Se refugiaron bajo la marquesina de la caseta de las herramientas que evidentemente era más antigua que el resto de las edificaciones escuetas y cuadradas, ya que tenía una serie de columnas y de arcos que sostenían el techo y le daban una vaga semejanza con un bosquecito encantado.
Protegidos de la lluvia, se sentaron cómodamente sobre el basamento de las columnas.
Rankstrail estaba cortando el conejo. Extrajo de la alforja el salero, una cajita de cuerno que, junto con la yesca, constituían los bienes más preciados, propiedad irrenunciable, de cualquier soldado y de cualquier cazador digno de ese nombre. En la medida en que iba cortando los pedazos los salaba y los acomodaba sobre dos hojas grandes de helechos, que usaba a manera de platos.
—¿Permite que le haga otra pregunta, Señor? —preguntó Aurora.
—Claro, Señora —respondió Rankstrail deseando con desesperación que la pregunta se refiriera a la diferencia entre una ballesta y un arco o a la transformación de los renacuajos en ranas.
—¿Un dolor mezquino se da en una situación donde lo que nos duele es algo por lo que nos sentimos culpables, no es verdad? ¿Un dolor mezquino es algo que hemos causado aunque nunca fuera nuestra intención causarlo? Cuando no se ha hecho adrede y algo terrible pasó, ¿es eso, cierto?
—Quiere decir, cuando sin que sea intencional ensucia la ropa o se le sueltan las trenzas debajo de esa… cosa, sí, la cofia, eso que es… ¿Rompió el columpio? —dijo Rankstrail a la par que se estampaba en la cara la sonrisa benévola de adulto comprensivo para tranquilizar a la niña culpable de alguna insulsa travesura infantil—. ¡Esas cosas suceden!
—No, Señor, quiero decir cuando se es responsable de la muerte de alguien, cuando lo matan por culpa nuestra.
La sonrisa en la cara de Rankstrail se desplomó. De nuevo tuvo la sensación de encontrarse en la arena movediza. Pensó un buen rato antes de aventurar otra respuesta.
—Una vez en la Roca Alta le ordené a un soldado novato que saliera a patrullar. Estaba seguro de que no había ningún peligro. Lo capturaron y tuve que oír sus gritos mientras lo mataban. No fui yo el que tuve que y no es cierto que un soldado más experto se las hubiera arreglado mejor. Gracias a su muerte salvé al resto del pelotón, quince hombres, de una trampa segura. No obstante, todas las tardes antes de quedarme dormido vuelvo a escuchar esos gritos. Creo que este es un dolor mezquino. ¿Quién es la persona de cuya muerte se siente responsable, Señora?
—El jefe de Guardias —murmuró Aurora.
—¿Y cómo fue que le causó la muerte?
Aurora tragó varias veces, desesperada. Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas, pero no se perdieron en la nada.
—Su esposa vino a rendirme honores. Tenía una cadena de oro. No era ni siquiera particularmente bella, para ser sinceros, pero yo me di cuenta de cuán valiosa era para ella porque, sin percatarse de ello, la tocaba con mucha frecuencia. Entendí el gran valor que le daba y también lo importante que era para ella que yo lo notara, ¿comprende? Verá, Señor, en los gestos de aquella dama no solo había las ansias que suelen tener todas las damas que vienen a saludarme y que se relacionan con el deseo de que el atuendo que llevan puesto, que a menudo ha costado meses de trabajo y sacrificios, sea notado. Ella tenía un fuerte deseo de que yo notara la cadena. ¿Comprende? —preguntó Aurora.
—Por supuesto —mintió Rankstrail.
—De tal manera que le dije que la cadena era muy hermosa y ¡ella se puso tan feliz! Me contó que la cadena se la habían regalado sus padres el día de su matrimonio. Su esposo le había dado los dijes en forma de bellota, uno por cada hijo que habían tenido. Yo le repetí que me parecía magnífica, y era verdad, pero me parecía magnífica lucida por ella. Lucida por ella, ¿comprende? —preguntó Aurora y los ojos se le llenaron de horror y lágrimas y luego se perdieron de nuevo en la nada. Rankstrail osó incluso tocarla: la tomó del brazo y la sacudió, llamándola.
—Siga —le dijo en voz baja—. Llore si quiere, pero continúe.
Aurora escondió el rostro entre las manos y estalló en sollozos. El sonido tenue de su llanto se perdió en el de la lluvia que caía sin parar sobre el jardín en flor, dibujando infinidad de minúsculos círculos concéntricos e infinidad de burbujas en el pequeño estanque. Rankstrail miró la lluvia preocupado: les habría puesto fin a los festejos y de un momento a otro se abalanzarían sobre Aurora las damas de la corte, los criados y pajes, y la reprenderían por su cutis manchado de lágrimas.
