Capítulo 8

El viejo abrió la puerta y lo hizo entrar. La habitación era circular como la casa, con la chimenea en el centro. Las ventanas eran estrechas y la luz era escasa. Las paredes del antro estaban ahuecadas por nichos llenos de libros; había libros por todas partes, cerrados, abiertos, de todas las dimensiones, también en el suelo y sobre la gran mesa de roble que ocupaba la mitad del lugar. Sobre otra mesa también había plumas de oca, pergaminos, objetos extraños que Rankstrail no había visto antes y velas gruesas puestas en candelabros de barro cocido, como si el viejo en vez de dormir en la noche pasara el tiempo haciendo cosas que requerían luz.

En el Anillo Externo había pocas velas y eran tan preciadas como las gallinas. Cuando todo marchaba bien había una por familia y se usaban solo para emergencias: si un niño vomitaba o si una mujer tenía que parir en la noche, no si alguien iba a morir, porque esto también puede hacerse a oscuras, es más, a oscuras es mejor. Además en la noche se dormía y no era necesario iluminarla. El viejo probablemente no dormía de noche.

A Rankstrail le pareció la idea inquietante y fascinante a la vez. También él, desde siempre, usaba el tiempo de la noche para mantener los ojos abiertos y la consciencia alerta. De cierto modo fue como descubrir que él no era el único. Un gato grande, gordo y rojizo dormía sobre la única banqueta que había y no se movió de allí cuando Rankstrail llegó.

El hogar servía para cocinar y para calentar; la habitación estaba tibia como una tarde de primavera. Por encima de un fuego pequeño oscilaba ligeramente una gran olla de cobre colgada de una cadena. El olor inconfundible a frijoles colmaba el reducido espacio y de inmediato también colmó a Rankstrail, inundando su estómago de un deseo irresistible y su alma de una nostalgia sin límites: el recuerdo de comer algo caliente, sentado, bajo techo, frente al fuego.

El Prestamista fue muy cortés y no hizo comentarios sobre su cambio de parecer. Después de hacerlo entrar le ofreció una jarra de sidra que, como le tuvo que explicar a Rankstrail, era una especie de bebida que se obtenía de las manzanas; luego trató de tranquilizar al joven soldado por la palabra «ofrecer», que no implicaba ningún tipo de pago ni de obligación.

El viejo necesitó un buen tiempo para aclararle que ofrecer sidra era un gesto de cortesía normal, casi banal, mientras la invitación a comer era menos normal y ya un poco más especial: ¿quería Rankstrail compartir los frijoles con él?

Siguió una larga discusión y el viejo le ilustró al tosco joven el concepto de convidar además del de ofrecer, que no tenían nada de ofensivo y que no implicaban que el receptor fuera un andrajoso, un mendigo, un limosnero o un muerto de hambre. Finalmente, Rankstrail, con dolor en el alma, rechazó con firmeza los frijoles y transaron en media jarra de sidra.

Sin la capa, el viejo parecía más pequeño. Tenía una nariz grande como una papa y un rostro demacrado bajo una selva de cabello gris, sobre el cual brillaban los rayos de sol que dividían la habitación como una hoja oblicua.

—Lo necesito para un trabajo honorable. Honorable —repitió.

Rankstrail asintió.

—Necesito su fuerza, no su alma. Y le pagaré lo mismo que le paga el Condado.

Rankstrail asintió de nuevo.

—Ese es nuestro enemigo —dijo el viejo mientras señalaba más allá de la ventana estrecha que se abría sobre las colinas de Piedrasalada.

El Capitán miró en la dirección del largo índice: un grupo de carneros pastaba tranquilo la última hierba sobre la cresta.

—¿Los carneros? —preguntó perplejo.

—Los carneros —confirmó el viejo. Hasta ese momento había dado la impresión de estar bien de la mente. Un poco extravagante, pero no del todo loco—. ¿Sabe la diferencia que existe entre una vaca y un carnero?

—Sí —respondió Rankstrail seguro—, las vacas son más grandes.

—Cierto. Pero hay otra aun más importante —insistió el viejo.

Rankstrail tuvo que concentrarse.

—Los carneros hacen bee y las vacas muu —propuso por último después de agotar la totalidad de sus conocimientos sobre el tema.

El viejo sacudió la cabeza.

