Capítulo 10

Yorsh llegó cuando empezaba a oscurecer, sereno y sonriente, con las manos cargadas de pulpos pequeños. El mar se estaba levantando bajo el viento de tramontana y las nubes oscurecían las estrellas.

Yorsh miró la cara sin luz de su mujer, escuchó el sonido falso de su voz al saludarlo y su alegría desapareció.

—¿Qué te sucede, Señora mía? —le preguntó preocupado y se inclinó para mirarla a los ojos; ella estaba en cuclillas delante de la casa de ellos, frente al fuego que había preparado y que ahora se estaba apagando. Erbrow, deambulaba alrededor, insólitamente tensa y silenciosa.

—Nada —respondió Robi, mientras levantaba los hombros e improvisaba una sonrisa descolorida que le dejó los ojos ensombrecidos—. Estoy preocupada porque de un momento a otro comenzará el temporal —añadió.

Aún sonrió. Luego estalló en lágrimas.

Fue un llanto largo y desesperado. Cada vez que parecía calmarse volvía a empezar. Robi no conseguía detenerse. Su hija corrió a abrazarle las piernas; Robi se dio cuenta de que seguía haciéndola sentir mal también a ella, y esto empeoró la situación. Trató de que le viniera rápidamente alguna cosa a la mente.

—Estaba pensando en mis padres —mintió. Se arrepintió de inmediato. ¡Ya lo había dicho!

Hasta ese día, en realidad nunca le había mentido a Yorsh, aunque, a decir verdad, sí había habido omisiones.

Jamás le había dicho que las tortillas que tenían la forma de las conchas, y quizá la de las constelaciones, nacían de la profanación de una antiquísima espada, pero esa no era una verdadera mentira: era solo que necesitaba algo para poder cocinar y temía, no que él se lo prohibiera, sino que se sintiera dolido.

No le había dicho que su verdadero nombre era Rosalba, y nunca le había hablado de las visiones que tenía. Todo esto era cierto, pero callarlo tampoco era una verdadera mentira. Había sido la única forma de coquetería, junto con las conchas en el cabello, que ella se había permitido. Quería estar segura, realmente segura de que él, el último y magnífico heredero de la estirpe de los Elfos, la quisiera por ser ella y no por ser la heredera de Arduin. Incluso después de que la había escogido, dudaba de que Yorsh, tan magnífico, pudiera quererla de verdad y la tranquilizaba que él no supiera que antes de venir al mundo ya estaba destinado a ella.

Esta era la primera vez que le mentía a Yorsh y lo había hecho también de una manera cruel y tonta, porque recordar la muerte de sus padres, colgados por la imperdonable acusación de tener amistad con un Elfo, significaba, una vez más, sumir a Yorsh en sus sentimientos de culpa.

Robi levantó hacia Yorsh el rostro desconsolado, con la nariz que le chorreaba. Deseó con todo el corazón no haber llorado. No quería llorar frente a su esposo Elfo. Los Elfos no lloran: sus ojos nunca lagrimean y, al contrario de los humanos, ellos enfrentan cualquier tipo de dolor sin necesidad de buscar algo en qué soplarse la nariz.

Sintió los brazos de Yorsh a su alrededor. Erbrow se había quedado entre los dos.

—Mamá, daño —dijo en voz baja.

Yorsh estrechó a Robi hacia él puso la cabeza de ella en su hombro, pero esto no la consoló: pensó que ese hombro se encorvaría por su culpa, que por su culpa la respiración de él, que ahora sentía en su cabello, se detendría. Respiró profundamente por un largo rato y, aunque no obtuvo ningún consuelo, al menos se pudo calmar.

—Ya pasó, estoy mejor —logró decir. Yorsh asintió, no muy convencido.

En ese momento, entre la casa y el mar, pasó la figura ondulante del Fénix, oscura contra la última luz del cielo.

—¡Pío pío, papilla! —gritó Erbrow, con resentimiento, señalándosela a su padre, con la esperanza de que entendiera que ella era la causa de los problemas.

—No quiero oírte gritar a espaldas suyas que es una gallina —dijo Yorsh velando su dulzura habitual con severidad—. No es cortés, y no quiero que tú aprendas la descortesía…

La incomprensión se sumó al resto de la jornada: Erbrow rompió a llorar.

—¡No le grites! —dijo Robi, pero en su afán de proteger a la niña de otro acceso de llanto su voz sonó demasiado fuerte y se dio cuenta de que parecía enojada.

Yorsh se quedó mirándolas a las dos durante un largo rato. Luego tomó a Erbrow en brazos para consolarla y abrazó de nuevo a Robi.

—Mira —dijo, y le mostró a Robi las presas de la caza: las había puesto en un tronco grande que utilizaban como banca frente a su puerta—. Atrapé tres pulpos: los dos grandes para ustedes dos y el pequeño para mí.