—Quería decir que esa cadena era bella llevada por ella, porque contenía su vida. Le dije que a mí también me hubiera gustado tener una cadena de ese tipo. Con ello quería decir una cadena donde cada pedazo representara a alguien que me ha amado y que he amado. No quería decir que mi voluntad era poseer su cadena y me expliqué mal, ¿comprende?
—Comprendo, continúe —le dijo con dulzura. Los hombros de Aurora parecían encogidos, como si un peso los aplastara—. Sea lo que sea, dígalo, después podremos cargar el peso entre los dos.
Rankstrail quitó el pedazo de manga que aún protegía el antebrazo de Aurora desde que había jugado con el arco, y se lo ofreció para que se secara los ojos y se soplara la nariz.
Aurora metió la mano en el profundo bolsillo de la túnica de terciopelo para sacar algo: abrió la mano y apareció una cadenita con dos minúsculos dijes de oro.
Rankstrail la miró perplejo.
—Señor, ¿todavía no ha comprendido? —preguntó Aurora en un susurro.
—No —respondió el Capitán con honestidad.
—A mi Señor Padre le repitieron cuanto había dicho. Le contaron lo bella que me había parecido la cadena y le sugirieron que intentara conseguirla. Al parecer jamás en mi vida había dicho que algo me parecía bonito. Eso fue lo que me dijo mi Señor Padre cuyo constante deseo por complacerme se ve frustrado constantemente por mi falta absoluta de deseos. Él, por lo tanto, no podía desperdiciar esa ocasión. A mi Señor Padre le pareció esencial que yo tuviera esa cadena para demostrarme su inmenso amor. Por consiguiente, hizo acusar al jefe de Guardias de traición. El hombre fue llevado al patíbulo, sus niños quedaron sin padre y su esposa quedó sola. La totalidad de sus bienes fue confiscada, inclusive esta cadena que ahora tengo en mi poder y que me atormenta una infinidad de veces más que si estuviera hecha de espinas candentes. La mujer a la que pertenece está sola, desesperada e infeliz. Sus hijos tuvieron que ver a su padre en el patíbulo y ahora pasan hambre. El hombre que le ordenó a un orfebre que elaborara bellotitas de oro para celebrar el nacimiento de ellos no los verá crecer. ¿Comprende? Yo cargo y siempre cargaré con la culpa de todo esto. Mi Señor Padre también me confesó que no se había cometido ni confesado ninguna traición… que todo esto se había hecho solo para que él pudiera manifestarme su amor y hacerme feliz…
El resto se perdió en los sollozos que a su vez se perdieron en la lluvia.
Rankstrail tuvo una sensación extraña, como un vacío en la parte superior del abdomen.
Si alguna vez esta conversación fuera descubierta, no solo sería entregado al verdugo, sino que también le recomendarían a este que se divirtiera un poco antes de subirlo al patíbulo. Sin embargo, no era la percepción del peligro la que le pesaba por dentro como una piedra, sino el horror. Había oído hablar durante esos pocos días en Daligar del jefe de Guardias, Mandrail, le parecía que se llamaba, acusado y decapitado por alta traición, dos años atrás. Si la historia de su traición era falsa, el patíbulo al cual había sido conducido siendo inocente era señal de una locura criminal. En el caso hipotético de que en realidad hubiera habido una traición y Mandrail fuera realmente culpable, entonces el crimen estúpido, atroz y demencial era relatarle a una niña una historia tan monstruosa.
En ambos casos solo había una explicación: el Juez Administrador, en ese momento amo de la vida y la espada de Rankstrail, estaba completamente loco. Quizá el Escribano Loco no estaba tan chiflado después de todo. Lástima que estuviera muerto: este sería el momento preciso para pedirle aclaraciones sobre la historia y las crónicas.
Rankstrail se agachó para mirar a Aurora a los ojos.
