Capítulo 17

A la mañana siguiente los enviaron a la garganta de Astrid, la hendidura vertiginosa donde el Dogon entraba en el Macizo de las Montañas Oscuras. La consigna era esperar, no se sabía bien a quién ni para hacerle qué.

Las bases de equitación que habían recibido en los apacibles caballos de la Montaña Partida fueron suficientes para que Rankstrail y sus hombres lograran cabalgar con decoro junto a los caballeros de Argniolo en medio de la niebla sutil que en las mañanas otoñales envolvía el Dogon y sus cañaverales.

Los caballeros habían partido mucho antes del amanecer y llegaron cuando el sol estaba ya alto.

La garganta era una hendidura oscura en la montaña. Según el mapa del Prestamista, todavía en manos del Capitán, la garganta continuaba en un larguísimo despeñadero labrado por el río que atravesaba las montañas hasta una cascada vertiginosa que caía verticalmente sobre la playa, donde el agua formaba una serie de estanques salobres que se perdían en el mar, empantanándose.

Se organizaron en dos filas: la caballería ligera adelante, los caballeros de Argniolo detrás. Una niebla ligera envolvía el mundo. Argniolo tomó la palabra. Explicó la misión: completar la obra del Juez Administrador para que los Elfos con sus conjuros no pudieran destruir más el Mundo de los Hombres; para ello, el único y doloroso remedio que había decretado era el exterminio. Pero el Mundo de los Hombres escondía traidores que en vez de arrodillarse agradecidos habían obstaculizado la obra del benefactor.

—Una pareja de campesinos, gentuza inmunda, vil laza condenada, inconscientes de la iniquidad del pasado, despreocupados por futuras calamidades, a cambio de un fabuloso tesoro le vendieron al último de los Elfos, su salvación, el honor del mundo y su hija, una niña bruja en todo y por todo digna de ellos. La Justicia del Juez Administrador abatió a los dos miserables hace un par de años, los abatió como se aplasta a las serpientes, pero en un exceso de misericordia salvó a la hija. Ahora esta miserable brujita es la aliada del Elfo y de la más poderosa de las criaturas malignas, el dragón. Esto hizo que se acallaran las mentiras de los enemigos del Condado que niegan que los elfos sean la raíz de todos los males. El Elfo intentó raptar a la Princesa de Daligar, intento que falló gracias al valor extremo de la brigada de guardia que logró herirlo. Unos verdaderos héroes.

—Una brigada contra uno, y este se les pudo escapar aún herido, vaya héroes —tradujo en voz baja Lisentrail, lo suficientemente baja para que solo el Capitán, a su lado, pudiera escuchar.

—Ahora el Elfo —retomó Argniolo— está escapando y ha arrastrado consigo a todos los traidores y enemigos del Condado protegido por un dragón y aliado con una niña bruja con poderes despreciables. Las órdenes son simples. Debemos destruir a cualquiera que intente evadir la Justicia del Juez. No olviden que el Elfo está herido y que un dragón es vulnerable en el vientre donde las escamas son menos gruesas. Llegarán por el este y tratarán de meterse en la garganta y será mejor si los atacamos antes: aquí en la llanura maniobramos mejor.

—Aquí se puede escapar en todas las direcciones —tradujo de nuevo Lisentrail—. En la garganta, si ese se encuentra con el dragón de frente, toda la chatarra que tiene encima le servirá tanto como la sartén a una trucha.

—El plan es que nos mantengamos en dos filas —prosiguió Argniolo.

—La caballería ligera adelante y la pesada detrás —previo Lisentrail, siempre de modo que solo Rankstrail pudiera oírlo—, de tal manera que nos puedan dar una mano, qué gentiles. Lo que significa que solo podemos avanzar, porque por detrás los tenemos a ellos.

—La caballería ligera adelante y la pesada detrás —siguió Argniolo—, así podremos socorrerlos.

—Ey, Capitán, ¿lo escuchó? Podrás hacer las veces de general. Veamos si adivino otra vez: el dragón para nosotros y el Elfo para ellos.

—Cuando el dragón sea avistado nos dividiremos las tareas: nosotros nos ocuparemos del Elfo, criatura peligrosísima y mágica, y ustedes tendrán la cortesía de quitarnos del medio por lo menos al dragón.

Después del discurso Argniolo se quedó callado. Ni siquiera se tomó la molestia de hacer algún comentario sobre el rocín del Capitán de la caballería ligera.

