Capítulo 7

Los yelmos de cuero negro izados en los palos anunciaban la victoria; los pastorcitos que surcaban la región guiando sus rebaños de carneros escuálidos propagaron la noticia.

En pocos días toda la región lo supo y por las calles polvorientas comenzó la procesión de infelices de todas partes que se encaminaron hacia el pequeño estanque en busca de refugio.

Llegaron con los hijos en brazos y mantenían a las gallinas y a las ovejas cerca para nunca perderlas de vista. Tenían terror en el corazón por los canallas que habían devastado y empobrecido aun más su miseria, y miedo en el rostro por los guerreros que habían venido a combatir a esos canallas. Los padres de familia miraban con preocupación a los pollos que picoteaban entre los pies de los soldados armados y hambrientos. Las madres mantenían a los niños junto a ellas.

Rankstrail les pidió a los recién llegados que eligieran un jefe y se lo mandaran, así podrían hablar.

Después de largos conciliábulos se presentó una vieja con una nariz encorvada de gavilán, puesta sobre una cara cuadrada que parecía hecha de cuero. Rankstrail contrató con la matriarca un aprovisionamiento regular de aves de corral y polenta que garantizaría que su escuadra se mantendría a salvo del hambre y de tentaciones peligrosas. A cambio, le entregó una pequeña cantidad de dinero local que les habían quitado a los Saqueadores, unas cuantas monedas de bronce con la efigie de un curioso monstruo en ambas caras y, ante todo, le garantizó protección para todos: hombres, mujeres, niños, ovejas y gallinas.

La matriarca se fue contenta y los Mercenarios, por primera vez en toda su infortunada carrera, fueron vistos con algo de benevolencia; por lo menos, sin tanto rencor.

Lisentrail escuchó la conversación perplejo. En el ejército de los Mercenarios todo lo que no fuera obligatorio o lo que no estuviera por lo menos permitido de manera explícita, era considerado prohibido. Era probable que la negociación del aprovisionamiento de las raciones colectivas, una completa novedad, no fuera vista con buenos ojos.

—¿De veras? —anotó el Oso con serenidad—. Que manden a alguien a decirme que no le parece bien.

A ningún otro comandante se le había ocurrido nunca hacer una negociación comunitaria. Ninguno había entendido que si cada Mercenario compraba alimento por cuenta propia se hacían competencia entre ellos. Los precios subían, el dinero se acababa y luego había que recurrir a los hurtos. Con estos aparecía el odio de la población local y, por último, el verdugo. Con tal de no caer en manos del verdugo muchos desertaban y se volvían Saqueadores. El número de estos aumentaba, se enrolaban nuevos Mercenarios para enfrentarlos y el ciclo volvía a empezar.

Después de las procesiones de los indigentes arribaron los conmilitones. Eran los sobrevivientes de las otras tres escuadras que habían sido enviadas a la región para enfrentar a los bandidos. Eran unos cuarenta hombres en total, separados en grupos pequeños sin comandantes: dos de los jefes habían muerto a causa de las heridas y al otro se lo habían llevado las fiebres de los pantanos antes de empezar a combatir.

En los días siguientes Rankstrail comenzó una inspección minuciosa de la llanura hasta las colinas y organizó una serie de emboscadas antes de que el enemigo pudiera reorganizarse. Le bastó mirar el fango con que se cubrían los Saqueadores Negros para descubrir el único lugar donde podían ocultarse: lo que quedaba de los ríos, arroyos pantanosos bordeados de cañaverales y adelfas cada vez más apagadas y débiles, donde aún era posible que un hombre se escondiera. Fue suficiente subdividir los cauces del agua en segmentos y despejarlos uno por uno con todos sus hombres concentrados en un solo punto, para liberar toda la llanura, sin bajas.

Al principio, los recién llegados se habían desternillado de risa frente a un muchacho que les daba órdenes a hombres hechos y derechos y también pretendía dárselas a ellos. Luego dejaron de reírse y se formaron. El jovencísimo comandante encontraba huellas en medio de la nada, adivinaba los movimientos por el vuelo de los pájaros, era silencioso como una serpiente, jamás erraba un ataque y parecía saber con antelación dónde asomaría el enemigo. Rankstrail contaba con un arma más respecto a los otros: el olfato. Sabía por dónde había pasado el enemigo y cuánto tiempo había transcurrido.

