Capítulo 10

Era El alba despuntó llena de voces, olores y sonidos. Rankstrail reconoció el cacareo de las gallinas que se entrelazaba con el humo leve de los garbanzos tostados y se fundía con las retahílas de los mendigos.

El joven Capitán sintió que el corazón se le llenaba de paz.

Su padre ya estaba despierto y estaba calentando un poco de sopa de verduras con arroz. Se la repartieron sentados en el umbral de la casa. Borstril y Flama aún estaban dormidos. El padre le habló como se habla entre hombres. Las cosas marchaban bien: él había empezado a venderles arquibancos tallados a los artesanos del Anillo Intermedio que en general pagaban y con puntualidad. Si las cosas seguían mejorando, Flama podría dejar de trabajar como lavandera, que era un trabajo horrible que destruía la piel y las manos y les quitaba a las muchachas la capacidad de reír y de llevar la cabeza en alto por la calle, pues se acostumbraban a mantenerla inclinada en el lavadero.

A poca distancia los niños jugaban con los pollos y los puestos de los vendedores de frutas comenzaban a animarse.

El padre siguió hablando. El Escribano Loco se había muerto hacía un año. Al faltar Rankstrail el padre se había encargado de darle de comer y Flama de defenderlo. A cambio, el hombrecito les enseñó a Flama y a Borstril a leer, a escribir y a hacer cuentas. Ahora estaba sepultado en el pequeño cementerio: seguían sin conocer su nombre.

De repente la paz se interrumpió. Las voces se acallaron.

A lo largo de la calle apareció un personaje desconocido para Rankstrail, pero de alguna manera espantoso para la gente del callejón. Era un hombre larguirucho, de nariz aguileña. Aunque no era pequeño, tenía piernas cortas y un trasero grande y caído, en comparación con la espalda delgada y la cara demacrada. En conjunto parecía un buitre gigantesco. El hombre se detuvo en una casucha a intercambiar algunas palabras con los habitantes; Rankstrail no alcanzó a escuchar, pero el llanto y la desesperación que dejaba tras de sí eran muy claros. El joven Capitán, atónito, miró a su padre; también él estaba tenso y callado. El buitre finalmente llegó a la altura de ellos y saludó de forma cortés y ceremoniosa, lo cual no tranquilizó al padre, sino que más bien aumentó su preocupación.

—Soy el Recaudador de impuestos, mi noble señor —se presentó el buitre—, valga decir, quien tiene el honor de recaudar para la noble ciudad de Varil los aranceles y las gabelas que esta noble ciudadanía debe, y de otra parte, también tengo el gran honor de presidir los matrimonios, nacimientos, entierros y cualquier otra función que presuponga variaciones en el destino de la noble población de la noble ciudad de Varil, porque toda variación está sujeta a gabelas, como sin duda los nobles señores ya saben, habiéndolo leído en el edicto. ¿El anciano señor no sabe leer? ¡Jamás lo hubiera pensado de un señor de tan noble distinción! Por desgracia, no puedo considerar eso como una excusa. Por desgracia, el malvado conjuro del nunca suficientemente extinto Pueblo de los Elfos contra el Pueblo de los Hombres se ha despertado y los Confines están otra vez bajo el ataque de los Orcos: se necesita dinero para financiar la noble campaña que el limítrofe, benemérito, aliado y noble Condado de Daligar está llevando a cabo. La única solución fue elevar las gabelas e instituir la expulsión inmediata de los nobles remisos. ¿Puede mi refinado y anciano señor suministrarme su nombre exacto, indicarme los años de pertenencia a la ciudad, el número de personas pertenecientes a su excelente, eximia y noble familia, y el número de los augustos difuntos de su egregia familia cuyo peso carga en este preciso momento el cementerio del Anillo Externo, y finalmente puede aclararme cuáles son las actividades gracias a las cuales su honrada persona y su respetable familia derivan su sustento?

