El sol estaba en lo más alto y era la hora del almuerzo. Rankstrail tenía hambre. En la alforja tenía un pedazo de pan negro y habas y, como ahora había trasferido sus tres sueldos entre los bienes de Aurora, tenía que calcular pronto cuánto consumiría para no correr el riesgo de quedarse sin nada para el día siguiente.
Volvió a ponerse el yelmo y la coraza para evitar ser visto y observó con curiosidad los preparativos del almuerzo de Aurora. Dos criados muy indiferentes y jadeantes llegaron de prisa para preparar la mesa. Extendieron un mantel en el que los encajes y los bordados se alternaban y parecían un jardín florecido bajo la nieve. Acomodaron cinco cuchillitos de plata, de lado, a la derecha del plato que era de cristal como los vasos, mientras que a la izquierda acomodaron cinco tenedores, también de plata, en orden decreciente. Rankstrail había aprendido a usar la cuchara en la casa del Prestamista; sin embargo, allí podía coger los pedazos de pan y de carne con las manos. Aurora le susurró a Rankstrail que normalmente los criados encargados del almuerzo eran veintiuno, pero era evidente que hoy todos estaban en la ceremonia, salvo estos dos.
Cuando finalmente todo estaba listo y Aurora se pudo sentar, los dos camareros comenzaron a servir los cinco platos previstos.
Sobre la mesa había dos enormes candelabros de oro de cuatro brazos que sostenían velas de verdad hechas con cera de verdad, blancas como la leche, que fueron encendidas a pesar de que el sol del mediodía estival resplandecía con toda su luz.
Los platos, que los dos criados presentaron debida y ampulosamente en toda su magnificencia, eran: un calabacín cortado en tajadas delgadísimas —cada una bañada, como fue indicado en forma muy detallada, con cuatro gotas de aceite perfumado—, apio en cubitos diminutos con salsa de albahaca, ensaladita de alcaparras con una aceituna entera, pétalo de rosa relleno con mezcla de maíz, fantasía de tres granos de uva con arándanos. Los arándanos también eran tres: uno por cada uva.
Aurora era lentísima: diseccionaba cada grano de uva, pelaba cada arándano y sometía cada tajadita de calabacín a dieciséis cortes antes de tragársela.
Cuando Aurora terminó y todo fue retirado, Rankstrail se acercó de nuevo. Estaba atónito e incrédulo. Aun considerando que fuera verdad el rumor popular según el cual la ironía de la mala suerte hace que los hijos de los ricos, con sus suntuosas vestiduras, coman poco menos que nada, mientras los hijos piojosos de los pobres nunca se llenan, era obvio que la comida de Aurora era escasa. A Flama esa comida no le hubiera alcanzado ni para media merienda.
—¿No hay más? —preguntó perplejo.
La niña meneó la cabeza.
—¿Ese era el almuerzo? —preguntó otra vez: a lo mejor, en aquel lugar, las comidas estaban organizadas de forma diferente y aquello era solo un bocadillo.
Aurora asintió.
—¿Qué te dieron para el desayuno? —siguió preguntando con obstinación.
—Se considera sabio que yo coma una sola vez al día, así mi digestión no se hace pesada —explicó juiciosamente la niña—. Hay también otro motivo: me han explicado muchas veces que de este modo los ojos parecen más grandes, y que es muy importante para una joven que estos sean lo más grandes posible —se sintió en la obligación de precisar.
Rankstrail le miró con atención las ojeras donde la piel parecía transparente y las manos donde los huesos se asomaban como los de un pájaro. La ropa lujosa y la riqueza del peinado ocultaban la delgadez; distraían la mirada, la engañaban para que no se detuviera en los pómulos o en las articulaciones entre las falanges. Rankstrail recordó con horror las alabanzas que Aurora había recibido por el color madreperla de su cutis y la gracia de sus miembros. Traducido al lenguaje ordinario quería decir más o menos pálido y demacrado, porque lo normal es que la gente sea rosada, no color madreperla, y que los miembros de una niña o de una mujer, contrario a los de las libélulas, zancudos y mantis religiosas, tengan algún peso. Se preguntó quién podía ser el imbécil criminal que había tenido la idea de hacerla pasar hambre. Le parecía además que un hambre sufrida con decencia cuando no hay nada en absoluto para comer es de una calidad superior y menos innoble que ese repugnante desmenuzar cáscaras de arándanos y tallos de albahaca con pétalos de rosa entre platos de cristal y candelabros de oro. Era evidente que la estaban matando de hambre: una crisálida reseca, enrollada en sus propios huesos, encerrada en vestidos de terciopelo y brocados de plata que nunca encontraría la fuerza para abrir las alas.