Leve, oculto, impalpable, inconfundible, Rankstrail reconoció de nuevo el miedo. No era solo por maldad que Argniolo había reclamado su presencia; no era solo por odio que lo había acorralado entre él y el dragón.

Tenía miedo.

Estaba aterrorizado.

* * *

El sol otoñal se levantó y su poder, así fuera limitado, brilló sobre la solemne inmovilidad de la caballería pesada. Antes del mediodía los caballeros habían comenzado a jadear y a sudar: muchos habían descendido de los caballos y se habían refugiado un poco más atrás bajo la sombra de los tilos, encerrados como moluscos dentro de las armaduras candentes.

La caballería ligera, en vista de que aún no sucedía nada, rompió la inmovilidad y el silencio. Los hombres comenzaron a probar el galope. Algunos se cayeron, otros se encontraron aferrados a un caballo que era difícil frenar y los demás permanecieron decorosamente en la silla.

Sin contar las caídas y las desbocadas, en general, la mejoría era visible a cada hora que pasaba. El entrenamiento con los grandes y apacibles caballos de Malviento y aquella tranquila jornada de espera estaban rindiendo frutos. Contrariamente al Capitán, que parecía más sombrío y desesperado que nunca, a la tropa la había invadido una alegría considerable.

Eran la caballería.

En realidad, jamás se lo habían esperado. Sin embargo, era innegable que lo habían deseado, o mejor, soñado; de otro modo no hubieran tenido la inquebrantable obstinación de dejar sus ahorros aparte, sueldo tras sueldo.

Seguían siendo Mercenarios. A ellos nunca alguien les daría una hija para desposarla. Siempre serían carne de cañón, pero era inmensamente mejor que ser la infantería.

Debían enfrentar un dragón y un guerrero que tenía de su lado la malicia y la magia y esto desencadenaba oleadas de miedo que se propagaban en susurros y luego se esfumaban: ellos tenían al Capitán. El Capitán sabía qué hacer. El Capitán vencería y ellos seguirían con vida.

Trakrail, alegre como un pinzón, subía una y otra vez a lo largo de la fila, sin dejar de hablar ni de acariciar los remaches de su vieja silla de montar de tercera mano, con la expresión de quien se ha ganado una fortuna tan enorme que todavía no lo puede creer.

Lisentrail y el Capitán se sentaron en el suelo para no cansar a los caballos. Era mejor no cansar a sus caballos.

Amarrado con un pedazo de cuerda para no espantar a los caballos, después de expresar con un aullido indignado por su insólita condición de prisionero, el lobo dormía tranquilo con el hocico sobre la pierna del Capitán. La tibieza del animal era la única cosa que conseguía calmar la inquietud de Rankstrail. Trataba de reflexionar, pero en su cabeza estaban los mismos tres o cuatro pensamientos que se agitaban convulsionados como gusanos en una cebolla podrida, chocando unos con otros, enmarañándose y luego desvaneciéndose, infructuosos e inútiles.

Quizá también podría vencer a un Elfo y a un dragón si solo fuera capaz de establecer que vencerlos era lo indicado.

No un Maldito sino el más poderoso y el último, había dicho Aurora. Los términos no eran necesariamente opuestos. Era posible ser el más poderoso y el último y ser maldito, sobre todo si se es el más poderoso y el último de un pueblo maldito. Si no era un castigo de los Dioses, el principito de los Elfos o quien diantres fuera eso que estaba a punto de enfrentar, ¿por qué en vez de un perro, un gato o, si así lo quería, también un hurón, un papagayo, de forma excepcional un lobo, como todo el mundo lo hacía, se echaba encima un dragón? En todo caso había que matar al dragón. Esa era una de las pocas cosas claras. En vista de que no estaba seguro de poder liberar de los Orcos a la Tierra de los Hombres en las fronteras orientales, no sería cortés dejar un dragón en la llanura central. Pero, aparte de esto, ¿no podía Aurora, en los pocos instantes en que hablaron, haberle dicho algo sensato y útil, en vez de perderse en tonterías?

A falta de las aclaraciones de Aurora, estaban las de Lisentrail. Además de la costumbre de ocuparse de sus propios asuntos, a Lisentrail también le faltaba la de mantener la boca cerrada. Las dos cosas sumadas daban como resultado un río ininterrumpido e imparable de datos fragmentarios, contradictorios cuando no absurdos, recogidos entre transeúntes, mendigos, vendedores de manzanas, asistentes del verdugo, gaiteros, una de las criadas de la cocina del Juez y, sobre todo, la cuñada de uno de los jardineros y la prima en tercer grado de uno de los soldados, encargado de los calabozos.

