El Capitán se quedó dos años en la región. Antes de la llegada de los Mercenarios los Orcos habían hecho incursiones frecuentes, habían destruido y arrasado para después desparecer al otro lado de Quebradanegra.
—Avanzan un pedazo a la vez, no tienen ninguna prisa; así es como se hacen las cosas —observó Lisentrail—. Se tomaron Buenviento y ahora se están preparando para Malviento. Si nadie los detiene, tarde o temprano llegarán a Daligar. Ey, Capitán, ¿sabes que el lugar donde nací es tierra de Orcos? Se llama Puentetrémulo y estaba sobre Quebradanegra. Estábamos inundados de carneros. Había tantos que parecía que hubiera nieve. Por esto nosotros éramos la tierra de los pergaminos. Fabricábamos pergaminos y luego los hombres llenaban los canastos y salían a venderlos por los alrededores. Ahora ya no somos nada. Ya ni siquiera existimos…
Cuando se esparció la noticia de la llegada de los soldados, los Orcos dejaron de atacar; durante el primer año los Mercenarios se los encontraron una sola vez.
A principios del otoño, con las primeras luces de un amanecer despejado y frío, barrido por el viento de tramontana, el Capitán y los suyos cayeron por sorpresa en una granja que había sido saqueada. Los hombres que habían opuesto un mínimo de resistencia con podadoras, azadas, horcones y hoces para darles a sus familias tiempo de huir habían sido masacrados. Las mujeres y los niños se habían salvado y habían llegado, trastornados por el dolor y el horror, a pedirles ayuda a los Mercenarios. Cuando los soldados llegaron, los Orcos, después de una noche de ebriedad y destrucción, estaban borrachos como cubas, enajenados y dormidos sobre el piso de tierra pisada de aquella especie de casa hecha de tierra y hierba. Los cadáveres de los habitantes masacrados por los Orcos se alternaban con los cadáveres de los Orcos masacrados por los hombres de Rankstrail. Muchos yacían sobre su propio vómito que formaba una capa única en el suelo con el vino derramado y la sangre de los degollados.
—Siempre hay gente que se despierta tarde —dijo Lisentrail—. A estos no les dijeron que el jolgorio se ha terminado.
Más que una batalla fue una matanza: los soldados simplemente habían masacrado a los Orcos sin darles a la mayoría ni la posibilidad ni el tiempo de levantarse, entender lo que estaba sucediendo y recoger las armas. Rankstrail recordó con desazón el juramento que le había hecho a Aurora y se preguntó por un instante si esta masacre de borrachos podía considerarse una violación a aquel juramento, pero luego miró lo que quedaba de los propietarios de la granja y se sacudió la idea de encima como una molestia inútil. El que asesinaba era asesinado. El que viniera a masacrar sería masacrado.
Cuando todo terminó, Rankstrail se inclinó sobre los muertos. Eran los primeros Orcos que veía en la vida. Una extraña sensación de vacío le oprimía la parte baja del tórax, como cuando se quiere vomitar y no se puede.
Extendió la mano y despacio, como si temiera una agresión o un contagio, tocó el yelmo del muerto. Más que un yelmo de verdad era un casquete de cuero que tenía clavadas encima láminas de metal, hierro oxidado y pedazos de bronce y cobre, estos últimos sin duda tomados de las decoraciones de puertas y portones, pues aún conservaban rastros de los frisos. El casquete bajaba hasta la altura de la boca. La máscara, al lado de la abertura de los ojos y de la nariz, estaba revestida con pedazos de pelambre y colmillos de lobo que le daban un aspecto aterrador, igual que las capas de pelambre y cuero que tenían garras grandes como de oso, que colgaban de los lados. Los Orcos nunca se quitaban los casquetes, ni siquiera para dormir o comer.
El Capitán respiró profundamente; después tomó el casquete con las dos manos y lo retiró. Debajo había una cara monstruosa y asimétrica que le pareció hecha de pelos y garras alternados, pero no perfectamente igual a ambos lados. En la frente había escamas pequeñas que parecían colas de lagartija ensambladas en mosaico, una contra otra. El Capitán pareció tranquilizarse.
—No tienen nada humano —dijo—, esto está hecho de colmillos, pelo y colas de lagartija. Es medio animal, una cosa intermedia entre un hombre y un animal.
