Capítulo 1

La primera luz del día apareció en el cielo sereno: el mar centelleó como un manto de seda clara. Dos nubes sutiles se recortaron pálidas y ligeras en el horizonte, en la trémula luz rosada. La brisa nocturna había soplado sobre la arena y la había ordenado en ondas leves, minúsculas colinas con cimas iluminadas por el amanecer y valles invadidos por la sombra, surcadas por las huellas de los cangrejos ermitaños y, al lado de estas, las de los gorriones y las gaviotas. Más larde llegarían los cormoranes. El sol estaba a punto de remontarse sobre el acantilado altísimo, vertical, inaccesible, cubierto de hiedra y alcaparras en flor, casi tan alto como las montañas que brillaban a sus espaldas, verdes de bosques de encinas y castaños. El cielo comenzó a decolorarse por el este: el azul oscuro se convirtió en azul celeste, mientras las estrellas se debilitaban bajo la luz creciente. Una pareja de carrizos confluyó en el umbral del boscaje a la sombra de un taray que comenzaba a marchitarse; allí todavía se retorcía medio gusano. La trampa se disparó.

Los atrapó a los dos. Los pajaritos piaban con desesperación mientras se agitaban convulsos, pero la trampa era perfecta. La cuerda de cáñamo trenzado resistió alrededor de las minúsculas patas y una de ellas se quebró al esforzarse inútilmente por liberarse.

Al fin algo de comer.

Moron se apartó el cabello de la cara, recuperó el pedazo de gusano, agarró los carrizos, primero el más diminuto, probablemente la hembra, y luego el macho, y de un mordisco decidido les arrancó la cabecita: el piar cesó en forma brusca y de nuevo hubo silencio.

El muchacho se lamió la sangre que le había quedado en la boca para no desperdiciar ni una gota. Luego metió los dos cuerpecitos en la alforja: este sería el almuerzo. Las cabecitas pasaron de inmediato a ser señuelos; por lo tanto, con algo de suerte, tendría una cena. Era necesario además tomar una decisión sobre el medio gusano. Podía usarlo para enriquecer el almuerzo o dejarlo en su rol de señuelo con la esperanza de enriquecer la cena.

Moron hizo una rápida recapitulación mental de las posibilidades de la jornada. Un almuerzo con un tercio de onza de pájaros y una cena quizá con alguna cosa, quién sabe.

Y eso porque en realidad hoy le había ido bien.

Moron miró alrededor. La playa a esa hora de la mañana era un hervidero de actividad. Estaban los recolectores de coquinas, unas conchas minúsculas que duermen en la arena, tan pequeñas que no quitan el hambre sino que dan la ilusión de haber comido algo, lo que de todos modos es mejor que la certeza de no haber comido nada. Luego llegaría la mañana en pleno y la agitación se trasladaría al acantilado, porque con la marea baja se hacen asequibles los mejillones y las lapas; estos también son tan pequeños que no quitan el hambre sino que le hacen cosquillas al estómago. Mediodía: sol vertical y hora de almuerzo, si se tenía uno. Si no había almuerzo, el mediodía era igualmente productivo porque a esa hora los cangrejos buscan la sombra de las rocas enormes que cierran la bahía por el oeste; por consiguiente, todos se metían en el agua para intentar atraparlos. Por último, en la tarde, la actividad se desplazaría fuera del agua para buscar piñas; estas tenían un piñón dentro y a veces varios que, ni que lo hubieran hecho adrede, son cositas tan pequeñas que no quitan el hambre sino que lo llaman.

Moron le echó una ojeada a la playa, es decir, a la playa de Erbrow, que estaba debajo de la aldea, es decir, de la aldea de Erbrow, en el centro de la bahía que obviamente se llamaba bahía de Erbrow. Todo llevaba el nombre del dragón que había muerto para que ellos pudieran sobrevivir. Hasta la hija del Elfo, su alteza la Princesita, había sido llamada Erbrow: no fue necesario hacer un estudio sobre nombres.