Yorsh sonrió y esperó que Robi también sonriera, que se calmara. Cualquier cosa que se relacionara con la comida en general, y con la de Erbrow en particular, tenía el don de hacer que la sonrisa de Robi se iluminara como el sol de un día de verano, de tal modo que le hacía olvidar a Yorsh el dolor que le producía matar. Robi apretó los labios y asintió sin siquiera girar la cabeza para mirar los tres pulpos. Bajó la mirada sobre la piedra que hacía las veces de hogar o de mesa, una vez que el fuego se apagaba. De un lado estaban los piñones de Yorsh, del otro el cangrejo para ella y su hija. Comenzó a comer. Por primera vez en la vida no tenía hambre. Tenía que hacer un esfuerzo para tragar, todo le sabía a arena. Seguía masticando y masticando el mismo bocado. Se dio cuenta de que Yorsh la observaba con curiosidad.

—¿Me das un poco? —le pidió gentilmente, sonriendo.

—No —respondió Robi deprisa—. Yo… yo… tengo mucha hambre.

La sonrisa de Yorsh no desapareció.

—¿Me das un poquito del tuyo? —le preguntó a Erbrow—. ¿Lo cambiamos por algunos piñones? Mira, tres piñones, un besito y una historia a cambio de un bocado de tu comida. Te vuelvo a contar la fábula de la Princesa de las habas. ¿Te parece un buen trato?

Erbrow aceptó feliz y le dio un puñado de su cangrejo.

—¡No! —exclamó Robi—. No, no, no. Ella… también tiene mucha hambre… tiene que crecer.

Erbrow la miró asombrada: de nuevo se le formó un surco vertical entre las cejas y le tembló el mentón, pero esta vez logró contener el llanto.

Yorsh asintió con tranquilidad, sin perder la sonrisa.

Sus ojos buscaron la silueta del Fénix que se recortaba contra la última luz y sacudió la cabeza.

—Tú tienes razón —le dijo alegremente a Erbrow—. En realidad es una gallina.

—¡Pío pío, papilla! —comentó Erbrow con una expresión amenazante pero consolada.

—Es más, me atrevería a decir, un intermedio entre una gallina y un buitre. Los buitres son pajarracos inmundos y horrendos que comen… digamos cosas inmundas y horrendas.

—¿Pío pío bleah?

—Sí, creo que da la idea. Sin embargo, ellos entre sí también se encuentran bellos y cuando nace un buitre su mamá y su papá se ponen contentos. Por eso, a pesar de que no son precisamente unas joyas de simpatía, tratamos de no ser crueles con ellos.

—No daño.

—No daño; así es, ángel mío.

Erbrow sonrió feliz. Finalmente el día comenzaba a mejorar. Papá había regresado y de algún modo lo arreglaba todo.

—Mi señora —dijo Yorsh dirigiéndose a su esposa. Su sonrisa era muy dulce y al hablar tomó la mano áspera y callosa de Robi entre las suyas, que aunque cortaran leña, piedras, caparazones de cangrejo y piñones, no tenían casi ninguna seña—. Le ruego me perdone por el dolor que le estoy ocasionando. No quiero mi inmortalidad y usted no puede protegerla.

Robi sacudió la cabeza. Rompió a llorar de nuevo y se odió por ser incapaz de contenerse.

—Tú no puedes hacerme esto. Tú no puedes. Cada migaja que te he preparado era veneno y yo no lo sabía…

—¡Mi señora, Robi! Mi único amor. ¡Cómo puede ser tan insensatamente injusta al referirse a su cocina! Lo que comprometió mi inmortalidad, y para siempre, fue la media lapa que atrapé en un peñasco cuando estaba solo y que me llevé a la boca sin la ayuda de nadie, haciendo la única elección que me hace feliz de vivir. Mi señora, yo atravesaría el fuego por una de esas tortillas con piñones y mirto que usted cocina usando mi espada como sartén, y estoy seguro de que si los Reyes álficos pudieran saber que la espada que forjaron hace siglos, cuando su poder estaba en todo su apogeo, es blandida por usted para destruir el hambre y hacer brillar la alegría, se sentirían orgullos y honrados.

