Antes de que pasara el tercer invierno de su permanencia en la Roca de Guardia Alta, el larguirucho Gobernador convocó a Rankstrail.
La citación llegó por escrito y era para el día siguiente; estaba en un pequeño pergamino enrollado que uno de los criados del Palacio entregó después de tocar, casi con cortesía, a la puerta hecha con madera fina de roble, que cerraba el cuartel de los Mercenarios. El redil había sido derribado y reemplazado por una construcción cálida y seca, en piedra y madera, con una chimenea potente en el centro; cada soldado tenía un lecho propio, hecho de paja limpia que se cambiaba una vez por semana.
El Capitán Rankstrail miró el pergamino con una euforia que rayaba en la agitación, ya fuera por ser oficial o por las posibles implicaciones monetarias. El motivo no podía ser otro que el reconocimiento oficial de su rol como Capitán y la entrega del salario retrasado de un año, que de acuerdo con sus cálculos le iba a permitir comprarse una espada digna de ese nombre y un caballo.
Siempre sería un Mercenario, pero la caballería daba una impresión más decente. Nadie te arrancaba los dientes o los dedos al primer pollo que desapareciera. A los Mercenarios, si iban a caballo, se les trataba de «usted» y también tenían un destino diferente. A los soldados de caballería los mandaban a los Confines de las Tierras Notas, a discutir con los Orcos la posición exacta de las fronteras y Rankstrail iría allí gustoso porque era el lugar donde había nacido y además tenía un par de cuentas para saldar con los Orcos.
Los Mercenarios pasaron el resto del día haciendo todo tipo de elucubraciones, inclusive proyectos inverosímiles o desmedidos que rayaban en la fanfarronería, como comprar un pedazo de tierra o un pequeño viñedo.
Rankstrail consintió que el Prestamista le cortara la melena. También se dejó explicar cómo limpiarse las uñas y oyó las instrucciones sobre cómo lavarse el cuello y las manos. Se quedó medio día bañándose en el estanque más cercano para erosionar la capa de fango que se le había acumulado encima a lo largo de años de campamentos y marchas, en estrecha convivencia con los bovinos. El agua helada no le molestó; además exterminó por ahogamiento a más de la mitad de sus habitantes clandestinos.
A la mañana siguiente, cuando atravesó con precaución el mercado que se instalaba diariamente en la plazoleta frente al Palacio del Gobernador, estaba casi irreconocible. Los montoncitos de naranjas, los puestos de olivas y los de mantequilla y queso ocupaban los pocos lugares secos que había y era necesario esquivar los charcos con atención.
Aunque la cita había sido fijada para las horas más tempranas de la mañana, el joven Capitán fue recibido solo al atardecer y se vio obligado a pasar toda la jornada, que fue de una llovizna ininterrumpida, frente a las caballerizas. Cuando por fin atravesó el umbral estaba empapado como un pollito y empantanado como una rana acabada de salir de un estanque. Rankstrail estaba acostumbrado tanto al frío como a estar empapado, pero le molestaba dejar una estela a su paso, a pesar de todo lo que había hecho por estar impecable.
El Gobernador estaba en una enorme sala rectangular. El lado más largo de esta estaba ocupado por una chimenea tan grande que en ella se estaba quemando el tronco completo de un árbol. El calor era sofocante, y el joven Capitán le sumó al fango el sudor, que comenzó a chorrear.
El Gobernador lo miró con una repugnancia llena de aversión y enojo que exacerbó el desequilibrio del ya considerable repudio con el que miraba el mundo, luego le ordenó que se alejara cuanto fuera posible y permaneciera al fondo de la sala. En ese momento paró de llover y un tímido claror iluminó el cielo. Al otro lado de la larga serie de ajimeces la extensión de los naranjales con su verde impactante le llenó la vista. La mirada del Gobernador se perdió en el verde y su expresión se suavizó.
—¿Al menos sabes de quién es el mérito de todo esto? —preguntó.
Por suerte Rankstrail pudo captar a tiempo que era una de esas preguntas de las que no se espera una respuesta y mantuvo la boca cerrada. No pudo impedir la leve sonrisa que le asomaba al rostro a la espera de los agradecimientos y de las alabanzas.
