Capítulo 5

La pequeña no quería saber nada de quedarse entre sus brazos: quería regresar al agua para jugar. Se le deslizó, veloz como un pececito, y se sumergió de nuevo. Voló a través del agua con los brazos abiertos como los carrizos y las gaviotas, y luego aprendió a impulsarse dando un golpe firme con las piernas juntas, como lo hacía Yorsh. Era veloz como él. Yorsh la dejó ir bajo el agua a jugar con un cardumen de castañuelas recién nacidas, pececillos que brillaban con un azul intenso que reflejaba la luz. Cuando Erbrow se cansó de las castañuelas y se alejó, Yorsh la siguió, pero ella seguía riéndose y no era fácil atraparla. Pequeña como era, pasó por un estrecho arco de rocas demasiado angosto para él. Yorsh se devolvió y tuvo que dar la vuelta alrededor de un peñasco enorme. Cuando finalmente llegó a la salida del arco la pequeña ya iba lejísimos, entre las posidonias que ondeaban perezosas, interrumpidas por dos rocas grandes, tan altas como una casa. Las rocas se volvieron más densas, cada vez más sombreadas por los abanicos blancos y morados de las enormes gorgonias que fragmentaban la luz en un diseño de bóvedas y arcos y que se abrían al paso de Erbrow, mientras los pulpos cerraban con brusquedad sus pequeños tentáculos, como en un puño. Frente a Yorsh se interpuso una pared de sargos y anchoas cuya luminiscencia de plata y acero ocultó por un instante la figura de la niña. Cuando logró alcanzarla la llevó hacia la superficie para no estar muy alejados de esta en el momento en que apareciera la necesidad de tomar aire. La pequeña se quedó todavía a pocos palmos de profundidad a mirar una minúscula langosta y después salió.

—¿Papilla? —le preguntó a Yorsh, interesada, siempre con su muñeca en la mano.

—No sabría —respondió el padre que miraba la langostita, dudoso—, no creo: tiene una forma demasiado absurda.

Yorsh miró alrededor. Estaban en la playa de la Mesa, la más grande de las islas frente a la bahía.

Acababa de aprender otra cosa que no está escrita ni en los pergaminos ni en los libros: la corriente no es igual en todas partes. Puede ser muy fuerte en la superficie y estar por completo ausente a pocos palmos de profundidad. Los escritores de los textos de geografía marina quizá nunca se habían aventurado detrás de las salpas, entre los sargos y sobre las praderas de posidonias y no sabían lo que se habían perdido.

La isla era verdísima y estaba cubierta por completo de tojos y arbustos de mirto. Era una colina alta que remataba en una gran meseta que le daba el nombre. Esta vez Yorsh decidió explorarla; así le daría tiempo a su hija para reposar y calentarse antes de regresar.

La tomó en sus brazos y se encaminó. Subió la pared oriental de la colina que le pareció la menos escarpada y alcanzó la planicie de la cima. Una vez estuvo allí en lo alto, se dio vuelta para mirar la bahía de Erbrow. Se quedó sin aliento: vista de lejos, desde el mar, parecía en realidad un dragón acostado, un enorme dragón durmiente. Vio las casas diseminadas entre la playa y el promontorio grande, y reconoció la suya. La habían construido apilando piedras, pedazos de roca romos, troncos abatidos por el viento o por las dos hachas que poseían, maderos traídos por las olas y pulidos por el agua del mar. El resultado eran paredes desiguales y sólidas, puertas torcidas que cerraban de manera precaria los vanos sin bisagras; su aspecto se hacía menos rústico con los complicados arabescos que alternaban conchas con piedras de colores, fragmentos de piñas y esqueletos de erizos marinos. Las construcciones se destacaban con su color claro, entre el gris y el rosado, en medio del azul resplandeciente del mar y el verde exuberante de los promontorios cubiertos de tojos y pinos. En el centro de cada casa había una chimenea cuyo humo salía hacia arriba por un agujero que interrumpía el techo, hecho de juncos entrelazados y arcilla. La arcilla la recogían en los dos cabos que cerraban la bahía por el norte y el sureste, y los juncos bordeaban las lagunas salobres que reemplazaban la playa alrededor del punto en el que, después de formar una cascada espectacular, el Dogon se empantanaba en una serie de ciénagas. Incluso a esa distancia, desde la isla se veían los grandes garzones grises y las pequeñas garzas blancas que se disputaban las ranas en el agua poco profunda. La bahía eran tan rica, exuberante y floreciente, prácticamente rebosante en alimento, que hasta ellos, una miserable concentración de fugitivos y mendigos en la que los niños y los enfermos eran cuatro por cada adulto capaz, con dos zapas y dos hachas como único patrimonio común, habían logrado sobrevivir, casi prosperar.

