De todas las estupideces que Rankstrail había oído en su vida, esta era sin duda alguna una de las más grandes.
En Daligar estaban intactas y armadas hasta los dientes la infantería y la caballería verdaderas, las de las grebas simétricas, las armaduras de acero y las espadas hechas como se debe para que nunca se quiebren. Le parecía evidente que ni un Elfo ni un dragón tendrían por qué generar una crisis, pero al parecer la idea solo era evidente para él.
La noticia, además de ser una estupidez, era una catástrofe.
Quitarles de repente la protección a las poblaciones de la frontera era un acto demencial y criminal, pero no tenía alternativa y debía hacerlo. Tuvo tiempo para llamar a una reunión a los jefes de las aldeas: primero que todo tenían que conservar los fuegos de comunicación. Podrían tener un número suficiente de soldados en los Confines si les suministraran podadoras y hoces a las mujeres: también las mujeres podían combatir. Y de todas maneras, en una legión infestada de Orcos, las mujeres nunca debían estar desarmadas.
Mientras caminaba y hablaba a la vez, Rankstrail leyó el terror en los ojos de sus interlocutores y odió con toda el alma al Juez Administrador y también al otro, al Maldito, al elfo; por culpa de ellos la región de Malviento iba a quedarse sola, sin los Mercenarios, frente a una tierra que de un momento a otro iba a vomitar banda tras banda de Orcos.
Cuando avistaron la Ciudad Puerco Espín y estaban a punto de desplomarse después de haber marchado veinte horas diarias y haber alimentado a todas las sanguijuelas del río y además a las del lago, llevaban pegados los últimos jirones de piel salvados de las zarzas y de los zancudos. El cansancio ya no les permitía tenerse en pie. Era casi de noche. En las puertas de la ciudad hubo una discusión interminable con los soldados de la Gran Puerta, que no habían recibido ningún tipo de instrucciones y no tenían intenciones de ir a molestar a sus superiores para pedirlas. El hecho de que la presencia de ellos fuera necesaria, urgente, inaplazable, imperativa e imprescindible, incluso a costa de dejar una región desguarnecida y una población en peligro de ser masacrada, no había hecho que a alguien se le ocurriera pensar dónde alojarlos. Los únicos que hicieron algo fueron los arqueros, que se percataron del lobo del Capitán y trataron de abatirlo, pero Rankstrail los disuadió, comunicándoles en pocas y sentidas palabras la opinión que tenía sobre ellos, sus arcos y la forma más apropiada en que podían usarlos.
Finalmente, ya avanzada la noche, los soldados se convencieron de llamar a un oficial que se presentó, altanero y frío, para explicarles las vicisitudes recientes de Daligar y la enorme tragedia apenas evitada por el valor de sus combatientes. El Elfo, el Maldito, había venido. A duras penas había fracasado el rapto intentado por él en detrimento de la Princesa Aurora. En este momento, por primera vez, el Capitán se sintió feliz de haber sido reclamado y, por primera vez, odió a alguien tal vez más de lo que odiaba a los Orcos y al Juez Administrador. Como si eso no bastara, continuó el oficial, el Maléfico había regresado ese mismo día y se había ido no sin antes liberar a los peores criminales del Condado, custodiados en los calabozos. Al Capitán esto le pareció una afirmación extraña: se preguntó cuáles malhechores podrían hospedar los calabozos en una región donde por costumbre no se tomaban prisioneros.
A la mañana siguiente, frente a las puertas de la ciudad, el Capitán organizó un campamento que ocupaba las orillas del Dogon hasta los cañaverales y consiguió, aunque sería más preciso decir «consiguió por extorsión», una hogaza de pan para cada seis hombres y el derecho de caza y pesca para todos.