—Los dientes de las vacas cortan, los de los carneros arrancan —explicó—. ¿Entiendes qué significa esto?

—¿Que es mejor no dejarse morder de ninguno de los dos?

—No si eres una hoja de hierba.

—No recuerdo haber sido nunca una hoja de hierba —objetó Rankstrail cortante.

El viejo suspiró. Luego le explicó que hasta hace pocos años al pie de las colinas cuyas cimas estaban pobladas de bosques de encinas y pinos de grandes copas, pastaban vacas pequeñas en el prado lleno de tréboles y de flores. Los dientes de las vacas cortaban la hierba que por lo tanto después volvía a nacer más fuerte que antes, más verde, más tupida, todavía más llena de trébol, alfalfa y flores. Esto significaba que el mundo estaba cubierto de hierba fuerte, tupida y verde que nutría a las vacas, y que las raíces de esta retenían el agua de la lluvia que no se escapaba por las fisuras de la tierra resecada como ocurría ahora.

Las Lluvias Perennes también ahogaron a las vacas en el fango y en la miseria, y cuando la alternancia de las estaciones se restableció, hacía cinco años, solo quedaban los huesos descarnados por los perros o por los mismos dueños de las vacas. No había más vacas ni más dinero para comprarlas: por lo tanto, para no endeudarse y no dejarse asfixiar por los usureros la gente no compró más vacas, sino carneros. Los carneros son convenientes en lugares donde hay matorrales y arbustos; donde hay pastizales son un desastre. Los carneros son más baratos porque innegablemente son más pequeños, pero arrancan la hierba de raíz y después de algunas estaciones la tierra se reseca y muere: primero se vuelve ocre, luego se resquebraja en fisuras que al principio son pequeñas y escasas, pero que luego se extienden por el mundo mientras el polvo comienza a velar el horizonte y los sueños de los hombres de poder tener cualquier cosa para llevar a casa en la noche. Entonces, para vivir, se talan los árboles y los bosques se transforman en estepas o brezales que durante las violentas lluvias otoñales se derrumban y que el viento estival seca bajo el sol. Los vaqueros se vuelven leñadores. En primer lugar se derriban las encinas, luego los pinos de grandes copas: se ponen en carretas y se venden en el norte como leña que arde y, ¿sabes qué significa esto?

—¿Qué no quedan más tapas para cerrar las cantimploras y no hay más piñones? —propuso perplejo el joven Capitán—. No es que los piñones quiten mucho el hambre, pero son buenos con romero para rellenar murciélagos y también sin el romero, no como relleno…

—Sí, también —lo interrumpió el viejo—, pero el verdadero problema sigue siendo el agua. Donde no hay árboles el agua desaparece, se la traga la tierra. Cada verano se vuelve más largo y más seco que el anterior. Todo se vuelve amarillo. El fango se convierte en polvo. Tenemos que volver a traer vacas y darles trabajo a los hombres o la aridez esterilizará la tierra y la desesperación empujará a estos mismos hombres a esconderse en la profundidad de los bosques con un hacha en la mano y una capucha negra para enmascarar el rostro. Yo no soy un usurero, sino un Prestamista. No quiero asfixiar a la gente sino prestarle el dinero, de modo que la gente pueda resurgir y el mundo pueda reverdecer.

El viejo estaba frente a Rankstrail bajo la luz del sol que comenzaba a caer y lo miraba con una cara demacrada que recobraba fuerzas y levantaba la cabeza con orgullo por lo que estaba diciendo.

El Capitán sacudió la cabeza.

—¿No podría dárselo, y basta? ¿El dinero? A la gente, quiero decir. O si no tiene bastante para regalarlo, préstelo sin que tengan que restituir más como los usureros, haga al menos que le devuelvan lo mismo. Eso sería más decente: son pobres. Odio a los usureros. Los Mercenarios odiamos al usurero tanto como al verdugo. Sin usureros no nos enrolaríamos y sin verdugo ya nos habríamos ido.

