Capítulo 2

Erbrow miraba el mar.

Su padre levantó la cabeza y la brisa le desordenó el cabello. El sol tropezó en ellos y los hizo brillar. La niña rio; le gustaba aquel juego de luces en el cabello de su padre. Él era fuerte, sencillo y tenía un cabello rubio que reflejaba el sol.

Su mamá era fuerte, suave y tenía el cabello negro como el suyo. La luz se deslizaba en él sin detenerse, pero era igualmente hermoso, porque hacía ondas y allí uno podía hundir el rostro para dormir. Su padre era del Pueblo de los Elfos y tenía el olor del aire y del viento; su mamá era del Pueblo de los Hombres y tenía el olor del mar y de la tierra, pero en la mañana los olores se mezclaban porque su papá y su mamá dormían abrazados. Ella, Erbrow, tenía el nombre del último de los dragones. El mundo era hermoso. El mar tenía el color de sus ojos, pero podía matarla y por ello no tenía permiso de acercarse al agua si no estaba con papá y mamá, y ahora estaba con papá. Los pájaros volaban. Los niños no, ni siquiera los que se llamaban como un dragón, y esto era una lástima; sin embargo, para compensar, los niños sabían comer y escuchar cuando alguien contaba una historia. Ahora su papá le estaba contando una historia sobre las anchoas. Una hermosa historia, una de esas donde las cosas se ven.

—¿Comprendes? —le explicó Yorsh—. Nuestro problema es encontrar alimento fácilmente y de forma continua.

—Papilla —dijo Erbrow señalando las anchoas con el dedo.

—Claro, nena —aprobó su padre—. Las anchoas se comen. Y se conservan también. Tenemos que encontrar la manera de reconstruir las salinas. Eran tanques donde se ponía el agua de mar para recuperar la sal. ¿Entiendes?, si tenemos una buena cantidad de sal, podremos salar las anchoas en verano cuando atrapamos tantas, y después las tendremos en invierno, cuando las olas son altas y el mar nos rechaza. Creo que las salinas estaban entre el promontorio y las lagunas: allí quedaron señas como de unos tanques cuadrados y grandes.

Erbrow miró entre el promontorio grande y las lagunas bajo la cascada del Dogon. Vio los pinos cuyas copas se abrían como inmensas nubes verdes, los cañaverales y los higos espinosos. Todo era verde o azul, excepto los garzones y las gaviotas. De repente todo se volvió blanco. Unos tanques grandes reflejaban el cielo y se alternaban en cuadrados de una blancura resplandeciente. Había unas casas que tenían pegadas unas alas enormes como de garzones, y Erbrow entendió que servían para mover el agua utilizando la fuerza del viento. La imagen de estas permaneció por algunos instantes; luego, como la de los cuadrados de agua en los que se reflejaban, vaciló y desapareció.

Erbrow se dio vuelta hacia su padre y asintió: sabía qué eran las salinas.

Yorsh calló. Estaba tratando de entender cómo funcionaban las corrientes en la bahía y cómo y por qué se movilizaban los bancos de anchoas. Si ponían las redes al principio de la embocadura del canal entre la más pequeña de las islitas que estaban frente a la bahía y el cabo que la cerraba al sur, probablemente podrían pescar lo suficiente como para alimentarse todos y tener el tiempo suficiente para dedicarse también a otra cosa. De frente al promontorio de Arstrid, el que cerraba la bahía al norte, había seis islas pequeñas verdísimas que habían sido bautizadas según su forma: Isla Plana, Isla Perforada, la Cabra, la Vaca, el Toro y la Mesa. Al comienzo de su permanencia en la playa, Yorsh las había explorado rápidamente: se había limitado, con un esfuerzo considerable a causa de la corriente, a arribar a la playa o al acantilado. Había comprobado, con una ojeada, que nada útil vivía allí y se había ido. En esa época era el único nadador del grupo, aunque la palabra nadador era inapropiada para definir la capacidad de imaginar ser un pez y moverse en el agua como tal. Ahora muchos otros sabían nadar: si fuera necesario regresar a las islas, podrían hacerlo.

—Si atrapáramos suficientes anchoas, también evitaríamos que algunos se coman los carrizos —agregó mientras le lanzaba una mirada severa a la figura encorvada de Moron que brincaba en la playa— y que destruyan criaturas magníficas sin siquiera saciar su hambre.

—Pío pío, no daño.

—No se les hace daño a los pajaritos. Las gallinas son pájaros que se pueden comer.

—Pío pío, papilla.

—Sí, gallina, pájaro que se come. ¿Ves?, no es que las gallinas no piensen, pobres criaturas. Sin embargo no vuelan y con una gallina se alimentan por lo menos seis personas. Es justo que los humanos se coman a otras criaturas y con tal de que un niño no padezca hambre estoy dispuesto a torcerle el cuello a los carrizos con mis manos. Pero siempre que sea posible debemos respetar a los otros habitantes del mundo y hacer elecciones que causen el menor sufrimiento posible. Nosotros no podemos alcanzar el bien absoluto: nuestro objetivo es el mal menor.

—No papilla, pío pío. No daño, pío pío —concordó Erbrow.

—Sí. Los pajaritos no se comen. Y nunca se les hace daño. No se matan los carrizos, sobre todo si se vive en un lugar donde abundan las coquinas y las anchoas.

Yorsh se levantó y permaneció de pie en la brisa, sobre el arrecife, en el reflejo del sol en el agua. Miró su casa, la suya y la de Robi, la que estaba más al occidente. Era tan feliz que tenía la impresión de que la luz lo atravesaba; a tal punto le parecía ser parte de ella.

Luego miró a Moron que ahora estaba trepado en el Escollo del Orco Tonto no muy lejos de él, y giró para seguir el banco de anchoas.

De repente, la luz disminuyó y una lámina de hielo la atravesó. La niña alzó la mirada al cielo donde el sol seguía brillando y luego miró las copas de los árboles inmóviles, pues el viento no se había levantado. Buscó con la mirada y finalmente comprendió. No era el frío el que la helaba, sino el odio.

El hombre del odio estaba a pocos pies de ella subido en el Escollo del Orco Tonto para atrapar cualquier pez con su sedal descosido. Le lanzó a su padre una mirada malévola como las que le lanzaba también a su madre, pero eso era nada comparado con la esencia de odio puro que sentía por ella.

El hombre del odio giró y su mirada la embistió de lleno. Era una mirada terrible. El hombre nunca se la lanzaba cuando su padre o su madre pudieran verlo, sino cuando solo ella podía verlo. Esa mirada significaba que tarde o temprano lograría ponerle las manos encima cuando sus padres no estuvieran y entonces no tendría piedad.

Erbrow se tambaleó.

Perdió el equilibrio. Trató de aferrarse a la mano de su padre que estaba avanzando hacia el límite del arrecife para observar a las anchoas, pero no alcanzó. Cayó al agua. Sintió que el mar le entraba por los ojos y la nariz y también por la boca cuando la abrió para llorar. Ni siquiera entonces soltó su muñeca.