Capítulo 8

Robi deseó no solo que los Dioses existieran, de lo cual no estaba segura, sino también que alguno de ellos tuviera la amabilidad de hacer que la tierra se tragara a los seres humanos, o por lo menos que se la tragara a ella. Así no tendría que mirar a nadie a la cara.

Lo que había dicho era insensato, cruel y horrible. Estaba furibunda y desesperada.

Había perdido la calma y no debía. Cuando perdía la calma decía cosas que después deseaba no haber dicho. Había amenazado con un destino peor que la muerte a un ser dotado de palabra cuya única culpa era haberla insultado. No había sido cortés, para usar un término apreciado por Yorsh, confundir al Fénix con una gallina a pesar de que el parecido era considerable y no sabía cómo habría podido deducir que esa especie de pollo tenía dos mil años de edad y hablaba una media docena de lenguas, es decir, cinco más que ella. Además, justo en ese momento, ella se había emocionado al descubrir que su hija tenía los poderes del padre; se había sentido emocionada, feliz y extasiada, pero también —avergonzada era un término excesivo— excluida. Se había sentido diferente, eso es. Ellos dos eran tan perfectos, extraordinarios y parecidos: ambos con ese cabello que brillaba bajo los rayos del sol, y ella tan pesadamente humana, a veces incluso bárbara y, sin duda, burda. Al ver al Fénix de inmediato lo confundió con una gallina, y no consideró ninguna otra hipótesis. No solo porque ella no tenía ningún conocimiento sobre criaturas antiguas, al igual que no tenía ningún conocimiento sobre lenguas antiguas, por no hablar de todo lo demás, desde la alquimia hasta la zoología, pasando por la astronomía y la historia. Ella solo sabía leer y escribir porque Yorsh le había enseñado. Había sido también por la necesidad instintiva de llevar la conversación hacia algo cotidiano como la cocina o la crianza de pollos, donde no se necesitaban dotes extraordinarias y sus cualidades humanas bastaban. La agresión del Fénix fue como una cuchilla que le atravesó el alma. La golpeó con precisión en lo que era su sombra: el temor de que Yorsh pudiera considerarla inferior. Peor aún: la ambigua sensación de serlo realmente.

Si al menos Yorsh la hubiera defendido de inmediato, si hubiera sido él el que se hubiera parado ante el Fénix, ella se habría quedado tranquila, habría encogido los hombros y habría despachado el asunto.

En cambio se había enfurecido y había hecho, de todas las cosas, la peor: había actuado con crueldad. Incluso si Caren Aschiol y Cala habían devuelto la maléfica criatura después de pocas horas por encontrarla insoportable, ella era la única que la había amenazado con… no podía ni siquiera pensarlo, con comérsela. El Fénix era insoportable, cierto, pero esto no la autorizaba a ser descortés, para usar una palabra apreciada por Yorsh. No quería que su esposo supiera que se había casado con una mujer tan brutal que era capaz de amenazar a un ser dotado de palabra.

En las noches, cuando dormían abrazados, ninguna inseguridad la perturbaba, ninguna duda la asaltaba. Era de día, cuando estaban separados y él resplandecía con su belleza, en la fuerza de su agilidad, en su brillante conocimiento de todo saber, desde el movimiento de las estrellas hasta el nombre de las criaturas marinas, que la duda la asaltaba. La inseguridad la invadía junto con el recuerdo de Tracarna que la llamaba cucaracha cuando se reía de ella.

—Pequeña, negra y malhumorada: ¿pero quién sería tan tonto como para casarse contigo, especie de cucarachita? Solo si las lluvias volvieran y todas las demás se ahogaran y solo quedaras tú, entonces tendrías alguna esperanza…

El permanente «fea y burda» repetido por Tracarna, su eterno «desgraciada y también un poco tonta» no hubieran tenido importancia si el dolor no hubiera estado presente. A sus padres los habían colgado. Su casa había sido quemada. La aldea en la que nació había sido arrasada por los soldados. Ella ya no era la hija de nadie: había quedado desconsolada. Su única compañía eran las garrapatas y los chinches de la sórdida capa que también le servía de cobija, sin suficiente alimento, sin parar de trabajar. Ese dolor sordo le había dado esa extraña convicción, escondida en el fondo del alma, de no valer nada y que solo su coraje de león borraba cuando tenía que combatir a algo o alguien. No ser el hijo de nadie durante esos larguísimos e insoportables años significaba que el ácido del deprecio de Tracarna, así su estima por ella fuera escasa, se le había colado dentro. Aunque el Fénix era una criatura tonta y ridícula, sus palabras la marcaban como aceite hirviendo, porque hacían resonar dentro de ella aquel dolor sin resolver, la certeza sombría de no valer nada.