Lisentrail explicó que este tipo, el soldado, los había conocido a los dos, que había estado junto a ellos dos días, antes de que los colgaran. ¿Cuáles dos? Los padres de la niña. Esos dos, Monser y Sajra se llamaban, eran dos campesinos; le habían contado al soldado, al de los calabozos, que cuando eran jóvenes habían salvado a un niño Elfo. Porque, habían dicho los dos, uno nunca deja morir a un niño, porque entonces daría igual que fuéramos Orcos. Y luego dijeron que el que habían salvado no era un maldito, que era una buena persona, pero que eso no contaba para el Juez y que por ello existe la ley de que es necesario matar a los Elfos y que siempre hay que entregarlos así sean buenas personas.

—¿Aunque sea un niño? —preguntó el Capitán.

—Aunque sea un niño —confirmó Lisentrail—. Pero a los dos los colgaron después y a la hija la metieron en un lugar llamado la Casa de los Huérfanos, que para un niño es lo que la infantería ligera es para un hombre: hambre, frío, fatiga, piojos y golpes, para nada un sitio agradable. A estas alturas sucedió una cosa extraña: el Juez hizo derribar a cinceladas los garabatos que estaban en un viejo muro, que no eran garabatos sino palabras, una profecía de Sire Arduin en persona. Sire Arduin, el que nos salvó a todos de los Orcos, porque sin él nosotros dos ni estaríamos en este mundo, también era uno de los que veía lo que iba a suceder. Verás, Capitán, a ti y a mí no, porque nosotros dos no importamos, pero Arduin veía a aquellos que importan. Y había previsto, espera, era una cosa difícil: había dicho que el último de los Elfos, por una especie de castigo de los Dioses, encontraría al último dragón y luego debía unirse con una fulana que tenía un nombre que se relacionaba con la mañana, y su padre y su madre, pero no, no los del Elfo, los de la fulana, así lo querían. Pero ¿cómo que a quién? Al Elfo. Por lo tanto coincidía: el Elfo encontró al dragón y se unió con la hija de los dos colgados que lo habían querido cuando era un niño. La hija de estos dos se llama Robi.

—¿Pero no tenía que llamarse como la mañana?

—Exacto: Robi reemplaza a Rosalba. Lo sé porque es un nombre de mi región. También Sajra, que era la madre de la niña, es un nombre de mi región: es el nombre de una flor. A lo mejor hasta somos parientes. Rosalba se llama la cuñada de mi hermana mayor y todos le dicen Robi. Por lo tanto la profecía cuadra. ¿Has entendido?

—No —respondió el Capitán—. Pero así está bien; no me lo cuentes de nuevo.

Rankstrail conocía la profecía. Jamás la había creído, pero la había oído tantas veces que, quisiera o no, se le había grabado en la memoria. El último Elfo, el último dragón y la muchacha que tenía el nombre de la luz de la mañana, habían estado por años en las palabras del Escribano Loco. Él las recordaba. Le vino a la mente que Aurora significaba lo mismo. Se preguntó si era por accidente o por destino, pero intuía que la animadversión del Juez por el último Elfo podía estar ligada de alguna manera también al nombre de la hija.

A estas alturas, y para empeorar las cosas, llegó Trakrail que en muchos sentidos, principalmente en la incapacidad de ocuparse de sus propios asuntos y en el de mantener la boca cerrada, se parecía a Lisentrail. Mientras el sol comenzaba a descender en el horizonte y les regalaba brillo a sus cabellos rubios y sucios, Trakrail comenzó con la historia de su madre. Lo hizo tímidamente al principio, mordisqueando las palabras como lo hacía con las uñas, pero luego el discurso alzó el vuelo como un pato: inicialmente con esfuerzo, luego de un modo invencible. Nada de lo que había dicho Argniolo era verdad. Trakrail era hijo de una bruja: su madre recogía hierbas para curar y ayudaba a las parturientas, pero luego el Juez Administrador había dicho que las mujeres que sabían curar eran brujas que les habían cedido el alma a los Infiernos a cambio de ese don, y la madre de Trakrail terminó en los calabozos y se quedó allí un par de semanas antes de tener el honor de acceder a la hoguera para mayor gloria del Juez Administrador. Ella conoció a esos dos y cuando Trakrail iba a visitarla para llevarle pan o inclusive nada, solo para verla, porque eran las últimas veces, también los conoció: eran personas de bien. Y Trakrail, que después de que arrancaba no lo paraba nadie, dijo que el Juez Administrador hacía eso por envidia, solo por envidia, y ni siquiera bajó la voz para afirmarlo. Se decía que también el Juez había tratado de curar a algunas personas, pero que si no se tiene la inclinación no se tiene éxito; no basta con los libros y los nombres de las hierbas. Las brujas eran capaces y él no; por esto las odiaba. Lo mismo ocurría con los Elfos: el Juez era hermoso, sin duda, y se cuidaba a morir, se notaba por la forma como llevaba el cabello blanco en ricitos y bucles, pero los Elfos, todos, eran más hermosos que él. El Juez sabía montones de cosas porque había sudado sangre leyendo libros durante años; en cambio los Elfos sabían de todo y de inmediato: hablaban tres lenguas apenas aprendían a caminar, aprendían la astronomía y las artes alquímicas al oír las cantilenas que les contaban para arrullarlos. No era verdad que los Elfos fueran carroña: si lo fueran, se hubieran salvado del exterminio destruyendo el mundo.

