Capítulo 6

Yorsh pensó que la niña tenía que tener mucha hambre en realidad. Nunca se hubiera imaginado que Erbrow pudiera tener un nivel de descortesía, por no decir de crueldad, tan grande como para querer comerse a un ser dotado de palabra, así tuviera forma de gallina.

—Señora —dijo—, no tengo palabras. Había creído, con muchísima angustia, que su especie había desaparecido. Es con infinito gozo que la descubro viva…

—No diga necedades, joven estólido. Las aves Fénix viven asaz numerosas, fuertes y orgullosas al otro lado del inmenso mar. Es verdad, soy la única en esta parte del vasto y profundo océano porque los malvados dragones nos combatieron y también se comieron algunas con romero.

—Me parece que fue con laurel —murmuró Yorsh; por suerte el ruido de las olas opacó su voz.

—¿Pío pío, papilla? —preguntó Erbrow con obstinación.

—¿Qué preguntó el párvulo? —preguntó molesto el Fénix, con una mirada despectiva.

—Preguntó si usted era una gallina —respondió Yorsh, seco.

—¡Señor! ¿Cómo permite semejante atrocidad?

—Con su permiso, Señora, para ser honesto, no me parece tan grave. Mi hija es una niña pequeña, su mente funciona por asimilación. Cuando encuentra un concepto o un tema desconocido, lo asimila con aquellos que conoce. Ella conoce gallinas y no la conoce a usted. Está tratando de incorporar…

El Fénix no lo dejó terminar.

—Podría saber, joven Caballero —preguntó, rencorosa y arrogante—, ¿qué nombre le corresponde a su poca exquisita cortesía?

—Yorshkrunquarkjolnerstrink —replicó Yorsh renunciando a explicarse, con una ligera reverencia—. A su servicio —agregó con mucha caballerosidad, más que todo para terminar con la presentación.

—Aaah —dijo el Fénix—. ¿De veras? El último y el más poderoso miembro del pueblo élfico, por consiguiente. ¿Lleva ese nombre solo para pasar el tiempo de algún modo o fue realmente establecido que usted tenía que ser el último de su estirpe y el que estaba dotado con mayores poderes?

—No es un nombre dado al azar.

—El último —prosiguió implacable el Fénix, con una voz que se hacía cada vez más estridente y despectiva—. Debe ser asaz vergonzoso ser el último de una estirpe que no fue ni siquiera capaz de evitar su propia desaparición. Desagradable. Entre otras cosas, si es el último de una estirpe, ¿cómo hizo para tener una hija? ¿No se habrá mezclado con, perdóneme, dentro de mi majestuosa generosidad e infinita bondad no me gusta ser brutal y no oso ni siquiera pronunciarlo, con la estirpe de los hombres? La sola idea me estremece hasta el fondo de las vísceras…

—Señora —repuso Yorsh con toda la cortesía de la que era capaz—, he tenido el honor de tener como esposa a una criatura tal que es inconcebible la idea de poder haber encontrado una mejor, y la alegría de tal certeza invade hasta los pasajes más remotos de mi existencia; incluso los momentos empleados en conocerla a usted, que no recordaré entre los más luminosos de mi vida. Nunca más en mi presencia, ni en ningún otro lugar, se atreva a faltarles al respeto a mi esposa o a mi hija. Y en lo que respecta a la supervivencia de las estirpes, Señora, no sé cómo será al otro lado del océano vasto y profundo, pero aquí, perdóneme la franqueza, no es que haya una multitud de Fénix.

La pulla fue sin duda desafortunada. El Fénix estalló en una serie de lamentaciones tan cacofónicas y estridentes que, en comparación, hasta el llamado canto que habían escuchado antes adquiría dignidad y gracia.

Yorsh estaba perplejo. No era la primera vez en la vida que descubría una discrepancia significativa entre la realidad y los libros. En todas partes había encontrado descrito el esplendor de las Fénix, de su inteligencia, de su canto, de la fuerza de sus alas. Erbrow, el dragón, en su magnificencia, se refería a ellas como pollos tontos: había que reconocer que la descripción se ajustaba. A veces Yorsh tenía la impresión de que en los libros estaba escrito todo y lo contrario de todo. En un pergamino antiguo, que se decía escrito de puño y letra del mismo soberano, se describía a Sire Arduin como un Orco de siete pies de altura. Una vez tuvo en las manos un libro que mostraba asnos con rayas blancas y negras y una vaca loca con bolitas y con unas patas y un cuello larguísimos.