Rankstrail pensó que si le preguntaba si tenía hambre o si quería pan, seguramente lo negaría. Por lo tanto decidió pasar por alto los formalismos. Después de quitarse otra vez la maldita coraza y el yelmo sacó el pan de la alforja y lo dividió en dos partes desiguales y puso sin rodeos el pedazo más grande en la mano de Aurora.
Deseó que Aurora tuviera el buen juicio de no hablarle jamás a nadie sobre ese día porque, a estas alturas, ya no se las arreglaría con los latigazos.
Aurora miró largo rato el pan, luego lo miró largo rato a él y por último le agradeció con una reverencia. Rankstrail la vio comer hundiendo los dientes, poniendo atención para no desperdiciar ni una migaja, como hacen los pobres. Luego dividió de modo fraternal las habas. La niña se quedó mirándolas con curiosidad; era obvio que era la primera vez que las veía. Rankstrail se prometió que si alguna vez se topaba con el cocinero, le aconsejaría el pastel de habas, uno con fantasía de tallos de perejil, para variar con algo nuevo la preparación del hambre de Aurora.
Cuando el pan y las habas se acabaron, Rankstrail acompañó a la niña al fondo del jardín donde había un pequeño estanque. Un garzón se levantó perezosamente cuando ellos llegaron y un par de patitos fueron a esconderse entre los matorrales de hierba y cañas que bordeaban el agua.
—¿Sabes hacer saltar una piedra? —preguntó.
Aurora sacudió la cabeza. Rankstrail buscó un guijarro plano y lo hizo dar botes sobre el agua. La primera vez fueron cuatro botes, la segunda tres y la tercera cinco. Aurora lo observó encantada. Se puso a buscar también un guijarro plano. Rankstrail trató de explicarle cómo debía agarrarlo para darle la dirección y la fuerza necesarias, pero ella lo interrumpió con una sonrisita.
—Lo entendí sola —dijo triunfante—. Es necesario pensar que se es el guijarro.
La piedrecilla dio quince botes, salpicando en la luz de la tarde quince coronas de gotas, que luego cayeron otra vez en una miríada de círculos concéntricos que se intersecaban y se ampliaban. Aurora se echó a reír, pero se interrumpió de inmediato al oír el sonido de su propia carcajada y echó un vistazo alrededor, preocupada, mientras se cubría la boca con las manos, como para borrar una falta de decoro imperdonable.
—¿Ve aquello? —preguntó Rankstrail señalando el estanque.
—Sí, Señor. Son renacuajos —repuso Aurora, juiciosa—. Cuando crecen su forma se modifica y se transforman en ranas.
—Sí, es verdad, pero no todas. Mire: hay centenares, quizá miles. Si todas se convierten en ranas, estaría sumergida en ellas desde las cocinas hasta el techo: no podría sentarse sino sobre una rana, no podría leer sin que una rana le saltara sobre el libro y tendría que pelear una dura batalla en las noches para que ellas desalojaran su lecho y usted pudiera acostarse.
Aurora se permitió por segunda vez estallar en risas, volvió a cubrirse la boca con las manos, pero sus ojos verdes brillaron como una luz en la sombra del sotobosque. Tras recobrar la compostura habitual aún conservaba el destello en la mirada.
Rankstrail se arrodilló en el suelo para mirar a la niña directamente a los ojos.
—Solo algunos de estos renacuajos se convertirán en una rana —explicó—. Los otros son alimento. Para los garzones, para los patos y para aquel que no tenga más. Mis hermanos y yo nos las arreglamos durante semanas comiendo caracoles y ranas. Entonces elija: o le enseño a comer conejo y le muestro cómo se despelleja y cómo se enciende el fuego para cocinarlo, o le enseño a atrapar renacuajos y a cocinarlos sobre una piedra al sol, sin necesidad de fuego; pero no me iré de aquí antes de que usted haya comido algo que le quite de la cara ese color de hueso de muerto.