Los Elfos no eran culpables como tampoco lo había sido su madre.

Lisentrail le dijo que se dejara de estupideces y Trakrail se interrumpió bruscamente, bajó la mirada y se fue veloz, como vuela un pato cuando encuentra la piedra de una honda o la flecha de un arquero.

Finalmente la luz se apagó. Una llovizna leve bañó el mundo. Un ejército indefinido apareció en la vaga luz del anochecer, del otro lado del valle: gente a pie, guiada por dos caballeros. La procesión se acercó y Rankstrail se percató de que el caballero era uno solo. El segundo caballo transportaba a tres niños. Un dragón cerraba la fila y había comenzado a remontarla. Era una criatura indescriptible; la fuerza y la belleza se fundían en ella. Incluso a través de la escasa luz se podían entrever el encendido color verde esmeralda y los mortíferos colmillos que podrían destrozar a un hombre como si fuera un pollito en la boca de un lobo.

El dragón era enorme y su rugido iluminó la noche con una llamarada; sin embargo, ni siquiera entonces sintió miedo el Capitán. Hubiera sido posible abatirlo: una veintena de hombres atacándolo simultáneamente por todos los lados con alabardas encendidas en la punta podrían obligarlo a emprender el vuelo. En el instante en que levantara el vuelo los arqueros atacarían desde abajo su vientre vulnerable. Era posible. El problema era si y por qué: si hacerlo y por qué hacerlo.

La luz había aumentado. La lluvia había cesado. Las nubes se habían despejado. Rankstrail logró distinguir una columna de gente desarmada, cubierta de harapos y llena de niños. La luna subió. El caballero empuñaba una espada que brilló bajo la luna. Habían dicho que quizá estaba herido. Bajo las órdenes de Argniolo, algunos hombres de la caballería pesada se les adelantaron a Rankstrail y a los suyos y atacaron al caballero, pero el caballero los repelió. Uno de los harapientos se acercó para ayudarlo, pero el guerrero se desenvolvió solo. Uno de los caballeros de Argniolo lo atacó por la espalda y aunque el Elfo no estaba mirando en esa dirección se detuvo y, de nuevo sin mirarlo, lo desarmó.

—Ey —murmuró alguien—. Ese pelea como el Capitán: también sabe de dónde vendrán los golpes con anticipación.

—Capitán, ¿qué hacemos? —preguntó Lisentrail—. Si esperamos, se meterán en la garganta.

El Capitán no respondió. Se estaban yendo. No estaban haciendo daño, solo escapaban.

El dragón se había puesto en medio. Argniolo y los otros se batieron en retirada. Solo quedaban ellos.

—Dispárenle al dragón —dijo el Capitán.

—Capitán, es como darle a una casa: las flechas le rebotan encima. ¡Solo se puede golpear la panza de un dragón!

—Dispárenle a la espalda del dragón —repitió el Capitán.

Nubes de flechas oscurecieron la poca luz de la noche otoñal.

Una niña con una corona en la cabeza reunía a los mendigos y los guiaba hacia un lugar seguro. Era una jovencita más o menos de la edad de Flama o de Aurora. Por poco se desliza en el fango, pero volvió a levantarse.