Por mucho que lo rumiara, Yorsh seguía sin entender por qué, antes de la llegada de ellos, el lugar estaba deshabitado. El sentido común y los libros de la antigua biblioteca donde había pasado trece años de su vida eran categóricos al respecto: los lugares deshabitados o eran desolados e inhóspitos como el vientre de un escorpión, o sobre ellos pesaba algún peligro aterrador que los hacía inapropiados para el espinoso arte de la supervivencia. Ese había sido el destino de Yernish, la mítica Tierra de los Grifos expulsados por una invasión de Quimeras, a su vez extinguidas por una guerra despiadada contra las Arpías, abatidas finalmente por la legendaria sequía de la segunda dinastía rúnica. Cuando a Yernish la inundó una lluvia ininterrumpida de cuarenta días y cuarenta noches que ahogó de forma definitiva a las pocas Arpías que habían sobrevivido la sequía, e incluso hasta al último pollito implume, algunas poblaciones nómadas se establecieron en la zona y fundaron una ciudad caravanera hecha de tiendas con los colores del viento y del sol, llamada Lakkil, que en la lengua local significa «la Fortunilla».

—El hecho de que este lugar estuviera deshabitado antes de nuestra llegada me genera sospechas. No quisiera que ocultara algún peligro.

—Daño.

—Exacto: un peligro es algo que hace daño. De otro lado, en todos estos años no ha aparecido nada más peligroso que un temporal.

Yorsh se quedó mirando la playa. Al norte la bahía grande estaba bordeada por el cabo de Arstrid. Al sur estaba cerrada por un acantilado altísimo, vertical e infranqueable que se volvía ciclópeo en la parte occidental cuya cima albergaba a una nutrida colonia de águilas marinas. Eran pájaros fuertes y fieros que se zambullían en las olas para resurgir con peces grandes entre las garras; tenían una mirada directa y penetrante que no recordaba la de ningún otro animal.

Luego reencontró en la playa la forma de Erbrow, su hermano dragón tendido al sol: la cabeza era el promontorio septentrional, la cola el meridional; el cuerpo lo dibujaba el enorme y verdísimo acantilado en forma de arco, y la cascada estaba allí, en el punto en el que las alas se recogen alrededor del cuerpo del dragón durmiente.

—¡Erbrow! —dijo conmovido.

La niña lo abrazó, pues pensó que la había llamado. Le puso la cabeza en el pecho y luego pataleó para que la bajara. Yorsh le besó el cabello y la dejó ir. No parecía que allí hubiera peligros: la meseta era de roca sólida coronada por centenares de perdices blancas que, al ellos pasar, levantaron el vuelo y llenaron el cielo. Sus nidos, con huevos o con pichones indefensos, simplemente estaban apoyados sobre la roca, por lo cual Yorsh dedujo que en la isla no debía haber depredadores, ni serpientes, ni roedores.

—No toques los nidos ni los huevos —le recomendó a Erbrow que miraba fascinada—, y mucho menos a los pequeños.

—No daño, pío pío —confirmó ella.

Se estaba encaminando hacia el norte donde le pareció ver unas cuevas escondidas entre los arbustos, cuando la voz de Erbrow lo reclamó.

—Pío pío, papilla daño —afirmó con decisión.

—¿Una gallina que se siente mal? —tradujo Yorsh, atónito—. ¿Estás segura?

—Pío pío, papilla daño —repitió la pequeña.

Señaló una cosa grande y blanca, un poco más abajo de ellos, en una pequeña cueva parcialmente escondida por un arbusto de saúco. Yorsh se acercó: era sin lugar a dudas la gallina más grande que había visto; era casi tan grande como un perro. Estaba recubierta de magníficas plumas blancas con matices plateados y azules que aun en la penumbra resplandecían y que producían un gozo especial al mirarlas, como cuando el sol brilla sobre el mar o la luna sale detrás de las nubes. A pesar de su plumaje radiante, el animal parecía sufrir. Quizá solo estaba asustado por la presencia de ellos: debían ser los primeros en pisar la isla desde tiempos inmemorables. La criatura se arrinconó y comenzó a emitir un lamento agudo, desagradable, resentido y lastimero que le hubiera partido el corazón a una piedra.