—Y bien, lo hemos logrado. Palmo a palmo, muerte tras muerte, lo hemos logrado. Hemos saneado la tierra de todos los Elfos. De todas las brujas. Ahora las puertas de los Demonios están cerradas y los Infiernos no vomitan más infortunios sobre nosotros. La tierra ha florecido de nuevo como un jardín.
Rankstrail pudo rescatar pronto su media sonrisa que por fortuna pasó inadvertida en la poca luz del rincón donde había sido confinado.
—La única mancha, el único defecto, la única vergüenza, el único deshonor son tú y tú miserable banda. ¿Cómo hiciste para entender qué debías venir aquí hoy?
Rankstrail pensó por un instante, luego concluyó que, debido al grado de idiotez, esta debía ser una de esas preguntas que sí se responde. Sacó el pergamino:
—Fui convocado. Usted me citó. Así está escrito.
—¡Lo ves! —dijo el Gobernador triunfante—. ¡Esta es la prueba! Te mandé una citación escrita a propósito. Sin duda, fue el usurero quien tuvo que leerte la carta. Ahora no puedes negar que tú y el usurero se frecuentan. Eres una vergüenza, un asco, una deshonra. Te has vendido. Vendiste tu espada, y tu espada le pertenece al Juez Administrador del Condado de Daligar. Y —añadió silabeando para que el sentido de la frase fuera más incisivo y más claro— te vendiste por dinero. Por DINERO.
Rankstrail tardó cierto tiempo en comprender lo que estaba sucediendo. O más bien, si se trata de comprender, lo comprendió de inmediato: lo que necesitó fue tiempo para creerlo.
—Soy el Capitán Rankstrail de la infantería ligera —respondió tranquilo mientras se acercaba a la mesa—. He comandado hombres que bajo mis órdenes han quedado mutilados o han muerto y por consideración a esos hombres no estoy dispuesto a tolerar ninguna falta de respeto. Mi espada no le pertenece ni al Juez Administrador ni al Condado. Mi espada es mía y solo mía: yo mismo la compré de segunda mano y escogí la que menos costaba. No vendí mi espada, sino el trabajo: me mandaron a atrapar a los Saqueadores y los atrapé. Y también el trabajo, no el honor, se lo vendí al Prestamista. Por dinero, es verdad. La palabra «vender» significa eso: dar a cambio por dinero. Si en vez de dinero hay higos secos o castañas hervidas, entonces no se habla de venta, sino de trueque. Si no se tiene nada a cambio, entonces las palabras que se deben usar son generosidad o ingenuidad; personalmente prefiero la segunda, pero esto es cuestión de opiniones. No niego ni en lo más mínimo mi amistad con el Prestamista. La lectura de la convocatoria no es la prueba de que lo conozco porque tengo la capacidad de leer, capacidad para nada excepcional, ya que la comparto con la mayoría de mis hombres…
El Gobernador rio con una mueca:
—¿No pretenderás que te crea?
—No estoy acostumbrado a que se me trate de mentiroso —respondió el Capitán, sereno; luego prosiguió—. La prueba de mi amistad con el Prestamista radica en el hecho de que mis hombres y yo estamos vivos y con buena salud. Dado que desde hace tres años no hemos visto una hogaza de pan ni un sueldo para comprarla, según usted, ¿cómo debíamos haber sobrevivido? A mis hombres les dieron a escoger entre morir de hambre como imbéciles o morir bajo las tenazas del verdugo como ladrones.
Le quedó la duda. Nunca supo cómo debían haber sobrevivido. El Gobernador lo echó. Le informó que la totalidad de los salarios había sido confiscada para castigar su conducta deshonrosa y para restituirle al cuartel el pago por los daños causados a la hacienda pública. Ni siquiera todo lo que había leído y todo lo que había escuchado frente al fuego del Prestamista le permitió a Rankstrail entender que la hacienda pública era el maldito e indecente redil donde tenían que andar en cuatro patas como perros. El Gobernador se lo tuvo que explicar, al igual que le explicó que si no los hacía ahorcar a todos, era porque los Orcos habían atacado los Confines y la caballería ligera no lograba oponerles resistencia. Nadie más, excepto ellos, podría darle apoyo.
Rankstrail atravesó la plaza del mercado, ahora desierta, con una sensación extraña que le recordaba las ganas de vomitar y tal vez lo era.