El horror apareció en los ojos de Aurora. Sin embargo, ni siquiera en ese momento se perdieron en el vacío, sino que siguieron chispeantes y atentos.
—Señor, perdóneme si lo contradigo. No quiero que por voluntad mía mueran criaturas vivas.
—También usted está viva, y su vida vale más que la de los renacuajos. Necesita carne y sangre en los huesos y pronto. El que no come no es capaz de hacer nada, solo dejar que la vida resbale por encima de él hasta que llegue la muerte. El hambre es un abatimiento que vale más que la vida de un renacuajo y también que la de un conejo. El hambre es dolor, es un dolor mezquino, un dolor del que uno se avergüenza y cuando nos avergonzamos no tenemos ya dignidad ni coraje. Cuando tenemos hambre no podemos ni pensar.
Rankstrail no esperó el consentimiento de Aurora y con las enormes manos capturó una decena de renacuajos.
—Ahora los aplastaré para matarlos —le advirtió.
—¡No! —gritó la niña—. ¡No… se lo ruego, más bien el conejo! Ya está muerto.
—De acuerdo, Señora —aprobó Rankstrail, sonriendo.
Dejó ir a los renacuajos. Sacó el conejo de la alforja, lo desolló y para cocinarlo usó una hoguera que encendió con cañas, no sin antes mostrarle los pedernales a Aurora y explicarle cómo funcionaban. No trató de hacer un espetón sino que empleó el método de los cazadores furtivos: poner el conejo, o lo que haya, dentro de un hornillo de tierra y piedras y encender el fuego encima. Le explicó a Aurora que la cocción era mucho más lenta que a fuego vivo, pero que si alguien llegaba, bastaría con apagar el fuego y no quedaría nada a la vista ni ningún olor en el aire. Por suerte el conejo era pequeño y la cocción no tomaría mucho tiempo porque había aparecido una nube y el cielo había empezado a oscurecerse. Los ruidos de la fiesta llegaban atenuados: cantos, aplausos, laúdes y cornos. Si empezaba a llover, la fiesta se acabaría bruscamente.
—¿Permite que le formule una pregunta, Señor? —preguntó Aurora con seriedad.
Rankstrail asintió. Oír que lo llamaban «Señor» le daba una sensación incómoda y extraña; era la segunda vez que le sucedía, pero no se atrevía a decirle a la niña que lo llamara por el nombre.
—¿Puede explicarme qué es un dolor digno?
Rankstrail decidió acordarse de no hablar sin reflexionar cuando le decía las cosas a Aurora, porque corría el riesgo de pagar las consecuencias con preguntas que le daban sudores fríos y la sensación de estar en arena movediza.
—Un dolor que no da… es decir, que no quita… Quiero decir: es algo que duele, también un dolor mezquino duele, pero no te quita la decencia. Es como cuando se te muere la madre: te sientes mal como un perro, todo parece perdido y estúpido e inútil, pero… Cuando murió mamá me sentía muy mal, pero… sabía… eso es… que ella estaba orgullosa de mí y que yo estaba orgulloso de haberla tenido como madre… y no había vergüenza. Donde no hay vergüenza, hay un dolor digno.
Rankstrail enmudeció. Deseó que los Infiernos lo fulminaran. ¡No debía hablar de esto! La niña había quedado huérfana hacía poco.
—Cuando muere la madre es un dolor digno —repitió la niña como si estuviera aprendiendo una especie de lección, como si el concepto le sonara extraordinariamente raro—. ¿Podría saber, Señor, si no lo molesto, y si no soy indiscreta, cómo murió su madre?
No le había ido tan mal: esta era una pregunta fácil.
—Le dio la tos que no se cura, esa en la que se esputa sangre. Llamamos al boticario y nos dijo que le diéramos una infusión de belladona y romero y además caldo de pollo. Vendimos todo lo que podíamos vender y yo cacé todo lo que podía cazar para hacer las infusiones de belladona y romero y el caldo de pollo, pero de todos modos ella no se curó —respondió Rankstrail.