Si no exactamente nada, con toda seguridad no tanto como Yorsh, ni tanto como debía valer su esposa.

Durante pocos instantes, en Daligar, Robi había visto a Aurora, la hija del Juez Administrador. La diáfana belleza de esta, delicada y espléndida, que parecía nacida para acompañar a Yorsh, la golpeó como un puñetazo. El nombre de ella también se adaptaba a la profecía de Arduin. ¿Y si Aurora hubiera sido el verdadero destino de Yorsh y ella solo una especie de obstáculo?

El Fénix, esto era innegable, observó un obsequioso silencio durante los dos primeros días de su permanencia en Erbrow. Pasó los días erguida en la playa con los ojos perdidos en el horizonte mientras rechazaba con desdén y disgusto cualquier oferta de alimento. Con ello dejó en claro que no comía nada, que sobrevivía con luz, aire, agua salada y, a veces, cualquier escuálido hilo de hierba o unas cuantas semillas minúsculas, y que consideraba bastante indecorosas todas las actividades relacionadas con el acto de nutrirse.

Los habitantes de Arstrid, la aldea vecina, descendieron del promontorio hasta la playa para ver a la excepcional criatura. Todos se preguntaron si se podía comer y cuándo. Todos exclamaron «¡de veras!» cuando Robi les explicó que el animal no era un pollo sino un ave Fénix y que tenía dos mil años y hablaba seis lenguas. Todos quedaron encantados con el plumaje y comentaban que debía ser una experiencia extraordinaria tenerla en casa. Robi preguntó si alguien quería disfrutar de su maravillosa presencia, pero los habitantes de Arstrid habían aprendido el arte de negociar mucho antes de que ella naciera, y entre las reglas aprendidas estaba la de desconfiar de un modo absoluto de cualquier oferta gratuita y espontánea: rechazaron la oferta con una cortesía exquisita pero firme.

Después de los primeros días el Fénix se dio cuenta de que Robi nunca se atrevería a poner en práctica sus amenazas y comenzó a hablar de nuevo. No a ella, sino a Yorsh.

Era una mañana fría y nebulosa. Entumecidos, acurrucados frente a su casa, Yorsh y Robi discutían el problema insoluble del vestuario.

Estaban medio desnudos como salvajes y preocupados porque sus hijos estaban muy descubiertos; pero en verdad, al ver a los pequeños corretear como lobeznos, parecía que la desnudez no les hacía mucho daño.

La falta de tela, sin embargo, significaba falta de velas.

Ya habían construido una balsa que les permitía surcar la bahía para perseguir a las anchoas incansablemente, con sus burdas redes de paja trenzada. La fuerza de sus remos torcidos y asimétricos no era suficiente para enfrentar las corrientes entre las islas que cerraban la bahía. Mientras más estrecha era la ensenada, más fuertes eran las corrientes. Sin una vela, jamás lograrían llegar a las islas ni a mar abierto a ver otros horizontes.

—No ha comprendido, Señor —comenzó el Fénix, sin importarle que en ese momento Robi estuviera hablando de la posibilidad de tratar de recoger las pocas plumas que encontraran en los nidos—, ¿quiénes o qué responden o respondieron en este lugar al nombre de Erbrow? Me parece que es el nombre de su párvula, nombre curioso para una jovencita.

Yorsh le explicó que era el nombre del último dragón, y el Fénix se sobresaltó ante la palabra dragón. Yorsh reconoció que encontraba inadmisible el modo en que los dragones habían perseguido a los Fénix, pero que, de todas maneras, su afecto y gratitud por el último de los dragones no tenía límites.