—Escúcheme bien, Señora, y recuerde siempre lo que voy a decirle. Cada uno es responsable de sus propias acciones y solo de las propias. El día en que clave una espada en el cuello de un hombre, entonces, y sólo entonces será responsable de su muerte. El día en que denuncie a un hombre y usted misma invente una traición que este no ha cometido, entonces, y solo entonces, será la responsable de que sea llevado al patíbulo. Ahora deje de llevar en el bolsillo esa cadena y póngala en un lugar seguro. Tarde o temprano se la devolverá a la propietaria legítima y hará lo posible para reparar la injusticia que se cometió, o hará lo posible para que esto nunca más se repita. Para ello usted necesitará toda su fuerza; por lo tanto, ahora deje de llorar y empiece a comer. El buen soldado va a la guerra con la panza llena y usted tiene que combatir una guerra, comience ya. Hoy aprendió a cocinar conejo. En este jardín hay cuantos quiera. Las ranas se cocinan del mismo modo, pero en mucho menos tiempo. A los renacuajos basta con ponerlos sobre una piedra en la que pegue el sol y se cocinan solos, pero hay que estar atentos para que las hormigas no se las coman mientras tanto. Si esto pasa, las hormigas también se pueden comer. Cuando no hay nada de nada estas también se comen. Dentro de un mes las nueces también estarán buenas; no es necesario subirse porque caen…
—No tema, Señor, ya soy capaz de treparme.
—¿De veras?
—Por supuesto, Señor, lo hago en la noche cuando la oscuridad me oculta y no tengo estos vestidos que me lo impiden. Es fácil, sabe, solo hay que pensar que se es una ardilla o un gato.
—Bien, así podrá tener todavía más nueces. Debe tener cuidado porque las nueces manchan…
—¿En realidad las nueces se pueden comer?
—¿Nunca las ha comido? Claro que se comen: debe hacerlo con cuidado, porque la parte verde mancha las manos de negro y alguien podría darse cuenta. Use tenedor y cuchillo y nunca las toque con las manos desnudas. Si saber escalar, mire: del techo de la caseta de las herramientas se llega a aquella saliente y de allí a la rama del nogal y después encuentra las ventanas de las cocinas; allí debe haber de todo. Cuando se tiene hambre también es lícito volverse ladrón…
—No, eso no —lo interrumpió Aurora asustada—. Es demasiado arriesgado, alguien en las cocinas podría ser acusado por lo que falte y sufrir el castigo. Más bien me como las hormigas.
—Vaya por las hormigas. Ahora ánimo, coma un poco de conejo.
Aurora miró dudosa.
—¿Puedo hacerle una pregunta más, Señor? —dijo.
—Claro —contestó Rankstrail con dulzura, deseando con todas sus fuerzas que fuera una pregunta sobre los renacuajos, las ranas o su familia y con la certeza absoluta de que ahora ya nada podría sorprenderlo.
—¿Si me como esto, el miedo pasará?
Rankstrail se volvió a jurar a sí mismo recordar que ya no esperaría nada y que ya no estaría seguro de nada.
—Sí —dijo tierno y decidido—. Si come, el miedo pasará.
Aurora se comió un cuarto del conejito. Masticaba lentamente, con empeño, como si se tratara de una tarea. Rankstrail hubiera querido dejarle los pedernales y el salero, pero ella los rechazó: si se los encontraran, sería una condena de muerte para él. Para el fuego usaría una de las velas que estaban encendidas aun en pleno día, y la sal abundaba en la mesa. Le juró a Rankstrail que cada día cazaría lo necesario para comer, pero, igualmente, le pidió que le llevara el resto del conejo a algún niño con hambre. Así este sería un día de fiesta también para otros.
—Todavía tengo una pregunta, si me permite, Señor —añadió Aurora—. Verá, hay algo que debo hacer, siempre he sabido que tengo que hacerlo y jamás me hubiera atrevido a pensar en no hacerlo… pero si no tengo hambre, ni culpa, ni miedo, ahora me parece posible la locura de no querer hacerlo.
—Pero claro, Señora —repuso Rankstrail. De nuevo sintió la sensación palpable del peligro. De nuevo estaba poniendo su vida en manos de una niña de diez años.
—No ahora, claro, dentro de ocho años, cuando llegue a la edad adulta, deberé desposar un marido… que… como decir…
—Que no desea.
—Que no deseo.
—Bueno: esa es fácil. Tiene tres caminos posibles: o convence a ese hombre de que se case con otra…
—Imposible —silabeó Aurora.
—Imposible, ¿seguro?
—Verá, él es… es como si fuera… de hecho se puede considerar un Rey y, como él mismo dice, él es el Rey más grande que ha habido sobre la tierra, amable en la paz, terrible en la guerra. No se puede parangonar con nada, solo consigo mismo. Digamos que no puede casarse con una muchacha menos hermosa que su primera mujer, que fue la esposa más bella del Condado, y solo yo correspondo a esa descripción.