En las colinas fue diferente. No conocía el terreno, mientras que los demás habían nacido allí. Rankstrail los organizó a todos en brigadas de a diez hombres cada una, conectadas entre sí por mensajeros, y partió con ellos a inspeccionar las alturas. Reclutó a los pastorcitos, se los compró con la promesa de que sus ovejas siempre estarían a salvo tanto de los Saqueadores como de los Mercenarios. Hizo que ellos le explicaran los senderos y le describieran los bosques. Creó un sistema de comunicación basado en cúmulos de piedras alineadas de tal modo que pareciera casual para una mirada desprevenida; así todos podrían comunicarle, incluso sin encontrárselo, los cambios de posición que habían avistado. Cuando los padres de los niños exterminados por los Saqueadores le preguntaron si podían unirse a su guerra, aceptó. A pesar de que Lisentrail lo atormentó en vano e intentó disuadirlo y convencerlo por todos los medios de que esto estaba completamente prohibido, alistó a los recién llegados como exploradores y gracias a ellos aprendió a moverse en las colinas con la misma seguridad con la que se movía en los arrozales.

Había una parte central, la Roca Alta, recubierta de encinas y castaños que descendía en una serie de colinas pedregosas, Piedradura, Piedrasalada y Piedracallosa, en donde las peñas de granito se alternaban con un boscaje bajo lleno de mirtos, madroños, retama y arbustos grandes de tamariscos que parecían nubes ásperas de minúsculas flores rosadas. Los senderos a veces ascendían fáciles y ligeros, sombreados por los bosques; otras, se empinaban escarpados y arduos, en medio de pedregales áridos golpeados por el sol. La estrategia fundamental era siempre la suma del coraje y de la geometría, solo que las colinas no eran planas como los arrozales. Ahí donde el mundo había dispuesto una subida y una bajada, era necesario tratar de atacar por encima y recordar calcular los barrancos y despeñaderos que podían obstaculizar las vías de escape y ocultar emboscadas. El ataque más temerario fue el primero. Siuil, uno de los Mercenarios veteranos que Rankstrail no podía soportar, en su abismal carencia de cualquier tipo de pensamiento y convencido de que el enemigo estaba abajo, en los claros, se había acercado a los matorrales donde Rankstrail y una docena de Mercenarios estaban apostados. El enemigo, por el contrario, se hallaba arriba, en un bosque de castaños detrás de ellos: ningún olfato podía hacer nada cuando el viento de tramontana soplaba del lado equivocado. Siuil fue atacado, desarmado, atrapado y puesto de rodillas; de un momento a otro iba a ser decapitado. Era el contingente de Saqueadores más grande que enfrentaban desde la primera batalla. El Oso, siempre protegido por los matorrales, logró acercarse; intentaría liberar a Siuil por medio de un ataque sorpresivo y cubierto por las flechas que los otros dispararían. Le indicó a Siuil su presencia con la señal convenida: dos silbidos seguidos como el canto de una tórtola. Siuil levantó la cabeza, identificó a Rankstrail, pero su mirada incauta lo delató ante los Saqueadores y estos terminaron por descubrirlo. Por fortuna Lisentrail, al mando de la retaguardia, apostado más abajo y por lo tanto en la dirección apropiada con respecto al viento, también oyó el canto de la tórtola y se precipitó con los refuerzos y los rescató a todos.

—Ey, Oso —comentó alegremente—, observa y aprende. Esta es la diferencia entre un malvado y un idiota. El malvado te hace daño solo si gana algo a cambio. El idiota es un peligro permanente.

Alguno propuso recompensar a Siuil con un solo golpe de espada bien asestado, pero Rankstrail había dicho que no, pues sabía que el terror puede inducir a un hombre a hacer cosas estúpidas.

El soldado veterano Siuil era un problema permanente. Rankstrail, para sus adentros, lo llamaba «el Imbécil», mientras que Lisentrail lo llamaba, con más compostura, «el Sufriente». Siuil se lamentaba constantemente de lo mismo: los acusaba a todos, excepto a sí mismo y a los otros dos soldados mayores, de no haber sufrido lo suficiente en la vida, campo en el que se consideraba un experto y un veterano. Había osado repetirlo frente a Trakrail, que había visto a su madre morir en la hoguera acusada de brujería y que llevaba en el rostro la marca del hierro que distingue a los hijos de las brujas, dejándoles como única alternativa el oficio de las armas; o frente a Lisentrail, que no debió haber disfrutado mucho la disminución de sus dedos y sus dientes. Rankstrail, en especial, no tenía idea de qué era el sufrimiento: al saltar de aprendiz a comandante se había ahorrado no solo el adiestramiento sino la lentísima agonía de avanzar en los rangos desde soldado raso a soldado veterano pasando por soldado elegido y soldado distinguido, cosa que el imbécil evidentemente consideraba la madre de todos los dolores.