—Yo también odio a los usureros. Los usureros son los que prestan dinero a quienes lo necesitan y luego los asfixian con los intereses de tal manera que los dejan en la miseria. Y odio a los Mercenarios: hombres que venden su espada a cualquiera que les pague. Yo soy un Prestamista y no un usurero. Y usted es un soldado y no un Mercenario. Quizá se enroló por el salario, pero no fue solo por este que fue a las colinas y las inspeccionó palmo a palmo, corriendo el riesgo a diario de ser asesinado. Soy un Prestamista: no regalo dinero, lo presto, porque solamente así se multiplica la riqueza. No solo la mía, la de todos. Présteme la fuerza de su espada y convertiré esta tierra en un jardín. El dinero no se puede regalar porque se acaba pronto y porque la obligación de la gratitud es una humillación y los hombres humillados no combaten y no vencen. Un préstamo a la par, donde hay que restituir la misma suma que se recibió, es de todas formas un gesto que depende de la generosidad del Prestamista y la generosidad por definición se agota e impone la humillación de la gratitud. No conseguí que usted aceptara medio cuenco de frijoles. Por ningún motivo, si usted fuera un campesino, podría convencerlo de aceptar lo necesario para comprar una vaca. Un préstamo en el que sea necesario restituir una pequeña parte de más genera riqueza para el Prestamista y para el receptor: esta situación repetida al infinito genera la prosperidad de un país.

—Pero esa parte debe ser pequeña, si no, es usura.

—Claro, debe ser pequeña, de otro modo es usura y genera miseria y no riqueza; destruye, no construye. Yo prestaré el dinero para comprar las vacas y usted irá por ellas. Solo unos hombres armados pueden atravesar estas regiones transportando oro y animales de algún valor.

—¿Y después? ¿Si alguien no le paga el oro que le prestó? ¿Lo entregará al verdugo?

—Tiene mi palabra. Le juro que no sucederá.

—¿Tampoco se le ha pasado por la cabeza que seamos nosotros los que tratemos mal a los que no paguen?

—De nuevo le doy mi palabra, y le aseguro que mi palabra tiene valor, no sucederá jamás. Su honor está a salvo, su alma también.

—¿Y cómo diantres hará qué le paguen? —preguntó el joven Capitán exasperado.

—Me pagarán porque tendrán interés en hacerlo. ¿Entiende?

—No —respondió el Capitán, con honestidad.

—No importa. ¿Está dispuesto a cederme su fuerza? Le juro que no le traerá deshonor. ¿Cuántos años tiene, señor?

Rankstrail se sobresaltó. No solo era una pregunta que hubiera preferido evitar, sino que lo había cohibido el apelativo de «señor». Era tan poco verosímil aplicado a él que le sonó ridículo, por no decir irrisorio.

—Veintidós —mintió—, y con su permiso, prefiero ser llamado Capitán.

—Bien, Capitán, puede decirme su edad, le aseguro que custodiaré el secreto con el mismo cuidado con el que cuido mi oro.

—Dieciocho —respondió Rankstrail. El viejo siguió mirándolo—. Dieciséis —dijo finalmente—. Creo —concluyó.

—Bien —aprobó el viejo—, tiene la misma edad de nuestro Sire Arduin cuando reconquistó el mundo en honor de los Hombres. Ahora ustedes crecen de prisa, se vuelven adultos y guerreros muy jóvenes.

—¿Nosotros quiénes?

El Prestamista respondió con un gesto vago.

—Creo, Capitán, que entre usted y Sire Arduin existen semejanzas superiores a las que pueda imaginarse. Dicen que sabe leer.

Rankstrail asintió y trató de ocultar su orgullo con una expresión indiferente.

—¿También sabe leer un mapa?

—Ni siquiera sé qué es un mapa. Pero sé leer —insistió con obstinación el Capitán.

—Aquí está, mire esta serie de palabras y dibujos. Imagine que es un pájaro que está sobrevolando la región. Esta es la Roca Alta, este círculo es la colina de Piedradura y esta es Piedracallosa… —el Capitán entendió de inmediato. Era verdad: era como ser un pájaro que vuela altísimo y puede ver hasta más allá del horizonte.

—… las Montañas Oscuras, Daligar… —continuó, al reconocer los lugares.

—Ahora pasemos a lo que debemos hacer. Le confiaré mi oro. Con él atravesará las colinas y llegará al otro lado de la Roca Alta, al altiplano del Castañar.