Después de haberle confiado el lobo a Lisentrail, Rankstrail se presentó en el palacio del Juez. La construcción maciza, inarmónica y áspera lo irritó: era fea e incómoda a la vez. Antes, durante el largo día que pasó con Aurora en el jardín, lo había dejado desconcertado, pero en ese entonces tenía otras cosas que hacer como para mirar la arquitectura. Ahora podía observar el lugar más de cerca y con una calma considerable, dado que la urgencia de la convocación no le impidió hacer medio día de antecámara. El paje que lo había conducido al patio interior malinterpretó la perplejidad con la que Rankstrail miraba los muros ásperos y las pocas ventanas mal distribuidas en las fachadas escuetas; la malinterpretó y lo ilustró, con altivez y orgullo, sobre cómo todo esto constituía el «nuevo estilo».
Toda Daligar, con sus horripilantes patios bordeados de pórticos, las escalerillas banales de piedra que subían en caracol sobre las casas, los típicos balcones con enredaderas, las rejas de hierro forjado, los portones con arquitrabes en mármol labrado, los pequeños templos con las dobles columnas entorchadas, las hornacinas, los ajimeces, las ventanas de tres y cuatro vanos, había sido derribada y reconstruida para dejar en claro que con el Juez Administrador comenzaba un nuevo mundo, una nueva era. Un nuevo estilo. También estaban estudiando una nueva lengua. Apenas terminara el conjuro de los Elfos y los destinos de la economía se hubieran levantado, se ocuparían del «nuevo estilo». Rankstrail, por primera y última vez, pensó que ser un pueblo de muertos de hambre también podía tener su lado positivo.
Mientras acampaba en el patio confiando en que alguien se tomara la molestia de decirle qué debía hacer, Rankstrail oyó una voz:
—¡Señor!
Tardó algunos instantes en comprender que era a él a quien llamaban. Se encontró de frente, al otro lado de una reja que cerraba una ventana en aspillera, a la única persona, además del Prestamista, que alguna vez lo hubiera llamado de esta manera. Aurora, la Princesa de Daligar, estaba igual de hermosa, pero mucho menos pálida que cuando la había conocido. Había aumentado por lo menos dos palmos de estatura, el cuello ya no parecía hecho con los huesos huecos de un carrizo sino que se erguía orgulloso sobre los hombros que se habían ampliado, mientras los brazos ya no tenían nada de frágiles. Evidentemente, su cuerpo había encontrado la voluntad de crecer y de florecer descarnando lagartijas y comiendo ranas y, ahora, las que se asomaban por las mangas de brocado para apoyarse en la reja eran dos manos en las que la gracia igualaba a la fuerza. El Capitán pensó que la que le hablaba ya no era una niña, sino una mujer joven. Muy joven, claro, con la infancia apenas tras de sí, claro, pero sin duda alguna una mujer.
—¡Señor! —repitió en un susurro.
Los ojos le brillaban como el sol de verano entre las hojas de las moras, como la luz de la primavera sobre el trébol. Tenían la transparencia de los pozos del Castañar, el verde profundo de las copas de los pinos cuando resplandecía bajo la nieve. Tenían los colores del viento que sopla en las colinas. Se encontraron con los del Capitán y Aurora sonrió.
Ni vergüenza, ni culpa, ni miedo, pensó Rankstrail.
—¿Le ha hecho daño, Señora? —preguntó ansioso, aunque ya la sonrisa de ella lo había tranquilizado—. El Maldito, quiero decir.
—No es un Maldito, Señor, sino el último y el más poderoso miembro del Pueblo de los Elfos. No me hizo daño alguno, ni tenía intención de hacérmelo. Simplemente atravesó mi jardín, mientras su destino se cumplía. Escuche, Señor, hay una antigua profecía, hecha por Sire Arduin en persona, o más bien había, porque mi padre ordenó que fuera destruida. El único mal que el último de los Señores de los Elfos hubiera podido hacer era enamorarse de mí y me vi obligada a impedir esto. Cometí una injusticia y le causé dolor a una niña y me duelo por ello, pero era necesario. Debí mostrarme tan tonta y desgarbada como para asegurarme de que cuando el último y el más poderoso de los guerreros álficos me viera no pudiera desear unir su vida a la mía. Ahora él ha regresado, pero solo para liberar y llevar a un lugar seguro a la joven, aquella que será su Reina, la heredera de Arduin, quien previo todo sobre ella, excepto el nombre. Sabe, Señor, a veces la niebla del tiempo hace que inclusive los más sabios videntes caigan en engaños.