—Bien, mi Señora, le pido perdón por la molestia que le ocasionamos. Fue un honor haberla conocido…

—Pío pío, papilla —murmuró Erbrow, resentida.

—Fue un placer conocerla —repitió Yorsh con impaciencia, mientras le lanzaba a la pequeña una mirada severa— y ahora nos despedimos para no imponerle adicionalmente…

—¡Señor! —lo llamó el Fénix—. Soy presa del estupor más absoluto. Me siento martirizada por la sorpresa de su comportamiento que encuentro privado de cualquier forma de cortesía. Me pregunto cómo usted, con semejantes maneras, puede llamarse a sí mismo miembro del Pueblo de los Elfos.

—Señora —contestó Yorsh—, no entiendo. Nos dio la impresión de haberla importunado y por lo tanto no consideramos que añoraría nuestra presencia…

—No puedo creer que ahora usted se vaya a ir y me abandone aquí, en mi horrenda soledad, en mi amarga ermita, en mi triste aislamiento sobre este escollo olvidado de los Dioses y de los hombres. Yo con todos estos años…

—Señora —repuso de nuevo Yorsh—, usted me explicó cuán desagradable fue nuestra intrusión. Por consiguiente, renunciamos al placer de admirar su plumaje y nos vamos de regreso a nuestra playa.

—Señor, qué maldad echarme en cara las palabras que yo misma pronuncié en un momento de gran desconsuelo que usted mismo provocó —insistió el Fénix en un tono cada vez más estridente.

—Una maldad, en verdad —confirmó Yorsh—. Insoportable. ¿Cómo negarle cuánta razón tiene? Será una alegría para usted renunciar a nuestra compañía; por lo tanto, la abreviaremos. Señora —Yorsh saludó con una profunda reverencia. Tomó a la niña en brazos y se dio vuelta para irse.

Meditó por breves instantes que un ser dotado de vida y pensamiento nunca debe regodearse ante la certeza de nada. Siempre había estado seguro de que podía considerarse un modelo de paciencia por haber pasado trece años seguidos en compañía de un dragón que estaba incubando. Siempre había estado seguro de que el dragón que estaba incubando era el modelo absoluto de la malevolencia estólida, del rencor quejumbroso y de la arrogancia miserable. El conocimiento del Fénix, aunque breve, le había hecho comprender que él y el dragón eran solo dos diletantes implumes.

La voz estridente del Fénix lo reclamó.

—Señora, no entiendo qué es lo que quiere —dijo finalmente, temiendo haberlo comprendido muy bien desde el principio de la conversación.

—Señor —repuso el Fénix con acidez—, llamo a los Dioses como testigos de hasta qué grado mi opinión sobre su intelecto sea todo menos excelsa, pero aun así usted debe comprender que no deseo quedarme sola en este escollo por más siglos. Luego, ponga en marcha su intelecto y encuentre un sistema para que mi esplendorosa pero frágil persona pueda dejar este lugar sin inconveniente alguno para mi integridad.

—¿Llevarla con nosotros? Pero, Señora, esta bellísima isla es su casa, su reino indiscutible: me niego a arrancarla de un sitio tan agradable donde su persona pueda permanecer protegida e inmaculada. Al llevarla con nosotros tendríamos que imponerle nuestra desastrosa presencia, por no mencionar a los otros humanos con quienes compartimos nuestra vida, que son todavía peores que nosotros, más descorteses, más toscos. Nosotros dos, mi hija y yo, estamos muchísimo más dotados de cortesía; imagínese a los demás. Quédese aquí: nosotros no somos dignos de su presencia.

—No pío pío, papilla nosotros —confirmó Erbrow, desesperada—. Pío pío papilla nosotros daño.