—Mi señora, le ruego, no me niegue ni la miel de su sonrisa ni aquella que echa sobre los filetes de pargo, porque con tal de disfrutarlas yo atravesaría los canceles del tiempo y de la muerte, iría al otro lado de las estrellas y del viento, donde las paralelas se encuentran y los números terminan. Y cuando lo hubiera alcanzado cantaría alabanzas y agradecería mi suerte, porque el cambio es a favor mío. Mi Señora, la inmortalidad es el don maligno que destruyó a mi estirpe. Nuestros cuerpos inviolables, incorruptibles como la piedra, como el diamante, como el hielo que queda atrapado en las grietas que el sol no logra calentar y donde la primavera jamás llega, nos han hecho tan frágiles que perecimos. Nos quedamos inmóviles, asustados por la vida que por definición es cambio y mutación, y hemos muerto uno tras otro. Mi pueblo desapareció porque le faltó coraje para aceptar la muerte, el último don que el universo les dio a los seres vivos. Cada esposa cuando acepta amar a su marido le regala su coraje, porque en el nacimiento de un nuevo hijo la vida y la muerte se dan la mano. En un pueblo maldecido con la inmortalidad esta se considera un don excesivo para ser pedido o simplemente ser aceptado. De todos modos nos hemos extinguido. Asesinados, masacrados, exterminados por el hambre y la tristeza. De todos modos nos morimos. La raza humana sabía que la muerte hace parte de la vida, que no se puede separar de ella. Los Elfos han querido ignorarlo y han desperdiciado su destino continuando su estéril batalla de resucitar a los mosquitos.

—Tú no entiendes —dijo Robi, mientras se le quebraba la voz. Erbrow se asustó y corrió a abrazar a su padre—. Tú no entiendes. ¡Se te caerán los dientes y… también el cabello!

—Bueno, hablaré escupiendo como el viejo pescador de Arstrid y en las mañanas me lustraré la cabeza con un trapo para que brille al sol. Pocas cosas me parecen más detestables que una juventud insulsa y eterna que me confunda con nuestros hijos, que me haga parecido a ellos. Quiero que la blancura de mi cabello o las arrugas que se formarán en mi cara les recuerden a mis hijos que yo no soy ni su hermano ni su amigo, sino su padre. Quiero que al ver mis manos agrietadas y manchadas recuerden que yo soy el que los engendró, porque de otro modo, cuando el dolor y la incertidumbre los golpeen, ellos no sabrán a quién acudir en busca de certezas y consuelo. Quiero que nuestros hijos se hagan cargo de nuestra fragilidad para que aprendan la misericordia. ¿Cómo podrían aprenderla si nosotros no perdiéramos la fuerza de la juventud? De todas las maldiciones del mundo tener que sobrevivir a un hijo, tener que arreglarlo para la muerte y sepultarlo, me parece la peor; no se la desearía ni al enemigo más innoble y más odiado. Robi, cuando cambie, ¿realmente ya no me querrás? Mi único amor, ¿cuando hable como el viejo pescador y el sol queme mi cabeza que ha quedado implume como una gaviota recién nacida, en realidad me amarás menos? También tu cara y tu sonrisa cambiarán, conservarán el recuerdo del sol que ha quemado tu piel mientras buscabas los cangrejos que hemos comido juntos. Es por esto que mi amor por ti no permanece igual, sino que crece cada día. Es por esto que la felicidad de tu presencia día a día se hace más grande y más llena de luz. Tu cuerpo cargará las señas de nuestros hijos, tu cabello las del tiempo que pasaremos tomados de la mano. Desde que sé que son contados, el esplendor de mis días se ha multiplicado; el movimiento enorme de las estrellas y de las mareas o el pequeño de un hilo de hierba que crece se han vuelto mensurables porque ahora el tiempo tiene un valor. Mi Señora, su mirada tiene el orgullo del vuelo de un halcón y la ternura del reflejo del sol en el agua. Su cabeza se yergue sobre sus hombros con la fuerza invencible de las olas y con la dulzura con la que el mar rompe contra la arena en la más plácida tarde de verano. La sonrisa con la que se inclina sobre nuestra hija contiene la luz misma del sol que calienta la tierra. La sonrisa que tiene cuando yo me inclino sobre usted tiene el misterio de la luz de la luna que rebota ligera entre las nubes y las ondas. Mi señora, usted tiene la fuerza de un ejército formado en batalla y nada podrá derrotarla jamás, ni siquiera la muerte, porque tampoco le temerá. Mi Señora, se lo suplico, no llore. Me resulta insoportable causarle dolor. He visto sus lágrimas hoy y han sido un regalo porque sé que lloró por mi muerte. Pero se lo ruego, júreme que si muero antes que usted, en el momento en que la deje sus ojos permanecerán secos, su frente calma.

Yorsh sonreía. Robi intentaba recordar las palabras del Fénix, pero todas se perdían en la sonrisa de su esposo. Todo se perdía en su voz. Seguía repitiendo en su cabeza la palabra «esposo». Era su esposo. Estaban juntos y Erbrow era su hija. Recordó todavía vagamente las palabras que más le habían dolido.

—Los gusanos te comerán —balbuceó. Las lágrimas que bañaban su rostro comenzaron a espaciarse, como las gotas de un temporal de verano cuando el negro del horizonte se rompe y el azul regresa.