La acción más destacada y definitiva la llevaron a cabo en las pendientes meridionales de Piedradura. En el umbral de un extenso bosque de castaños, alrededor de un grupo de granjas, Rankstrail percibió el olor inconfundible a negro de humo y cuero de los inútiles yelmos del enemigo.

Los Saqueadores atacaron de noche. Los Mercenarios los estaban esperando. La batalla no hizo historia. Durante la fuga, los Saqueadores tomaron como rehén a un viejo campesino que se había demorado hasta bien entrada la noche en el camino desde Piedracallosa. Lisentrail, como siempre en la retaguardia, interceptó a los fugitivos, liberó al viejo y lo consoló con el regalo invaluable de algunos de sus higos secos y un sorbo de agua limpia. El viejo hablaba una lengua incomprensible, pero todos entendieron que lo bendecía.

Con aquel combate la región se calmó. Cuando llegó el momento de matar a los enemigos heridos, Trakrail propuso hacerlos prisioneros y curarlos. El objetivo era que se regara la voz de la posibilidad de la supervivencia, así los Saqueadores restantes se entregarían. Lo que ni siquiera Trakrail fue capaz de conjeturar era dónde meter a los prisioneros y cómo alimentarlos. Rankstrail se rio de la propuesta y Siuil se rio casi hasta reventar por más de una luna. A Trakrail, en cierto modo, los muertos lo impresionaban; no sentía mucha inclinación por el oficio de las armas. Había llegado a este por obligación, debido a la marca en su rostro. Sin embargo, era hábil para curar heridas y conocía las hierbas, razón por la cual lo querían mucho.

Llegó el invierno, que fue corto, despejado y seco.

Una nieve sutil blanqueó durante un solo día las cimas macizas de la Roca Alta y luego se derritió. La primavera trajo al mensajero oficial de Daligar con el salario para todos, contado con precisión, y con un mensaje para Rankstrail, hecho excepcional, dado que todos los Mercenarios eran analfabetos. Era de su padre. Estaba escrito con la letra torcida del Escribano Loco, conocida para él. Comenzaba: «Adorado hijo, a cada instante sueño con tu regreso, por tu regreso ruego a cada instante…». Después venían los agradecimientos por el dinero que había llegado sin tropiezos, las confirmaciones de que las cosas andaban de lo mejor y que ya la tos era solo un recuerdo; las descripciones de lo bien que crecía su hermano; las noticias sobre su hermana que había comenzado a trabajar como lavandera y la intermediaria del Anillo Externo había dicho que tal vez, quién sabe, cuando el momento llegara, el hijo del panadero podía ser un buen partido para ella y después una serie infinita de recomendaciones contra el frío, el calor, los sabañones y, los Dioses no lo quisieran, los golpes de los enemigos…

Metido entre las zarzas, mientras se disputaba las bellotas con los jabalíes y la propia sangre con los piojos que infestaban su armadura, el joven soldado leía y releía la misiva, prueba tangible de que en algún lugar existía una vida diferente a la de ellos que se arrastraban en el fango temiendo permanentemente el golpe inesperado que les quebraría el último aliento. En la oscuridad, cuando no podía releerla, simplemente pasaba los dedos sobre la hoja en la que estaba escrito: «Adorado hijo, a cada instante sueño con tu regreso, por tu regreso ruego a cada instante…».

La primavera llegó, luego pasó y el salario llegó de nuevo. La Roca Alta estaba saneada, y los Mercenarios subieron a las colinas. El verano quemó la hierba de nuevo y la secó. Corrió la voz, por toda la región y también al otro lado de los Confines, que un guerrero invencible, fuerte como un oso, taciturno como un lobo, guiaba a los Mercenarios de victoria en victoria. Era un jefe severo: no era una joya de misericordia y ninguno de sus enemigos salía con vida de un enfrentamiento, pero conocía la piedad por los inocentes y restablecía la justicia violada.

El salario llegó otra vez y Rankstrail utilizó al mensajero para enviarle la mitad a su padre.

En otoño las colinas fueron liberadas y sucedió lo que siempre sucedía cuando se ganaba la guerra: el salario dejó de llegar. La ración pasó a ser un vago recuerdo.

Los campesinos regresaron a sus granjas ahora seguras y empezaron a mirar con una desconfianza y un rencor cada vez mayores las coles que se mermaban y las gallinas que cada vez más a menudo dejaban de poner huevos o, lo que era peor, desaparecían definitivamente, engullidas como fantasmas entre las brumas tempranas. La región estaba en paz. Nadie necesitaba a los Mercenarios.

