Capítulo 11

Hacía calor ese día. Aurora iba a pasar toda la jornada en el jardín del palacio de su padre, Rankstrail estaba tieso como un palo a la sombra de un sauce, parcialmente oculto por las ramas que caían.

Tenía una armadura de acero brillante con un complicado dibujo plateado, el yelmo con el gorjal que le cubría la cabeza por completo y la orden categórica de no moverse, no hablar, limitarse a respirar y eso también tenía que hacerlo con suavidad. De otro lado, la coraza no le quedaba a la medida o era él el que no estaba acostumbrado; el hecho de respirar de manera realmente suave era lo máximo que podía hacer.

Rankstrail había soñado toda la vida con tener una armadura de acero de verdad y ahora que la tenía no veía la hora de quitársela. Por fin entendió por qué mandaban a los Mercenarios a detener a los Orcos y a los Saqueadores: toda esa chatarra encima hubiera sido arduo enfrentarse a cualquier criatura que fuera más belicosa que una mariquita, eso último también era insoportable: sin duda detendría las flechas, pero lo único que se podía hacer con esa especie de olla sobre el cráneo era jugar a ser una linda diana.

El jardín estaba hermoso, lleno de flores del verano tardía; las glicinias eran enormes, tenían algo exuberante, un perfume que aturdía. El palacio del Juez era una construcción grande, extraña y asimétrica, sin columnas ni arcos, con pocas ventanas y ningún tipo de friso.

La hija del Juez Administrador debía ser menor que su hermana Flama. Podía tener más o menos diez años.

La niña llevaba puesto un vestido de brocado plateado y blanco recubierto por una túnica de terciopelo carmesí, los colores de Daligar, que se repetían también en los zapatos de seda amarrados con cordones de plata. No llevaba nada encima que pudiera mancharse, ensuciarse o arrugarse: quizá era por esto que se sentaba rígida e inmóvil como una estatua de piedra. Era muy bella, tenía el cabello claro recogido en trenzas complicadas y diminutas que una tupida red de perlas y plata fijaba alrededor del rostro perfecto, iluminado por unos ojos grandes de un profundo color verde agua, oscuro como el mar de invierno.

Rankstrail pensó en las trenzas de Flama: era él quien se las hacía cada mañana después de que su madre había muerto y antes de que ella tuviera edad suficiente para arreglárselas sola. A su hermana solo había que hacerle dos trenzas a los lados; luego se las enrollaba alrededor de la cabeza y las fijaba con una cinta de algodón. Aun así, se necesitaba un montón de tiempo y Flama, inquieta, se movía por todas partes para escapar. Rankstrail se preguntó cuánto tiempo se requeriría cada mañana para enrollar todos esos mechones, para recogerlos en la red de plata y perlas, cuánta quietud y cuánto aburrimiento serían necesarios, y todo esto le pareció insensato.

En torno a la niña había un número de cortesanos que Rankstrail no pudo contar con exactitud, pero entre damas, caballeros, criados, damas de compañía y pajes, eran por lo menos cincuenta. Todos se sentían en la obligación de saludarla y ni uno de ellos se ahorró los extensos elogios a la gracia, a la belleza, a la diáfana transparencia del cutis, al esplendor de los ojos o a la finura del cabello de la niña; incluso alguien hasta mencionó la gracia del recamado del calzado. Aurora estaba rígida e inmóvil y les agradecía con un ligero gesto de la cabeza.

Rankstrail pensó que también un cumplido, multiplicado al infinito, se convierte en una persecución. Quizá por ello los ojos de la niña no siempre se podían quedar fijos sobre el rostro del interlocutor, sino que se perdían en la nada.

Por fin llegó la hora de la ceremonia y todos se precipitaron fuera. Los pesados portones de madera taraceada con tachones de plata maciza se abrieron y el enjambre se trasladó al exterior del gran muro, bajo el sol que inundaba la calle. Había una banda nutrida de niños de diversos tamaños que jugaban un juego complicado hecho con una pelota de retazos cosidos. Al abrir el portón los gritos de los pequeños mendigos se multiplicaron, se les sumaron súplicas fantasiosas de caridad, burlas e insultos igualmente fantasiosos en represalia por la limosna negada y al final las carreras para evitar las patadas y los golpes.