—Sin ofenderla, Señora, con su permiso, esta me parece una idiotez. ¿Y si a usted después le dan granos en el rostro? ¿Y si se cae y se rompe la nariz? ¿Y si mañana su futuro esposo ve a una mujer que a lo mejor tiene barros y la nariz torcida y la encuentra bellísima por la forma como le sonríe cuando él está triste? ¡Puede hacer que le den barros o puede romperse la nariz, así ya no sería usted la más bella del Condado! Verá, Señora, se puede determinar quién es el más veloz para correr, se puede medir quién es el más bajo, el más alto. También se puede medir quién es el que come más salchichas: el sueño de muchos muertos de hambre es participar en esta competencia. Pero no se puede determinar quién es la más bella del reino. No hay una mujer que sea la más bella del reino. Cada hombre lleva en su corazón a aquella que para él es la más bella del reino, exactamente como cada mujer sabe qué hombre quiere, aun si el verdugo lo ha dejado cojo o la guerra lo ha desfigurado o mutilado. Sabe, Señora, para mí el rostro de mi madre era bellísimo aunque el fuego la había desfigurado.
—¿Y su padre amaba a su madre?
—Claro, Señora, con toda el alma.
—¿Cómo se le desfiguró el rostro a su madre?
—No lo sé exactamente, le daba dolor hablar de ello. Solo sé que ocurrió antes de que yo naciera.
—¿Cómo se llamaba su madre? Ahora que lo pienso, Señor, todavía no sé su nombre.
Entre las numerosas recomendaciones del grupo de jóvenes y asustados aristócratas que lo había contratado, la de mantener la boca cerrada fue la más granítica y repetida, pero a estas alturas las recomendaciones y las amenazas se habían vuelto ridículamente lejanas.
—Me llamo Rankstrail. Mi madre se llamaba Aharthrail. Son nombres que se usan en nuestras regiones. No creo que signifiquen algo en particular, son solo sonidos.
—Todos los nombres tienen un significado, Capitán, aun si no los conocemos todos. En élfico arcaico Aharthrail era el nombre de la última estrella, esa que resiste hasta la mañana y lleva al mundo fuera de la oscuridad para entregárselo a la luz de la aurora. Creo que su nombre también tuvo un significado antiguamente, algo así como «el que ha sido tocado por la misericordia». Mi madre se llamaba Transkilia, que antiguamente quería decir «la que vive entre los bosques» y era un nombre frecuente entre los E… quiero decir… entre quienes aman los bosques. Mi madre me hace mucha falta, mi Señor. La extraño terriblemente a cada hora que pasa. Su ausencia es absolutamente dolorosa. Es la primera vez que pronuncio estas palabras. Desde hace años ya no teníamos permiso de abrazarnos, pero al menos podíamos hablar. Mi madre me hace falta y no desposaré… a quien debo desposar. Verá, no se lo puedo explicar, no es solo una cuestión de belleza: digamos que es una cuestión de sangre, él tiene que… él tiene que desposarse con una persona de mi sangre, es decir, es difícil de explicar, de la misma sangre de su primera mujer.
—Segunda posibilidad: puede matarlo.
Los ojos de la niña se llenaron de horror.
—¡Señor! —dijo en un gemido—. ¡Señor! —repitió—. Cómo puede… incluso solo pensarlo… el mero pensamiento… Señor, perdóneme, usted no se da cuenta de lo que ha dicho… no es ni siquiera pensable.
—Ni siquiera pensable. ¿Realmente no? Lástima —repuso el Capitán con fiereza. El rostro ya pálido de la Princesita se puso todavía más blanco, pero él no se fijó—. Un hombre que obliga a una mujer a aceptarlo sin que ella lo quiera, un hombre que ponga sus manos sobre una mujer que lo rechaza merece la muerte. No haga nada para provocar esa muerte si hacerlo le costaría el alma, pero siempre recuerde que ese hombre, quien quiera que sea, la merecería.
—Señor, nadie debería merecer la muerte.
—¡Regálele su desprecio al menos! Bueno, entonces solo queda la tercera solución: tiene que huir.
La niña levantó los brazos para señalar los murallones que la rodeaban.
—¿Huir? ¿Huir? ¿Y cómo?
—No es tan difícil. Tiene que fingir que está de acuerdo, año tras año, así no despertará sospechas. Finalmente, justo antes del matrimonio, debe pedir un regalo de bodas como condición para casarse.
—Pero si finjo que quiero casarme, ¡no sería lógico que pidiera algo para llevar a cabo un matrimonio que deseo!
—De hecho, mi Señora, nada lógico: debe parecer un capricho, pero un capricho sin solución. No se casará si no obtiene una prueba de lo mucho que la ama su prometido y él tendrá que probarlo con regalos.
—¿Y qué regalos debo pedir?