—Pero, mi Señora —objetó Yorsh, tratando de devolverle la razón. Abrió también los brazos para darles fuerza a sus palabras—. Las codornices y los faisanes con los que su padre la alimentaba de niña se alimentaron de escuadrones de gusanos. Ahora las lombrices regordetas que los temporales hacen rodar del acantilado nutren los pargos que nos alimentan. ¡Sería una descortesía imperdonable no darles nada a cambio!

Aunque todavía no había dejado de llorar, Robi no pudo evitar echarse a reír. Erbrow batió las manos, feliz.

Sin saber si llorar o reír, Robi miró a su esposo.

Ya no era inmortal.

Morirían juntos. Viejísimos. Tomados de la mano.

—Sabes… —comenzó. Era menos fácil de lo previsto: había esperado demasiado tiempo y cada día que pasaba se hacía más embarazoso confesar haber esperado tanto—. Sabes, mi nombre es…

No tuvo tiempo de continuar. La interrumpió un grito de Erbrow.

Robi y Yorsh se giraron hacia el punto que la niña, aterrorizada, señalaba.

El Fénix se estaba quemando. Era una explosión de llamas que brillaban contra el oscuro horizonte con una luz de una belleza indescriptible donde el azul se fundía con el plateado y el dorado.

Las llamas duraron casi hasta la medianoche. El viento de tramontana que barría la playa no fue capaz de apagarlas; más bien las alimentó, haciéndolas más altas y espléndidas.

Mientras el color de las llamas se elevaba resplandeciente, duplicado en el reflejo sobre las olas, un olor mortífero a carne carbonizada apestó las casas de la aldea que estaban en contra del viento.

Muchos de los otros habitantes acudieron: casi todos intentaron varias veces usar el agua del mar y sus pocas y preciosas vestiduras para apagar el fuego, pero este sin embargo lo resistió todo. Todos los niños, comenzando por Erbrow, lloraban aterrorizados.

Robi estaba perturbada por el terror de su hija a quien no lograba alejar de la escena porque la pequeña se agarraba de cualquier cosa con tal de quedarse. Además de la preocupación, la destrozaban los sentimientos de culpa y la rabia por la estúpida criatura que, de algún modo u otro, lograba tenerlos a todos en sus manos.

El menos preocupado era Yorsh que seguía repitiendo que era cierto que el fuego periódico era un ciclo normal para los Fénix; pero en la medida en que las horas iban pasando, su certeza también comenzó a nublarse.

Finalmente, cuando la luna se puso, las llamas azules y plateadas se apagaron y el Fénix reapareció. Al azul y al plateado de las plumas se les había sumado la iridiscencia del dorado. Su forma también había cambiado, pero no para mejorar. Las alas, ya ridículamente cortas para permitirle cualquier vuelo, se habían acortado aun más. El cuello estaba más largo, el pico más encorvado y el cráneo casi por completo implume: en general se disminuía la semejanza con una gallina, pero se aumentaba la semejanza con un fantasmagórico buitre con los colores del alba y el mar.

Al cabo, Erbrow y los demás niños se tranquilizaron. Poco a poco todos se fueron a dormir.

Una Robi tan desesperada como nunca, fuera de casillas, tomó a Erbrow en brazos y se plantó delante del Fénix.

—Haz llorar otra vez a mi hija y te retorceré ese cuello pulgoso —la amenazó, furiosa.

Luego se dio vuelta y acostó a su hija a dormir. En el incendio, además de los últimos destellos de cortesía, el Fénix debió perder también la memoria, pues declaró con una voz definitivamente más aguda y estridente que la anterior no saber quién diablos era esa horrible mujer y que en todo caso no entendía por qué ella, orgullo de la creación y honor del mundo, recibía amenazas de una mujer cualquiera a causa de un chiquillo despreciable…

Robi estaba lejos; Yorsh respondió.

—Señora —dijo con serenidad—, la próxima vez que ose llamar a mi hija chiquillo despreciable, le aseguro que terminará en un espetón con romero como acompañamiento y algunos piñones como relleno.

—¿Romero como acompañamiento y algunos piñones como relleno?

—Saben muy bien con el pargo —dijo Yorsh, apacible—. Mis nociones del arte culinario son limitadas, pero me parece probable que también funcionarían con usted.

—Señor —dijo el Fénix sin aliento—, es la primera vez que lo veo, ¡pero me parece que sin lugar a equívocos es usted un Elfo!

—Soy un Elfo.

—Los Elfos no pueden comer nada dotado de pensamiento.

—Exactamente, en el caso de cualquiera que llame a mi hija «despreciable chiquillo», no sería una violación a la regla —la corrigió Yorsh—. Señora —la saludó con una pequeña reverencia y también él se fue a dormir.