En la playa el hervidero era particularmente ruidoso. Cala, la mujer de Creschio, y su amiga Robi, la mujer del Elfo, se reían como de costumbre, como un par de idiotas. Cala también había tenido una criatura: la suya era hombre y tenía un nombre absurdo que abreviaban como Chicco, y que en la lengua de su región significaba algo así como «Nubequevuela», vaya nombre idiota. Era probable que un híbrido entre una gallina y un gusano tuviera más cerebro que esas dos tontas juntas, porque hasta este, el híbrido entre el gusano y la gallina, hubiera entendido que en la playa se vivía muy mal y que no había nada de qué reírse. Robi y Cala empleaban la mitad de su tiempo buscando coquinas y la otra mitad buscando conchas estúpidas sin nada de comida adentro para hacerse collares inútiles o unas cosas insulsas que se metían entre el cabello: de vez en cuando alguien les decía cómo se llamaban, pero lo olvidaban. Robi se había casado con el Elfo Maldito hacía tres años. Hubo grandes bailes y fiestas, sin nada de comer como siempre. Invitaron también a los habitantes de Arstrid, la otra aldea de andrajosos muertos de hambre, que vivían en el cabo pequeño, el que cerraba la bahía al norte. Habían vivido allí mucho más tiempo que ellos, pero de todos modos eran igual de pobretones aunque había que reconocer que al menos en Arstrid había pollos y que para el matrimonio habían donado cinco gallinas y un gallo que ahora conformaban el gallinero de Erbrow, al parecer el útero intocable de la riqueza futura.

Los habitantes de Erbrow habían correspondido el regalo con un potro. Los dos caballos originarios, Rayo y Estrella, que habían sido arrastrados con dificultad por el camino que abrieron a patadas cuando escaparon, vivían en la playa. No se sabía bien para qué, pues no servían para nada y en cambio hubieran quedado bastante buenos en un estofado. Y así como estos no se podían hacer en estofado, tampoco se podían hacer filetes con los pórticos que llegaban puntuales con el cambio de estación, uno cada dos años. Ahora en Erbrow, siempre y cuando uno no se muriera de hambre antes, no se cayera por el acantilado o no se ahogara por cuenta propia, uno podía ser atropellado por un caballo porque había una manada completa y los habitantes se pasaban el día correteando en ellos de arriba abajo como tarados. A pesar de ser unos andrajosos muertos de hambre, en esa playa todos sabían cabalgar. Sin silla y al galope. No servía para nada y aumentaba el hambre. Él no, él se había rehusado.

En el matrimonio de los dos cretinos las dos comunidades se juraron lealtad absoluta y eterna; luego cada una continuó muriéndose de hambre y miseria por cuenta propia. Al parecer, morir de hambre y miseria era la prerrogativa inquebrantable de los hombres libres junto a saber escribir, leer, cabalgar sin silla, saber nadar y andar por ahí medio desnudos como los salvajes, si es verdad que estos existen en alguna parte.

Detrás de Cala, Solario, el más joven de los leñadores que tenía barba y cabello rubio, buscaba coquinas con un solo brazo. En el otro sostenía al más pequeño de sus hijos, que también reía como un tonto: era obvio que todos se divertían en esa maldita playa bajo el acantilado. Reían continuamente como una bandada de gaviotas borrachas; él nunca había oído gaviotas borrachas, pero sin duda habrían hecho un ruido como ese, una mezcla de gorgoteo y carcajaditas. Esto lo enfurecía. De hecho, y tenía que reconocerlo, si él se hubiera quedado en la playa a buscar coquinas, habría encontrado mucho más de comer que con sus trampas para carrizos, pero tendría que soportar las carcajadas de Cala, las de Robi y además a Solario que volvería a contarle cómo eran de listos sus dos niños mayores, que ya sabían leer y nadar, o cuán enamorado estaba de su esposa Rimara. Esposa, no mujer, como siempre se había dicho; desde que habían llegado al mar todos comenzaron a hablar como los Elfos. Solario se le había declarado a su esposa apenas habían llegado a la playa, incluso antes de empezar a construir las casas, ante la felicidad de ser libre. Libre de hacer qué, eso no era claro. De reír continuamente como una gaviota borracha, de decirle estupideces a un niño que ni siquiera sabía hablar y de morir de hambre sobre una playa batida por todos los vientos excepto los provenientes del este; al menos estos los paraban las Montañas Oscuras.