Esto no era ni siquiera algo comparable a cuando lo habían azotado; en ese entonces había cazado de manera furtiva y todo había salido mal. Aquí era diferente.
Suspiró.
Miró el cielo, y comenzó a caerle en el rostro una lluviecita sutil que iba a fortalecer y reverdecer aun más la hierba para las vacas que habían traído.
Suspiró de nuevo.
En la oscuridad no podía ver la extensión ilimitada de los naranjales, pero sabía que ahí estaban.
Después fue a donde sus hombres a decirles que no habría sembrados ni pequeños viñedos, ni siquiera un caballo: quizá solo una buena comilona, un chai, un trompo para los que tenían mujer o hijos, tal vez una espada nueva para los que, como él, solo tenían una partida. El Prestamista, por lo menos él, les había pagado y algo habían ahorrado.
—Ey, Capitán —respondió Lisentrail—, ¿en realidad nunca creíste que nos iban a dar el salario? No hemos hecho trabajar ni al enterrador ni al verdugo y los piojos que teníamos a fuerza de calentarse y engordar están tan grandes que parecen ratas. Algo tenemos y eso nunca antes había pasado.
De hecho, ninguno de sus hombres, que llevaban muchos más años que él ya fuera en el mundo o en la armada de los Mercenarios, había creído que llegaría a estar menos desesperado o a ser menos pobre.
* * *
Partieron dos días después escoltados desde lejos por los tres caballeros y los cuatro soldados de infantería de la guarnición, como si fueran criminales.
El Prestamista no había ido a despedirlos porque se enteró de que lo estaban buscando y se había marchado el día anterior para invernar en la Roca Alta, o quizás en Scannuruzzu, que era más seguro.
Sin embargo, todos los demás fueron, inclusive el campesino medio tonto al que Lisentrail le había robado la gallina.
Los esperaron en los límites inferiores de Piedradura donde la colina terminaba y la llanura comenzaba. Habían preparado naranjas, queso y pan para ellos. El campesino les dio una gallina seca y medio tísica que calificó de «bella como el mesmésimo sol». Las mujeres vinieron también: viejas comadres, madres con sus niños y muchachas jóvenes. Algunas se pusieron a llorar, y otras, cuando ellos pasaron, les tiraron flores.
—Pero ¿no pudieron haber venido a buscarnos antes? Antes de ahora, que ya nos vamos —se preguntaron algunos.
—Hombres —respondió Lisentrail—, nosotros somos los Mercenarios. Ellos no nos darán a sus hijas. Pero nos dieron queso y pan. La gallinita es mía. Al que la toque lo despellejo. La llevamos a Daligar con nosotros.
El Capitán y la infantería ligera atravesaron por última vez la región y la dejaron sin darse vuelta porque los Mercenarios no miran hacia atrás.
Alrededor de los riachuelos ya no había más matorrales de cañas desordenadas o de adelfas marchitas, sino decenas y decenas de naranjos que estación tras estación se fueron convirtiendo en centenares y luego millares, y finalmente llenaron los valles y se alternaron de una forma suntuosa con el verde plateado de los olivos y el verde tierno y tenue de los almendros que en primavera invadían el mundo con el rosado de su floración.
Las cimas de las colinas quedaron despojadas de árboles pero llenas de hierba florecida: allí pacían pequeñas manadas de vaquitas irascibles cuidadas por pastorcillos huraños que, cuando no había nadie a la vista, usaban el cayado como un hacha o una espada y soñaban con ser el Oso, el guerrero, Capitán de la infantería ligera.
* * *
Los Mercenarios llegaron a Daligar bajo el sol espléndido del medio día. El verano estaba llegando por fin. La gallinita había sido convertida en vituallas en algún lugar de los charcos de la llanura central, bajo la mirada austera de majestuosas vacas blancas que les recordaron a los Mercenarios las del altiplano de la Roca Alta y los llenaron de nostalgia. Los Mercenarios estaban sucios, cansados y hambreados como nunca. A su paso, las madres llamaban a sus hijas y todos ponían a salvo sus aves de corral. Cuando llegaron a las puertas de la Ciudad Puerco Espín hubo una larga discusión porque a nadie se le había ocurrido ni darles algo de comer ni buscarles un lugar donde pudieran dormir.
