Para estar absolutamente seguro de que su hija había comprendido, Yorsh puso la mano sobre el fuego y la dejó allí un instante. Emitió un gemido. Retiró la mano del fuego: el dorso estaba enrojecido y rápidamente empezó a formársele una ampolla. Erbrow a su vez gimió. Dejó caer la muñeca y posó ambas manos sobre la quemadura de su padre. Cerró los ojos y el esfuerzo fue tal que tuvo que arrugar la frente. La quemadura desapareció y Yorsh se quedó viendo cómo su piel se tornaba lisa y rosada.
—¿Y esto dónde lo aprendiste? —preguntó.
—Erbrow daño.
—¿Cuando te pelas la rodilla y te sano?
La niña asintió.
Yorsh la tomó entre sus brazos y la sostuvo un largo rato. Los poderes de la niña eran probablemente superiores a los suyos: seguramente habían aparecido a una edad mucho más precoz.
Los poderes de los Elfos y el coraje de los Hombres.
Yorsh se estremeció: había otra palabra para Erbrow, otra además de Medio-Elfo, y era «bruja». Si Medio-Elfo era solo una ofensa innoble, bruja podía significar la muerte, incluso para quienes nunca habían hecho el mal.
Estrechó a su hija y juró que siempre la protegería contra todo y contra todos.
Luego la dejó ir y comenzó a construir la balsa. Cargaría al Fénix encima y la empujaría hasta la orilla venciendo la corriente con la fuerza de sus pulmones y la de sus miembros.
Los jirones de vela, después de una larga serie de intentos que terminaban en risas y salpicaduras, lograron mantener unidos los tres pedazos de madera, dos pedazos de un palo mayor y una mesa, que conformaban la improvisada embarcación que era lo suficientemente grande como para sostener al Fénix, mientras Yorsh la empujaba a nado hasta tierra firme.
Ante la idea de tener que montarse en una balsa el Fénix elevó un gañido inicial que se convirtió en un lamento cada vez más estridente y desgarrador durante la travesía y que cobró tonalidades intermedias entre un aullido y un gemido agónico. Yorsh le había ordenado a Erbrow que lo siguiera quedándose a una media docena de pies bajo el nivel del agua, donde la corriente se atenuaba y donde él todavía podía verla. Le pareció más seguro para la niña estar en el agua, donde su respiración se modificaba, que quedarse tomando aire normalmente en la superficie o en la balsa, en medio de miríadas de salpicaduras que le habrían llenado los ojos y la nariz. El joven Elfo tenía la corriente en contra y tuvo que recurrir a toda su fuerza para empujar la balsa. El Fénix no hacía nada para ayudarlo y, sin duda, Yorsh hubiera tenido que hacer menos esfuerzo si no hubiera tenido que desperdiciar la mitad de su aliento en una ininterrumpida y tranquilizadora conversación a propósito del peligro del agua salada para el esplendor del plumaje. Por primera vez en la vida Yorsh se vio en dificultades en el agua. Entendió qué sentía Robi cuando decía que había tragado agua. La expresión era inadecuada: en realidad uno no se tragaba el agua, sino que esta terminaba en los pulmones y era una sensación dolorosa.
Erbrow alcanzó la orilla antes que él. Verla a salvo, con los piecitos en tierra firme, fue un alivio para Yorsh. La niña tenía entre las manos a la pequeña langosta, que evidentemente había vuelto a encontrar; corrió a los brazos de su madre y se la puso entre las manos, triunfante.
—¿Papilla? —se informó esperanzada.
—Pero claro, es una especie de cangrejo. Esta noche irá a parar a las brasas —Robi rompió a reír, tomó a la niña en brazos y la estrechó durante un largo rato, como hacía cuando estaba preocupada—. ¡Te metes por debajo del agua como papá! —agregó.
Yorsh percibió la tensión: la pequeña ya era capaz de ir a lugares donde la madre no podría seguirla y protegerla, pero en la amalgama de sentimientos también había ternura y alegría, y de hecho algo más. Encontró la palabra: emoción. Pensó que la sensación que una mujer experimenta cuando reconoce en su propio hijo el cuerpo o el alma de aquel que escogió como el padre de sus hijos podía llamarse emoción. La estirpe de los Elfos no había perecido y no había sido borrada. Sus poderes estaban intactos dentro de una criatura con orejas redondeadas y con el cabello y el coraje indomable de su madre y de toda la estirpe de los seres humanos.
—Eres mi esposa —murmuró tan bajo que el sonido se perdió en las olas.
Luego lo repitió en su mente y de nuevo la felicidad fue tan fuerte que se hizo perceptible como el olor de la salinidad o la sensación del sol sobre la piel helada por el mar. Estaba finalmente en tierra, fuera del agua, y arrastraba la minúscula balsa sobre la arena para que su alteza el Fénix pudiera descender sin correr el más mínimo riesgo de que una sola gota del desdichado mar tocara o tan solo rozara el incomparable esplendor de su plumaje plateado.
—¡Qué magnífica gallina! —exclamó Robi—. ¿Hay otras? Podríamos poner un criadero. ¡Deben poner huevos tan grandes como un puño!
—No pío pío, papilla —se apresuró a corregir Erbrow.
—No es una gall… —intentó decir Yorsh, pero era tarde.
El grito del Fénix atravesó la bahía como una puñalada de odio y hielo. Los recolectores de coquinas se sobresaltaron y se detuvieron. Los cazadores de cangrejos levantaron la cabeza del agua, perplejos, y trataron de entender qué ocurría. Hasta Moron se asustó y escapó a zancadas del Escollo del Orco Tonto. A lo lejos, al otro lado de la bahía, la pequeña manada de caballos de Erbrow se inquietó. Tres volutas de humo se levantaron de la aldea de Arstrid: era la señal convenida para preguntar si necesitaban ayuda.
