Capítulo 4

Cuando cayó al mar, el agua le entró por la boca y la nariz y le cortó la respiración. Solo veía sombras. Todo estaba frío. Estaba a punto de ponerse a llorar. Luego su papá la agarró y la respiración regresó, el frío pasó y sus ojos comenzaron a ver como siempre veían: podía distinguir uno por uno los hilos de su ropa. En el agua el odio del hombre del odio se había disuelto y se había ido. El mar tenía el mismo color de sus ojos y no podía matarla. Mientras el mar la protegiera, la mirada del hombre del odio no podía tocarla, aun si estaba cerca de ella. Papá no entendía, porque el odio que el hombre del odio sentía por él era pequeño y papá era grande, y el odio era como el viento: mueve poco a las personas grandes; son los niños los que deben ser tomados en brazos, pues de lo contrario no logran sostenerse en pie. Erbrow ya no estaba desarmada. El hombre del odio no sabía nadar: podía escapar a un lugar donde él no podía seguirla ni mirarla.

Erbrow logró decirle a su papá que quería permanecer en el mar. Por suerte él entendió y se lo permitió. Le explicó cómo debía respirar como si ella todavía no lo hubiera comprendido, y después de un jueguito un poco tonto en el que tenía que subir y bajar, finalmente la dejó ir. Ahora tenía que escapar lo más rápido que pudiera, lo más lejos que pudiera, lejos del hombre del odio y de sus ojos.

El mar era enorme, bello como el mundo de afuera al que no se asemejaba en nada, y además allí ella sabía volar.

Abrió los brazos y voló a través del agua salada que a veces la sostenía y a veces la abrazaba.

Encontró un grupo de pececitos pequeñísimos de un azul tan encendido que parecían brillar.

Encontró una pared llena de florecillas extrañas, amarillas como el sol del atardecer. No eran como las flores de la tierra que se quedaban quietas: a su paso la saludaron con alegre cortesía cerrando sus pétalos como los dedos de un puño.

Encontró un prado de hierba altísima como jamás había visto. Sobre el prado había un banco de peces de rayas verdes y doradas que brillaban bajo el sol.

Pasó por debajo de árboles morados que se abrían en abanico y por encima de arbustos blancos llenos de flores que también cerraban sus pétalos para saludar a los niños.

Al final arribó a una isla verde llena de pájaros y de nidos, en la que encontró un animal malvado que devoraba la inocencia.