—¿Qué ha mascullado esa, por así decirlo, especie de párvulo?

De nuevo, Yorsh tardó algunos segundos en responder. Otro de los baluartes de sus certezas, jamás en la vida sentir ganas de agarrar a alguien a bofetadas, se acababa de desmoronar.

—Mi maravillosa hija acaba de expresar el deseo de no prolongar más esta relación con usted y el temor de que su compañía pueda no ser fausta para nosotros. Antes de que eleve sus lamentaciones, Señora, le informo que la cortesía, que de hecho puede ser parangonada con una forma encantadora de engaño, es imposible en un infante menor de tres años, y Erbrow tiene dos. En otras palabras, siempre dice lo que piensa. Por lo tanto —prosiguió—, si algunas de las cosas que dice no son de su completo agrado, la única alternativa que usted tiene consiste en modificar su comportamiento para que la opinión que ella tiene de usted mejore.

—Señor, estoy de acuerdo con que, siendo un niño, y por lo demás, humano, valga decir una suma de todas las imperfecciones, es evidente que hasta los rudimentos de la cortesía le sean ignotos. Pero si mal no recuerdo, óptimos e infalibles son los sistemas para enseñarles ya sea a los infantes o a los cachorros de los perros a no ser irrespetuosos, a no osar abrir la boca ante la gente de bien.

Yorsh miró al Fénix: también la certeza de que jamás en la vida soñaría con estrangular a alguien se había hecho trizas y, con ella, su paciencia.

—Señora —comenzó gélido, y hasta el sonido mismo de su voz lo sorprendió, tan inusual era el tono—, nunca más se atreva, que nunca más la oiga…

Una oleada de llantos lo interrumpió, llenos de una angustia tan penosa que Erbrow se tapó los oídos. No era ya un estridor, no era ya una laceración, solo la infinita melancolía de una soledad desgarradora, de un abandono antiguo y sin consuelo.

—¡Señor! ¡Sea benévolo! Sea grande, sea digno de su mismo nombre, lleve consigo mi modesta persona a tierra firme. Sea digno de su estirpe. Sea compasivo. ¿Cómo puede abandonarme a mí que soy mísera, cargada de años, cargada de recuerdos angustiosos, de afectos ahora desaparecidos, todos acabados, devorados por el tiempo, engullidos por los Infiernos?

Era un llanto dulce que infundía ternura. Yorsh sintió que el corazón se le encogía.

El dolor de aquel lamento lo paralizó.

Por más insoportable que fuera, el Fénix era una criatura viva y antigua, y él la estaba abandonando en una isla desierta.

El solo hecho de haber tenido un plan de una crueldad tal lo hirió, lo perturbó. Se preguntó qué habrían pensado su madre y su padre si se hubieran enterado de su brutalidad, y por primera vez desde que estaba en el mundo sintió vergüenza; por primera vez desde que estaba en el mundo se sintió feliz de que sus padres no pudieran verlo.

Cedió: se precipitó a tranquilizar al Fénix. Prometió que lo llevaría con ellos a tierra y las lamentaciones se atenuaron, así fuera con lentitud. Erbrow permaneció en silencio, con la muñeca entre las manos y una expresión de infelicidad.

* * *

Yorsh descendió la colina con Erbrow en brazos. Había comenzado a hacerle cosquillas en los piecitos. La pequeña había dejado de apoyar la cabeza en su cuello y reía de nuevo, alegre al reencontrar la cercanía con su padre.

Los débiles lamentos del Fénix se estaban calmando.

—No pío pío, papilla nosotros. Daño nosotros —insistía Erbrow.

Si el lenguaje de Erbrow todavía era chueco, su lógica era impecable. El Fénix era una criatura maléfica y hubiera sido sensato dejarla donde estaba.

—No soy capaz de dejarla aquí. Debemos llevarla con nosotros.

—No —dijo la niña, decidida, con firme certeza—. Pío pío papilla, nosotros daño. No Pío pío, papilla nosotros.

