Capítulo 14

Hacía nueve días que las celebraciones habían terminado. Nada había sucedido. El tiempo se arrastraba. Día tras día, llegaban personas desplazadas de Buenviento, en los Confines de las Tierras Notas. No tenían más palabras para contar el horror, no tenían más lágrimas. La ciudad de Daligar no recibía a nadie.

Los desplazados eran mujeres y niños. Los hombres se habían quedado para intentar proteger las granjas, los animales, los campos y las huertas que habían trabajado laboriosamente por generaciones sudando sangre.

Los hombres se habían quedado y habían muerto.

Ahora sus mujeres y sus hijos estaban acampando al descubierto frente a las murallas.

En torno al fuego, una tras otra, las mujeres se levantaban y, una tras otra, recordaban el nombre de los hombres y de los hijos que habían perdido, recordaban las casas que habían tenido, la vida que llevaban, también el nombre de los animales que el enemigo había matado para comérselos o por pura estupidez, porque para los campesinos los animales son como parte de la familia, el último baluarte para que el hambre, la miseria y la soledad no sean totales.

Y después de las mujeres hablaban los niños, los que sabían hablar. Uno tras otro recordaban a los padres, los abuelos, los hermanos, los cachorros con los que habían jugado y los juguetes que habían tenido, porque todos los niños tienen un juguete, una piedra o un pedazo de madera al que le han dado un nombre.

Y así el círculo del dolor en torno al fuego se cerraba y luego se reanudaba.

Rankstrail y Lisentrail cazaban. No estaba permitido, es decir que era prohibido y castigado con diversos tormentos, pero el joven Capitán de la infantería ligera tenía ya fama de tener un carácter espinoso y nadie tenía ganas de discutir. Cuando regresaban, él y Lisentrail les cedían casi todo a las mujeres alrededor del fuego y, a veces, se detenían a escuchar las historias, todas esas historias un tanto iguales, hechas de gritos, fuego y golpes en la oscuridad.

El Capitán juraba que los iba a detener.

Juraba que después de haberlos detenido los buscaría a todos, y los perseguiría hasta el fin del mundo.

* * *

Fue convocado, junto con la totalidad de los Mercenarios, al Alto Tribunal en la ciudadela, debajo del palacio del Juez Administrador. Los pelotones de la infantería ligera estaban completos: alrededor de media docena, casi quinientos hombres. Al pelotón de Rankstrail se le habían sumado los novatos necesarios para llevarlo al número correcto de cuatro escuadras, es decir, un centenar de hombres. Era gente que se había enrolado por el salario, claro, pero muchos provenían de familias que habían huido de los Confines y de verdad querían combatir a los Orcos. Muchos estaban de pie, muchos sentados en el suelo o sobre las gradas de las dos escalinatas angostas de piedra anegadas por la hiedra que subía hasta las graderías.

También había un grupo de caballeros con caballos magníficos. Uno tenía un caballo negro como las alas de un cuervo. Rankstrail pensó que si alguna vez tuviera un caballo, le gustaría que fuera como ese. Miró al caballero y estaba casi seguro de que lo conocía: tenía la celada bajada, pero tenía la impresión de que era el hombre de cuyas manos había salvado los cinco dientes de Lisentrail. Recordó el nombre, Argniolo. Finalmente, el caballero tomó la palabra y les informó que partirían dentro de diez días y que durante esos diez días no quería que ellos ensuciaran las calles con su presencia, ni que contaminaran el aire con su respiración. Debían permanecer en los establos que les habían dado y el primero que se dejara ver merodeando por ahí sería entregado al verdugo para aclararle las ideas sobre las órdenes y sobre cómo deben seguirse. Después se irían a los Confines de las Tierras Notas. Atravesarían el Silario, la tierra privilegiada donde las ninfas del río Dogon se encuentran con las del lago Silar. Luego tendrían el honor de atravesar la maravillosa región de los Bosques de Oro y, por último, llegarían al altiplano de Malviento y a la llanura de Buenviento. Allí podían dar muestras de su valía, siempre y cuando valieran algo.

La muchedumbre de soldados escuchó sin articular palabra y sin ningún gesto.