El padre enumeró tímidamente las respuestas: en el cementerio las personas que había que contar eran dos porque los huesos del Escribano Loco, o lo que quedaba de ellos, estaban ahora a cargo de ellos. Borstril fue considerado como un trabajador porque le ayudaba a su padre en el taller e iba a recoger el agua. Flama se había despertado en ese momento y también estaba en la puerta: aunque hubiera tratado de esconder su trabajo en el noble arte de la lavandería, las manos agrietadas y rojas la hubieran delatado. Mientras el Recaudador realizaba sus cálculos, Rankstrail tranquilizó al padre con la mirada. Allí estaba él. Había regresado. Era capaz de solucionar el problema.

El joven Capitán hizo las cuentas rápidamente en la cabeza: los seis escudos de plata, sin contar con los catorce sueldos de cobre, eran suficientes para una espada lujosa. Si los aranceles fueran más o menos dos escudos, le quedaría bastante para una espada buena, si fueran cuatro tendría que optar por un arma discreta, con tal de que estuviera hecha de acero y no de hierro: si era demasiado liviana, podría limitarse a usarla como arma secundaria en la mano izquierda y seguiría usando el hacha en la derecha. Realmente como para no tener solo la empuñadura y un pedacito de espada que no servía ni para ensartar pollos.

—Medio escudo de plata y veinte sueldos de cobre —dijo el Recaudador—, y durante los dos próximos años la ciudad de Varil podrá continuar complaciéndose con la presencia de ustedes.

Rankstrail tardó algunos instantes en reponerse: había temido algo peor. De hecho, debió haberlo imaginado: la cifra no podía ser desproporcionada, por fuera de la capacidad de la gente. La inmensa mayoría de los habitantes del Anillo Externo, así fuera en medio de imprecaciones variadas y múltiples, le estaba pagando. El Capitán sonrió y con un gesto tranquilizó de nuevo a su padre; se puso de pie y pagó, mientras lo invadía el orgullo.

El Recaudador hizo una reverencia y se deshizo en agradecimientos. Después de haber sacado de la alforja de terciopelo recamado un pequeño rollo de pergamino, una pluma de oca y una ampolla de tinta cerrada con un tapón de lacre, elaboró un complicado recibo con absoluta precisión, lleno de florituras encantadoras, agradecimientos e invocaciones de benevolencia a los Dioses. Se apoyó en el alféizar de la única ventana de la casita e invirtió un lapso considerable de tiempo en la elaboración; entretanto, un grupo pequeño de gente se reunió en torno a ellos. Estaban la vecina, los hombres de las Tierras del Norte que vivían al frente, la familia llena de niños que vivía al fondo de la calle… Estaban los mendigos… Los saltimbanquis con su minúsculo circo de gozques amaestrados. Estaban allí todos los que no tenían dinero, los que iban a ser expulsados, los que iban a terminar sumergidos en el mundo de afuera, mientras ellos se habrían salvado.

—Yo solo tengo seis sueldos de cobre —dijo el padre cohibido.

Todos tenían los ojos puestos sobre Rankstrail: era un Mercenario. A los Mercenarios les pagan. Se tejían fábulas sobre escudos de oro completos entregados con puntualidad real, junto con una ración hecha de manzanas, cerdo asado, polenta, higos secos y miel. El joven Capitán había sacado el dinero de una bolsita que no parecía vacía.

—¿Cuál es la suma total de las deudas del Anillo Externo? —preguntó Rankstrail, solo por saber.

—Asciende a diez escudos de plata, noble señor, augusto guerrero de ventura y merced.

La pregunta había sido un error: había generado expectativas. Todos lo miraban como se mira a un ángel. Rankstrail pensó con desesperación en la espada: no podía seguir andando con una empuñadura metida en la vaina. Era… fútil… ridículo. Pensó que lo que poseía era la remuneración de tres años de trabajo sin interrupción y sin escatimar esfuerzo.

Percibió la mirada de su hermano, mezcla de orgullo y admiración.

Le vino a la mente el tiempo trascurrido entre las vacas en el altiplano del Castañar con Lisentrail, mientras los naranjos comenzaban a cubrir los valles; había sido una época magnífica y no es necesario remunerar la magnificencia porque ella sola se recompensa.

—No se vuelve atrás —murmuró, y empezó la batalla.

No tenía diez escudos y nunca los tendría. Rankstrail negoció a partir de los cinco escudos que todavía tenía en su poder.

—Mejor cinco escudos en la caja que la caja vacía y los acreedores expulsados —razonó con serenidad.