A través del portón abierto, Aurora veía a los niños de afuera. Sus ojos se animaron y solo entonces Rankstrail se percató de cuán vacía y taciturna, triste y perdida en la nada, como un profundo estanque sin vida, era su mirada normalmente. Cuando el portón se cerró, Aurora se quedó mirándolo como una lechuza desolada, con los ojos fijos en el punto donde el sol de la calle y los gritos habían inundado por un instante el jardín; luego, de nuevo, siempre inmóvil dentro de la ropa de terciopelo y brocados, dejó que su mirada se perdiera en la nada y se quedó allí como una estatua olvidada.

Esto le pareció intolerable a Rankstrail.

Siempre había estado entre niños: había levantado por los aires a su hermana Flama y a los otros chiquillos del Anillo Externo, hijos de padres lejanos y madres desaparecidas que, al no tener a nadie más a quién apegarse, se apegaban a él.

Le habían dado la consigna inquebrantable de la inmovilidad y del silencio, pero quedarse quieto y callado frente a un niño que tenía en los ojos ese vacío le pareció tan grave como no hacer nada frente a alguien que se estaba ahogando.

Pensó que ya conocía los azotes y sabía que no mataban y que el rango de Capitán no se lo podían quitar porque jamás se lo habían dado.

Se movió de la sombra del sauce, se quitó el yelmo y se atrevió a dirigirle la palabra a la niña.

—Ey, su Excelencia —comenzó dudoso. Quizá un simple Señora habría sido suficiente en vista de la edad, pero no estaba seguro—. Perdone usted, su Gracia, bueno, excuse, no quiero molestarla, pero estaba pensando… eso es… ¿le gustaría un arco? Sabe, para tirar flechas… Yo también le hice uno a mi hermana; ella es un poco mayor que usted. Cuando se lo hice, hace algunos años, estaba más o menos así de grande como usted ahora y se divirtió mucho con ese arco. Así no tendría solo el columpio para jugar, sino dos cosas, que son mejor que una sola. Si usted quiere, le hago uno a usted también y se lo enseño a usar.

Aurora giró hacia él su mirada silenciosa. Lo miró largo rato, mientras el estanque profundo de sus ojos verdes se animaba. Luego asintió.

La elaboración del arco y de las flechas se llevó una buena parte de la mañana. Para el arco, Rankstrail usó una rama de fresno. La talló para hacerla simétrica y darle la forma apropiada con el puñal que cargaba al cinto, el regalo del jefe de la aldea de Scannuruzzu al término de su primera negociación. Como cuerda usó el cordón de cuero trenzado con el que transformaba la flauta en una honda. Ese cordón le recordaba su historia y su familia, era importante para él, pero como no había ningún otro, ante el desesperado vacío del tiempo de la niña decidió sacrificarlo; ya encontraría otro para la honda. Después de que el cordón se transformó en la cuerda del pequeño arco curvado de fresno, pasó a las flechas, dos en total, con ramitas de nogal. Para darles peso en la punta Rankstrail sacrificó dos tercios de sus haberes, es decir, las recubrió con dos de las tres moneditas de cobre de un sueldo, sutilísimas y muy maleables, en forma de cono; pero antes se las mostró a la niña, que estaba muy interesada y que también escuchó todas las explicaciones sobre el dinero, el valor de las cosas, las cuentas que es necesario hacer cuando se tiene que comprar una cosa, como un caballo o los remedios de la botica, si alguien que uno ama está enfermo y no se cuenta con dinero suficiente.

Rankstrail balanceó la parte posterior de la flecha con unas plumas de tórtola que encontró en un nido.

Para llegar a este fue necesario subirse al mismo nogal que había proporcionado las ramas de abajo para hacer las flechas. El joven Capitán, que con su acostumbrada cota de cuero y placas metálicas hubiera podido escalar hasta el palo de la cucaña, se quitó la insoportable y radiante coraza de la caballería pesada mientras deseaba para sus adentros que el castigo por no llevarla puesta no pasara de ser una azotaina.

Mientras fabricaba todo lo necesario, Rankstrail nunca dejó de hablar. Le describió a Aurora la ciudad de Varil, los garzones, los charcos, los arrozales, las grandes extensiones de almendros que la rodeaban, la colina de los naranjos y los olivos. Rankstrail había sido siempre un hombre de pocas palabras: jamás habría imaginado pasar una mañana contándole a una niña con hilos de plata pura en el vestido de terciopelo y brocados que él y sus hermanos habían aprendido a remendar la ropa con plumas que robaban de los nidos.