La niña tenía una mirada con una extraña intensidad. Decir que pendía de los labios de Rankstrail era decir poco. No era simple interés. Era como si… si le sirviera la información sobre cómo suelen morir las madres.
—Perdone mi indiscreción, ¿cuando su madre murió qué hizo usted? —prosiguió la niña.
Rankstrail estaba cada vez más perplejo por el rumbo que había tomado la conversación.
—Bien… —comenzó incómodo— cuando murió todos lloramos…
—¿Usted lloró? —preguntó Aurora—. ¿Eso no se considera indecoroso?
—No —repuso Rankstrail, dudoso. Los hombres no debían llorar, y sin embargo, él había llorado, y su padre también. Y ahora que lo pensaba, si en el entierro de su madre alguien hubiera venido a burlarse de él porque lloraba, con gusto lo hubiera masacrado a bofetadas—. No —respondió con más decisión—, no lo es.
No imaginaba que hubiera querido recordar delante de alguien que alguna vez en la vida había llorado; sin embargo, cuando lo hizo, no le pareció tan terrible.
—Sí, también yo lloré —prosiguió—. Todos lloramos y no podíamos parar, y cuando nos sentíamos muy mal nos abrazábamos y llorábamos abrazados. Y mi padre esculpió la lápida con el nombre de mi madre. Yo le mostré las letras que debía poner y luego esculpió dos cisnes que eran mi madre y él, y además tres cisnes pequeños que éramos mis hermanitos y yo. A nosotros nos gustó.
Rankstrail resistió la tentación de especificar que era la primera y última vez en la vida que había llorado y por esto se detuvo. Era sin duda una conversación singular, pero, por alguna razón, fundamental para Aurora. Rankstrail tenía la sensación de que le estaba echando agua a una plantita agonizante.
El conejo casi estaba listo.
—¿De qué murió su madre? —preguntó Rankstrail en voz baja; no quería cometer una idiotez.
Fue una idiotez.
Los ojos de la niña se perdieron de nuevo en la nada. Fue como si la sombra de los Infiernos hubiera llegado al verde de su mirada y la hubiera despojado de cualquier rastro de vida. Comenzó también a temblar ligeramente.
Rankstrail ya debía haberse superado de nuevo en materia de imbecilidad. Se maldijo, pero era inútil desear que los Dioses lo sumergieran en las profundidades; de todos modos no sucedía. Se arrodilló otra vez y la miró hasta que la niña salió de la nada y volvió a empezar, así fuera con dificultad, a mirarlo. Lo miró a la cara y se calmó y el temblor desapareció. Se quedó pensativa por un momento.
—Creo que mi madre también tuvo una forma de tos, pero no creo que hayan llamado al boticario —se limitó a decir.
La información, además de oscura, era siniestra. No solo era evidente que a la niña le debieron haber prohibido llorar a la propia madre por ser un acto extraño e irresponsable, en general indecente, al igual que comer con las manos o, aun más sencillamente, comer. Aurora, con lo que callaba, le estaba diciendo que la muerte de su madre había sido deseada.
—¿Quiere contarme algo más sobre cómo sucedió? —preguntó con seriedad.
Rankstrail había aprendido a estar atento en los campos de batalla en medio de las emboscadas. Más bien, lo había aprendido ya desde niño cuando cazaba en las narices de los guardabosques. Sabía sentir el peligro, advertirlo como un olor o un movimiento en el ambiente.
Tuvo la misma percepción. Tuvo la intuición, vaga, pero perceptible, de que la niña estaba a punto de revelarle un secreto tan innombrable que ponía en peligro su misma supervivencia: ya no era asunto de latigazos. Si alguien se diera cuenta de que él lo sabía, moriría.
—No —susurró Aurora, evasiva, después de haber sopesado la pregunta tanto tiempo que la falsedad de la respuesta fue evidente. Había alguna cosa que quería decir con desesperación, pero que no iba a decir. Era una niña valiente.
Los patos comenzaron a agitar las alas cuando el viejo gato pasó. Los follajes se animaron bajo el viento que se estaba levantando y de nuevo llegaron sonidos de laúdes y aplausos.
—El conejo está listo —dijo Rankstrail.
En ese momento comenzó a llover.