—¿Pío pío, papilla? —preguntó Erbrow.

—No sé —murmuró Yorsh—, no estoy completamente seguro de que sea una gallina. Es demasiado grande y además las gallinas ululan. Y también el plumaje… Tal vez se lamenta porque está herida. Quizá se puede curar.

—¡Papilla! —dijo Erbrow con decisión—. ¡Papilla! —repitió.

Yorsh no entendió si la pequeña tenía hambre o si quería comerse a la supuesta gallina porque encontraba su llanto insoportable.

—¿Cómo se atreven, oh desgraciados? —preguntó la gallina mientras empeoraba sus gemidos con un chillido agresivo.

—No es una gallina, las gallinas no hablan —afirmó Yorsh, decidido.

—¿No pío pío, papilla? —comentó Erbrow demasiado desilusionada, casi desesperada.

—¿Se lamenta usted porque está herida o enferma? —preguntó Yorsh, compasivo—. Su llanto es desgarrador, cualquier cosa que pueda hacer para darle alivio…

—Caballero —dijo la criatura enfurecida—, mi canto es uno de los sonidos más sublimes que existen bajo el cielo y también encima de este, entre los mismos Dioses del mundo entero.

—Se nos debió haber pasado por alto —murmuró Yorsh.

—Y cómo osan disturbar mi paz, huéspedes inesperados, no invitados, indeseados, groseros y mal educados. ¡Yo los acogí con mi sublime canto y ustedes respondieron de modo descortés! ¡A mi voz se le han dedicado poemas enteros! Ay de mí, a qué se ha reducido el mundo. ¡Hoy es un día ya sombrío en exceso, porque no poseo, exiliada en este sitio salvaje e inhóspito, espejo alguno! ¡No estoy segura de cuál pueda ser el aspecto de mis plumas, cuánto plateado brilla aún en ellas! Qué desdicha, el temor pesa sobre la consciencia, ¿pero qué digo? El terror, ¿pero qué digo? El horror de que mi plumaje se pierda y no recupere su aspecto inicial, sin tener posibilidad alguna de mirarme y ver hasta qué punto mi belleza yace…

Yorsh estaba perplejo y conmovido. Habían encontrado un Fénix, sin duda alguna: por lo tanto no era cierto que los dragones habían causado la extinción de estos.

—¡Es un Fénix! —dijo Yorsh conmovido—. ¡Una criatura antigua y preciosa! ¡Un Fénix!

—¡Papilla! —repitió Erbrow con obstinación.

* * *

Nadie entendía nada.

¡Incluso su papá tenía días en que no entendía nada!

No quería decir una gallina que se siente mal, sino una gallina que hace daño.

No como el hombre del odio que le arrojaba encima una mirada como una capa de hielo y oscuridad.

La gallina quitaba. Quitaba la alegría, las ganas de reír. Lo ensuciaba todo.

Una vez mamá le había hecho ver un animal horrible, un gusano grande que vivía cerca de las lagunas de la cascada y que se llamaba sanguijuela: si conseguía pegársele a alguien, se quedaba pegada y le chupaba todo lo que podía.

Esa que su padre llamaba Fénix era una especie de sanguijuela enorme y no se detendría hasta no haber destruido todo lo que encontrara frente a ella, y ahora los tenía a ellos en frente.

Y lo que era peor, sabía hablar.

No quería decir que hubieran podido comérsela, sino que la gallina se los comería a ellos. No a sus cuerpos, sino lo que tenían dentro.

La gallina malvada se comía la alegría.

Se comía el amor.

Hacía pelear y pensar mal y, lo que era peor, ni siquiera después de conseguirlo se volvía menos resentida y menos infeliz.

La mejor idea era irse de allí, dejarla donde la habían encontrado y escapar lo más aprisa que pudieran.

Sería una buena idea, pero, tarde o temprano, alguien más se toparía con aquella enorme gallina y sería destruido: quizá por esto su papá seguía allí.