El hecho era que incluso él, que había visto niños escarbar en el fango para disputarse los corazones de las coles con las ratas de las alcantarillas; él, que había visto niños con la guerra en los ojos; él, que había ayudado a enterrar a los que nunca más podrían ver una; él, que había tenido que ver a su madre morir de tos; él, que había aprendido antes de hablar cómo hacer durar una corteza de pan todo un día; incluso él, se había sentido petrificado frente a la tristeza, el vacío y la nada que habitaban el verde de aquellos ojos.

Le describió el Anillo Externo y los que allí vivían, los Saqueadores Negros, las vacas, el Prestamista, Scannuruzzu, la Roca Alta, el altiplano del Castañar alto y magnífico en cuya cima la hierba estaba hermosa como nunca antes y el agua corría limpia como en el jardín de los Dioses. Le habló del altiplano de los Pozos y le explicó que era una tierra áspera pero también dulce como solo podía serlo la tierra de la leche y de la miel; sería un lugar mágico para morir. Aurora lo escuchaba en un silencio religioso, sin perderse una palabra, con los ojos fijos en él. Y bajo aquella mirada que se animaba con su voz y resplandecía de inteligencia y de vida, Rankstrail había hablado de todo, con tal de no dejar de hablar.

Inclusive le había contado cómo, cuando era un niño, había aprendido por sí solo a usar el arco en los pantanos; y cómo los grandes garzones grises y las pequeñas garzas blancas habían llegado a enriquecer los caracoles y las ranas en el fogón de su casa. Le explicó que tenía que ir a los pantanos de noche: la caza estaba prohibida para los residentes del Anillo Externo, pues la cacería estaba reservada solo para los ciudadanos de la Ciudad Vieja; y le contó cómo había aprendido a localizar a los guardabosques por el vuelo de los garzones.

—… Sabe Señora, el movimiento de los garzones en la oscuridad de la noche se adivina por el escándalo que hacen las ranas cuando acaban en el pico de estos, un croar desesperado. Entre otras cosas, las ranas en verano hacen un estruendo como para reventar los oídos, despertarían un muerto, con su permiso, Señora, perdone la expresión. Cuando no se atrapa nada, siempre están las ranas. El caldo de rana es una finura, sabe, Señora, es tan bueno como el de pollo; ese sí que despertaría un muerto, pero de verdad. Doña Sabiria, nuestra vecina, solía contar que una vez, al parecer, su padre se estaba muriendo. Ella le preparó un caldo de rana con pimiento tan rico que él se alivió, se paró de la cama y salió a la calle a bailar y solo murió casi diez años después. Por ello en verano Varil es un lugar bello. Basta con tener pimientos y hay ranas disponibles para todos. El desastre es el invierno, sabe. En invierno no hay ranas para comer y para cazar garzones hay que quedarse quieto en los arrozales noche tras noche, en silencio, hasta que un búho te guíe al nido, si es que esto sucede; hay noches en que no sucede. Aun así, sin embargo, hay noches en que es muy hermoso. Cuando regresaba con algo había fiesta, no solo en mi casa, sino en toda la calle… Déjeme ver qué tan alta es usted: quizá debo recortarlo un poco, pero no tanto; así le sirve también después cuando crezca. ¿Qué piensa, así o más corto?

La niña lo pensó un buen rato, luego meneó la cabeza con un gesto vago. Rankstrail se preguntó si acaso era muda.

Al terminar el arco, Rankstrail sacrificó un pedazo de la manga de su túnica de un indefinido color marrón y lo envolvió sobre el antebrazo izquierdo de la niña para protegerlo del contragolpe de la cuerda cuando esta se levanta como un latigazo. Por último, le mostró a Aurora cómo debía sostener el arco, y luego, parado detrás de ella, se lo acomodó entre las manos.

Fue inevitable rozar a la niña que tembló ligeramente como las alas de un gorrión cuando se sostiene entre las manos. Rankstrail, cuya infancia había trascurrido enseñándole a su hermana a dar golpes y que nunca se había ido a la cama sin el abrazo del padre y de la madre, sospechó que ella, encerrada dentro de su preciosísima ropa intocable, nunca recibía una caricia.

Se apartó. No quería hacer algo a lo que ella no estuviera acostumbrada, temía asustarla. Le mostró cómo sostener el arco, y le dio las instrucciones habituales para los principiantes.

—Verá, Señora, para decidir cuál ojo es el de la mira se hace lo siguiente: observe algo, observe esa amapola, obsérvela fijamente. Ahora con la mano cúbrase un ojo y, luego el otro. Cuando cierra el ojo que no sirve para apuntar, lo que ve no cambia; pero si cambia entonces el ojo que apunta es el otro… Muy bien, ¿el izquierdo es el bueno? Está bien, ahora esté atenta: tiene que alinear la vista y la flecha en dirección al blanco.