Además de la hija de ellos, el nombre también se le había dado a la aldea y, por consiguiente, también a la bahía que la albergaba.

El Fénix, al parecer, estaba perplejo.

—Es costumbre —dijo— dar un nombre escogiéndolo de criaturas similares en forma, carácter y color. No se debe pasar por alto, entre otras cosas, el darles a las jovencitas nombres de niñas y a los jovencitos nombres de hombres. Ahora su párvula y el ya mencionado… cómo decirlo… reptil…

—En forma, dimensión y color la niña y el dragón son diferentes en todo —la interrumpió Yorsh—, pero en inteligencia y coraje los dos seres llamados Erbrow se asemejan como dos gotas de agua pura. Y en lo que respecta al último tema que ha señalado, recuerdo con certeza absoluta que cuando encontré al penúltimo dragón, de nombre Erbrow, este había puesto un huevo y lo estaba incubando, por lo que…

—Señor —lo interrumpió el Fénix—, ¿no osará, espero, hablar en mi presencia de un asunto tan… indecente?

—¿Se puede decir que las gallinas ponen huevos o es algo indecente? —preguntó Robi que ya empezaba a perder la paciencia. Le parecía humillante la forma en que la excluía de la conversación dirigiéndose solamente a Yorsh. El Fénix le lanzó una mirada más despectiva que arrogante y, como no había agotado sus argumentos, prosiguió.

—Es asaz astuto hacer que un dragón, una aldea, una niña y un lugar compartan el mismo nombre, así nunca se sabe de quién o de qué se está hablando —comentó—. ¿Tuvieron que meditarlo durante mucho tiempo o se les ocurrió espontáneamente? Para no mencionar el horror puro de rendirle tanto homenaje al nombre de un exterminador de Fénix.

—Señora —estalló Robi, exasperada—, le debo al dragón que llevaba el nombre de Erbrow eterna gratitud. Sin su sacrificio no estaríamos vivos; su imagen ha consolado mi soledad durante dos años y nunca pensé que añoraría su ausencia más de lo que suelo hacerlo, pero desde que usted desembarcó en esta playa, Señora, la nostalgia que siento por él aumenta hora tras hora. Me permito recordarle que ni yo ni mis descendientes pertenecemos al Pueblo de los Elfos. No alimentamos de hecho ninguna dificultad para comernos cualquier ser que se pueda cocinar, y usted es uno.

El Fénix no se descompuso.

—Señora —replicó gélida—, no descarto que usted, sola, pondría en práctica el plan, pero estoy segura de que su esposo, él, no lo permitiría.

Robi se quedó sin aliento. Era absolutamente cierto. Más bien, era absolutamente falso; aun sin la presencia de Yorsh nunca jamás se atrevería ni siquiera a pensar en matar y comerse a un ser dotado de palabra. La pulla del Fénix enfatizaba la diferencia que había y siempre habría entre ella y Yorsh, o mejor, la hacía gigante, abismal. Era una pulla que ella había provocado, que se había buscado.

El que se descompuso aun menos que el Fénix fue Yorsh.

—Señora —repuso con placidez—, lo que usted dijo corresponde a la verdad. Al hablar, mi esposa ha empleado una hipérbole, una incisiva figura retórica que consiste en un lenguaje excesivo y exagerado. Mi esposa nunca se la comería, pero encuentro razonable que la amenace porque es una solución útil para obligarla a callar, ya que su discurso es desagradable. Dado que comérsela pasó a ser una intimidación inútil, yo le haré una creíble y auténtica: si se atreve una vez más a faltarle al respeto a mi familia, la meteré de nuevo en la balsa y la llevaré de nuevo a la Mesa donde la dejaré, si no hasta el fin de sus días, que me temo serán infinitos, con seguridad hasta el fin de los míos, porque si transcurren en su ausencia, seguro serán mejores.

Robi vio desaparecer su angustia como un rayo. Se preguntó cómo se le había ocurrido desesperarse tanto por las tontas palabras de un ser tonto: ahora todo le parecía tan simple, tan poco importante.