La guarnición fue trasladada del campo, donde era posible cazar alguna cosa o que alguna oveja se extraviara, a la capital, donde los únicos que se extraviaban eran los gatos callejeros que, en efecto, desaparecieron.

La capital de la región, la Roca de Guardia Alta, quedaba sobre la pendiente de Piedradura. Era una aldea grande de callecitas polvorientas y muros altos hechos en piedra; al otro lado de estos pendían los follajes útiles de los higos y los inútiles y desordenados de las palmas. A la sombra de los jardines estaban las casas minúsculas, blanqueadas con cal, con puertas de madera oscura, ventanas estrechas en aspillera y techos en forma de cono para disminuir el calor en los días de verano y permitir que el agua escurriera durante los violentos temporales otoñales. La tropa entró en la ciudad sin que nadie los recibiera, a excepción de un soldado hosco que les mostró el viejo redil donde se instalarían.

—Ey, Oso —dijo Lisentrail—, no es por dármelas de Princesa estirada, pero aquí hay un hedor que ni en una cloaca, aunque a eso hasta nos acostumbraríamos. Aquí en realidad es imposible respirar. No hay aire. Ni siquiera es posible que un hombre pueda estar de pie aquí. Debemos vivir en cuatro patas como los perros.

—Y tú quédate sentado —contestó Siuil—, así no te cansarás.

Para no quedarse allí dentro pasaban los días en cuclillas, en el fango, contra el muro de la plazoleta central de la capital donde se levantaba un viejo pozo. Frente a ellos estaba el Palacio del Gobierno, un edificio de dos pisos y el más grande de la región, decorado con una serie de columnas que sostenían arcos desiguales. En el piso superior vivía el Gobernador, un dalagariano altísimo, flacuchento, o mejor dicho, esquelético (y no se explicaban por qué, dado que él sí tenía pollos).

—Ese tiene bilis en la sangre —conjeturó Trakrail, en virtud de su competencia en las artes médicas—. Debe haber tenido lombrices y no se las curaron bien.

—Ese tiene bilis en el alma —concluyó Lisentrail, en virtud de su competencia en la vida mundana—. Debió haber nacido cretino y su madre nunca lo agarró a bofetadas, no como la mía que creía que esto era una cualidad.

El Gobernador era extraño más allá de lo comprensible: tenía siempre un aspecto infeliz y malhumorado que le encorvaba la espalda y le estiraba la boca para un lado, debajo de una nariz de pico de gallina.

En el primer piso había un contingente diminuto de soldados, tres caballeros y cuatro soldados de infantería, un establo donde se alojaban los caballos y una sala de justicia que incluía verdugo, patíbulo, picota y una serie modesta de tenazas y braseros de guarnición de campaña. Todo esto estaba rodeado por un exuberante jardín de rosas y un césped de un intenso color esmeralda que resaltaba en medio del verde apagado y polvoriento del resto de la región. El césped se regaba cada día con agua del pozo, sin interrupción; incluso en verano, cuando el sol estaba en lo más alto y el agua era tan escasa que las mujeres que venían con sus jarras ni siquiera podían llenarlas.

* * *

En otoño las lluvias llenaron finalmente el pozo y el agua regresó a los riachuelos entre las cañas y las adelfas. El verde de la región se uniformó con el del prado del Gobernador, que no resaltó más con su color esmeralda; quizá fue por esto que el rostro del huesudo gobernante se ensombreció y se alargó más debajo de la nariz de pico de gallina.

El otoño fue largo y pantanoso. Los Mercenarios se quedaban agazapados e inútiles, añoraban el tiempo en que tuvieron que combatir a los Saqueadores y soñaban con que los mandaran a luchar contra los Orcos, porque en ese momento cualquier cosa les parecía mejor que esta nada indecente, este arrastrarse en la inutilidad del tiempo, sentados en el polvo que se convertía en cieno bajo la lluvia.

Un día en el que el cielo nublado reflejaba una luz opaca, un viejo alto, envuelto en una capa oscura, se arrastró hacia ellos caminando a saltitos.

—Ey, Oso, ese es otro que estuvo en manos del verdugo —murmuró Lisentrail con la voz quebrada en un susurro, como sucedía cada vez que se hablaba del verdugo.

—Si estuvo, habrá habido un motivo —anotó Siuil con calma—. Siempre hay un motivo para que uno termine en manos del verdugo.