El buitre explicó con cuantiosas y suntuosas palabras que los aranceles no eran negociables, pero al final trató de llegar a un acuerdo. Los mendigos reunieron la totalidad de sus bienes y trataron de enriquecerla ofreciendo un pago en especies del orden de dos pollos y un perrito que sabía bailar en las patas posteriores. Sin embargo, este último fue retirado de inmediato del negocio apenas los propietarios se dieron cuenta de que en manos del Recaudador le esperaba un destino del orden de lo comestible, en forma de estofado, con cebollas y pimientos. Se llegó a un acuerdo en la tarde, después de una jornada extenuante durante la cual la calma imperturbable del Recaudador nunca disminuyó y su misericordia, si es que tenía una, se mantuvo celosamente oculta. El Capitán tampoco dio el brazo a torcer; había tenido un terrible entrenamiento en el Castañar con el jefe de la aldea de Scannuruzzu y Lafrisonaccia, cuya lengua brusca y limitada no era menos difícil que las volutas suntuosas con las que se recubría y se perdía el lenguaje del Recaudador. Se cedieron cuatro gallinas, además de un hurón y una tetera de cobre. Los ahorros de Rankstrail quedaron reducidos a cero y finalmente el Recaudador se fue, no sin antes asegurarles que en los próximos dos años no tendrían el honor ni el placer de contar con su presencia a menos que decidieran casarse, morir o reproducirse, porque en ese caso él no solo iba a oficiar con infinito placer y grandísimo honor, sino que tendrían que discutir de nuevo con ellos las cuotas de las gabelas.

Lo echaron, con toda la cortesía debida.

La tarde había caído y se organizó una celebración con tortitas de berenjena y espectáculos de perritos amaestrados. Los que tenían panderetas tocaron la música con mayor frenesí e incluso la voz de Flama se unió al coro que entonaba una canción sobre una joven bruja que todas las noches cabalgaba a escondidas un gallo por la región. Rankstrail se percató de que el hijo del panadero, fingiendo que era casualidad, siempre lograba estar sentado cerca de su hermana. Como todas las muchachas que frecuentaban el lavadero, Flama escondía las manos rojas y acabadas entre los pliegues de su ropa. Las estrellas llevaban ya un buen rato en el cielo cuando la velada concluyó.

A la mañana siguiente el Capitán se despidió de su padre y de Flama. Los abrazó por un largo rato y por un largo rato disfrutó el abrazo. Su hermano le había preguntado si podía acompañarlo hasta más allá de la Gran Puerta y a Rankstrail le agradó tenerlo a su lado.

Al Capitán lo invadía una sorda desolación. La alegría de la noche anterior se había esfumado y había quedado la cuenta de los días sin pan que le esperaban si tenía que hacerse anticipar lo necesario para cualquier pedazo de hierro oxidado que tuviera aunque fuera la forma aproximada de una espada.

Pasaron al lado del vendedor de tostadas de sésamo y miel. A juzgar por la mirada de su hermano, también él soñaba con una. Sin embargo, también él tendría que abstenerse de ella. Ya no tenía ni siquiera un solo sueldo de cobre.

En un nicho entre los bastiones había un vendedor de tapetes. Su hermano Borstril, que había aprendido a descifrar el curioso idioma que el hombre hablaba, le explicó que este tuvo que dejar su tierra después de que un tornado había destruido la ciudad caravanera de Donadío, Don de los Dioses.

—… Dondelosdiosessellamaabatierramia, quelosdiosesn oslahabíandado, bellacomoeraasaz…

Donadío en el pasado, antes de que cuarenta días y cuarenta noches de temporales ininterrumpidos la anegaran, se llamaba Gounnert o La Bienamada; había nacido a su vez sobre las ruinas de Lakkil, La Fortunilla, que había sido barrida por un terremoto. El comerciante vendía tapetes que, al igual que las tiendas que había dejado atrás, tenían los colores del viento y del sol. Si alguna vez llevaba a cabo la increíble hazaña de vender por lo menos uno, quizá podría regresar a su landa a reconstruir las tiendas del color del viento y del sol. El callejón resonó con la esperanza que lo invadía si lograba vender alguna cosa.

—¡Neeeebellapiezadehombre, cómprateuntapete!