—La primera petición debe ser un caballo: veloz como el viento, incansable como la rabia. El caballo más veloz del reino. La velocidad de un caballo es mensurable y por lo tanto existe un caballo que sea el más veloz del reino. Cuando se toma la decisión de escapar es muy útil tener el mejor caballo. No es una garantía absoluta de éxito, pero aumenta las probabilidades.
—Me parece un consejo sensato. ¿Y luego?
—Pida el vestido más absurdo que se pueda pedir. Algo para lo que se necesite dinero, tiempo y energía, y mientras todos están distraídos confeccionándolo, usted organiza la fuga.
Aurora asintió y siguió reflexionando.
—Algo que tenga el color de la niebla o de la oscuridad, del humo y de la noche, un vestido que sea a la vez de hombre y de mujer… claro… algo absurdo para ganar tiempo y, a la vez, algo que ayude a crear confusión para hacerse invisible durante la fuga.
Aurora sonrió y asintió con convicción. Lo lograría.
—Sabe, Señor, hay algo que mi madre pudo decirme antes de ser… quiero decir, antes de morir. Me dijo que lodo su amor debía ser, además de para mí, para quien fuera capaz de indicarme el camino… indicarme el camino… para…
Se interrumpió, pensativa, pero también extrañamente alegre, casi eufórica. Después se puso ansiosa de nuevo. Miró a Rankstrail.
—Todavía tengo una pregunta, Señor, esta será la última, de veras. ¿Tiene ya en su corazón el rostro de una dama?
—Solo el rostro de mi madre —repuso con firmeza el Capitán.
Aurora rompió a reír. Esta vez no se llevó las manos a la boca y no se asustó.
La lluvia paró lentamente y solo quedó el leve sonido de las gotas que caían de los árboles empapados. Llegaron ruidos y voces del otro lado de muro, señal inequívoca de que el enjambre de cortesanos estaba a punto de volver a entrar.
Rankstrail y Aurora se levantaron para regresar a la veranda y al columpio respectivamente y solo entonces se percataron de que la lluvia había formado un arroyo de fango alrededor de toda la caseta.
—Nadie debe darse cuenta de que estuve aquí —dijo la niña con decisión.
La primer idea que le vino en mente a Rankstrail fue la de cargarla en sus brazos como lo hubiera hecho con Flama, pero no se atrevió. Se quitó la camisa de un indefinido color marrón y la puso sobre el fango para que Aurora atravesara el arroyo. Luego se la puso de nuevo, y la cubrió de inmediato con la coraza. Cuando se dio vuelta hacia ella, la niña tenía la boca tapada con las manos y los ojos desorbitados.
—Señor, ¿qué le han hecho?
Rankstrail comprendió.
—No es nada —dijo para tranquilizarla—. Cuando era niño y me dedicaba a la caza furtiva, me pescaron una vez y me quedaron las señas de los latigazos.
Le contó también que mantuvo esos latigazos escondidos, que esperó solo, con la camisa pegada de las llagas hasta que le dejaran de doler y que, en vista de que sentía una vergüenza terrible, no le había dicho ni le había pedido ayuda a nadie, ni siquiera a su hermana Flama. Aurora era la primera persona que veía las señas y que lo compadecía.
—No ha dolido tanto —añadió, mintiendo para consolar a la niña que tenía ahora los ojos llenos de lágrimas.
Los ruidos se acercaron.
El cancel se abrió.
Rankstrail se acordó del pedazo de camisa que Aurora tenía en la mano, pero por fortuna ella ya lo había hecho desaparecer.
Aurora, rodeada por todas las damas de compañía, se vio otra vez sumergida en las alabanzas a su belleza y en los lamentos exagerados por el escandaloso estado de su ropa. Evidentemente, a pesar de los heroicos esfuerzos de ambos, la jornada había dejado huellas en el brocado y en el terciopelo, diminutas ante los ojos de ellos, pero enormes ante la mirada escrutadora e implacable de las damas de la corte.
Rankstrail se alejó con el resto del conejo dentro de la alforja, cabizbajo y con una sensación desagradable e imprecisa, que no era solo la molestia por la insoportable coraza que le apretaba el cuello. Estaba más pobre que antes, se quedaría sin pan por un día y medio, pero tampoco era eso. Ni siquiera era la tentación de violar la promesa y devorarse el resto del conejo, ni el esfuerzo que le costó no hacerlo.
Tardó en darle nombre a su desazón; luego, mientras le entregaba la presa cazada por Aurora a un grupo de niños harapientos, se le ocurrió.
Tenía la sensación irracional de estar violando la primera regla de decencia de los miembros de cualquier armada.
Jamás abandonar a un compañero.
Jamás dejar atrás a nadie.