—No, Capitán —lo contradijo Lisentrail—. Esas son realmente colas de lagartija o de escorpión, colmillos y pelo de animal. Los Orcos se pegan de la cara pelos, garras, y colas de lagartija o de escorpión. Debajo, sin embargo, son más o menos tal cual como nosotros. Mira.
El cabo despegó con dificultad el pelo, las zarpas y las escamas. Estaban tan pegadas que el cadáver se despellejó en algunas partes. Debajo había una cara larga, cuadrada, de pómulos planos. La piel era gruesa y se levantaba en nudos duros e irregulares separados por surcos rojizos, y era extrañamente terrosa, extrañamente lívida: más lívida y más terrosa de lo normal incluso en un muerto.
—Esta cosa está pegada. No sé con qué: una mezcla de aceite rancio con alquitrán hirviendo, creo. Debe dar un dolor del otro mundo echarse eso en la cara, pero la primera regla de un Orco es no sentir dolor. La segunda regla es amar la muerte, no solo la de los demás. También la propia. Un Orco tiene que sentirse feliz de hacerse matar y en este punto tienen razón. Mejor estar muerto que vivir como viven ellos. Cada tribu tiene un diseño propio para las máscaras y una mezcla diferente para pegarlas. Mira, ese es de la misma tribu: colas de lagartija, garras y pelo de tejón.
—Pero son extraños —insistió el Capitán—. Mucho.
—No son tan extraños.
—Claro que son extraños. Tienen la piel más gruesa que la nuestra. Son extraños. No son como nosotros. No es solo por la abrasión.
—Tienen la piel como la tuya, Capitán, como la tendrías si te la quemaran con alquitrán en cada estación. Y además como siempre tienen esa cosa asquerosa pegada de la cara nunca cambian de expresión y entonces parece que tuvieran la cara medio colgada, como de tonto. Sabes, si uno no usa un brazo durante veinte años se le seca y no tiene ya fuerzas ni para levantar una nuez. Es lo mismo.
—El color también es raro. Nadie puede ser así de blanco.
—Capitán, ¿has visto alguna vez a un hombre salir del calabozo después de más de seis meses? Tiene ese mismo color. Pégate cualquier cosa de la cara y después ponte un yelmo encima, espera tres estaciones y también quedarás blanco como una larva de mosca. Mira la piel de los brazos, está hecha como la nuestra. Los Orcos son solo más grandes y un poco más oscuros y macizos. Muchos Orcos son más altos que nosotros, incluso más que tú que eres alto, pero no todos. Los de los pantanos son más pequeños que yo, que soy bajo. Dicen que tienen más pelo, pero eso es puro cuento. Quizá es cierto que apestan más que nosotros, quizá tan solo se bañan menos y además ellos no tienen cuerdas. Sostienen las placas de las corazas con tendones de animales y el olor se siente. Nosotros, cuando usamos tendones de buey porque no tenemos cuerdas, apestamos igual que ellos. Si nos huelen a sotavento, parecemos Orcos. Tienen la cara un poco más plana y el cabello más liso, pero por lo demás… Cuando están vivos sí se distinguen bien. Los Orcos se mueven todos juntos en pelotones, en batallones, en ejércitos. Un Orco solo… es Orco muerto. Comen todos juntos, marchan todos juntos, se emborrachan todos juntos, se mueven todos juntos. Las paradas de los Orcos son increíbles. Serían el sueño de cualquier instructor de alabarderos. Todos se mueven al unísono. Y además: los Orcos se divierten cuando matan y celebran después de haberlo logrado. A los Orcos les gusta ver a los niños sufrir y te juro que esto es verdad, Capitán. También yo vengo de los Confines. Recuerdo a mi hermano. Era un poco mayor que yo. Estábamos caminando con los carneros, él y yo. Él se les tiró encima para permitirme escapar y lo atraparon. Vi cómo lo mataron. Reían. Y luego bailaron. Si quieres, te doy la receta para hacer un Orco: un Orco es alguien que se alegra cuando un niño sufre y si después muere, tanto mejor. Sabes, dicen que es difícil captar la diferencia entre los Medio-Orcos y las personas, pero no sé si es verdad.
—¿Existen los Medio-Orcos?
—Dicen que de todo hay en esta Tierra.
El Capitán ya había tenido suficiente. Salió de la casa madriguera cubierta de hierba y flores, repleta de cadáveres, vómito, sangre y vino derramado y finalmente, a su vez, vomitó hasta el alma.