—¿Por qué no partimos ahora? —la voz del Capitán resonó fuerte y clara y rompió la consigna de silencio como una pedrada—. Si es cierto, como bien lo es, que el número de muertos y de destrucciones aumenta cada día, ¿para qué esperar?

El caballero debía estar de buen humor porque no se enfureció sino que se rio.

—¡Porque no hay nadie que te pueda llevar allá, andrajoso! ¿Cómo piensas encontrar la Montaña Partida? ¿Le vas a preguntar la dirección a un Orco?

Se entreoyeron risas entre los caballeros.

Rankstrail sonrió cortés y conciliador. El caballero no se había levantado la celada, pero la voz era inconfundible: era Argniolo. Evidentemente también él había sido reclamado de la Roca Alta por la guerra contra los Orcos. Era imposible que Argniolo no lo hubiera reconocido; sin embargo, no lo dejó ver.

—Si nos da un mapa, excelencia, o nos dice hacia qué constelación es la dirección, creo que podremos llegar solos a la Montaña Partida.

—¿A quién le quieres hacer creer que sabes leer un mapa, palurdo? Cuéntaselo a tu madre o a tu hermana, si es que tienes una.

Esta vez las risas estallaron entre los caballeros.

—¡Excelencia! —retomó Rankstrail, respetuoso—. Verá, nosotros los de la infantería ligera, ¡nunca lo haremos igual que ustedes, excelencia! Como ustedes, jamás, ¡pero encontraremos el camino! Si nos da un mapa y si nos dice hacia qué constelación es la dirección, ¡partiremos!

El buen humor de Argniolo se acabó bruscamente.

—¿Tienes tanta prisa, granuja? —preguntó, furioso—. ¿Es un usurero, un verdugo o un marido el que te persigue? ¿O tienes miedo de quedarte atrás y que los Orcos no te esperen para despanzurrarte?

—Es cierto, los Orcos son más malos que los Saqueadores —reconoció Rankstrail—, ni siquiera son comparables. Sin embargo, quizá con un poco de suerte, antes de que nos destripen, alcancemos a detener alguno. Creo que es mejor que nos vayamos.

El Capitán se detuvo. La sonrisa cortés desapareció. Se enderezó, irguió la cabeza. Se dio vuelta hacia sus hombres y le dio la espalda a la caballería.

—¡Vayamos ahora! —gritó, y su voz resonó fuerte en toda la Ciudadela—. ¡AHORA! ¡No habrá más casas quemadas ni hombres raptados para después ser hallados sin cabeza! ¡No habrá más niños asesinados! Miren allá afuera. Por fuera de las murallas. Escuchen el llanto de las mujeres que han visto morir a sus hijos, que han reconocido las cabezas de los que fueron sus hombres arrancadas y empaladas para delimitar los sembrados de sandías. Vayan a oírlas porque no habrá otras. ¡No habrá otras porque nosotros los detendremos ahora!

Un murmullo acogió sus palabras: los hombres que todavía estaban sentados se fueron levantando uno por uno.

—¡Detengámoslos! —exclamó el Capitán, en voz alta y terrible—. ¡Vayamos ahora! ¡Detengámoslos ahora! ¡AHORA! —tronó.

Sucedió una cosa extraña que no había sucedido en toda la historia de la infantería ligera. Como si se hubieran puesto de acuerdo, todos los hombres que estaban de pie, con la espalda y la cabeza rectas para mirar a su Capitán a la cara, respondieron:

—AHORA.

El tribunal resonó varias veces. El grito fue repetido varias veces al unísono y cada vez aumentaban las voces que se unían. Los caballeros más jóvenes, uno tras otro, también oyeron sus voces unirse al coro y gritar:

—¡AHORA! —con todo el aire que tenían en la garganta.

—¡AHORA!

Con un gesto de Rankstrail se hizo silencio en el tribunal.

El joven Capitán se dio vuelta hacia Argniolo:

—¿Tiene ese mapa?