Finalmente los pusieron en un establo de asnos donde al menos cabían de pie; pero mientras el redil de la Roca de Guardia Alta estaba vacío, aquí todavía estaban los asnos y se estorbaban unos a otros.
Tras medio día de discusiones, consiguieron tres panes y una pinta de sopa de col para más de cincuenta hombres.
A estas alturas, con tal de quitárselos de encima, les dieron tres días de licencia.
El hecho era raro, pero no excepcional. Algunos de los hombres más veteranos tenían mujer o hijos en Daligar; otros tenían todavía a sus padres; además estaban los que no tenían a nadie y se quedarían acampando entre los asnos del establo y las piedras de los bastiones, intentando pasarla como pudieran hasta el momento en que algún otro les encontrara algo de comer y, sobre todo, les dijera qué hacer.
Rankstrail tenía todavía seis escudos de plata y catorce monedas de cobre guardadas con cuidado en un pliegue de su túnica, amarrado con cuerdas de cuero. Como no era suficiente para un caballo, el sueño de la caballería ligera quedaba aplazado, pero era suficiente para una espada: una de esas de acero bruñido que fabricaban en el Anillo Intermedio y que nunca se rompían, ni siquiera al chocar contra el hacha de un Orco o la de un Saqueador.
El Capitán había seguido usando la enorme hacha que le había quitado al primer hombre que venció y que se volvió su arma predilecta. Llevaba siempre al cinto el muñón de la espada, ya fuera para salvar las apariencias o porque le servía para cortar el pan cuando había, pero no era posible que continuara sin tener un arma digna de ese nombre. Una espada apropiada para él debía medir al menos cuatro pies y la longitud aumentaba el costo y el valor.
La dureza de una espada no se debe solo al peso que tenga sino a la calidad del acero, es decir, al tiempo y a la habilidad empleados para elaborarla. A mayor calidad más subía el precio. Desafortunadamente, cuando la hoja superaba cierta calidad, también aparecían los ornamentos de la empuñadura casi siempre en plata, peltre o inclusive en oro, para las hojas de acero más fino. Rankstrail odiaba con toda el alma cualquier tipo de extravagancia. No solo por cuestión de dinero, ya de por sí fundamental, sino porque había algo errado en ello. Él no sentía haber matado hombres: tenía siempre presente la ruina que los Saqueadores habían hecho tanto de la vida como de la muerte. No se había quedado despierto por la noche pensando en los rostros de estos, pero tampoco se había divertido al matarlos. Una espada era una espada: se iba a manchar con la sangre de alguien que, por más vil que fuera, era una criatura que había sido cargada en el vientre de una madre. Ningún dibujo en plata o en oro debía celebrar la muerte.
Rankstrail se encaminó hacia Varil. Cuando había ido a enrolarse, entre decisiones y cambios de parecer, había tardado tres días. A pie y tomándose su tiempo, sin ir y venir, era un día de camino veloz o dos de camino a un paso normal.
El camino serpenteaba la orilla occidental del Dogon entre los cañaverales por una larga garganta flanqueada por montes bajos que luego, al occidente, se elevaban para convertirse en las Montañas Oscuras. Cuando la garganta se abrió sobre la llanura de Varil, ya atardecía y el sol se había ocultado. El mundo era una secuencia de grises: el cielo, las alas de los garzones, el agua de los arrozales y una niebla muy ligera que envolvía la tierra. Luego el cielo se despejó y cuando Rankstrail llegó la ciudad lo acogió con el triunfo de su colosal cinta de murallas reflejada en el agua de los arrozales, teñida por el rojo del sol al atardecer. Los garzones volaban en el viento leve. Los estandartes blancos y dorados se agitaban por encima de los arcos que se intersecaban, grávidos de flores. Llegó la oscuridad: las antorchas se encendieron y también ellas, junto con las estrellas, se reflejaron en el agua oscura.
Apenas pasó la Gran Puerta, se echó a correr. La gente se apartaba al pasar Rankstrail, quizá para no obstaculizar la carrera del joven y sin duda por la inquietud que suscitaban su corpulencia y su evidente aspecto de Mercenario.
Rankstrail reconoció los puestos de venta, los charcos, los helechos, las pequeñas huertas pegadas a los muros con su carga de coles, claveles y berenjenas. Reconoció la casita con la puerta tallada suntuosamente con águilas reales y grifos, el techo cubierto de musgo, helechos, hierba, hiedra y florecitas.