Los primeros tiros de Aurora cayeron en la nada. Evidentemente, al contrario de Flama, Aurora no solo nunca había tenido una honda, sino que jamás había jugado a algo. No lograba tener el arco en la mano con la energía suficiente. No jalaba la cuerda lo suficiente para darle a la flecha una dirección. No tenía la menor idea de cómo apuntarle a algo.

Rankstrail le explicó otra vez y en detalle cómo se hace la alineación entre la flecha y la mirada y le aconsejó halar más el arco. Al fin, después de una larguísima serie de tiros errados y un atentado involuntario contra un viejo gato que escapó con un maullido indignado, el jovencísimo soldado, entre exasperado y divertido, dijo:

—Al parecer los Elfos dicen que es necesario lanzar con los ojos del espíritu y pensar que se es la flecha, pero honestamente nunca he comprendido lo que eso significa.

La niña se dio vuelta y lo miró fijamente con sus profundos ojos verdes.

—Los Elfos dicen que es necesario lanzar con los ojos del espíritu y pensar que se es la flecha —repitió casi silabeando.

Era la primera vez que Rankstrail le oía la voz.

El siguiente tiro de Aurora y los siguientes, que fueron muchos, tuvieron una precisión absoluta. La niña era capaz de acertarle a un solo tallo de hierba a una distancia de treinta pies, a la corola de una amapola a una distancia de sesenta. Calculaba la dirección de la flecha y la fuerza para lanzarla sin equivocarse ni por una pulgada. Era una arquera innata. La felicidad chispeó en sus ojos como un rayo de luna en el cielo matutino. Rankstrail pensó que sería emocionante para ella aprender a cazar.

Por el rabillo del ojo vio un movimiento entre los helechos y se lo señaló a la niña. Los helechos dejaron de moverse bruscamente: ¡le había dado a un conejo! Rankstrail no cabía en sí de la alegría y se echó a reír. Aurora palideció. Se lanzó sobre el conejo herido y lo vio morir con los ojos desesperados, llenos de lágrimas. Rankstrail deseó con toda el alma que los Infiernos existieran y que se abrieran para recibirlo. Y eso que había oído los rumores que circulaban sobre la hija del Juez Administrador, que era estúpida, que siempre estaba triste, que era loca como la madre y que se negaba a comer cualquier cosa que hubiera estado viva: era obvio que alguno tenía que ser verdad.

Aurora le pidió a Rankstrail que recogiera el animalito en lugar de ella porque no podía agacharse sin ensuciar de fango el borde del vestido de brocado, ni lo podía cargar sin manchar de sangre la túnica de terciopelo. Rankstrail obedeció y mientras tenía el animal muerto entre sus enormes manos, Aurora le acarició el pelaje con un movimiento suave. En ese momento, cuando las lágrimas anegaban los ojos de la niña, el Capitán pensó que incluso ese dolor era mejor que el vacío, que incluso ese sufrimiento era mejor que nada. Y entonces le habló del hambre. De cómo el hambre destruye el cuerpo que después se enferma de la tos que no se cura y lastima el espíritu que se encierra en sí mismo. De cómo los niños con hambre se tullen y a veces se vuelven estúpidos y de cómo el alma se esteriliza, se empobrece, se vuelve innoble y mezquina.

El hambre mata la generosidad, hace tambalear el coraje.

—Señora mía, escúcheme. La muerte no es la negación de la vida, sino la otra cara de una misma moneda. Mire —agregó mientras sacaba del bolsillo su tercera y última monedita—, todos mueren para hacerles sitio a los hijos. También nosotros moriremos y les haremos sitio a los hijos que tengamos, y nos alegraremos de hacerlo, porque el honor de tener un hijo es superior al miedo a la muerte. Sin la muerte, la vida sería una secuencia inútil de días insensatos. La muerte de unos es la vida de otros. El búho se come el ratoncito y el garzón se come las ranas y si no lo hicieran, habría muchísimas ratas y ranas que no tendrían nada para comer y que morirían todas a la vez y los cadáveres de estas, llenos de gusanos, harían que el mundo apestara. Mire, tenga —le dijo al final entregándole la monedita, el último de sus bienes—, así recordará lo que le dije y quizá me perdonará por haberla hecho matar al conejito.