El Fénix no se calló, sino que volvió a empezar su llanto desesperado. Los estridores desaparecieron. Con una voz dulcísima y mientras su plumaje brillante se henchía orgulloso, invocó su antigua tristeza, su infinita soledad, la abismal desesperación de su vida en la que siglo tras siglo no aparecía ni un destello de consuelo. También esta vez la gente de la aldea se congregó. Las protestas por la dureza del carácter de Robi se aplacaron de manera notoria con respecto a la vez anterior. Cala y Caren Aschiol no se dejaron ver. La presencia del Fénix fue cedida a la familia de Solario que se ofreció a tenerlo, aunque no muy convencida. Solario y su esposa se volvieron a presentar poco después a suplicarles a Yorsh y a Robi que recibieran de nuevo a la maléfica criatura y que los perdonaran.

—Su llanto inspira una grandísima compasión —observó Yorsh—, pero debe ser muy extenuante. No puede prolongarlo por mucho tiempo. Regresa de inmediato a los chillidos y a los insultos y nadie se la soporta más. La tristeza que conmueve al que escucha su llanto también va perdiendo intensidad cada vez que ella lo repite.

—Es una criatura tonta y nada la satisface, pero me temo que nos corresponde a nosotros hacernos cargo de ella —replicó Robi; de cierto modo ellos eran considerados los jefes de la aldea—. Una vez que se aprende cuáles son sus armas, no puede hacernos más daño.

El sol se levantó, la niebla se disipó y el aire comenzó a calentarse. La fría mañana fue seguida por un día claro y templado. La playa estaba inundada de luz. Nubes minúsculas punteaban el cielo, sostenidas por la brisa sutil. Mucho más allá de las nubes, un cachito de luna clara se obstinaba en brillar con su escasa luz incluso en el cielo diurno. Las gaviotas volaban altas y perezosas y su grito llenaba el ambiente.

Por la tarde, a pocos pasos de la orilla, Yorsh y Robi se aventuraron entre los peñascos que emergían del mar de arena bajo el mar de agua, para capturar un enorme cangrejo de pinzas delgadas. Era un animal realmente gigantesco. Robi comenzó a limpiarlo; pocas cosas la ponían tan contenta como capturar una presa y cocinarla. Pocas cosas la alegraban tanto como ver a su hija hincar los dientes en la comida.

Robi conocía el hambre. Había sido el elemento principal en la Casa de los Huérfanos. También Yorsh, huérfano de todo y de todos, tanto antes como después de huir del Lugar de los Elfos donde había sido recluido, había conocido el hambre. La hija de ellos nunca sabría qué era eso, aunque ella y Yorsh tuvieran que enfrentar a los Demonios para procurarle alimento. Ella y Yorsh eran particularmente hábiles para cazar. Yorsh sentía la mente de la presa y la localizaba. Para él, matar era doloroso, pero con tal de que Erbrow comiera estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso atravesar los Infiernos o lanzarle una flecha a un pargo. En cuanto a Robi, también ella, como su padre, podía prever un poco antes en qué dirección huiría una presa. Le había tomado tiempo percatarse de que eso no era lo normal, sino un don insólito que nadie compartía.

Otra cosa que la complacía era que Yorsh había comenzado a comer como ellos: es decir, había superado la repugnancia de los Elfos a comer cualquier cosa dotada de pensamiento. Al principio solo probaba las cosas, pero ahora Yorsh se alimentaba casi como los demás y no por hambre. Yorsh comía porque quería hacerlo. Quería ser como ellos.

Como ella y Erbrow.

Empezó el mismo día de su matrimonio cuando se comió la mitad de una lapa. Desde que había nacido Erbrow comía con manifestaciones de júbilo cómicas y extáticas que hacían reventar de risa a la niña y, a decir verdad, también a Robi. Con el tiempo pasó de las lapas a las coquinas a los cangrejos, y llegó hasta los pulpos y finalmente a los pargos.

Mientras Robi trabajaba, el Fénix llegó con su caminar ondulante de enorme gallina, el largo cuello oscilante y el plumaje que resplandecía al sol.