Era innegable que ya no eran harapientos, porque para ser calificado como tal se necesita que uno tenga al menos los harapos. En ocho años sus trapos se habían desgastado, roto, disuelto. Los jirones habían quedado entre las zarzas. Habían halado un hilo tras otro para transformarlos en sedales improvisados o para tejerlos en redes aun más precarias.

El resultado era un pueblo de seres libres y dueños de su propio destino, pero no tan grandiosamente dueños de un par de pantalones, porque no es que la libertad caliente mucho cuando el viento de tramontana sopla o el granizo pinta el mar de blanco. Los que habían tenido hijos, desde Solario hasta el Elfo Maldito, que veinte meses atrás había tenido a su mocosa, pasaban medio desnudos el verano y el invierno porque con sus trapos habían vestido a sus niños. Yos, el gran jefe, heredero de todas las estirpes humanas, álficas y alguna otra cosa más, llevaba un trapo alrededor de la cintura y eso era todo. Las muchachas tenían las piernas descubiertas hasta la rodilla y los brazos expuestos, que no es para nada algo decente. Si Tracarna las viera así, ellas ya hubieran recibido una paliza encima de otra. Qué divertido. La parte más divertida de la historia es que mientras más harapientos y despreciables eran, más se hablaban entre ellos como si fueran nobles, señores o dueños de un feudo. Mi señor, ¿cómo marchan sus piojosos asuntos? Mi señora dama, ¿de qué morirá hoy? Caballero, ¿cómo está de lombrices?, si tiene alguna nos la engulliremos. Él mismo le había preguntado al Elfo por qué les hablaba a renegados y mendigos, a siervos y jornaleros, que ya ni trabajo tenían, como si fueran hijos de Reyes, y él le contestó que era la forma más rápida de hacerle entender a cualquiera que su dignidad era igual a la de un Rey. Como era posible que todos estuvieran habituados a asociar la dignidad con las ropas, el calzado y el oro, cuando no había ni oro ni calzado y las ropas escaseaban, era necesario mencionar la dignidad en cada frase para estar seguros de no olvidarla. El Elfo añadió que había dos cosas, el lenguaje y la misericordia, que, a pesar de no tener costo alguno, eran valores absolutos; era probable que esto tuviera sentido para un Elfo, pero él, Moron, que no lo era, todavía se preguntaba qué diantres quería decir aquello.

Moron trató de recordar el tiempo en que comer era un hábito. La memoria se perdió en lejanos y brumosos recuerdos antes de que el Elfo Maldito apareciera con su espada resplandeciente y su imbecilidad igualmente brillante, y los arrastrara a todos a aquella maldita playa a atiborrarse de rocío, hierba, algas, agua salada, corteza de árbol y de vez en cuando un pedazo de pescado podrido. Si alguna vez hubiera aprendido a nadar, tendría también coquinas, cangrejos y mejillones; si hubiera aprendido a escalar, también tendría la miel de mirto de los promontorios. Pero un soldado veterano no hace estas cosas, no escala y no nada; él no era ni una ardilla ni un pez: más bien prefería vivir de rocío y corteza de árbol. Y además no estaba seguro de que incluso si alguien le enseñaba, sería capaz de nadar y escalar el acantilado hasta donde viven las abejas, siempre con movimientos lentos como el Elfo les había mostrado, para no quedar reducidos a un montón de picaduras moradas y dolorosas. Nunca había sido muy bueno para aprender.