—Pregunta si quieres comprarle un tapete —tradujo Borstril.

Rankstrail sacudió la cabeza.

Las que resonaron entonces en ese momento fueron la desolación y la rabia.

—Esputatusangre, enelalmadelosquetienesmuertos.

—Son maldiciones —explicó Borstril—, te ha augurado esputar sangre y ha hecho comentarios sobre tus antepasados, pero no te enojes, te lo ruego, no es malo. Solo está desesperado porque no tiene dinero.

—Puedo comprenderlo —repuso secamente el Capitán.

Luego la tristeza de repente pasó.

Volvió a pensar en las vacas y en las tortitas de berenjena.

Rompió a reír.

Abrazó a Borstril.

—Es un honor tenerte como hermano —le dijo, y lo vio sonreír feliz.

Pensó que había descubierto un concepto fundamental: el saber que alguien tiene en alta estima nuestra existencia puede ser más preciado que una tostada de sésamo y miel. Se prometió que lo recordaría cuando tuviera que vérselas con sus hombres y finalmente se puso en camino.

* * *

Rankstrail no tenía el arco consigo, pero su vieja honda bastó. Los garzones se levantaron a su paso. Derribó dos a muy poca distancia de los guardabosques y se divirtió evitándolos. Vendió uno de los garzones en las puertas de Daligar por seis sueldos, tres de las cuales se transformaron de inmediato en habas y pan. El otro lo compartió con Lisentrail. El garzón y los tres sueldos de pan eran una fortuna: a los Mercenarios no les habían preparado nada. De hecho, nadie se acordaba de ellos. La negligencia con la que él y los demás Mercenarios habían sido acogidos era incluso superior a la normal y eso que la normal estaba justo en el límite de la supervivencia. Esto quería decir que o se las arreglaban solos o morirían de hambre ante la indiferencia general.

Rankstrail y Lisentrail organizaron su asado fuera del establo, en un fogón de piedra improvisado.

—Ey, Capitán —dijo Lisentrail admirado y contento—, tu pedazo de espada parece hecho a propósito para hacer un espetón. Está partido a un palmo de la empuñadura, al sesgo, de modo que es fácil ensartar el asado y además queda bien firme. Es una ventaja incluso contra los Orcos: apenas saques una espada de una cuarta de largo, estos se reventarán de la risa solos y no tendremos que tomarnos la molestia de matarlos.

El Capitán refunfuñó cualquier cosa ininteligible como respuesta.

El aroma del garzón que se doraba se esparció y en vez de la previsible fila de mendigos y limosneros, frente al Capitán apareció media docena de caballeros e infantes, los primeros con insignias carmesí, los segundos, más modestamente, blancas. Eran hombres jóvenes: no llevaban corazas, pero las cotas de malla sutil y los jubones de terciopelo con cuellos recamados en oro daban fe de que eran miembros del círculo más aristocrático de la armada de Daligar. Rankstrail, en cuclillas frente a su asado, se puso de pie.

El que parecía un poco mayor que los otros tomó la palabra. Habló de una forma curiosa, lenta y espaciada, como si hablara con niños muy pequeños o medio tontos; le preguntó si él era el Capitán y si era cierto que sabía leer.

—¿Por qué? —preguntó el Capitán, perplejo—. ¿Necesitan un escribano?

No era un escribano lo que necesitaban. Finalmente, hablando con timidez, a pedazos y bocados y siempre fuerte, lento y claro como se les habla a los deficientes mentales, lograron explicarse. Ellos eran la guardia de honor de Aurora, la Princesita de Daligar, la hija del Juez Administrador. Ella siempre tenía que estar custodiada por un soldado y ellos hacían turnos alternos de medio día cada uno. En general competían por estar siempre presentes, pero ahora la necesidad primordial era la de presenciar la ceremonia que se estaba preparando y necesitaban un reemplazo.

—Mañana —dijo el primero que tomó la palabra—, será el vigésimo aniversario de la ascensión al cargo de nuestro maravilloso y amado Juez Administrador, padre verdadero de nuestra tierra.

—Además de lo ya expuesto —añadió el segundo—, coincide con el medio siglo de existencia en el mundo de nuestro bienamado caudillo.