—Sí, es fácil: sigo el camino y luego, cuando arribe al punto más alto, giro por aquí…

—Exacto, gira hacia el este por donde nace el sol. El altiplano quedó por encima de las inundaciones de las Lluvias Perennes y las vacas sobrevivieron. Ahora las tienen en abundancia, hasta en demasía y están tratando de comercializarlas. Es una tierra rica en agua, pero no tiene ni metales ni sal y los habitantes necesitan dinero para comerciar. Comprará algunas decenas de vacas a la vez y las traerá aquí. Se requieren hombres armados para llevar el dinero y hombres armados para escoltar las vacas, pero no creo que sea atacado. Usted infunde mucho miedo. Le pagaré lo que le paga el Condado y garantizaré comida decorosa y suficiente para todos. El primer pago se hará al llegar las primeras vacas. ¿Cuándo piensa partir?

—Apenas usted les haya procurado algo de comer a los hombres que parten y a los que se quedan. De inmediato, si así lo desea —respondió Rankstrail.

Pidió un anticipo de siete sueldos, se despidió del viejo y se encontró otra vez con el campesino, siempre acurrucado, no muy lejos del verdugo. Se los puso en la mano sin decir palabra y se fue.

—Soy pobre asaz —se justificó con voz lamentosa—. Un pollo es un pollo.

—Un hombre es un hombre —respondió el Capitán sin darse vuelta.

* * *

Después de haber dejado al cabo Lisentrail y a la mitad de sus hombres para proteger la nada de la Roca de Guardia Alta, con la orden de quedarse refugiados en el redil para hacer notar lo menos posible su presencia y en consecuencia, hacer menos evidentes las ausencias, Rankstrail partió.

La falta de Lisentrail a su lado era casi una molestia, pero no se había atrevido a dejarles un contingente a los soldados veteranos, pues no estaba dispuesto a jugarse la cabeza por la fidelidad y la perspicacia de estos. El dinero que el viejo le había confiado lo preocupaba. No tenía idea de cómo se compra una vaca ni de cómo convencerla para que se mueva.

A pesar de todo, tenía un desasosiego alegre y feliz que no conseguía nombrar y que no era solamente la emoción de viajar a un lugar desconocido, ni la esperanza de tener algo para mandarle al padre, ni el placer de salir de la inedia y de la apatía.

Apenas salieron de la Roca Alta apareció el altiplano del Castañar, magnífico, cubierto de un manto ininterrumpido de copas de castaños que se adensaban en los valles haciendo que el verde fuera más oscuro y parecido a las escamas de un dragón ciclópeo. El altiplano estaba surcado por numerosos torrentes que se lanzaban al vacío describiendo cascadas altísimas que se abrían en pequeños lagos que reflejaban el cielo. El rumor del agua acompañaba por doquier los pasos por los inmensos bosques de helechos y castaños. Las aldeas parecían nidos de águilas, a salvo sobre los picos más empinados, defendidas por murallones fuertes y ásperos entre las piedras de los cuales nacían higos espinosos. Los bosques estaban llenos de abejas: la miel del castaño era dulce y oscura, la del madroño era casi amarga. Rankstrail les enseñó a sus hombres a moverse lentamente cubiertos de fango o de tierra, para así lograr robarles a las pequeñas criaturas aladas eso que para todos era el alimento de los dioses.

La parte más imponente del altiplano se destacaba bajo el cielo y sobrepasaba los demás relieves: la cubría una capa de hierba tupida y verde como Rankstrail nunca antes había visto, con la que se alimentaba un hato grande de vacas asilvestradas. La hierba se abría surcada por numerosos arroyuelos que se hundían en la tierra fértil y formaban una miríada de pequeños estanques de agua limpia que en la lengua del lugar llamaban «pozos». En los pozos nadaban pececitos negros y algunas ranas. Rankstrail pensó que si le aconteciera la suerte de morir de viejo y no asesinado mientras era soldado, le gustaría regresar a este lugar.

Los Mercenarios conocieron un extraño pueblo de pastores libres, orgullosos, malhumorados y nada hospitalarios en el que todos, incluso las mujeres, estaban armados hasta los dientes como y hasta más que los mismos soldados. Los de Scannuruzzu y Lafrisonaccia, las aldeas más grandes en las márgenes del altiplano, aceptaron venderles una manada completa de terneritos.