Hubiera podido atracarse en los charcos donde las garzas y los garzones correteaban en el fango listos para convertirse en un asado digno de tal nombre. Hubiera bastado con una trampita con medio pescado podrido, pero no se podía, estaba prohibido. El primer año, cuando llegaron todos hambrientos a la playa, hubo un jolgorio con la caza de las garzas y los garzones que de repente terminó porque se los comieron todos. Cuando volvieron a aparecer se prohibió tocarlos para que su número pudiera aumentar y nunca faltaran los huevos. Se permitía capturar uno solo en casos excepcionales: para alimentar a un convaleciente o a una mujer que acabara de dar a luz. La caza de gaviotas si estaba permitida; las había por montones, lástima que fuera imposible atraparlas. No caían en las trampas y eran demasiado veloces para poder apedrearlas. Se necesitaría una honda o un arco, pero Moron no sabía usar ninguno de los dos.

«Antes» él comía. Los otros no; ahora comían más, no muchísimo, pero sin duda más que él, tenía que reconocerlo. Cuando no comían hablaban como los Elfos y esto de alguna manera les llenaba el estómago. Hay gente que tiene todas las cosas buenas de su lado: la estupidez, para mencionar una, que los hacía felices y gozosos con el trasero al aire, en una playa batida por todos los vientos menos uno. El elfo o también les enseñó a nadar, y si uno se defendía en el agua, encontraba las lapas por la mañana, los cangrejos al mediodía y, si les agregaba todo esto a las coquinas del amanecer, a lo mejor la mezcla era interesante. También les enseñó a usar el arco; las gaviotas eran buenas. Él no era capaz de usar el arco y se había rehusado a aprender a nadar. Era cosa de Elfos. Un soldado no tenía que saber nadar, y mucho menos un soldado veterano. Y tampoco saber leer y escribir. Cuando no nadaban leían, otro asunto de elfos y cretinos. Escribían las palabras en la arena y después las leían. Ni una gaviota anegada en cerveza haría esto, pero de todos modos escribir las palabras en la arena para ver después si sabían leerlas era nada comparado con las historias. En las tardes, si hacía buen tiempo, se reunían en la playa alrededor del fuego para contarse historias de gente que jamás había existido y que jamás podría existir porque eran realmente absurdas y además no se entendía nada. Algunas veces ni se las contaban: uno fingía ser un rey, el otro una princesa y así iba saliendo la historia. Se llamaba teatro. Una vez todos se pusieron a llorar porque Cala había hecho de princesa muerta. Como para no creérselo. Los soldados veteranos, en las tardes, se emborrachaban con cerveza que es cosa de hombres, no contaban historias que no existían ni en el cielo ni en la tierra y nunca se entendía lo que querían decir. Y aquí los otros se divertían hasta llorando por Cala que hacía de princesa muerta. Hay gente que tiene todo lo bueno de su lado.

Los otros, para ser honestos, no comían mucho en los tiempos de la Casa de los Huérfanos, el lugar donde vivían antes. La señora Tracarna, la verdadera jefe del orfanato, se encargaba de que no hubiera comida en abundancia, porque si un niño come lo que quiere, después tendrá un mal carácter. En efecto, los otros comían muy poco en la Casa de los Huérfanos, muchísimo menos que lo que comían ahora con las coquinas de la playa. Ellos dos, Creschio y Moron, los dos capataces de la Casa de los Huérfanos, eran los que en realidad comían. En primer lugar, la polenta se dividía en partes desiguales: ellos se encargaban de repartir las porciones. A ellos siempre les correspondían las sobras cuando los «Vigilantes de la Casa de los Huérfanos», la Señora Tracarna y el Señor Stramazzo, dejaban algo que sobrara. Esto sucedía muy ocasionalmente, pues Stramazzo era una especie de barril sin fondo, pero sucedía.

Además, y aun más importante que la polenta, estaba la esperanza. Tarde o temprano ellos dos se convertirían en soldados: cuatro raciones de polenta diarias y una ración de cerdo dos veces al mes. Y tarde o temprano pasarían a ser soldados veteranos: cinco raciones de polenta diarias y dos de cerdo semanales y una pinta de cerveza para la fiesta del invierno y la de la luna nueva. Al pensar en la cerveza los ojos se le humedecieron de nostalgia. A él, como habitante de la Casa de los Huérfanos, no le correspondía nada de cerveza; sin embargo, en el fondo de los vasos de Tracarna y Stramazzo a menudo quedaba algo y entonces era toda una fiesta.