—Señora, con su permiso, perdone —protestó el Capitán exasperado—. No entendí nada.
No había más tiempo. Después de haberlo dejado acampando en aquel patio toda la mañana como un trasto inútil, finalmente el paje había venido a llamarlo.
—¡Señor, se lo ruego, no olvide nunca su juramento!
Aurora se deslizó fuera, de tal modo que el paje no la vio. El Capitán se quedó atónito. Recordó el juramento: no matar, excepto si había una clara necesidad de salvar a alguien. Trató también de reunir algo que tuviera sentido entre lo que recordaba de las palabras de Aurora. ¿Qué más había dicho? No un maldito, sino el último… ¿No le podía haber dicho alguna cosa sensata, una cosa que sirviera para algo?
Aurora no estaba en peligro mientras la Montaña Partida sí lo estaba. Lo único que tenía que hacer era irse de Daligar. Había algo más que hacer en otro lugar y, sobre todo, no había entendido si matar al Elfo sería un honor o la peor de las estupideces. Un motivo más para intentar irse de allí.
El paje ahora corría y Rankstrail debía seguirlo. Era evidente que la regla de la casa era: «Primero espera como un idiota y luego desespérate y corre». Llegaron jadeantes a la gran sala donde el Juez Administrador en persona, como pronto lo descubrió, les hablaba a los jefes militares.
El Juez era muy bien parecido, de cabellos blancos, bellísima barba blanca, ojos claros: se parecía a Aurora. Tenía la misma cara ovalada, las mismas manos ahusadas.
—… Y yo, que soy el Juez Administrador, yo que le he dado la Justicia a la ciudad… —reiteraba, casi en cada frase.
Por fortuna, estaba tan concentrado hablando que no se percató de la llegada de Rankstrail. La gran sala era escueta y estaba pobremente iluminada por algunas ventanas en aspillera diseminadas en las paredes sin ningún orden reconocible.
Los cuatro comandantes de la caballería pesada, entre ellos Argniolo, y tres de la infantería estaban sentados en escaños de roble cubiertos por telas blancas y de color carmesí. Todos voltearon la cabeza irritados y molestos cuando el Capitán entró detrás del paje. No se había previsto ningún escaño para él y por lo tanto Rankstrail se limitó a quedarse contra el muro. Una vez terminó lo que tenía que decir, el Juez Administrador se interrumpió bruscamente, suspiró y sin ningún tipo de despedida, ni siquiera un gesto con la cabeza, se dio vuelta y se fue.
Se hizo silencio en la gran sala. Los hombres permanecieron sentados; después todos se levantaron, excepto uno.
—Bien —dijo uno de los jefes de infantería—. Las órdenes me parecen claras.
—¿Alguno de ustedes, excelencias, podría aclarármelas también a mí? —preguntó el Capitán.
—¿No las escuchó? ¿O no las entendió? —preguntó Argniolo.
Rankstrail decidió no apelar a un retraso, que sin duda le había sido impuesto con el objetivo de no perdonárselo, para justificarse.
—Da igual que sea lo uno o lo otro, excelencia —respondió con calma—. Es difícil que alguien de la infantería ligera sea una persona capaz. Si me las puede repetir, con voz lenta y clara, a lo mejor las entienda.
—¿Quiere dárselas de gracioso conmigo?
—Solo quiero irme, excelencia. Regresar a la Montaña Partida. Siempre y cuando no le sea útil. Si le soy útil, dígame qué debo hacer.
—El asunto es enfrentar a un Elfo y a un dragón. ¿Cree que usted y sus hombres tienen suficiente sangre en las venas para ir allí?
—Estoy seguro de que no, excelencia. La sangre que teníamos en las venas la hemos compartido con las sanguijuelas y los zancudos y la que nos quedó es poca. No alcanzaría para los Elfos y los dragones, pero podríamos hacer que alcanzara para los Orcos. Podemos dividirnos las tareas. Ustedes, que son los héroes, salven a Daligar, y nosotros, que somos los Mercenarios, regresamos a Malviento para hacernos pedazos con los Orcos, ya que estamos habituados a eso.