—Tarde o temprano te haré azotar —dijo entre dientes Argniolo, en voz baja, mientras se levantaba la celada para poder mirar al Capitán a la cara—. Te haré despellejar la espalda de tal manera que no podrás apoyarla mientras que estés en este mundo. Quizá con el verdugo se te pasen las ganas de divertirte.

—Claro, excelencia, cuando quiera, pero no en esta vida, quizá en la próxima. En esta vida soy Rankstrail, Capitán de la infantería ligera, y hay hombres que viven bajo mis órdenes y bajo mis órdenes morirían, y si le permito a alguien que me falte al respeto sería como decirles a ellos que valen poco.

El silencio cayó entre los caballeros. Todos habían reconocido a Rankstrail: quizá no lo habían visto nunca, pero todos, sin excepción, habían oído hablar del Oso, el jovencísimo Capitán de la infantería ligera que sabía leer, se orientaba por las estrellas y protegía a sus soldados. Habían oído hablar del joven guerrero que vencería a cualquiera, hasta a los mismos Demonios, y que era intocable, porque por él sus hombres estaban dispuestos a atravesar el Reino de la Muerte y regresar.

Argniolo se mantuvo silencioso e inmóvil porque no solo Rankstrail tenía la osadía de mirarlo a la cara, sino que toda la gentuza que tenía detrás, su sucia banda de feroces criminales, seguía su ejemplo.

Rankstrail comprendió que la primera regla del ejército Mercenario, la que imponía suministrar el hambre y el verdugo en abundancia para mantener a los hombres con la cabeza inclinada y la mirada baja, había sido violada. También comprendió por primera vez que esa regla existía. Hasta ahora había estado profundamente convencido de que era por imbecilidad, indiferencia o descuido que los dejaban sin comida y sin el salario pactado.

Pero no era así: tenían miedo de ellos. La falta de todo servía para inducirlos al hurto. El hurto atraía el desprecio y las tenazas al rojo vivo. El objetivo era tenerlos siempre con la cabeza inclinada y la mirada baja. Era como con Aurora: hambre, vergüenza y miedo eran las armas con las que se destruye a las personas. Con hambre, vergüenza y miedo los tenían en su poder y atenuaban además el miedo que les tenían.

—Y además, excelencia —retomó Rankstrail, inexorable—, si me entrega al verdugo, entonces ustedes deberán ir a enfrentar a los Orcos para discutir con ellos el significado de la vida y de la muerte y tal vez ahora ustedes tengan algo más para hacer. Es mejor que vaya yo, que ya estoy acostumbrado. Ahora —agregó poniéndose altivo y serio—, deme ese mapa porque por cada día que esperemos alguien morirá solo y nosotros podríamos haberlo impedido.

Se hizo un silencio largo, inmóvil. Luego finalmente alguien se movió. Era un caballero anciano de cabellos blancos y un collar de cuero con las insignias de puerco espín en oro macizo que daban testimonio de que era una persona de alto rango, vástago de una antigua familia. Atravesó el tribunal hasta donde estaba Rankstrail, se detuvo y bajó del caballo para no hablarle desde arriba.

Sacó un mapa de la silla de montar, lo desenrolló, le mostró a Rankstrail dónde estaban la Montaña Partida, el altiplano de Malviento y la llanura de Buenviento; le indicó los puntos dónde los ataques eran más factibles y los puntos donde los caminos todavía eran seguros. Le entregó el mapa, le prometió que trataría de enviarle refuerzos, le deseó buena suerte y se despidió con un movimiento de cabeza que Rankstrail correspondió.

Aunque nadie lo había nombrado jamás jefe de nada, desde aquel momento Rankstrail fue el Capitán indiscutible no solo de su pelotón, sino de toda la infantería ligera, casi quinientos hombres.

* * *

Partieron al amanecer del día siguiente. Cada escuadra tenía un asno para llevar el agua y el pan.

