Al principio Erbrow sintió que todo estaba bien.
Los días volvieron a pasar sin demasiadas angustias. Bastaba con tener cuidado de que el hombre del odio no estuviera muy cerca y de que el Fénix no se estuviera quemando, y las cosas de alguna forma marchaban.
El odio del hombre del odio aumentaba día a día.
Erbrow sentía el corazón latir tan fuerte que dolía cuando la figura encorvada del otro pasaba por la playa y papá o mamá no estaban cerca para cargarla.
Cuando el Fénix ardía, hecho ahora casi cotidiano, le sucedía una cosa extraña: no podía apartarse. Sentía que hubiera sido descortés, como diría su padre. Sentía que tenía que quedarse a ver. Además del terrible olor a carne quemada, en esa llama había una rara mezcla de rencor y de pesar que no sabía nombrar. Tenía la sensación, fortísima, de que lo único que podía atenuar, o al menos no agrandar demasiado los rencores y pesares que encerraba el Fénix y lo destrozaban, era la presencia de espectadores.
Mamá ya no estaba tan desesperada, aunque en su manera de sonreír había algo que nunca había estado antes.
Pero en general todo estaba bien.
Después, sin embargo, algo feo aconteció y ella no entendió qué era. De repente su madre cambió. El cielo siempre estaba azul y el mar en calma, pero en el interior de mamá había un nuevo temor, como cuando el tornado había barrido la aldea y el mar se había convertido en un monstruo enojado.