El día estaba tan bonito que Robi pensó que ni el insulso pájaro, con la buena voluntad y el orgullo que lo caracterizaban, lograría entristecerla. Después de las palabras de Yorsh en la mañana estaba segura de que nada, nunca, la haría dudar de sí misma, ni de su esposo.

—Permita, Señora mía —comenzó el Fénix después de posarse en un tronco de pino marino retorcido de tal forma por el viento que había quedado bajo, horizontal, paralelo a la arena—, ¿podría dialogar con usted?

—El placer será suyo —repuso Robi con alegría—. Prefiero estar sola hoy, mientras trabajo.

El Fénix dio comienzo a su tristísimo canto y Robi la interrumpió.

—Está bien, quédese —no quería repetir la escena habitual de la gente que acudía y de alguien que se empeñaba en consolar a la criatura para luego devolverla, humillado—. Entonces hable conmigo. Le doy mi palabra de que hoy la escucharé sin perder la paciencia.

—¿Su palabra? —preguntó el Fénix.

—Mi palabra —confirmó Robi.

Detrás del Fénix veía el mar centellear. Yorsh y Caren Aschiol estaban trenzando juncos para hacer una nasa para pulpos. Más allá, Cail Ara con Chicco en brazos recogía coquinas junto con un grupo de niños. Chicco era un niño hermoso, fuerte y alegre, nacido pocos días antes que Erbrow.

—Quería cerciorarme —prosiguió el Fénix—, porque he aprendido lo propensos que son los de su naturaleza a sufrir repentinos accesos de furia.

Robi tragó: la asaltó la duda de haber sobrevalorado la solidez de su calma y quizá también la de su alegría al aceptar la presencia del gallináceo, pero ya estaba hecho.

—Quería hablarle de su esposo —continuó el Fénix.

—La escucho.

—Verá, Señora, la gente álfica siempre fue de una impresionante beldad, pero su esposo, además de ser el más poderoso y el último, es el que tiene la mayor gracia de formas, tanto en el rostro como en los miembros, de todos, y fueron múltiples, los que encontré a lo largo de mis vidas.

—Sí —confirmó Robi.

Nunca había visto otros Elfos, pero Yorsh sin duda era hermoso, más allá de lo imaginable.

Lo miró desde lejos. Su cabello atrapaba los rayos del sol.

El Fénix continuó:

—Sigo formulándome la pregunta de cómo pudo suceder que él se haya mezclado, es decir, quiero entender, cómo se desposó con usted —y suspiró. Robi interrumpió su labor, petrificada—. Evidentemente la soledad debe ser algo asaz terrible y cuando la posibilidad de encontrar algo mejor se ha perdido… Cuando le pregunté a su esposo cómo había mezclado la sangre de él con la suya, respondió, de hecho, que no había sido posible encontrar algo mejor. Me aseguró que él y su hija eran mucho mejores que todos los demás habitantes de la playa.

Robi inclinó la cabeza bruscamente sobre el cangrejo y siguió limpiándolo. El rostro le quedó en la sombra y tuvo tiempo para intentar recobrar la compostura. Había abierto el caparazón a golpes de piedra y estaba metiendo los dedos en las ranuras para que no se perdiera nada. Lo que había sido el cuerpo vivo del cangrejo y el interior de la cabeza, fofo y rosado, le chorreaba por las manos ensuciándole también los brazos. Un nutrido enjambre de avispas comenzó a zumbarle alrededor y a exasperarla. La mirada del Fénix se llenó de fastidio.

Una de las avispas logró picar a Robi que, de un golpe fulminante, aplastó un par. Las minúsculas entrañas se esparcieron en la huella de carne de cangrejo que su manotazo había dejado sobre la piedra en la que estaba trabajando. El Fénix lanzó un gritito de repugnancia y apartó la vista, horrorizado. Avispas y zancudos, tábanos, moscas, pulgas y piojos no tocaban ni la carne ni la sangre de los seres inmortales. A Yorsh no lo picaban y por lo tanto no los detestaba. Al principio de su matrimonio, Robi lo había sorprendido resucitando a los zancudos que ella finalmente lograba aplastar. Después del nacimiento de Erbrow y de las noches en vela consolando el lloriqueo de la pequeña, Yorsh había suspendido cualquier tipo de ayuda a las criaturas que pudiesen picar a su niña. Robi comenzó a sentirse como un ser sucio, descuidado y cruel. Se alegró de que Yorsh no pudiera verla. Desde su primer encuentro era la primera vez en la vida que se sentía contenta por su ausencia.