—Es una criatura insoportable, cómo negarlo, pero mira: es una criatura muy antigua, como los dragones, y por lo tanto… inevitablemente insoportable, pero también preciosa. Por un largo periodo de tiempo, antes de que los Dioses reservaran la palabra solo para las criaturas de aspecto humano, los Dragones, los Fénix y los Hipogrifos fueron los dueños del mundo, y para ellos es difícil y doloroso comprender que quizá lo único que queda de su antigua grandeza es el orgullo. Esta ave es preciosa porque es muy vieja y por ello tiene la memoria del mundo. Y, más importante aún, es capaz de sentir dolor. Su presencia es un castigo, es verdad, pero es… ¿cómo decirlo?… el Fénix es capaz de sufrir. Es infeliz y nosotros… nosotros tenemos la responsabilidad del dolor del mundo y por consiguiente también del Fénix, por muy malvada que sea, ¿entiendes?

Erbrow suspiró. Asintió. Sin embargo, después sacudió la cabeza y suspiró otra vez.

—Mamá daño —añadió.

—Me temo que tengas razón. Mamá no estará contenta. No después de que el Fénix abra la boca, es decir, el pico. Lo sé: voy a meterme en un berenjenal, pero no puedo hacer otra cosa.

—¿Jenal?

—¿Berenjenal? Quiere decir algo lleno de enredos y espinas. Cuando uno se mete en problemas por sí mismo, se dice que se está metiendo en un berenjenal. Es una metáfora, entiendes, un lenguaje figurado.

La niña asintió.

Tenía los ojos azules como los de Yorsh; por lo demás, era idéntica a su madre. Incluso la expresión: dulce, pero fuerte y en cierto modo altiva. Podría decirse, real.

Durante estos ocho años cada vez que habían tenido que enfrentar algún peligro, por no mencionar su difícil fuga, Yorsh se había quedado sin palabras frente a la capacidad de Robi para decidir las acciones y guiarlas. Cuando un tornado se abatió sobre el acantilado, él se encontraba en el mar poniendo las redes para las anchoas y fue Robi la que reunió a la gente en las cuevas y las hizo cerrar con piedras antes de que la arena comenzara a girar en el vórtice del viento enloquecido. Durante la escasez que hubo como consecuencia de meses y meses de tempestades y temporales que hacían imposible ir al mar así fuera a buscar una sola coquina, fue Robi la que reavivó los ánimos de las personas que flaqueaban y fue ella la que empezó a cocinar todo lo comestible desde garzones hasta ranas, hormigas, piñones y cucarachas caramelizadas en miel, que no solo los sostuvieron hasta la primavera sino que les encantaron a los niños.

El pensamiento de la antigua profecía que tenía relación con él nunca lo había abandonado. Se preguntaba si Robi no era realmente la heredera de Arduin, la joven con la luz de la mañana en el nombre por siglos destinada a él, el último y más poderoso de los Elfos. Quizá existía una lengua desconocida para él en la cual el sonido Robi significaba el alba o quizá, en ese único detalle, la visión del Señor de la luz, a través de la niebla del tiempo, había fallado.

Yorsh decidió descender por la vertiente occidental. No muy lejos estaban los dos islotes de la Vaca y el Toro y, detrás, el horizonte. Al oeste no había playa sino un hermoso golfo con aguas lo bastante profundas como para permitirle a una nave entrar sin encallarse, cerrado por una serie de escollos agudos y escarpados que surgían directamente del mar como una hilera de torres y que delimitaban bahías minúsculas, donde se amontonaban todos los desechos que el mar transporta. Había piñas, cúmulos de algas, maderos pulidos, esqueletos de delfines y el esqueleto majestuoso de una ballena, cuyas vértebras eran tan grandes que podrían servirle de silla a un hombre. Había innumerables restos de antiguos naufragios. Yorsh recordó haber leído que en tiempos pasados la vida florecía en las costas. Las naves surcaban el mar cargadas de mercancías y las salinas resplandecían al sol para darle sal al Mundo de los Hombres. Durante ese periodo de comercio y vida, la Mesa, con un puerto natural magnífico, circundado por rocas traicioneras y lamido por corrientes veloces, tuvo que haber sido una trampa mortal: vigas de todas las dimensiones, árboles de todas las alturas, velámenes hechos jirones, en los que el blanco original se había vuelto irreconocible y la trama estaba tan podrida que era más transparente que una telaraña. Yorsh miró aquellos pobres restos y, aunque habían pasado generaciones, sintió el dolor de los ahogados. Sintió por un instante la desesperación y los gritos cuando las olas los habían atacado venciendo su voluntad, y los marineros supieron que esa era su última hora. Su hija ahogó un sollozo y Yorsh comprendió que también ella sabía que tras esos trozos de madera y esos jirones de velas hubo vidas segadas y respiraciones quebradas. Por un instante fue como si el sol se hubiera velado de gris y ellos dos quedaron abrazados bajo las alas del recuerdo de la muerte.

