pasó hace mil años? ¿Y él qué tiene que ver con eso? ¿Y yo qué tengo que ver con eso?
—¿Pero las brujas son las hijas de los Elfos? ¿Ya eran unos canallas antes de que los nombraran Reyes? —preguntó Moron que se había acercado—. Bonita idea la de venir a esta joya de playa. Si nos hubiéramos quedado en la Casa de los Huérfanos, ahora seríamos soldados veteranos…
Robi lo odió y fue la única cosa que por un instante logró apaciguar el odio que sentía contra sí misma por haber callado cuando las sombras comenzaron a invadirle el sueño. Después todo desapareció porque temía por la respiración de Erbrow. La niña, abrazada a sus piernas, cada vez respiraba con mayor dificultad. Los demás niños también comenzaron a toser. Yorsh, Creschio, Cala y Solario lograron reunidos y arrastrarlos fuera del agua en una marcha dolorosa y lentísima, con la respiración cada vez más quebrada y los movimientos lentos como los de un anciano o un enfermo. Robi se quedó en la playa, inclinada y extendiendo los brazos sobre Erbrow y Chicco.
—En aquella época, bruja no significaba descendiente de Elfos —prosiguió Yorsh cuando estaban en tierra: su voz había comenzado a quebrarse—. La palabra era usada para identificar a las curanderas, a las mujeres que asistían los partos y recogían hierbas sanadoras. Cuando las pestes llegaron del mar, todos acusaron a las brujas por no haberlas evitado, por no ser capaces de curarlas. Cuando suceden tragedias insolubles, buscar un culpable atenúa el sentimiento de impotencia. Se dijo que la peste era una conspiración de las brujas.
—Está bien, ¿pero qué hacemos? —preguntó todavía Caren Aschiol, con la voz cada vez más ronca.
—No lo sé —respondió Yorsh.
A partir del momento en que las Erinias habían aparecido como tres puntos minúsculos en la luz dorada de la tarde, el aire se había enrarecido y apretaba la respiración convirtiéndola en un chirrido. Caren Aschiol comenzó a toser y su cara tomó el color de la oscuridad. Su tos se apagó. Con lo que le quedaba de voz trató de reclamar a su alrededor a los niños que se habían quedado inmóviles y silenciosos. Lo único que todavía se atrevía a moverse y a hacer ruido era el mar con sus largas olas que continuaban deslizándose, indiferentes a la oscuridad. Chicco estaba en cuclillas cerca de Erbrow; su padre lo tomó en brazos otra vez.
Todo se hizo frío; parecía que el aire faltara.
—Trataré de hablarles —susurró Yorsh—. ¡Ustedes escapen! ¡Escapen todos!
—¿Escapar hacia dónde? —preguntó Robi. El cielo se había oscurecido. La sombra estaba por doquier.
Las figuras se hacían cada vez más amenazantes, enormes y cercanas. Los accesos de tos y los gemidos se expandían por todas partes. Las madres se abalanzaban sobre sus hijos para cubrirlos. El grupo de las viejitas que buscaba coquinas en las lagunas se refugió debajo de la cascada, con la esperanza de que el agua las protegiera y mitigara la sequedad insoportable que les invadía la respiración.
Se lanzaron algunas flechas.
Caren Aschiol y Cail Ara recogieron en la playa los arcos con los que cazaban pargos. Las flechas ni siquiera alcanzaron las vestiduras desflecadas, las manos ensangrentadas. Una risa estridente y obscena se elevó sobre la bahía enmudecida.
Una de las flechas de Yorsh partió de última. No erró el blanco: atravesó la más grande de las tres figuras, que permaneció donde estaba, mientras su risa resonaba aun más aguda y burlona.
Creschio y Cala se abrazaron. Mantenían a Chicco entre ellos y tosían. Se apretaron las manos. No muy lejos, Moron los miraba sin atreverse a acercarse, mientras se retorcía las manos y se clavaba las uñas en las palmas.
Robi vio con claridad a las Erinias ahora que las tenía encima.
Eran tres figuras aladas, negras y cubiertas de negro, de tal modo que solo las manos, esqueléticas y ensangrentadas, resultaban visibles.
Las alas eran enormes y desflecadas; su sombra cubría el cielo.
La oscuridad sumergió al mundo y la angustia se lo tragó. El cielo azul donde debían volar las gaviotas, las lagunas con los garzones, el acantilado con las alcaparras en flor: todo desapareció en el hielo.
Dos de las sombras se quedaron a un lado, un poco más atrás.
La tercera estaba justo encima de ellos, y fue ella la que habló.