Las cosas no habían sido siempre tan buenas. Al principio había sido duro, todavía más duro que en su casa, donde liada era cosa de broma. Había sido el largo periodo de las manzanas resecas y la polenta con gusanos, divididas siempre en partes desiguales, ya que el encargado de repartir las porciones era otro. Los golpes también se dividían en partes desiguales, pero al contrario de la polenta: si acababas de llegar, más golpes te tocaban. Ni siquiera entonces se había desesperado. Bastaba con resistir. Incluso si no sabías hacer nada, si no sabías decir nada, si no eras nadie, tarde o temprano, si no morías, crecías. Te asignaban el puesto de capataz y después el de soldado y, al final, la felicidad en la tierra: te nombraban soldado veterano.

El día en que el Elfo llegó junto con su amigo el dragón, hubo una borrachera y una comilona colosales con la cerveza y los pollos de Tracarna y Stramazzo, e incluso entonces Moron había pensado que era una estupidez irse de allí, dejar algo seguro a cambio de algo inseguro; lástima que no hubiera nadie a quién decírselo. Hasta Creschio que desde siempre había sido su doble, su otra mitad, había desaparecido de su lado para estar junto a esa melindrosa de Cala y estar pendientes de las palabras del Elfo, babeándose con sus idioteces. Como para no creérselo.

Y después, durante el viaje irracional e increíble al que el Elfo los había arrastrado a ellos y a todos los mendigos y andrajosos de todas las regiones del Condado, Moron siguió pensando que era una completa estupidez, pero tampoco allí encontró a quién decírselo. Todos detrás del lunático: cuando al menos el cansancio y el dolor en los pies hubieran podido detenerlos, el lunático les contaba un montón de cuentos, cada uno más absurdo que el anterior, y ellos recobraban el ánimo y comenzaban a caminar. Ni siquiera se asustaron cuando se encontraron frente a la caballería de Daligar. El lunático les contó alguna historia de héroes luminosos y aquellos andrajosos, que nunca en la vida habían hecho nada fuera de mendigar, se convirtieron en guerreros y decidieron que no se rendirían ante nadie, ni siquiera si los mataban, ni siquiera si los nombraban soldados veteranos. Después, al final, si no hubiera sido porque el dragón se hizo matar para salvarlos, la caballería de Daligar los hubiera masacrado a todos. A todos: hasta al último lisiado pulgoso, hasta al último niño tiñoso.

Como para no creérselo.

Y no se enojaron con el Elfo Maldito que los había arrastrado a arriesgar su andrajosa y pulgosa vida. En cambio, por todos los cielos: ¡todos resultaron ser héroes!

Como para no creérselo.

Y después, por último, llegaron a esta playa, como si el mar fuera un lugar a dónde llegar con toda esa agua azul y esas islas verdes, el cabo y las gaviotas. Y hasta podía tolera el agua y las gaviotas: lo que en realidad no se soportaba era a la niña, a la Medio-Elfo. Era una chiquilla común y corriente, pero cuando nació parecía que hubiera nacido quién sabe qué princesa.

Cuando a él, Moron, le daba fiebre durante su niñez, lo mandaban a buscar de comer junto con los demás y su madre lo mantenía en pie al ritmo de las cachetadas si no era capaz de sostenerse solo. Si la chiquilla estornudaba, parecía el fin del mundo. Siempre estaba en los brazos del padre, ni que hubiera nacido tullida; pero no, por el contrario, caminaba muy bien. A él, Moron, jamás lo había tenido nadie en brazos: en su casa sí los sabían criar.

Cuando nacía un hijo, se cuidaba solo, y cuando sobraban hijos, los llevaban a la Casa de los Huérfanos; porque no había ido solo a la Casa de los Huérfanos.