—¿Quiere que la ayude, Señora? —preguntó inesperadamente el Fénix.

—Gracias —respondió Robi tratando de apartarse el cabello de la cara sudada con el codo, pues no podía usar las manos sucias.

Sacudió con violencia la cabeza para ahuyentar a las otras avispas.

—Es muy amable —prosiguió—. ¿Quisiera ayudarme a limpiar el cangrejo o a ahuyentar las avispas?

—¡Señora! —respondió el Fénix mientras la indignación borraba su insólita dulzura—. Yo soy un Fénix y jamás podría rebajarme a hacer las labores repugnantes e innobles que usted hace, y pocas cosas serían más extrañas para mi exquisita naturaleza que retorcer cuerpos de avispas sobre las piedras. Son cosas que, cómo decirlo, anulan la posibilidad misma de la existencia de la dignidad y hasta su mismo recuerdo. Son cosas que hacen los hombres. Este es uno de los tantos motivos por los cuales los Elfos siempre asaz depreciaron la raza humana. Sabe, fueron los mismos Elfos los que acuñaron la palabra Medio-Elfo en la época en que ostentaron el poder, y puedo afirmar, con toda certeza, que no era un cumplido. Era, si bien lo recuerdo, un insulto bastante grave.

Robi aspiró aire profundamente y tragó.

—¿Ayudarme en qué, entonces? —preguntó.

—Podría ayudarla con ese cabello, Señora. Al menos podría intentar ayudarla, porque no le aseguro que se pueda mejorar, greñudo como es. Si no le temiera a su carácter, asaz iracundo y violento, osaría decir, crespo. Verá Señora, quizá con el cabello un poco más… quiero decir… un poco menos… eso es… todo junto… quizá o podría también… mejorar. Si se deja más cabello sobre la frente, ocultaría una mayor parte de su rostro… también las ojeras serían menos evidentes… y la dimensión excesiva de su nariz… No entiendo el motivo por el cual usted tiene dentro del cabello cáscaras y partes amputadas de vegetales.

—Son conchas. Son flores —logró responder Robi con voz inexpresiva—. Es decir, son… deberían ser un adorno.

—¿Pedazos de animales muertos, un adorno? ¿Y por qué no también colas de lagartija, alas de murciélago o huesos de caballo como hacen los Orcos?

Robi se quedó un largo rato en silencio, con los ojos en el cangrejo.

—Gracias —respondió finalmente, cortante—. No es necesario. Mi cabello se ve bien como está.

—Pero, Señora… —objetó el Fénix.

—No es necesario —repitió Robi, con una voz que comenzaba a endurecerse.

Cail Ara y los niños con los que buscaba coquinas estaban cantando una cantinela.

Yorsh y Caren Aschiol estaban juntos en el agua probando la nasa y parecía que algo no había funcionado: no habían atrapado nada y se estaban tomando el pelo el uno al otro, y se lanzaban acusaciones mutuas, fantasiosas y cómicas, por el fracaso.

Robi deseó desesperadamente estar con ellos.

—Sabía que su iracundia prevalecería —gimoteó el Fénix—. No debí haberme confiado.

—No he perdido la calma en lo más mínimo —mintió Robi, que estaba tratando de volverla a encontrar. Recordó las manos de Yorsh que se entrelazaban en su cabello cuando la acariciaba, pensó en la sonrisa que él tenía cuando se inclinaba sobre ella. Se calmó.

Cuando el cangrejo estaba limpio, Robi puso una piedra plana al fuego y sobre ella puso el cangrejo, dividido en tres montoncitos: dos iguales, uno para ella y otro para Erbrow, que siempre tenía hambre, y el bocado más pequeño para Yorsh. Más tarde doraría los piñones que conformaban el resto de la comida del joven Elfo.

—¿Por qué lo divide en tres partes, Señora? Los Elfos no comen criatura alguna que haya pensado, ser alguno que haya caminado, nadado o puesto un huevo.