Mientras se precipitaba a la chimenea para tranquilizar a Arstrid con dos volutas de humo intercaladas con un pequeño soplo, Yorsh, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento de alas a su espalda: hasta las águilas del acantilado, las extrañas águilas que vivían en lo alto y que correspondían la mirada, de repente y de forma curiosa comenzaron a descender en círculo. Robi puso a Erbrow en tierra para que pudiera correr junto a su padre mientras ella enfrentaba a la nueva criatura. Los habitantes de Erbrow, armados de coraje y con sus pocos bastones, habían acudido.
—¿Acas jenal? —preguntó desconsolada.
—Sí —replicó su padre—. Sin duda alguna. Ahora metí las ancas en un berenjenal, pero no es un lenguaje muy correcto para una niña.
—¡Mujer! —resopló el Fénix—. ¿Cómo osas dirigirte así a mí? Yo, mujer, soy un Fénix. Soy el honor del mundo, el orgullo de la creación. No solo soy una de las criaturas antiguas, la última que queda en este mundo miserable lleno de criaturas humildes, sino que entre las criaturas antiguas soy la más bella que jamás haya existido, la más graciosa que jamás fue creada, superior en esplendor al mismo sol. Señor —masculló aún, dirigiéndose a Yorsh—, ¿será este el ser humano con el que mezcló su ya dudosa existencia?
Yorsh tomó aliento para enfrentar lo que para él era un terrible sufrimiento: la descortesía. No podía permitir que alguien le faltara al respeto a su esposa. Tomó aliento por un instante de más. La voz de Robi resonó apacible y contundente.
—Señora —le dijo al Fénix—, no he comprendido bien quién es usted ni, sobre todo, por qué se atreve a venir a sacudirse las alas y a graznar frente a mi casa; sin embargo, le aconsejo que en mi presencia guarde un obsequioso silencio: su semejanza con una criatura comestible es excesiva como para que continúe desafiando los estrechos límites de mi limitada paciencia.
El Fénix enmudeció. Erbrow suspiró aliviada, pero su alivio desapareció de inmediato. El lamento del Fénix comenzó leve, quedo y dulce como la primera lluvia de otoño. No era un sonido insoportable y estridente como el de poco antes, sino frágil y a la vez penetrante; uno que parecía destruir para siempre el sueño mismo de que el dolor pudiera tener consuelo.
—Mi Señora, se lo suplico, quíteme la vida si eso le agrada y haga con ella lo que más la divierta, pero no lleve a cabo el proyecto de transformar mi antigua carne en comida. Yo, el último integrante de una familia que comenzó poco tiempo después del inicio del mundo, no quisiera profanar a toda la estirpe que me generó con la indignidad de la muerte que me anticipa.
Hasta Yorsh quedó petrificado. Por primera vez en la vida sintió rencor hacia Robi, la causante de ese sufrimiento, pero de inmediato lo repudió. Ahora que ya no era él la causa del tristísimo canto del Fénix, comprendía cuán injusto era, pero solo él pensaba así, además de Erbrow, que miraba fijamente al Fénix con una furia indignada, sin asomo de ternura. Los habitantes de Erbrow cuchicheaban contra Robi. En la pequeña isla de la Mesa, Yorsh había estado demasiado ocupado ahogándose en la vergüenza y en la culpa para notarlo, pero ahora no tenía dudas: el esplendor del plumaje del Fénix aumentaba con el canto. La espléndida desesperación de la criatura rompió la armonía de la aldea. Muchas voces se alzaron contra Robi que estaba atónita, en silencio, con una expresión de culpa en el rostro.
—¡Mala! —era la palabra que más circulaba.
—Mezquina —osó pronunciar alguien.
—Cuando tiene hambre no entiende nada más.
Yorsh se movió para hacerse al lado de su esposa y protegerla, pero de nuevo no lo hizo a tiempo.
—Bien —respondió Robi después de que levantó la cabeza con un gesto altivo que retiró de su rostro los mechones rebeldes y cualquier expresión de culpa—. Señores, me han convencido. No soy digna de relacionarme con esta criatura que cerca de mí arriesga correr el atroz destino de asado.
La multitud emitió un murmullo indignado y Robi no se descompuso.
—¿Quién desea hospedar al pájaro y salvarlo?
Hubo una competencia. Al final Cala y Caren Aschiol se lo ganaron. Este último tomó entre sus brazos amorosos al resplandeciente Fénix y se alejó, no sin antes darle una última mirada despectiva a Robi, que respondió con una sonrisa serena.
—Estoy segura de que para ustedes será una alegría —garantizó.
Yorsh miró a Robi: tenía decisión, coraje, inteligencia, capacidad para tomar decisiones con rapidez, pero también una cierta… para decirlo con franqueza… no que fuera injustificada… una cierta… el término era duro, pero no se le ocurría ningún otro… una cierta crueldad.
Mientras más lo pensaba, más se convencía Yorsh de que las semejanzas entre Robi y Sire Arduin, por el modo como habían sido transmitidas, eran demasiadas para ser casuales.
Erbrow suspiró y esta vez fue de alivio.
—No mamá jenal —dijo.
—Sí —respondió su padre alegremente—. Mamá no se queda nunca metida en un berenjenal.
Poco después del amanecer tocaron a la puerta desquiciada: era Caren Aschiol con el Fénix en brazos. Un pedazo de la escasa ropa de Cala había sido usado para cerrarle el pico. Caren Aschiol parecía avergonzado y Yorsh fue muy comprensivo: en nombre del sagrado valor de la amistad recibió el pájaro de nuevo. Caren Aschiol le juró lealtad eterna.