La negociación fue larga y dificilísima. Se hizo en una lengua agria, dura y gutural, en la que se habló una y otra vez de la belleza de las vacas: «Nugstras vacas muy lingdas sogn…».

Por fortuna el Capitán estaba con Trakrail que tenía una intuición notable para descifrar el sentido de las lenguas desconocidas.

Las vacas eran pequeñas, flacas y belicosas, de un color marrón casi rojizo. Tenían un mechón de pelo largo y tupido que les caía encima de los ojos y hacía su mirada incluso más hosca. Eran capaces de escalar las rocas más escarpadas. No se parecían en nada a las majestuosas criaturas blancas que se reflejaban en los charcos de Varil, pero eran fuertes e incansables.

Al cabo de dos días extenuantes de negociación, al rostro inmóvil del jefe de la aldea de Scannuruzzu, que también era la autoridad de la región, le temblaron los ángulos de la boca, lo que probablemente era la versión local de una sonrisa radiante. El hombre le regaló al Capitán un cuchillo singular: un puñal delgado con el mango en madera de olivo que todo verdadero hombre del Castañar debía poseer.

Escoltar las vacas fue menos difícil de lo que habían previsto. Al principio Rankstrail las hizo amarrar una a la otra con cuerdas largas, pero luego se dio cuenta por sí mismo de que con tal de dejarlas pastar en paz no se escapaban, no se perdían y seguían a los hombres que las guiaban. El entusiasmo de Rankstrail al atravesar la Roca Alta se convirtió en euforia. La gente salía de las aldeas a recibir el regreso de las vacas a la región. Muchos tenían lágrimas en los ojos mientras acariciaban a los animales como si fueran parientes reencontrados. Algunos siguieron a Rankstrail hasta la capital y negociaron con el viejo Prestamista. Este cedía una vaca a la vez a cambio de algo de dinero y algo de trabajo. Solo después de pagar la primera se podía obtener la segunda.

Después de algunos días de reposo los Mercenarios se pusieron en marcha de nuevo. En el tercer viaje Rankstrail volvió a llevarse a Lisentrail con él. Los hombres comían con regularidad, recibían el pago y, a excepción de uno, se hubieran lanzado al fuego por él. Rodeado de gente tan fiel, incluso Siuil y su ambigua estupidez eran inocuos. Muchos de los terneritos que seguían a las madres eran machos, se convertirían en toros y así una manada generaría otras y la riqueza se iría estabilizando.

Además del dinero pactado, el viejo le puso a Rankstrail un libro en las manos y le explicó que era para pasar las largas tardes tranquilas junto al fuego del campamento.

El libro era sobre la historia del Condado. Entre todas las cosas absurdas que le habían sucedido, la de tener un libro en las manos le pareció a Rankstrail la más inimaginable, pero reconoció que el viejo tenía razón. Era hermoso tener un libro entre las manos junto al fuego del campamento; mucho mejor que aburrirse y esperar a que el tiempo le pasara por encima como el agua sobre una piedra. Al principio le tomaba una tarde entera leer unas pocas líneas, pero luego la dificultad desapareció y las páginas comenzaron a correr veloces como liebres sobre la nieve bajo sus ojos atentos. Lo conmovía tener en las manos algo que había sido escrito. El hombre o los hombres que habían trazado aquellas palabras se habían reducido a tierra y cenizas años atrás, pero las palabras habían permanecido y habían superado el tiempo y la muerte para que ahora él pudiera conocer las historias que narraban. Sus hombres hicieron una tímida tentativa de burla y después pasaron a la curiosidad y a las preguntas. Con paciencia, dibujando las letras con el dedo en el polvo del camino, como tinta sobre un pergamino, Rankstrail comenzó a enseñarles a ellos también. Algunas veces leía en voz alta y era como si todos leyeran a la vez.

El segundo libro que le prestó el viejo era sobre astronomía. Tenía dibujos. Rankstrail por fin entendió que los extraños instrumentos del viejo, hechos de cobre y latón, servían para medir las constelaciones. El tercero era sobre las estrategias de Sire Arduin; para entender las inscripciones que traía, Rankstrail tuvo que aprender algo de élfico, no mucho, pero sí el suficiente como para escribir su nombre y descifrarlo en esa lengua. Esa lectura también fue emocionante. El Escribano Loco le había descrito aquellas batallas, pero escucharlas no era nada comparado con verlas dibujadas en un esquema.

