Capítulo 18

El Capitán se volteó hacia Lisentrail.

—Hay muerte por insubordinación, Cabo —le dijo. Desde que combatían codo a codo era la primera vez que le hablaba con dureza.

El cabo le sostuvo la mirada.

—Y entonces moriré como murió el dragón, Capitán, pero tú seguirás con vida. Capitán, solo tú puedes detener a los Orcos. También mi gente está en los Confines de las Tierras Notas e incluso ellos no son cucarachas y tienen derecho a vivir.

Se quedaron mirándose.

Argniolo y los suyos llegaron victoriosos y jubilosos.

—¿Y el Elfo? —preguntó Argniolo desilusionado—. ¿La niña bruja?

—Todos quedaron debajo del deslizamiento —mintió el Capitán. Detrás de él sus hombres asintieron—. Hicimos caer al dragón sobre la montaña y la montaña se derrumbó. Dos pájaros de una pedrada. Todos muertos.

—Quizá alguno se salvó —se preocupó Argniolo, dudoso.

—A nosotros nos pareció que no. Todos están debajo del derrumbe. Ninguno sobrevivió —confirmó el Capitán—. No podemos estar seguros: había mucho polvo —de nuevo un murmullo de asentimiento se levantó en su armada.

—Hubiera sido mejor tener los cuerpos para mostrárselos al Juez.

—Entonces los tienen que matar ustedes, excelencia. Nosotros los Mercenarios, cuando podemos ahorrarnos algún esfuerzo, nos lo ahorramos.

El Capitán y Argniolo se quedaron mirándose.

—Quiero que vayas a mi tienda al amanecer, Capitán.

—Por supuesto, excelencia. Pero como las tiendas aún no están, ¿cómo sabré cuál será la suya?

—Las tiendas están en la carreta que nos ha seguido, junto con los valet. Estoy seguro de que tú y tus hombres las levantarían de manera muy veloz. Los Mercenarios son buenos para hacer cualquier cosa, dicen, y tú más que los otros. Corre la voz de que te has desempeñado de maravilla como vaquero; seguramente sabrás desempeñarte como mayordomo.

—Por supuesto, excelencia —respondió Rankstrail—, para mí sería un honor levantar su tienda. Sería un orgullo y un motivo de alarde poder prepararle el lecho. Perdone, excelencia, solo una cosa, porque además no quisiera hacerlo enojar jamás. Desde hace dos años estamos en la Montaña Partida y desde hace dos años no nos bañamos, tenemos uno piojos tan grandes como cucarachas, por no hablar de los chinches. ¿Usted está seguro de que después querrá dormir en el sitio donde pusimos las manos? No me atrevo a decirle lo que hacemos con nuestras manos y dónde las metemos, porque no es conversación para un caballero.

Argniolo lo miró con un odio gélido y el Capitán se lo correspondió con una sonrisa obsequiosa y una leve reverencia.

Los valet levantaron las tiendas de los caballeros.

Los Mercenarios durmieron en el suelo cerca del fuego. A la primera luz del amanecer el Capitán se presentó, desarmado y sin armadura, como la cortesía lo prescribía, en la tienda de Argniolo que se levantaba suntuosamente, en medio de la llanura, con sus colores blanco y carmesí alternados en rayas horizontales con el oro de los bordados.

Un extraño olor dulzón se esparcía por el campamento de los caballeros. Por todo el suelo estaban diseminados los pétalos que quedaban de las pequeñas margaritas formando una especie de tapete. Había muchas rojas por la sangre del dragón y se alternaban con otras blancas, repitiendo los colores de Daligar.

Argniolo lo esperaba adentro. Estaba sentado en un escaño, vestido de terciopelo y esperó largo rato después de que el Capitán entró, antes de darse vuelta hacia él para hablarle. Detrás de Argniolo una cortina dividía la tienda en dos: Rankstrail sintió que no estaban solos en la tienda, pero no se descompuso ni se impresionó, porque mientras esperaba con paciencia a que el otro se dignara percatarse de su presencia, notó por el rabillo del ojo que el lobo lo había seguido y estaba agazapado en la sombra.

Por fin Argniolo levantó los ojos hacia Rankstrail y le habló.

—No me has complacido, Capitán, pero al menos mataste al dragón. ¿Sabes qué es ese aroma?

—Me lo estaba preguntando, excelencia —repuso con sinceridad el Capitán.

—Estamos cocinando la carne del dragón.

—¿Ustedes están… qué? ¿Están cocinando al dragón? Pero…

—Será el banquete de los caballeros de Daligar, Capitán. Criados como una estirpe de héroes y nutridos con carne de dragón, de tal modo que su fuerza pase por nuestras venas y nos haga invencibles.