Cuando entró, todos estaban alrededor del fuego y estaban repartiendo garbanzos y aceitunas. Hubiera reconocido a Flama aun entre mil mujeres: seguía igual a cuando era niña, alegre, despreocupada y burlona; tenía la dulzura de su madre, pero no su resignación. Si se hubiera encontrado a Borstril por la calle, no hubiera sabido quién era. Era un muchachito algo tímido que lo miró asustado cuando al abrir la puerta su cuerpo macizo oscureció el umbral. El padre fue el primero que se movió: se levantó, corrió a su encuentro y lo abrazó llorando. Luego vino Flama, que tardó un momento de más en recuperarse de la sorpresa. Borstril se quedó quieto e intimidado, hasta que el padre lo llevó para que abrazara a su hermano mayor. Flama también estalló en llanto. Rankstrail sintió el placer feroz de un abrazo. Sentía la tibieza de los cuerpos contra el suyo, sentía la humedad de las lágrimas contra sus propias mejillas. Tuvo la impresión de que el fango, el frío, el calor y los piojos jamás habían existido, de que todo había sido solo un sueño. Y después el padre habló. Trató de describirle la desesperación que sintieron cuando se dieron cuenta de que se había marchado.
—… De inmediato, comprendí de inmediato que habías ido a alistarte, no fue necesario que Flama me lo leyera… Siempre tuve la pesadilla de que ibas a enrolarte… Mi hijo en medio de la guerra… en medio de la sangre… para pagarle al boticario…
Había dejado a Borstril con la vecina y se marchó con su tos y con Flama detrás, sin llevar siquiera una cantimplora con agua ni un poco de pan. Para llegar antes no tomaron la carretera sino el atajo que implicaba cortar el meandro del Dogon y pasar entre el brezal y las zarzas. Habían llegado a Daligar en medio día, rasguñados y medio muertos del cansancio, pero con seguridad, antes que él. Allí habían encontrado el lugar del enrolamiento y habían esperado dos días, bajo la lluvia y el sol, pero no lo habían visto y a esas alturas su padre pensó que se había equivocado. Quizá su hijo no se había ido a enrolar, sino que se había quedado en los arrozales. Quizá se había herido cazando o los guardabosques se lo habían llevado preso. De nuevo con el corazón en la garganta, los dos regresaron a Varil, de nuevo a través del atajo para llegar antes, de nuevo rasguñados y medio muertos de sed y de hambre.
Por primera vez desde que su madre había muerto, Rankstrail sintió que las lágrimas inundaban sus ojos.
Lo habían buscado.
Arriba y abajo como dos locos.
Desesperados.
¡Habían intentado detenerlo!
Él se había tomado tres días para que ellos pudieran alcanzarlo y ellos habían tomado el atajo para estar seguros de alcanzarlo. Se habían equivocado.
Rankstrail se alegraba de que no hubieran logrado detenerlo. Sin el dinero su padre hubiera muerto hacía tiempo. Sin él hubieran hecho pedazos a Lisentrail y nunca habrían derrotado a los Saqueadores.
Era su destino. Pero la alegría de que lo hubieran seguido, afanados y desesperados, era infinita. Los hacía contar todo desde el principio una y otra vez.
Luego habló él: inventó un poco, censuró, atenuó y dijo algunas cosas que en verdad sucedieron. Borstril lo miraba con unos ojos abiertos de par en par que se iluminaban con las descripciones de las llanuras, los bosques y las cascadas. Rankstrail se sentía orgulloso de esa mirada: le gustaba Borstril, un niño muy serio y un poco tímido que se asemejaba al padre en todo, tenía la misma complexión delgada y el mismo cabello claro. Se quedaron hablando y escuchando hasta bien entrada la noche y hasta que el fuego del hogar se apagó.
Rankstrail compartió el lecho con Borstril. Casi no se atrevió a dormir por temor a molestarlo y para tener el placer de sentirlo respirar a su lado. A lo largo de la noche, de vez en cuando, repetía en su cabeza las palabras «hermano», «hermana», «padre», como una cantilena llena de alegría.
Finalmente el sueño se apoderó de él y de nuevo en su mente se desató el sueño doloroso y confuso conformado por fauces de lobo, del que conservaba solo un recuerdo vago al amanecer.