Él, Moron, se había pasado toda la vida rascándose por las garrapatas y los zancudos y esto no le había hecho mayor daño, ni se había muerto. La primera vez que un zancudo picó a su alteza la Princesita, su padre acabó con el último pedazo de su ropa para halarle los hilos y hacer una especie de red que no dejara pasar nada que tuviera alas, como si a los niños que comparten la sangre con los zancudos les pasara algo.

Al principio, cuando llegaron a la playa establecieron reglas. De todas las cosas que sucedieron, esta fue la más tonta.

Cada uno decía algo y eso pasaba a ser una regla del lugar, porque los lugares deben tener reglas.

Dijeron que uno podía hacer lo que quisiera: leer, escribir y otras tonterías más. Incluso se le podía poner a la hija el nombre de un dragón. Incluso se podía andar medio desnudo por ahí, lo cual estaría vedado en otro sitio. Él, Moron, por suerte, había quedado más o menos igual, pero Robi había crecido tanto que ya no cabía en sus viejos harapos. Su marido, su alteza el Elfo, iba medio desnudo no solo porque había tenido una hija, sino porque con su ropa también se había vestido su mujer y el vestido le había servido bastante. Robi, que había sido una especie de inmundicia en la Casa de los Huérfanos, toda peluda, huesuda y dientona, se había convertido en una muchachota. A fuerza de nadar desarrolló un par de hombros que si regresara a Daligar, nadie le quitaría el puesto de picapedrero en las minas del Juez Administrador.

Un montón de reglas tontas para decir cosas tontas y sobre las cosas reales no decían nada: nada sobre cómo convertirse en soldado veterano. Cuando «fundaron la ciudad», como decían los demás, porque aquel montón de miserias según ellos era una ciudad, cada uno había dicho algo. Él, Moron, había dicho que si también podía ser un Elfo, pero él lo había dicho adrede, para que entendieran que con todas esas reglas cretinas habían olvidado prohibirles a los Elfos vivir entre los demás como si fueran personas. Pero no lo entendieron, y que «uno también puede ser un Elfo» pasó a ser una de las reglas de aquel lugar de mentecatos.

Una locura. Y nadie a quién decírselo. Ni siquiera a Creschio. Ni siquiera a él. Como para no creérselo.

Desde siempre habían sido una misma pieza solo ellos dos, Creschio y Moron. Hasta sus nombres formaban uno solo, Creschioymoron: los decían siempre juntos porque donde estaba uno estaba el otro.

A decir verdad era el otro, Creschio, el que tomaba la iniciativa, el que decidía, el que atrapaba animalitos para comer, el que regulaba la repartición de los hurtos, el que curaba las heridas y decidía los castigos. Él, Moron, se limitaba a estar a su lado y a estar de acuerdo, que no es poca cosa, porque los capataces de todas maneras deben ser dos y, por lo tanto, su presencia era fundamental e indispensable. Tan fundamental e indispensable que Creschio tuvo que seguir teniéndolo a su lado incluso cuando se pelearon. En realidad fue Creschio el que se disgustó cuando murió el hermano menor de Moron. Creschio se enojó y le dijo que no podía dejarlo morir, que tenía que darle más comida, ayudarlo, hacerlo trabajar menos, estar a su lado. Tonterías. En la Casa de los Huérfanos la regla era la misma que en su casa: cada uno para sí mismo y los Dioses, si existen, para todos. No era culpa suya que su hermano fuera pequeño, idiota y se dejara robar la polenta. Era lícito robarle la polenta al que fuera tan tonto que se la dejara robar. Él, Moron, se la robaba. No por nada era su hermano.

Luego, sin embargo, para reanudar su amistad con Creschio, lo siguió durante todo el viaje absurdo detrás del Elfo. Incluso había estado cerca de él cuando un grupo de caballeros de Daligar, con sus armaduras centelleantes, había rodeado al Elfo y este los había rechazado.

No era justo que ahora Creschio anduviera siempre solo.

Para ser exactos, tampoco solo: siempre detrás de Cala. Siempre detrás del Elfo.