Después de tres días tuvieron el honor de llegar a la tierra privilegiada del Silario, que no era un delta sino una zona cenagosa. Tanto las ninfas del río Dogon como las del lago Sila debían haberse desperdigado si antes las sanguijuelas no se las habían comido o la desesperación no las había obligado a ahogarse en aquella serie interminable de pantanos malditos. Los zancudos eran enormes, miserables, feroces, picaban también de día y hacían añorar las nubes honestas de zancudos del Anillo Externo con un recuerdo afectuoso velado por la nostalgia. Las sanguijuelas se constituyeron en un tormento ininterrumpido: después de marchar unas pocas millas en el fango era necesario parar, quitarse las grebas y bajarse los pantalones para tratar de despegarlas. Se quedaban pegadas de las piernas de los Mercenarios, negruzcas, infladas y turgentes con la sangre de estos. Si se las despegaban con mucha fuerza, los gusanos se despedazaban, esparcían sangre por doquier y dejaban las mandíbulas enterradas en la carne y allí se pudrían. Como la madre de Trakrail había sido curandera, él les explicó que había que poner un puñado de sal alrededor de la sanguijuela y luego quemarla para que saliera entera. Se hizo una recolecta de saleros y se mantuvo una antorcha encendida; así se logró mejorar el procedimiento. Las sanguijuelas se despegaban, el cabo Lisentrail las recogía celosamente y las asaba por la tarde en el espetón para recuperar la sangre perdida y evitar que el ejército se debilitara demasiado. Como no tenían más sal, para suavizar el sabor usaban la borraja y el tomillo silvestre que crecía al lado de los pantanos.

La segunda joya toponímica del Condado era la región de los Bosques de Oro; el lugar no tenía oro y resultó ser una enorme extensión de pinos cubierta en su totalidad por una zarza trepadora de hojas amarillentas inclusive en pleno verano. No había senderos. Era necesario abrirse paso a golpes de hacha y espada y aun así la zarza les excorió a los soldados la poca piel que se había salvado de los zancudos de los pantanos.

Finalmente los pinares desaparecieron y apareció el altiplano de Malviento: la hierba florecida lo hacía verde y las ráfagas de viento lo barrían diez días de cada once.

La Montaña Partida se elevaba vertical sobre la altiplanicie, más o menos cien pies por encima de los nacimientos del Dogon. Estaba hecha de granito rosado que la luz del atardecer coloreaba con matices de fuego. La circundaban olivos centenarios, los únicos árboles de la altiplanicie, antiguos y retorcidos; las leyendas locales decían que eran sagrados porque eran tan viejos que les tocó presenciar la batalla en la que los Dioses habían creado el mundo y los Demonios los Infiernos. La Montaña Partida debía su nombre a una larga hendidura vertical que la atravesaba de arriba abajo por donde se colaba el viento que soplaba sobre el altiplano desde todas las direcciones y en todas las estaciones produciendo un sonido grave como la voz de un cuerno.

El altiplano estaba tapizado por un brezal tupido y lleno de flores barrido por todos los vientos, bañado por lluvias frecuentes y amables que nutrían una densa población de carneros, cabras y sobre todo de caballos grandes, sólidos y de buen carácter.

Las aldeas eran dos, Montesirchio y Capula, cada una con una gran plaza en la que se llevaba a cabo el mercado de ganado. Las casas eran de poca altura y estaban desperdigadas. Cada una tenía alrededor corrales y establos para los animales; una cúpula que se prolongaba y caía hasta el suelo recubierta de hierba y flores como la tierra, y una chimenea que despuntaba como si estuviera sembrada en el césped. Las ventanas eran bajas y horizontales y dejaban filtrar la luz de las hogueras. El brezal a menudo era interrumpido por pequeñas huertas rodeadas por todos los lados de muros de piedra muy altos que las protegían.

Sobre las colinas, detrás de Capula, estaban las minas de cobre que proveían un hilo largo y sutil que enrollaban para reforzar el techo abovedado de las casas; así que, visto desde adentro con la cabeza levantada, formaba una espiral larguísima. En las minas estaban los homúnculos, subyugados desde hacía muchos años, vigilados por media docena de soldados. Pocos días después de la llegada del Capitán se regó la voz de que uno de los homúnculos, un tal Nirdly, había logrado escapar. Se trataba de una criatura insólitamente joven para pertenecer a un pueblo donde los nacimientos eran todavía más raros que las muertes, diluidas por la extraordinaria longevidad.