—¿Pero qué sandeces dice? —preguntó Argniolo exasperado.
—Pero, excelencia, ¡le estoy dando la razón! —explicó con paciencia el Capitán.
—¿No te avergüenza ser un canalla?
—No, excelencia —rebatió Rankstrail, alegre—. ¿Y por qué debería avergonzarme? ¡Son ustedes los caballeros sin mancha y sin miedo! Yo soy un Mercenario, no combato por la gloria. A mí me pagan. El dragón nos da miedo; además sé que están ustedes. Vayan ustedes que no le temen a nadie y yo regreso donde los Orcos.
—Eres un canalla —murmuró Argniolo.
—¡Es cierto! —reconoció el Capitán plácidamente—. Dado que en eso estamos de acuerdo, ¿puedo marcharme?
A Argniolo esto ni se le había cruzado por la cabeza. Le informó que, desde ese momento en adelante, él y sus hombres conformaban la caballería, mientras Rankstrail y una cincuentena de sus hombres conformaban la caballería ligera. Tenían plazo hasta la tarde para procurarse un caballo. Partirían al amanecer para detener a los fugitivos o, más bien, para obstaculizarles el camino.
Convertirse en caballero era el constante espejismo de la infantería ligera, un cambio de estado que los llevaría a una posición cercana a la respetabilidad, pero no en ese momento, no después de lo que Aurora había dicho, no sin entender lo que estaba sucediendo. Rankstrail trató de objetar que ni siquiera sabían cabalgar, lo que no era del todo cierto, y que no sabían nada en absoluto de caballos, lo que no era del todo falso, pero esta vez fue Argniolo el que concluyó la conversación.
—Capitán, ¿pero tú no eres el hombre del milagro? ¡Al parecer siempre tienes éxito en todo lo que haces! Estoy seguro de que lo harás.
—Cuando se habla de milagro significa uno: un milagro, excelencia. Cuando son dos o tres se dice «los milagros» y eso ya es otra cosa. En este caso primero se nos tiene que ocurrir cómo encontrar un caballo y además tratar de entender cómo se mantiene uno encima de este; después debemos encontrar al dragón y, por último, el problema será explicarle al dragón que se deje matar. ¿No pretende que matemos un dragón? ¿Y eso cómo se hace?
—No es difícil asesinar a un dragón: el vientre es vulnerable porque ahí las escamas son más sutiles, como las de una serpiente.
—¿Le arrojamos nuestras flechas romas mientras estamos sobre un caballo en el cual no sabemos sostenernos? En vista de que están más informados, ¿por qué no lo matan ustedes?
Y si nosotros lo matamos, ¿qué pasará con la gloria? ¿Qué les contarán a sus nietos dentro de cincuenta años alrededor del fuego, mientras llueve afuera? Para eso están ustedes que son los mejores. Ya que ustedes son más valientes, asesinen al dragón; nosotros regresaremos a luchar contra los Orcos en la Montaña Partida, ya que allí no hay gloria. De todos modos nosotros no tendremos nietos para contarles algo. Y si los tenemos, pues les contaremos que nos topamos con ustedes. Será incluso mejor que decirles que nosotros matamos al dragón. ¿Ahora me puedo ir?
Nadie respondió. Rankstrail se volteó para irse.