—Como si todavía no fuera suficiente —continuó el tercero—, en las celebraciones se demostrará toda nuestra gratitud por quien ha sacrificado toda su vida por esta tierra que también es la nuestra…

Por fin el Capitán comprendió el por qué de la negligencia con la que habían sido acogidos, superior aun a la habitual. Para esa fecha histórica se habían previsto celebraciones indescriptibles e inenarrables que habrían trascendido la quisquilla de lo cotidiano, inclusive la de ocuparse de las Tierras de los Confines y tomarse la molestia de mandar a alguien allí, si no a expulsar a los Orcos, por lo menos a intentar obstaculizarlos. Recordar alojar con decencia y nutrir a aquellos que debían ir a combatir a los Orcos también parecía una necesidad insignificante si se parangonaba con la urgencia de la decoración de los balcones y la preparación de una cantidad adecuada de tortitas de manzana. Los festejos y las celebraciones previstas eran tan grandiosas que ni una sola de las familias de los notables o de la aristocracia quería ser excluida.

—¿Entiendes?, sería impensable no estar presente.

—Inconcebible.

—Imperdonable.

—Para no hablar del hecho —agregó el cuarto caballero, que por primera vez osaba abrir la boca— de que no hay una sola familia, incluso las nuestras, que no tengan al menos un allegado que esté o haya estado en los sótanos, en el patíbulo, en la picota, y tú entiendes… No es que no hubiera sido justo meterlos donde los metieron… es decir, somos nosotros quienes nos excusamos con el Juez por haber tenido que sacar arrastrados a esos que… no es que no fueran culpables… estar ausentes mañana…

—A veces ha sido suficiente con menos —susurró uno de los dos infantes, casi en un susurro—, con menos que faltar a una ceremonia. Mi padre no asistió porque había sido herido mientras combatía por él… y lo mismo… lo han… —el muchacho se interrumpió bruscamente, fulminado por la mirada de los caballeros que, sin embargo, no lograron callar al compañero.

—La ceremonia de mañana es una necesidad absoluta, ¿entiendes? Si no encontramos a alguien que nos sustituya, me tocará a mí, que soy el más joven, desertar la ceremonia. Es peligroso. El Juez no olvida jamás una ausencia, mientras las causas de las ausencias se pierden en su memoria… A veces ha sido suficiente con menos.

El joven infante se interrumpió, miró con sufrimiento a Rankstrail y prorrumpió:

—Pero, más importante aún, si nosotros no estamos alrededor de él mañana, ¿cómo podrá saber cuánto lo amamos? Sobre todo yo, que pertenezco a una familia que le ha dado al Juez el dolor de tener que castigarla con el exterminio, ¿cómo podría ausentarme?

Los otros miembros de la comitiva, escandalizados por la primera parte del discurso, se unieron con entusiasmo al final, aprobando con ojos centelleantes.

Rankstrail se dio cuenta de que aquellos hombres no eran solo una mezcla de miedo, oportunismo y adulación que se que crecían por turnos para defender a un amo infame: amaban a ese amo. La locura del Juez Administrador se confundía cada vez más con la normalidad; la constante repetición de las mentiras se confundía cada vez más con la verdad. Era evidente que cada año que pasaba la crueldad más abyecta era tomada como amor por la justicia. Un hombre había sido ajusticiado porque las heridas de guerra le habían impedido ir a inclinarse en alguna ceremonia oficial y ni siquiera su hijo se indignaba. No era solo por miedo que ninguno quería ausentarse. No era solo por adularlo que todos querían estar allí. Una vez, en uno de los pocos momentos en los que había estado casi lúcido, el Escribano Loco le había hablado de la ambigua fascinación con la que se cubría la crueldad cuando la esperanza o el coraje de combatirla sucumbían: le había explicado que entonces el deshonor de la aquiescencia y de la ley del silencio se convierten en la indecencia del consenso. Era una de las tantas frases que Rankstrail había considerado atiborrada de palabras difíciles y carentes de cualquier significado posible: frente a estos jóvenes aristócratas finalmente la comprendió.

Querían estar allí porque lo amaban.