En la séptima u octava expedición, Rankstrail se dio cuenta de que empezaban a encontrarse con otros viandantes: comerciantes de sal y de pieles, principalmente. A veces eran comerciantes de telas con sus carromatos variopintos, a veces juglares o saltimbanquis. A lo largo de los caminos surgieron pequeñas posadas, talleres de herreros, vendedores de castañas secas y de salchichas de jabalí.

Cuando caía la noche, Rankstrail levantaba la vista y miraba el cielo que ahora resplandecía con estrellas y constelaciones cuyos nombres conocía y que como un mapa curioso, escrito en un alfabeto cifrado, señalaban el camino.

El viejo no había mentido: las vacas fueron una bendición. La presencia de estas a lo largo de una estación bastó para que las cimas de las colinas reverdecieran. Una llovizna sutil comenzó a caer con cierta regularidad. En primavera las adelfas comenzaron a llenarse de grandes flores blancas y rosadas y los surcos de cieno se transformaron en riachuelos y minúsculos arroyos.

Cuando las adelfas florecieron con los temporales otoñales, los arroyuelos se volvieron verdaderas quebradas de agua limpia.

Los intereses por los préstamos necesarios para comprar las vacas fueron resarcidos con horas de trabajo: el viejo las usó para hacer excavar profundos canales que salían de las quebradas sin dirección alguna y revestirlos de arcilla; entre uno y otro hizo sembrar naranjos a intervalos regulares. Los canales al principio estaban vacíos, pero tras una lluvia y otra comenzaron a llenarse y a brillar bajo el sol. La arcilla no permitía que el agua se filtrara y se perdiera en el suelo, por lo tanto esta se colaba por minúsculas trincheras secundarias entre las raíces de los arbolitos que salpicaron el amarillo ocre de la tierra con el verde orgulloso de sus copas redondeadas.

—Como decía nuestro Sire Arduin, es necesario llevar a cabo dos guerras a la vez para que sean definitivas: la que se hace contra el que depreda y mata y la que se hace contra el hambre que empuja a los hombres a depredar y matar. Entonces sí es punto y aparte y es necesario comenzar de nuevo —le dijo el Prestamista a Rankstrail el día que estaban festejando juntos el aniversario de su llegada a la Roca de Guardia Alta—. De cierto modo yo he hecho el papel de Gran Chambelán, que es quien da consejos, y usted el de Rey, que es quien conduce al ejército y se ocupa del bienestar del pueblo. ¿Piensa que hoy podría aceptar un plato de frijoles?

—¿Quién es usted? —preguntó el Capitán.

—Ya se lo dije, Capitán, soy Naikli, el Prestamista.

—Quiero saber quién es y quién le mutiló los pies. Entonces, si la respuesta no me disgusta, quizá aceptaré un plato de frijoles.

El viejo, que estaba inclinado sobre la olla, se dio vuelta y lo miró durante un rato antes de hablar.

—Era el Gran Chambelán, el Consejero del último Rey de Daligar. El Rey era un verdadero cretino, es verdad, pero no un criminal. Si las Lluvias Perennes no hubieran anegado el mundo, habría logrado mantenerlo en el camino de la sabiduría. Si es cierto que es necesario ganar dos guerras a la vez, es igualmente cierto que también es fácil perder dos a la vez. Cuando la miseria inunda una tierra es sencillo ceder ante quien promete protección. Sabe, Capitán, cuando el Mundo de los Hombres es golpeado por la mala suerte, la idea de que el dolor está en manos de la imprevisibilidad del azar es imposible de tolerar. Entonces nace la tentación desafortunada e indecente de pensar que la realidad es controlable y que existe alguien que ejerce ese control, alguien simultáneamente tan poderoso como para causar desgracias y tan impotente como para sufrir nuestras persecuciones; tan astuto como para lograr comandar el mundo y tan tonto como para quedarse a rendir cuentas. Esto les da a los hombres la ilusión de ser dueños del destino: entonces sería suficiente encontrar y aniquilar a los responsables del dolor para que la vida volviera a ser como antes. Traté de oponerme cuando la demencia invadió al mundo anegado por las Lluvias Perennes y los Elfos fueron acusados de causar todos los males. ¿Me haría el favor de no hacerle saber a su Juez Administrador que estoy aquí? Tengo por costumbre detestar los trabajos dejados a medias, pero preferiría que el verdugo de Daligar no terminara el suyo.