—Capitán —lo llamó uno de los otros, que hasta aquel momento había permanecido sentado y en silencio. Era el hombre que le había entregado a Rankstrail el mapa, el caballero anciano con las insignias de oro—. Usted fue nombrado Capitán de la caballería ligera aunque continúa al mando de la infantería, y el Juez Administrador firmó el decreto —el hombre suspiró sin mirarlo a la cara, y Rankstrail comprendió no solo que la idea no había sido suya, sino que además se sentía avergonzado por no haberla impedido. Le lanzó una mirada a Argniolo y prosiguió—. Yo también me he dado cuenta de que era… que hubiera sido… —segunda mirada a Argniolo— arriesgado, si se me perdona el término, proponerle al Juez mandar contra los enemigos del Condado a hombres… —tercera mirada a Argniolo— a hombres de valor, pero que no saben cabalgar, sobre todo cuando entre los enemigos del Condado hay un dragón. Entre otras cosas porque sus hombres estaban manteniendo a los Orcos fuera de las regiones orientales y ahora estas regiones quedaron desprotegidas. Capitán, si usted no consigue una victoria mañana, nadie detendrá más a los Orcos. Si usted muere, no tendremos a nadie más para enviar. Si, los Dioses no lo quieran, deserta o se rehúsa a seguir las órdenes… estoy hablando por hablar, Capitán, sé muy bien que no es ni siquiera presumible que usted pueda ser así de loco y así de… criminal… como para condenarse usted mismo y a sus hombres, y según las últimas disposiciones también a los familiares de sus hombres que vivan en el Condado a… a lo que ya sido previsto… justamente… según las últimas disposiciones… —el hombre prosiguió cada vez con mayor lentitud—… si esto tuviera que suceder, los trece verdugos de Daligar no serían suficientes, habría que contratar otros. Y después de que los verdugos terminaran, las tierras orientales les quedarían a los Orcos. Mañana usted irá con Sir Argniolo: se brindarán una ayuda recíproca. O vencedor o muerto, Capitán, la derrota sería equiparada con una traición —concluyó el hombre en un susurro—. Lo siento —agregó de forma inesperada bajando los ojos.
Se hizo un silencio que ni siquiera el furibundo Argniolo osó romper.
—Todavía tengo una pregunta —le dijo finalmente el Capitán al viejo caballero.
El hombre levantó la cabeza y lo miró.
—¿Podría saber su nombre? La próxima vez que nos veamos me encantaría saludarlo.
El viejo caballero tardó algunos instantes en comprender. No sonrió. Pero se levantó y se presentó con cortesía:
—Soy Folio, Conde de Daligar, Señor, pero ahora es solo un título honorífico. Significa que soy el último descendiente de los fundadores de la ciudad.
Rankstrail hizo un gesto con la cabeza como respuesta.
Argniolo decidió que de nuevo había llegado el momento de hacer oír su voz que resonó jubilosa y como un sonsonete a espaldas del Capitán, mientras este se retiraba.
—Mañana en la mañana deben estar listos. Les comunicaremos qué hacer y cómo hacerlo. Estoy seguro de que como son tan astutos serán capaces de conseguir un caballo y usarlo; de otro modo será deserción. También estoy seguro de que como son tan valientes serán capaces de detener a los fugitivos. A todos los que haya que detener. De otro modo será traición.
Rankstrail lo maldijo para sus adentros. No había entendido si querían usarlo a él para destruir al Elfo y al dragón, o si querían usar al Elfo y al dragón para destruirlos a él y a los suyos: lograrían al menos uno de los dos objetivos o los dos simultáneamente.
* * *
Al regresar al campamento, por fuera de las murallas, reunió a los soldados y les informó el hecho de que ya ellos eran la caballería ligera. La selección de los caballeros no fue difícil: todos los que habían estado con él en la Roca Alta, porque todavía tenían el salario que el Prestamista les había dado, más el de los últimos dos años que había quedado intacto, dado que el Capitán había pactado el mantenimiento de ellos con los jefes de las aldeas. Eran muy lides y, no por casualidad, eran los que habían aprendido a cabalgar en la Montaña Partida porque todos, quién más quién menos, con el poco dinero que habían conservado, habían acariciado el sueño de poderse pagar un caballo y convertirse en caballeros.
Siuil, envidioso, refunfuñó que como siempre el Capitán no tenía idea de lo que era el sufrimiento, y otra vez, sin sufrimiento alguno, había llegado a ser jefe de la caballería; luego, malhumorado y altanero, pidió no ser parte de la caballería ligera y, por consiguiente, se pudieron librar de su presencia.