—Ey, Capitán —dijo el cabo, que salió a ayudarlo—, debes tener cuidado con las cebollas cuando tienen gusanos. No te sientan bien.
El Capitán estaba de rodillas sin poder parar y menos respirar. Cuando Lisentrail pudo volver a ponerlo en pie y arrastrarlo hasta el campamento, se quedó acostado dos días, casi sin poder hablar. Como no había otras opciones, Trakrail confirmó de manera vaga que le habían hecho daño las cebollas podridas.
El Capitán se recuperó, pero desde entonces se le veía siempre sombrío y silencioso.
* * *
Por suerte los Orcos no se dejaron ver más.
Más que los Orcos, el verdadero enemigo pasó a ser el miedo a los Orcos.
El Capitán combatió ese miedo.
Se ideó un sistema de barreras y fuegos en serie para cuando se avistara al enemigo; así sería imposible que las bandas llegaran sin ser vistas. Se hizo un acuerdo con los jefes de las aldeas para que cada una de las comunidades a sumiera la construcción de una pequeña cinta de murallas donde la población pudiera refugiarse en caso de un ataque. Los Mercenarios les enseñaron a organizar las rondas. Cerca de los pozos, que eran los lugares más frecuentados y por ello los más apetecibles para las emboscadas, se pusieron hombres armados para hacer guardias. Se obligó a quienes iban a buscar agua o llevaban a pastar los hatos a ir armados y, sobre todo, provistos de un cuerno para dar la alarma en caso de avistar al enemigo. El Capitán acordó también con los jefes de aldea el alojamiento y el mantenimiento de los Mercenarios a cambio de protección y de una ayuda congruente en las labores agrícolas y en la construcción de las murallas de defensa, de tal manera que cuando dejó de llegar el salario, lo que sucedió en menos de dos estaciones, pudieron seguir comiendo y los ánimos se mantuvieron en calma.
Llegó el invierno. Los días seguían siendo casi tibios, pero de noche el viento era helado. A menudo en la mañana los campamentos de los Mercenarios estaban envueltos por una capa delgada de hielo, pero luego el sol se levantaba y lo derretía todo.
La segunda primavera de permanencia en estas tierras llegó y se transformó en verano. Las acacias florecieron con grandes flores blancas y carmesí que le recordaron a Rankstrail los vestidos de Aurora. La calma terminó un día abrasador mientras un viento cálido y arenoso soplaba sobre el altiplano y en la hendidura de la Montaña Partida con un gemido agónico.
Pocas millas al sureste, donde el altiplano de Malviento terminaba y comenzaban los Montes de la Luna Vieja, la caballería ligera fue atacada. La solicitud de ayuda y refuerzos la trajo un joven herido de muerte a la grupa de un caballo cubierto de lodo y sangre. Rankstrail y Lisentrail lo vieron y corrieron a su encuentro. Llegaron a tiempo para recibir el mensaje y para ver al joven desplomarse en el suelo y quedarse allí, con los ojos fijos en la nada, cada vez más vidriosos.
Llegaron a los Montes de la Luna Vieja en un día y medio, a etapas forzadas. Eran montañas áridas y ásperas, hechas de gargantas que se alternaban con una tierra pedregosa cubierta de un boscaje bajo y ralo. No había agua. El fondo de los escasos riachuelos estaba seco y resquebrajado en grietas polvorientas.
Después de dividirse en grupos recorrieron el territorio a lo largo y ancho bajo un sol despiadado, pero no pudieron ver ni a los caballeros ni a los Orcos. Finalmente, un vuelo lúgubre de buitres les señaló, en el fondo de un despeñadero, donde no había ningún torrente de agua, lo que quedaba de la caballería ligera: ya no necesitaba ayuda, salvo tal vez la necesaria para pasar a la otra orilla del río del Reino de los Muertos.
—¿Tú crees que cada persona que muere necesita dos monedas para pagarle al barquero? —preguntó el joven Trakrail.
—No —le aseguró Lisentrail, con decisión—, morir es la única cosa por la que no le pagas nada a nadie.