Todos se estaban desbandando. Estaban aterrorizados y guiar gente aterrorizada es dificilísimo. La gente aterrorizada hace cosas estúpidas como desperdigarse y escapar en la dirección equivocada, pero la niña era increíble. No tenía miedo. Era por esto que lograba tranquilizar a los demás y arrastrarlos consigo. Tenía la calma de los líderes. Su calma y su coraje eran el único baluarte contra el terror de todos. Y era un baluarte infranqueable.

Era un líder innato. Los hombres de Argniolo que habían atacado al caballero de la espada se retiraron, término amable para decir que escaparon, como anotó Lisentrail. Uno de los caballos se desbocó y derribó al caballero. Después de haberles hecho señas a los suyos para que se quedaran inmóviles, el Capitán se acercó para que no dejar aislado al hombre hasta que se subiera de nuevo a la silla. En esos pocos instantes, la niña levantó hacia él los ojos llenos de desesperación y de odio. Rankstrail, una vez que vio que el hombre estaba a salvo, regresó al lado de sus hombres.

—Capitán, ¿qué hacemos? —preguntó Lisentrail de nuevo—. Capitán —repitió—, debemos hacer algo.

—Diles a los hombres que se queden quietos. Y recuerden. No los estoy entregando en manos del verdugo, porque aquí la justicia la administro yo. Al que desobedezca y ataque lo atravieso con mi espada.

—Capitán, no puedes quedarte sin hacer algo. Te matarán —insistió Lisentrail.

—Hagan lo que digo. No hay nada más que hacer —repitió sombrío el Capitán.

Había tomado una decisión. Si daba la orden de no hacer nada, lo asesinarían a él, no a sus hombres. Un soldado debe seguir órdenes y si la orden es quedarse quieto, no puede tomar la iniciativa. Además no podían masacrar al ejército Mercenario con los Orcos tan cerca. A sus hombres no les harían nada.

Recordó la mirada llena de furia de la niña. Pensó que le estaba salvando la vida a expensas de la propia y que ella jamás lo sabría. Además ya no podía vislumbrarla porque estaba a salvo en la garganta. El dragón taponaba el camino. El Capitán se preguntó hasta cuándo: ¿un día, dos, cinco, siempre? Tarde o temprano el dragón se quitaría de allí y entre Argniolo y la niña quedaría solo el guerrero con la espada y el cabello que centelleaba bajo la luna.

El dragón alzó el vuelo. El vientre blanco y vulnerable brilló bajo la luna.

El verde fantástico de sus alas llenó el cielo nocturno iluminado por una enorme luna.

Aun así, mientras preparaba su propia muerte, la mirada del Capitán se perdió en la magnificencia de aquel vuelo en el que se fundían el poder y la gracia. El Capitán comprendió: estaba por hacer que todo se derrumbara. El ejército de los harapientos estaba a salvo. Él podía darse por acabado.

Por otro lado, nada era inmortal. Tenía en cuenta que tarde o temprano tenía que morir.

Se quedó inmóvil y disfrutó el vuelo.

—¡Dispárenle! —gritó Lisentrail detrás de él—. ¡A la panza! ¡Ahí no rebotan!

La orden fue obedecida de inmediato. El Capitán no tuvo tiempo ni de darse vuelta cuando ya en el vientre del dragón se abrían innumerables ríos de sangre. Las flechas de la caballería ligera llegaron como una bandada de gavilanes.

—¡NOOO! —gritó el Capitán.

La llamarada del dragón iluminó el cielo e incendió los árboles centenarios. La criatura golpeó con toda la fuerza de su vuelo el flanco de la montaña y esta se derrumbó.

La tierra cayó, cayeron las piedras y los árboles quemados y el lodo. El derrumbe rodó enorme.

Cuando no cayeron más terrones y de nuevo fue posible ver alguna cosa, la garganta estaba cerrada para siempre. Del otro lado la niña, el joven guerrero y todos los harapientos estaban a salvo, inalcanzables.

El dragón yacía en el suelo.

Todavía lo agitaban los últimos sobresaltos de la agonía.

La tierra se había empapado con su sangre.

Millares de minúsculas margaritas nacieron, se abrieron y formaron un tapete en cuyo centro el dragón vivió sus últimos instantes.

Rankstrail descendió del caballo y lo mismo hicieron sus hombres. El lobo había logrado finalmente liberarse de la cuerda y estaba junto a él. Se acercaron despacio. El dragón se inmovilizó en la muerte. El viento sacudió las margaritas y sus pétalos comenzaron a caer.

El frío aumentó.

—Hombres —dijo el Capitán en voz baja—. Esta vez cometimos una estupidez.