Rankstrail también tuvo que tomarse su tiempo para poder contestarle. Nunca había aceptado nada de nadie excepto, en ocasiones, los higos secos de Lisentrail, y tuvo que tomar aliento un par de veces antes de pedirle al Prestamista que tuviera la amabilidad de ofrecerle medio cuenco de frijoles.

* * *

Fue la primera de una larga serie de comidas en común de las que, sin excepción, el joven Capitán se arrepintió como nunca había pensado que se pudiera arrepentir de algo relacionado con hincar los dientes en una cosa comestible. Los frijoles eran buenos, cocinados con cebolla, aceite y hasta algún pedazo de pellejo de cerdo; pero el Prestamista, ahora el Gran Chambelán del Condado de Daligar, en virtud de su edad y de su posición como anfitrión, lo abrumó con peticiones fútiles e insoportables. Lo obligó a usar, en vez del pan y las manos, una especie de cucharón ridículo, y le aclaró que no lo debía empuñar como un mazo ni como un puñal. Apareció también un cuchillito con el que lo obligó a cortar en bocaditos la carne que mantenía quieta con una especie de horcón en miniatura.

—Una persona bien educada usa tenedor, cuchillo y cuchara, nunca come con las manos.

—Yo soy un Mercenario.

—No es una buena razón para comer como un Orco.

El joven Capitán pudo usar la mesa solo para poner el cuenco y nunca para apoyarse él, ni con los codos y mucho menos con los pies. El viejo pretendía que no tosiera mientras bebía, que volteara la cabeza al estornudar, que nunca se soplara la nariz con las manos y menos cuando estuviera comiendo.

Sin embargo, a Rankstrail le fascinaba la conversación del viejo y con tal de no perdérsela superó su irritación y se sometió a la inútil estupidez de comer con la espalda recta, la cabeza en alto, los codos contra los costados y de no rascarse demasiado cuando estaba en la mesa, por muy nutridas y variadas que fueran las tropas de piojos que hospedaba y por mucho que estas se alborotaran con la tibieza cercana del fuego.

Cuando el Capitán preguntaba exasperado para qué servían todas esas tonterías, el Prestamista respondía sereno que, el día en que tuviera que comer en la mesa de un embajador, no haría el ridículo.

* * *

Los Mercenarios eran una tropa alimentada con decoro que pasaba por las calles sin que la siguieran, como antes, las maldiciones, las acusaciones de hurto y el odio. El Capitán Rankstrail atravesaba regiones cada vez más lejanas cargado de oro o a la cabeza de hatos cada vez más numerosos y nutridos, sin que nadie osara atacarlo jamás: tenía las grebas disparejas, la armadura de placas remendada, una estatura inconfundible de casi siete pies, el cabello sucio que le caía sobre el rostro y la leyenda, que ya lo precedía, de ser completamente invencible. Había vencido a los Saqueadores porque como Sire Arduin siempre sabía dónde atacar, cuándo retirarse, dónde refugiarse y cuándo contraatacar. Era el comandante de los Mercenarios y había logrado que sus soldados, imbatidos e imbatibles, fueran sin embargo decentes y casi amados. Ahora estaba ganando otra batalla: la batalla contra el hambre. Se extendían extrañas leyendas sobre él: que sabía leer y que, si quería, sabía hablar de modo complicado como un Gran Chambelán. A su paso las mujeres y las muchachas se apartaban como se debe hacer cuando pasa un Mercenario, pero por detrás de los postigos cerrados, desde lo alto de las terrazas, escondidas entre las enredaderas, a menudo lo seguían con la mirada por largo rato, sin que él se percatara nunca.

De esto se percató el Cabo Lisentrail, que había vuelto a seguir al Capitán a donde quiera que fuera, porque ahora no había peligro de que alguien hiciera una tontería.

—Ey, Capitán —le repetía lleno de alegría, mientras avanzaban seguidos de las vacas entre el mirto y los madroños, debajo de los castaños del altiplano—, tú, si vamos a hablar de gente alta, eres demasiado alto, pero no eres feo y no tienes cicatrices en la cara. Mira que podrías encontrar una mujer.