Tampoco se veía ningún caballo, ni vivo ni muerto. Los Orcos se los debieron haber llevado o comido. Al lado de los Mercenarios había dos cuernos de pastorcillo y Rankstrail comprendió lo que debía haber sucedido: una pequeña banda de Orcos capturó con gran algarabía a los dos jovencitos y se hicieron seguir por los soldados de la caballería hasta esa garganta abrasadora donde los esperaba la mayor parte de su apestoso ejército. La garganta había sido transformada en una trampa. Cualquier decena de arqueros en los dos extremos más altos probablemente fueron suficientes para destruir a la caballería ligera.
Además Rankstrail había hecho infranqueable la frontera que estaba bajo su control, pero la caballería no había logrado hacer lo mismo y por lo tanto se vio obligada a combatir también a los enemigos que no habían podido entrar a Malviento.
Lo único que pudieron hacer fue sepultar a los muertos y marcharse.
Rankstrail dejó una parte de sus hombres custodiando las dos aldeas de la región, que podrían comunicarse con la Montaña Partida a través de un sistema de fuegos que, en caso de un ataque, lo advertiría a tiempo; mandó un despacho a Daligar con la noticia de la catástrofe y regresó.
Mientras atravesaban la última garganta de los Montes de la Luna Vieja a uno de sus hombres le dio fiebre: lo abrasaba la sed y Trakrail dijo que en medio día estaría en condiciones de caminar; sin embargo, necesitaría agua limpia y en buena cantidad.
—¿Alguien tiene un poco de agua limpia? —preguntó el Capitán.
—Yo tengo media cantimplora, pero les daría asco a los perros —respondió Lisentrail.
—¿Entonces para qué la cargas?
—Otro día más con este sol, Capitán, y esta también te parecerá buena.
Tardaron en encontrar el agua y hacer descansar al enfermo. El Capitán la encontró por el olor: el residuo de un manantial en el fondo de una acequia. Llenaron las cantimploras con una lentitud exasperante, gota a gota. En el camino de regreso, Rankstrail sintió un aullido tenue. Escondido en un matorral, o más bien, atascado entra las zarzas, había un lobezno. Debía haber caído desde arriba, si no había sido arrojado.
Tenía la lengua agrietada por la sequedad y una pata herida. Casi no podía ni gañir. Era pequeño, pero valiente. Cuando Rankstrail alargó la mano para agarrarlo, gruñó con valor. El Capitán cortó la rama que lo tenía aprisionado y lo liberó. Lo agarró del cogote, lo mantuvo suspendido y los dos se miraron. El cachorro gruñó otra vez y después se puso a aullar. Era de un gris muy claro. Los ojos eran marrón, el hermoso color de la miel de castaño que le recordó al Capitán la Roca Alta. A poca distancia yacía la madre, una loba hermosa, muerta por lo menos hacía tres días, golpeada por una de las flechas de los Orcos.
Rankstrail le dio al cachorro el agua llena de gusanos de Lisentrail, ya que había encontrado agua limpia para el soldado, y el animal se animó. Cuando el Capitán lo tomó en los brazos, el lobezno le lamió la cara y después se durmió de repente, exhausto. Rankstrail decidió quedarse con él.
—Ey Capitán, ¿estás bromeando? —preguntó Lisentrail con la indignación que siempre lo acompañaba frente al naufragio del sentido común y con el entusiasmo que siempre lo invadía cuando se entrometía en asuntos ajenos—. Será la perdición cuando caces. También habrá que alimentarlo. Los lobos no viven de pan viejo y cáscaras de frijoles, no son gallinas. En una región de carneros y pastores entre las ideas menos inteligentes que a uno se le puedan ocurrir, tener un lobo es la menos inteligente de todas. Menos inteligente es una forma cortés de decirlo. Una forma cortés es cuando en vez de una cosa se dice otra que suena mejor. La menos inteligente significa lo mismo que la más estúpida.
—Ya entendí —repuso el Capitán, cortante.
A pesar de la insistencia del cabo, Rankstrail no quiso saber nada de abandonar al cachorro donde estaba. Dormía entre sus brazos y tenían un enemigo común.
El animal se convirtió en algo bueno para el Capitán, que atravesaba cada vez con mayor dificultad las noches agitadas, obsesionado por el sueño recurrente de los colmillos de lobo. Él y el animalito dormían uno contra el otro y tener el cachorro enrollado a su lado, como una tibia bola de pelo o una especie de hermano mucho menor, de alguna manera disminuyó su angustia y su sueño se calmó, se hizo menos terrible y menos frecuente.