Yorsh estrechó a su niña contra él y la sintió pequeña y tibia contra su pecho, y en el abrazo su dolor y el de ella se disolvieron. Las alas de la muerte se alejaron.

—Los hemos recordado —dijo—. Ahora sigamos viviendo. Lo más importante no es morir, sino cómo se muere, por qué se muere y si alguien nos recordará después de que estemos muertos. Morir en el mar, en cierto modo, es la consecuencia de una elección. Si esos hombres se hubieran quedado cultivando sus huertas y pescando sardinas, su vida hubiera estado a salvo. En cambio quisieron conocer eso que había al otro lado del horizonte, porque el más alto destino de los hombres es la aventura del saber. Honremos su coraje. Y miremos si entre todas estas cosas hay algo que nos pueda ser útil. Debemos fabricar una especie de balsa para que su alteza madame Fénix pueda llevar sus preciosas ancas a salvo a tierra, pero nunca le digas que me expresé de ese modo.

—¿Acas?

—Es la parte sobre la que nos sentamos.

Yorsh se echó a reír. También Erbrow rio, y aunque la suya era la risa cortés del que no está seguro de haber comprendido un chiste, fue como si el sol brillara de nuevo.

La construcción de la balsa fue menos fácil pero más divertida de lo previsto. La madera no faltaba. Encontraron también un pedazo de arquibanco completamente destrozado, pero la cerradura de plata y oro estaba intacta. Yorsh posó la mano sobre el mecanismo y este se disparó. Erbrow se echó a reír. Sin soltar a su preciosa muñeca, puso a su vez la mano sobre la cerradura y esta se disparó, pero esta vez para cerrarse. Erbrow la abrió de nuevo y luego de nuevo la cerró.

—Bien —dijo su padre—. En la vida siempre es útil saber abrir cerrojos. Ahora escucha nena, esto debes hacerlo solo cuando estemos presentes mamá o yo, porque puede ser peligroso al punto de matar; pero prefiero que sepas hacer las cosas y que aprendas rápido.

Yorsh pasó la mano sobre un leño seco que se encendió. Dejó brillar las llamas un instante y luego con un gesto las apagó. Erbrow rio, y luego, a su vez, hizo un gesto con la manita y encendió las llamas.

—Muy bien, mi tesoro adorado, ahora pon atención. El fuego es la destrucción total. Calienta nuestras noches y cocina nuestro alimento, pero puede ser el dolor absoluto. Los poderes aparecen solo cuando los sabemos dominar. Esto es válido para los Elfos y por consiguiente debe serlo también para…

Yorsh se quedó perplejo.

—No sé cómo llamarte —confesó—. No, ahora que lo pienso, lo sé muy bien. Te llamaré Medio-Elfo. Mira, más importante que las palabras, que por lo demás no son más que un montón de sílabas, es el sentido que les damos. Medio-Elfo quiere decir heredero del conocimiento de los Elfos y del coraje de los humanos. El que hasta ahora Medio-Elfo se haya considerado un insulto solo es índice de la locura del mundo. Si la palabra agua se convirtiera en un insulto, no por ello tendríamos que morir de sed, ¿cierto? Entonces, mi magnífico Medio-Elfo, mi espléndido Medio-Elfo, nunca enciendas un fuego sin mi permiso o el de tu madre; jamás lo hagas si hay viento; y cuando un fuego se vuelva demasiado grande, apágalo. Ahora te mostraré cómo se hace.