Los caballos estaban en las caballerizas del Condado cerca del establo de asnos que les había servido como dormitorio dos años atrás. Las caballerizas estaban llenas. Argniolo al menos había conseguido los caballos. Rankstrail negoció por los soldados para evitar que se hicieran competencia unos a otros y para que el costo de los caballos se mantuviera bajo. Logró comprar cada uno, con silla, por diez escudos de plata. Lisentrail no tenía sino ocho escudos: solo consiguió a Colaentorchada, una vieja yegua, caprichosa y desconfiada. El único que no tenía nada era Rankstrail, que seguía mandándole el dinero a su padre. En la alforja tenía algunas monedas de cobre que había guardado para darse una comilona de ajonjolí y miel con su hermanito cuando regresara a casa en la próxima licencia. Escogió un hermoso bayo para él y se lo dejó al vendedor mientras Lisentrail, que conocía la calle en la parte baja de la ciudad, lo guiaba: era un callejón oscuro a la sombra de las murallas, conocido de manera informal como la Calle de los Usureros.
Las casas eran altas, estrechas, tan cercanas unas a otras que a menudo era necesario ponerse de lado para pasar. El callejón era empinado y con frecuencia interrumpido por escalas.
—Ey, Capitán —dijo Lisentrail—, tenga cuidado: el que pasa por aquí tarde o temprano pasa a manos del verdugo.
El Capitán asintió. Tendría cuidado. Sabía lo que le sucedía en el Condado de Daligar al que no pagaba las deudas.
Le preguntó a la única persona que encontró, un hombre sentado en un umbral con un largo vestido de color negruzco desteñido, dónde podría encontrar un Prestamista.
El otro lo miró perplejo.
—¡Hombre! —le dijo—. La palabra que usamos aquí es usurero. Verás, hombre, ahora te explico, cada año el préstamo se duplica, así me aseguro de que te afanarás mucho. Si no me pagas, está el verdugo; así también me aseguro de que te afanarás mucho. Pero soy bueno, solo llamo al verdugo si siento que me toman el pelo: si alguien no me da nada o muy poco. Es que soy bueno. Mira, tengo un amigo al que le presté un escudo hace ocho años cuando su hija nació y cada año él me da un escudo en vez de dos; sin embargo, no he llamado al verdugo.
—Claro, para qué lo harías —reflexionó Rankstrail—. Hasta ahora te ha dado ocho escudos y siempre te debe uno. Entregárselo al verdugo sería como matar la gallina de los huevos de oro.
—Eso es, además es que soy bueno.
—Una especie de santo —aprobó el Capitán.
Para que toda la operación fuera tan solo una locura y no propiamente un suicidio, Rankstrail hizo un préstamo de cinco escudos, suma que en teoría podría recuperar, dado que como Capitán de la Caballería Ligera su salario debía aumentar. Le vendió al usurero el puñal con mango de madera de olivo que le habían regalado en Scannuruzzu y así obtuvo un sexto escudo. Habría podido conseguir el séptimo con la venta del lobo que siempre lo seguía, pero se rehusó.
El vendedor de caballos fue inflexible. Para el bayo se necesitaban diez escudos y no había nada qué hacer. Pero para no contrariar al Capitán, para que no se fuera de allí sin cabalgadura, por seis escudos le daría a Garrapata: era un buen negocio, en cierto sentido era una joya por ese precio.
Con certeza no se necesitaba ser una de esas personas que se detienen en apariencias cuando se trata de juzgar. El Capitán estaba por preguntar por qué lo llamaban Garrapata, pero después lo vio y no tuvo necesidad de preguntar más.
—Si se trata de caballos, es un caballo —dijo el vendedor y el Capitán tuvo que estar de acuerdo.
Si se trata de caballos, es un caballo.
—Dotado de silla —aseguró el vendedor.
El Capitán dudó un momento antes de aceptar. No es que ignorara que la compra de Garrapata era una obligación, es que quería posponer cuanto pudiera, así fuera poco, el momento en el que el propietario de Garrapata sería él.