Una mañana particularmente clara en la que el viento de tramontana barrió hasta la última partícula de polvo del horizonte, el Capitán escaló la Montaña Partida seguido del cabo Lisentrail y de dos de los alabarderos más jóvenes. El ascenso no fue demasiado difícil y en el transcurso de medio día alcanzaron la cima. Se veía el altiplano con sus cabras y sus casas de hierba y después, abajo hacia el oriente, Buenviento, ahora en manos de los Orcos: era una franja larga de tierra, en forma de triángulo. El Capitán reconoció una larga hilera de ruinas quemadas entre un bosque de castaños y una extensión de girasoles y de maíz ahora asilvestrados: era lo que quedaba de las cinco granjas de las que hablaban los desplazados en Daligar. «Las mejores ocas de la región», decían las mujeres empobrecidas que acampaban alrededor de Daligar cuando recordaban sus aves y el salami en que las convertían. La quebrada que nacía del estanque tenía que ser Quebradanegra, cuyas aguas parecían oscuras por el reflejo de las truchas que eran muchísimas. Ahora los pescadores de estas truchas acampaban alrededor de Daligar, mientras cualquier otro se comía las truchas.

El Capitán calculó rápidamente cuántos hombres necesitaría para hacer realidad el sueño de reconquistar esta tierra: el número era tan alto que abandonó el pensamiento. Lo único que podía hacer era proteger a Malviento.

Todavía más al este comenzaba la Tierra de los Orcos, una llanura baldía recubierta de selvas impenetrables, excavada por precipicios infranqueables. Era una tierra donde se alternaban picos y despeñaderos, pedregales y pantanos, una tierra áspera que no alimentaba a sus hijos y que periódicamente los vomitaba en el mundo como lobos hambrientos para depredarlo.

Cuando llegó la noche, las estrellas brillaron del otro lado del viento helado, grandes y ásperas, como si tuvieran una corteza. Los Mercenarios, acampados al pie de la Montaña Partida, vieron una figurita que asomó en la oscuridad y que cojeó hacia el círculo de la hoguera del campamento seguida por cuatro soldados acompañados de dos perros.

El Enano se detuvo. Los miró primero a ellos, luego a los soldados a sus espaldas, constató de forma clara que no tenía salvación y por lo tanto levantó los hombros. Tenía una cara cuadrada con una barba castaña y corta. El hombro y la pantorrilla le sangraban, lo que significaba que ya había sido mordido.

—Prefiero que ustedes me maten —explicó, jadeante—. Detengan a los perros.

El Capitán estaba tendido mirando las estrellas y ni siquiera se levantó.

—Lisentrail —dijo con voz alegre—, este Señor del Pueblo de los Enanos vino a enrolarse. Hace cien años se promulgó un decreto en Daligar que permite la liberación del trabajo forzado en las minas a cambio del enrolamiento voluntario. Explícales a los soldados que lo persiguen que ahora este es un Mercenario y diles que se alejen junto con sus perros, los ladridos me ponen nervioso.

—Ey, Capitán —dijo Siuil—, nosotros nunca hemos aceptado homúnculos. A ellos realmente nadie los quiere.

—Lisentrail —repitió el Capitán—, acabamos de enrolar a un Señor del Pueblo de los Enanos. Cuando me hayas quitado de encima a los soldados y a los perros, búscale una coraza que le quede bien. Tú, ¿cómo te llamas? —preguntó Rankstrail después de haber levantado la cabeza lo suficiente como para mirar a la cara al recién llegado.

—Soy Nirdly —dijo el Enano.

—Bien, Nirdly, yo soy tu Capitán y él tu cabo.

El joven Enano asintió y tragó una o dos veces para tomar aire.

—Ey, Capitán —respondió finalmente—, yo te cuidaré la espalda. Si alguna vez lo necesitas, moriré por ti.

—Hijo —le dijo Lisentrail con una suficiencia áspera, mientras lo rebasaba para ir a detener a los soldados—, todos aquí estamos dispuestos a morir por él y todos le cuidamos la espalda.

—Bueno, nunca se sabe —refunfuñó el Enano.