Ya ni quería llamarse Creschio. Decía que le recordaba la Casa de los Huérfanos, como si fuera algo que hubiera que olvidar. Tracarna sostenía al respecto que a los niños había que ponerles nombres cortos como a los perros y había dejado cojo su nombre original, Caren Aschiol, literalmente «Halcón de las Colinas» en la lengua de la gente de los pantanos del Norte de donde venía Creschio. O mejor: el Pueblo al que pertenecía, como él decía, ahora que todos hablaban como el Elfo Maldito. También esa melindrosa de Cala venía del mismo lugar, de los pantanos del Norte. Su nombre era en realidad Cail Ara, «Luna Nueva». Este debía ser el motivo por el que ahora estaban juntos, porque no era posible que alguien como Creschio le encontrara algún atractivo a esa pequeña e insoportable melindrosa.

Él, Moron, se llamaba así ya de por sí. Un buen nombre que no quiere decir nada, excepto para llamarte cuando alguien te necesite. Tracarna no había tenido que recortarle nada.

Robi también tenía un nombre del mismo género: no quería decir nada y se decía de prisa.

El nombre de Moron había sido escogido por su madre: cada hijo que tenía recibía el nombre del primer sonido que se le venía a la cabeza. Cuando él nació había habido una extraordinaria mortandad de pollos y a él lo llamó Moron, eso era todo. Llegar a la Casa de los Huérfanos tampoco había sido gran cosa: un día ya eran demasiados en su casa y lo escogieron a él para quitárselo de encima.

La falta de Creschio, Caren Aschiol, Halcón dé las Colinas, absolutamente ausente a pocos pasos de él, detrás del Elfo y detrás de Cala, le era insoportable. Ese era el suplicio. Más que el hambre y mucho más que la pérdida definitiva del sueño de poder convertirse en soldado veterano. Oír su voz, que ya nunca hablaba con él, era como una herida abierta. Incluso él, en el fondo, sabía que era solo por Creschio que, en su recuerdo, la polenta llena de gusanos de Tracarna cobraba el matiz dorado del alimento de los Dioses.

Moron se desató el pedazo de cuerda preciosísima que tenía amarrada en la cintura. Era su sedal. Le pegó una de las cabecitas de carrizo y se encaminó hacia el Escollo del Orco Tonto o del Último Orco, como algunos lo llamaban. El Escollo del Orco Tonto era una roca muy pequeña que se levantaba en la mitad de la bahía y que tenía una forma curiosa como de dos enormes plantas de pie. El brazo de un banco arenoso conectaba el escollo con el cabo que cerraba la bahía al norte. Era un buen lugar para pescar, pues estaba en medio del paso de los sargos hacia el mar abierto, pero era peligroso para alguien que no supiera nadar, porque la marea alta lo sumergía por completo por una altura superior a la estatura de una persona. Tenía el nombre de Srakkiolo, un personaje legendario, un protagonista omnipresente en todas las historias y las baladas de Orcos. Debía ser el Último Orco, el que había quedado después de que el Pueblo de los Hombres había logrado expulsarlos a todos. Srakkiolo tenía la función reconfortante de ganarse una gran cantidad de golpes y salir derrotado y avergonzado de sus aventuras. Era absolutamente excepcional tanto en imbecilidad como en crueldad. Supuestamente Srakkiolo había llegado al escollo para capturar el primer rayo del sol naciente y usarlo para enceguecer a sus enemigos y había muerto sumergido por la marea alta.

Moron se acuclilló en el escollo: no había peligro, la marea alta llegaría solo en las primeras horas de la mañana. Bajó el sedal y esperó: con un poco de suerte atraparía un sargo.

Cerca de él la chiquilla melindrosa estaba como siempre en los brazos del padre. Moron deseó con toda su alma poder echarle el guante un día cuando no estuvieran ni su padre ni su madre. Quizá, de todos sus sueños, era el único que todavía subsistía. El Elfo bajó a su hija para que se parara en el escollo. Moron miró a la niña y deseó con todas sus fuerzas que cayera en ese maldito mar que tenía el color de sus ojos, según decían todos, y muriera, de una vez por todas.