Rankstrail, junto al asado de garzón, seguía mirando incrédulo a estos jóvenes que normalmente ni habrían girado la cabeza para mirarlo así hubiera muerto frente a ellos y que, con tal de obtener su benevolencia y siempre hablando como si se estuvieran dirigiendo a niños pequeños o a deficientes mentales, le estaban confesando los más sórdidos secretos de sus familias, las más indecentes bellaquerías, los más miserables servilismos.

El discurso volvió a empezar. Los caballeros e infantes, con la duda de haber sido comprendidos, le explicaron desde el principio que como ninguno podía faltar, necesitaban a alguien que los reemplazara en la guardia de la Princesa. Habían oído decir que el joven Capitán de la infantería ligera, claro, dentro de los límites de un Mercenario, podía también parecer una persona de bien si uno no se acercaba demasiado para mirarlo. Sabía leer y escribir, no escupía en el suelo y no se rascaba en público como un perro. Ellos lo lavarían como es debido, le organizarían el cabello de oso y la barba de ogro, le pondrían encima una coraza de caballero y nunca nadie se daría cuenta de nada. La Princesa Aurora era… cómo decirlo…

—Es una niña maravillosa siempre… ejem… perdida en sus sueños…

—En sus fantasías.

—Siempre está dentro de su mundo de chiquilla…

Rankstrail se acordó de que siempre había oído contar que la Princesa de Daligar era tonta o loca como la madre, que no comía nada que hubiera estado vivo y que jamás salía a la calle.

—Lo único que hace la pequeña dama es mecerse en un columpio.

—Lo único que tú debes hacer es quedarte en un rincón del jardín, sin hacerte notar y sin moverte, silencioso e inmóvil: una estatua. Tendrás el altísimo honor de estar en presencia de la hija del Juez Administrador. Podrás contárselo a tus padres, si es que eres hijo de alguien. A tus nietos. Nosotros no conocemos el tema, pero nos parece que los Mercenarios no pueden tener esposa; pero si ninguno te mata, tarde o temprano puedes dejar de ser Mercenario. Si durante el servicio de guardia hablas o te mueves, nosotros te haremos despellejar con azotes y te quitaremos el mando del pelotón de infantería. Pero lo decimos por decir. Sin duda, no eres así de estúpido.

Las últimas recomendaciones fueron sobre su nombre. Entre todos los temas posibles sobre el cual no debía sostener una conversación, su nombre era el más vedado. En términos más explícitos: si abría la boca lo azotarían, pero si osaba confesar su nombre que por no pertenecer a ninguna genealogía conocida automáticamente lo marcaba como Mercenario, lo harían despellejar. ¿Le quedaba todo claro?

En condiciones normales Rankstrail los habría echado, así fuera con la exquisita cortesía que él, un Mercenario, les debía a ellos, vástagos de la aristocracia. Pocas cosas podían importarle menos que el honor de pasar un día siendo la niñera de la hija del Juez Administrador, que al parecer tenía fama de ser medio tonta, mientras que el padre tenía fama de ser alguien que podía colgar a una persona de los pies en los calabozos por estornudar del lado equivocado y dejarla allí hasta que cambiara la estación. Por lo tanto era aconsejable, hasta donde se podía, mantenerse alejado y no tener nada que ver con esto.

El hecho era que él no estaba en condiciones normales. Por consiguiente, les informó a sus nobles interlocutores lo mucho que le interesaba la oferta con la condición de que le dieran a cambio y de inmediato, además de la gratitud imperecedera que le acababan de jurar, una de sus espadas.

El acuerdo se concluyó con rapidez. El más joven de los infantes acababa de recibir como regalo el arma de la mayoría de edad y le cedió a Rankstrail la del adiestramiento, un poco corta y liviana para el Capitán, pero de todos modos de buen acero y sin garabatos.

Finalmente se fueron y finalmente el garzón estaba cocinado.

—Ey, Capitán —dijo Lisentrail hablando despacio como se les habla a los niños tontos—, ¿me puedo quedar con el espetón ahora que cuentas con algo mejor para hacer la guerra? ¿Te puedo acompañar también a ser la niñera de la Princesa? Ahora que no vas a hacer más la guerra con un espetón, les hablamos a los Orcos de tu tarea como niñera y así ellos se revientan de la risa y se mueren por sí mismos.