—Mi esposo lo hace, Señora —repuso Robi, volviendo a encontrar su sonrisa—, su amor por nuestra hija y por mí es tan grande que trata de asemejarse a nosotras en lo posible —el orgullo la había invadido de nuevo y había apartado todas sus dudas que se habían escondido en los rincones oscuros, como los murciélagos cuando se abre de par en par la puerta de un granero. Robi miró la figura de Yorsh en el agua centelleante, y el orgullo de tener su amor la llenó de tal modo que estuvo a punto de reír. Miró al Fénix con indulgencia. Ni siquiera la estólida criatura conseguiría arruinarle un día, ni este ni ningún otro, cuando tenía la dulzura del amor de su hija y la fuerza del amor de su marido.

—Sabe, Señora —retomó, entretenida—, desde que se convirtió en mi esposo, el último y el más poderoso de los Elfos come como nosotros, los desdichados humanos. Los huevos de gaviota no son expertos en pensar, aunque después se convierten en pájaros; sin embargo, después de nuestro matrimonio también las tortillas entraron a ser parte de lo que Yorsh come y ahora son sin lugar a dudas su comida preferida. Sabe, las tortillas las cocino en las dos ranuras de la espada de los antiguos Reyes de la estirpe élfica, dado que no tengo otras sartenes: quedan largas y delgadas. Entonces las enrollo en espiral, como el interior de las conchas, que es una forma que a mi marido le gusta mucho porque dice que encierra la metáfora del infinito, y luego le agrego romero y miel si tengo…

La voz se le apagó en la garganta. El Fénix tenía los ojos desorbitados de horror. El aire se le ahogó en la garganta.

—Usted… usted… usted osó… ¿la espada con la hiedra? ¿Esa espada? ¡Profanada de una manera tan trivial! Usted… ¿Cómo pudo? Toda la historia de los reinos álficos está contenida en la espada. ¡Toda su grandeza! Recuerdo con certeza que había sido puesta a salvo, clavada en una roca, justamente para que nunca pudiera ser profanada. ¿Cómo es posible que esa espada haya caído en sus manos?

—Yorsh la extrajo… —balbuceó Robi.

—¿Su esposo está enterado de que usted usa el símbolo de la grandeza de su pueblo para cocinar huevos?

Robi se estaba preguntando cómo le había podido contar lo de la espada al Fénix. En efecto, jamás se había atrevido a confesárselo a Yorsh que por suerte nunca se había formulado la pregunta de cuál era el procedimiento para transformar un huevo en tortilla. Había sido la alegría de recordar que era amada la que la había empujado a hacer esa tontería. Trató de evitar una respuesta.

—Mi esposo —prosiguió con una sonrisa y obligándose a hablar en un tono suave y tranquilo— come la comida de los humanos por el amor que siente hacia mí y hacia nuestra hija.

—Señora —interrumpió la monumental gallina—, ¡qué tontería tan descabellada! No es para igualarse al nivel de su indecente barbarie que su esposo contaminó su ser con alimentos que un Elfo debe aborrecer. ¿En realidad no lo sabe? Llamo a los Dioses como testigos de hasta qué grado mi opinión sobre su intelecto sea todo menos excelsa, pero hasta usted debería haber comprendido, ya que su esposo se está matando a sí mismo —afirmó finalmente con consideración.

La sonrisa de Robi se derrumbó. Estuvo a punto de perder el equilibrio y tuvo que sostenerse de la rama horizontal del pino.

—¿Se está matando a sí mismo? —repitió, atónita.