El lobezno creció. Uno de los últimos soldados enlistados había trabajado como saltimbanqui con dos perritos amaestrados y se ofreció para asesorarlo en la educación del animalito. El lobato era inteligente y pronto aprendió las órdenes básicas para convivir con los humanos e inclusive su nombre, que simplemente fue Lobo. Seguía a Rankstrail a lodos lados, rápido y silencioso como si fuera su sombra. Los llamaban el Oso y el Lobo.
La ya inquietante figura del Capitán se hizo, con la cercanía del lobo, más sombría y más dura. Los pastores trataban de mantener sus greyes lejos de la Montaña Partida. En las aldeas las mujeres se encerraban cuando los militares pasaban.
Seguían sin tener ningún rastro de los Orcos. Las barreras creadas por el Capitán eran infranqueables, pero el humor del Capitán no mejoró. Hubiera o no hubiera Orcos, parecía obsesionado con ellos.
Los caballos de la altiplanicie de Malviento habían nacido más para trabajar que para cargar caballeros. Merodeaban por el brezal a la espera de ser vendidos, dispuestos a dejar que los Mercenarios, cuando no tenían nada que hacer, se les acercaran y los cabalgaran. Los guardianes de los caballos se ofrecieron para enseñarles las bases de la equitación a cambio de lecciones sobre el uso de la espada y el arco. Muchos Mercenarios, el Capitán entre ellos, aprendieron a cabalgar.
Durante una de las cabalgatas sobre aquellos caballos fuertes y tranquilos, el Capitán, Lisentrail, Trakrail y Nirdly, el enano, llegaron a Tallil, la aldea en la punta extrema de la Tierra del Buenviento que todavía estaba en manos de los Hombres. Había tallas por doquier desde las puertas que chirriaban de manera terrible en los goznes y los postigos inestables de las ventanas zafadas, hasta las tejas rotas. En las callecitas sucias, cubiertas de miles de moscas de zumbido ensordecedor, había corazones de coles y excrementos de cabra que nadie recogía. Al fondo, entre las viñas que comenzaban a asilvestrarse, había un estanque pequeño.
—¿Será que a estos les importa un pepino el lugar donde viven? —preguntó Lisentrail.
—Debe ser porque están cerca de los Orcos —respondió Nirdly—. Es como cuando estás con alguien que tiene piojos y entonces tú también te los pescas.
—A lo mejor es solo la incertidumbre —propuso Trakrail—. Realmente están en los límites y corren el riesgo de tener que irse de un momento a otro. El que tiene miedo de verse obligado a dejar el techo propio no desperdicia energías reparándolo.
Las tallas eran magníficas: los altorrelieves y bajorrelieves se continuaban unos tras otros formando jardines encantados y bestiarios fantásticos. El Capitán se preguntó si por casualidad esa no sería su tierra natal, cuyo nombre, según cayó en cuenta, nunca supo. Se le acercó a un viejo que estaba agachado con la azada sobre una hilera de coles macilentas y le dijo cómo se llamaban sus padres y si por casualidad los había conocido, pues tal vez eran originarios de ese lugar. El otro no le respondió nada. Sacudió la cabeza con un gesto vago sin siquiera levantarla, sin dejar de mirar las coles.
El Capitán se fue de allí.
—No le agradamos —concluyó Lisentrail—. Tal vez no le agradan los Enanos —prosiguió para explicar la falta de cortesía del viejo—. La gente los llama homúnculos, no Señores del Pueblo de los Enanos como tú lo haces, y nadie se pone contento cuando se encuentra uno en la puerta de su casa.
* * *
El verano pasó. El viento helado del Norte llegó a barrer el altiplano.
Con el segundo otoño, de repente, veloz como el viento en su caballo bayo, devorado vivo por los zancudos del Silario y despellejado por las impenetrables zarzas del Bosque de Oro, llegó un mensajero de Daligar.
Un dragón había sido avistado. Alguien lo cabalgaba y ellos sabían de quién se trataba. No podía ser sino el Elfo, el Maldito, el Odiado, el Enemigo, Él.
Amenazaba a Daligar. La misma vida del Juez Administrador estaba amenazada.
El Capitán era reclamado de inmediato: la caballería ligera había sido destruida por los Orcos. No había nadie más.
Solamente él y los suyos.