La niña se quedó mirándolo durante un rato y luego asintió.

—Le ruego, Señor, quédese usted con el animalito y entrégueselo de parte mía a alguien que tenga hambre y no pueda saciarla. Un niño, si es posible. Le agradecería mucho esa gentileza, y le pido que me perdone la molestia que esto le ocasionará. Señor, perdone mi atrevimiento: ¿usted alguna vez ha matado?

Rankstrail comprendió que ya no estaban hablando de conejos y garzones. Le respondió, con honestidad: había matado a los Saqueadores Negros de la banda que había asaltado y destruido una granja a la orilla de un pequeño lago y que habían estado a punto de quemar vivos a sus compañeros, y también había matado a otros hombres que se lo habían merecido.

—¿Nunca lo haría sino para salvar una vida, ya fuera la suya o la de otros? ¿Y nunca olvidará esto? —se aseguró Aurora.

Rankstrail no entendió si era una constatación, una súplica o la solicitud de una promesa. Jamás en su vida había pensado en los hombres que había matado. Recordó cuando Trakrail le pidió que hicieran prisioneros a los enemigos y de nuevo la propuesta le pareció insensata. Sintió una vaga sensación de desasosiego, como cuando su madre lo pescaba peleando en el fango después de que le había ordenado muchísimas veces que no lo hiciera.

Asintió.

Prometió.

No lo haría sino para salvar la propia vida o la de otros y lo guardaría en la memoria.

—Se lo prometo, Señora. Más bien, se lo juro. Ahora que lo pienso es la primera vez en mi vida que le juro algo a alguien —dijo Rankstrail metiendo el conejo en la alforja—. Pero prométame usted que si alguna vez necesita defender su vida o la de las personas que ama, luchará y luchará para vencer. Ahora, si está de acuerdo, Señora, como lo hice antes con mi hermana Flama, le enseñaré a usar la espada. Así si necesita combatir por su vida o la de otros, podrá hacerlo.

Aurora asintió.

Fue más fácil conseguir dos pedazos de caña que hacer el arco. Aurora se había llevado este para esconderlo con esmero debajo de las tejas del depósito de leña, bien protegido de la lluvia, invisible a cualquier mirada e inalcanzable a cualquier búsqueda. Entre las tejas, también había una pelotita de tela cuidadosamente escondida.

—Esa también es una violación a las reglas. ¿Ve eso? —explicó con brusquedad; para responder a la perplejidad de Rankstrail, señaló con rencor el lujoso columpio con incrustaciones de plata y cristal que sobresalía en el centro del jardín, colgado de las ramas del castaño de Indias—. Es mi obligación pasar los días sobre este, para parecerme lo máximo posible a las imágenes de las antiguas princesas de los libros de mi padre, y no se considera sabio que yo tenga otros pasatiempos.

Rankstrail le explicó los rudimentos de la guardia y de las paradas; le describió las espadas más comunes: simétricas, asimétricas, derechas, curvadas, con empuñadura para una o dos manos. Antes de comenzar, Aurora preguntó si también los Elfos habían dicho algo sobre las espadas y Rankstrail tuvo que pensarlo.

—Dicen que para esquivar un golpe es necesario mirar el movimiento de los ojos del adversario porque cada quien mira por instinto hacia el lugar donde va a asestar el golpe, lo cual es lógico; y que para atacar es necesario pensar que se es la espada, y no sé lo que esto significa —explicó.

Hicieron algunas pruebas y Rankstrail les agradeció a los Infiernos que las espadas fueran dos pedazos de caña porque de otro modo se hubiera ganado una media docena de tajos por no responder a estos con precisión ni una sola vez. La niña, a pesar de que la jaula de sus suntuosos vestidos la obstaculizaba, tenía unas dotes increíbles y sobre todo, reía de tal manera con los ojos que Rankstrail le perdonó su habilidad. El amor propio del joven soldado, superado en el tiro al arco y vencido con la espada, estaba un poco magullado, pero el entusiasmo en los ojos de Aurora era tan grande que con tal de verla reír estaba dispuesto a dejarse vencer en cualquier competencia, inclusive en la de trepar o en la de hacer rebotar una piedra plana en el estanque.

—Señora —le dijo riendo—, espero no tenerla nunca como adversario.

La niña se puso seria. Lo miró fijamente con sus ojos verdes que ahora chispeaban con vida.

—No creo, Señor —le respondió—, que usted y yo podamos ser adversarios jamás.

Rankstrail respondió con una reverencia.