—Se está matando —confirmó el Fénix con una sonrisa de serena y piadosa conmiseración ante la evidente estupidez de la otra—. Por usted, por esa su… digamos hija, el último y el más poderoso de la estirpe de los Elfos se está condenando a perder la inmortalidad. Si nadie los traspasa, los cuelga o los tortura a muerte como ha ocurrido en los últimos siglos, si nadie los encierra sin agua ni alimento, si el fuego de la hoguera no los quema, Señora, los nacidos en el Pueblo de los Elfos tienen la inmortalidad como destino. Su cuerpo es creado para quedar inmaculado como su espíritu. Nada los puede tocar salvo quizá el resfriado cuando son niños y solo si están desnutridos. El cuerpo de los Elfos no se deteriora en la vejez a menos que el dolor golpee su espíritu o que la putrefacción de la carne que ingieran contagie sus vísceras. Al hacer que se desposara con usted y al darle una hija, como decir… humana, usted lo condenó a escoger entre ver a su propia progenie descender entre los meandros de la muerte o destruir su inmortalidad corrompiendo su cuerpo, para precederla en la tumba y ahorrarse este dolor. Ahora podrá sufrir de callos, sabañones y solitaria. Como los hombres, su carne podrá caer a pedazos por la lepra, la peste bubónica o la de las pústulas. Podrá tener llagas abiertas en las piernas como los demás mortales. Descubrirá el sudor y las axilas le olerán muy mal. La tos podrá apagarle la respiración; su misma sangre podrá ahogarlo si su corazón flaquea. Los dientes podrán tener agujeros y podrirse y los huesos podrán correr la misma suerte. Perderá el cabello, los piojos podrán atacar su carne, es decir, cosas que a los inmortales no pueden sucederles. Su cuerpo se deteriorará en la vejez, su alma se empobrecerá como siempre pasa con el alma de los viejos, atrapada entre los dolores de las vértebras y la acidez del abdomen que quema cuando no se tienen dientes para masticar. Quizá en la vejez sus miembros temblarán. Quizá será su mente la que vacile y la que todo lo olvide excepto su mismo nombre o a lo mejor eso también. Su corazón se detendrá. Los gusanos de su tumba se comerán lo que el tiempo haya ahorrado. ¿Ha notado las diminutas arrugas que le surcan los ojos? ¿Y que su piel ya no tiene la blancura élfica, lo ha notado?

—Es el sol —protestó débilmente Robi, con lo que le quedaba de voz.

—Señora, la piel de los seres inmortales siempre es la misma. Cuando se corrompe, se escama y comienza, amiga tras arruga, oscurecida como el cuero, su marcha hacia los gusanos de la putrefacción.

Robi tuvo que sostenerse para no caer. Por un segundo todo se oscureció. Todo desapareció y solo quedaron las ganas de vomitar y de llorar. Cuando recuperó la vista, frente a sus ojos tenía el fuego crepitante de juncos secos y piñas a las que les había extraído los piñones, y sobre una piedra plana, el cangrejo dividido en tres partes de las que una, la más pequeña, era el veneno para Yorsh.

Con un grito ronco saltó en pie y pateó la piedra que se volcó sobre el fuego y sobre la arena. La piedra le quemó un tobillo y un tizón ardiente le golpeó la mano y le hizo una gran llaga rojiza. Robi recubrió con la arena lo que quedaba del fuego. Luego, finalmente, cayó de rodillas, vomitó y se echó a llorar.

Se plegó sobre sí misma y se cogió la cabeza con las manos mientras los sollozos la sacudían hasta cuando sintió los bracitos y el llanto de su hija. Erbrow, desesperada y asustada, había llegado para intentar consolarla. Por primera vez en meses oía el llanto de Erbrow. La última vez que había llorado había sido en invierno, cuando la orilla de las lagunas se había congelado y la pequeña se había resbalado. Fue un llanto breve, más por decepción que por dolor, pues Yorsh le quitaba este último en pocos segundos cuando se caía.

Ahora era el llanto desesperado de un niño frente al llanto desesperado de la propia madre. Robi trató de calmarse, la abrazó para consolarla y vio lo que quedaba del cangrejo: acababa de volcar al piso la cena de su hija.

Mientras se tragaba las lágrimas recuperó la carne del cangrejo entre la arena y los tizones todavía ardientes. La lavó en el agua del mar dando una vuelta larga para evitar a Yorsh, Caren Aschiol, Cail Ara y a todos los que estaban pescando, cazando y riendo en la playa.

En todo el trayecto Erbrow no le soltó las piernas y siguió gimiendo angustiada. Robi reconstruyó el fuego y puso encima lo que quedaba del cangrejo. Esta vez, solo dos montoncitos.