El Capitán tuvo que agotar todas sus fuerzas para controlar tanto las ganas de vomitar como de masacrar a Argniolo a patadas.

—¿Qué opina de esto? —preguntó todavía el otro.

—No sabría —respondió el Capitán, tratando de no entrar en detalles—. Yo me he comido un montón de murciélagos y no sé volar. Mi madre, que era una santa mujer, alimentó a miles de zancudos y estos no mejoraron su carácter. Pero, no sé, quizá tenga usted razón. ¿Comían muchas gallinas dónde usted vivía, excelencia?

Argniolo se puso de pie, indignado.

—No tengo intenciones de tolerar más tu arrogancia —profirió.

Hizo un movimiento del brazo y tres de sus hombres, armados, dotados de corazas relucientes y de espadas salieron detrás de la cortina y se plantaron frente al Capitán que los examinó con interés. Cuando terminó de examinarlos se dirigió a Argniolo de nuevo.

—Bien —dijo—, si no tiene nada más para decirme, me despido. Parto mañana para la Montaña Partida, al mando tanto de la caballería como de la infantería ligera como ordenó el Conde de Daligar. Cada dos meses le enviaré mis despachos. Mis saludos a toda la comitiva.

El Capitán giró para irse. La voz gélida de Argniolo lo interrumpió.

—Capitán —dijo—, ¿ciertamente no pensarás que saldrás con vida de esta tienda?

—Claro que no, excelencia, soy inteligente y comprendí que estoy liquidado. Es mi lobo, el pobre animal que es realmente tonto, el que no entiende nada de nada. Si uno de sus hombres se mueve, el lobo le arrancará a usted el cuello. Como ya dije, me saluda a toda la comitiva.

El Capitán dio la vuelta de nuevo para irse. El lobo emitió un gruñido sordo.

—Tú y yo nos volveremos a encontrar —dijo Argniolo entre dientes.

—Claro, excelencia —aprobó una vez más el Capitán, sin siquiera voltearse—. Si ninguno de los dos muere, nos volveremos a encontrar.

Una vez fuera de la tienda, Rankstrail se agachó, recogió un puñado de pétalos de margarita, algunos blancos como la inocencia, otros rojos con la sangre del sacrificio y los mantuvo apretados entre el puño.

Cuando llegó al fuego del campamento de los Mercenarios, se arrodilló y vomitó hasta el alma. Lisentrail lo miro con preocupación, pero no osó decir palabra.

El Capitán se levantó, miró los pétalos que apretaba y luego los guardó dentro de su alforja. Sin mirarlo, le dio a Lisentrail la orden de reunir a todos los hombres para la partida. Llegarían a Daligar por la noche y al día siguiente, todos juntos, la infantería y ellos, partirían para la Montaña Partida.

Estaban ya sobre los caballos cuando alguno preguntó en voz baja:

—Los que están al otro lado del deslizamiento, ¿qué fin tendrán ahora?

—Del otro lado de las Montañas Oscuras está el mar —contestó Lisentrail—. El mar es un lugar donde hay agua por doquier, que siempre continúa y jamás se acaba. Beber, no, no se puede beber, por eso todavía hay tanta; sin embargo, por dentro está llena de cosas para comer. Y no solo peces. También los escollos que hay alrededor están cubiertos de cosas para comer, también la arena las tiene por dentro. El que está en el mar no sufre hambre.

—¿Y por qué no vamos nosotros también? —preguntó alguien—. A vivir allí.

—Porque están las Erinias —contestó Lisentrail.

—¿Quiénes?

—Las Furias. Los Ángeles de la Muerte. Los Espíritus de la Destrucción. Son tres fantasmas horrendos, invencibles. Llegan desde el cielo a destruir todo lo que se encuentran en el camino. Por esto en el mar no vive nadie. Hasta los piratas han dejado de ir allí. El que sobrepasa las Montañas Oscuras, tarde o temprano, tiene una muerte segura. Por eso se llaman las Montañas Oscuras. Quien las sobrepasa no vive mucho. Ni siquiera el dragón se las hubiera arreglado contra las Erinias, Capitán.

El Capitán no respondió, pero asintió y, así fuera por un instante, miró de nuevo a su segundo a la cara. Poco antes de llegar a Daligar, el Cabo tomó valor y se atrevió a dirigirle la palabra:

—Capitán —dijo—, debes tener más cuidado. Las cebollas, cuando tienen gusanos, no te sientan bien.