El viejo rondaba los muros y siempre se quedaba a la sombra. La luz arrogante del sol salió de las nubes y lo dejó al descubierto. Un grupo de jovencitos lo agredió. Sus gritos y los golpes de las piedras lanzadas contra el muro rompieron el silencio de aquella tarde somnolienta.

—Mira cómo se divierten —refunfuñó Lisentrail, en una voz tan baja que solamente Rankstrail alcanzó a oírlo—. Alegres e idiotas: una manada de perros contra una oveja herida.

Los gritos de los jovencitos subieron de tono. Siuil se rio con sorna.

—Lo peor es que el verdugo te deja la marca —prosiguió Lisentrail—. Después, todos se pueden burlar de ti… En cada aldea, en cada lugar, hay alguien para quien burlarse de los demás es como miel sobre el pan…

Rankstrail se acordó del Escribano Loco y asintió. Un gesto de su parte bastó para que la multitud de jovencitos se dispersara como una jauría frente a la sombra del lobo. Él y el viejo se miraron por un instante, luego el viejo se desvaneció en la sombra.

Pocos días después, bajo una llovizna incesante que había despejado las calles de jovencitos, el viejo regresó. Esta vez se atrevió a hablarle. Se le presentó a Rankstrail, dijo ser Naikli, el Prestamista.

—¿Prestamista? ¿Es usted un usurero? ¡Por eso lo odian! Siento haber detenido a los muchachos. En realidad lo siento mucho. Tarde o temprano nadie los detendrá y terminarán su trabajo.

El viejo tragó, jadeó y luego se repuso y le pidió permiso para ofrecerles a él y a los suyos un trabajo honorable, por el que pagaría. Rankstrail respondió sin siquiera levantar la cabeza que hasta que pudiera abstenerse de hacerlo no hablaría con usureros y que contaría hasta nueve para que desapareciera.

—Es un trabajo honorable —insistió el viejo.

Rankstrail no respondió. Levantó la cabeza y lo miró, despectivo. El otro se dio vuelta para alejarse; luego se quedó todavía un segundo, dudoso.

—Si cambia de idea, esa es mi casa —añadió por último, mientras señalaba más allá de la lluvia la casa que estaba en la parte más baja de la población, separada de las demás, con ventanas enrejadas y un jardín completamente invadido de palos poco hospitalarios de higos espinosos.

Rankstrail no se dio vuelta para mirar. El viejo se alejó.

* * *

Con el invierno el cielo se oscureció y las castañas se acabaron. Ya no había más gatos y al cabo las gallinas empezaron a desaparecer.

En una luminosa y soleada mañana, mientras el viento barría las colinas dejando su silueta nítida y dura en el horizonte que parecía azul, aparecieron de repente en la plaza los soldados del contingente, tres caballeros y cuatro infantes, acompañados de un campesino y del verdugo encapuchado, sin hacha y con la serie reglamentaria de cuatro tenazas colgadas de las placas del cinturón de cuero.

Rankstrail oyó un gemido ahogado y no tuvo que darse vuelta para saber que se trataba de Lisentrail.

Aún no se habían muerto de hambre porque Lisentrail merodeaba por las colinas recogiendo cualquier cosa comestible que encontrara, aun puercoespines. Las castañas se habían acabado. Todavía había ratas, pero estas eran difíciles de atrapar. Entre los arbustos y las piedras también se debían haber extraviado algunas gallinas. Rankstrail sabía que era cierto: había entrevisto plumas y alas asadas. Sabía que habían repartido el asado entre muchos, por no decir que entre todos, pero solo el que robaba debía pagar. Uno de los propietarios de los pollos robados había hecho la denuncia: era el campesino que acompañaba a los soldados.

—Bien —dijo el jefe del escuadrón, un caballero de armadura de acero que llevaba encima una especie de grifo recamado en oro. La armadura brilló bajo el sol y Rankstrail lo miró fascinado, admirado y vagamente intimidado—. Soy Sir Argniolo de la Caballería del Condado. He venido a administrar justicia. A este pobre hombre le robaron una gallina. Él, por fortuna, vio al culpable.

El campesino se paró al frente. Escupió el piso y señaló a Lisentrail.

Argniolo hizo un gesto con la cabeza y Lisentrail se vio rodeado de cuatro infantes con corazas de acero sin grabados.

—Ey tú, campesino —preguntó Argniolo—. ¿Cuánto valía tu gallina?

—Bella, mi pollita asaz bella era. Bella como el sol, redonda como la luna. Nunca tuve otra así de bella. Rechonchita y fresca asaz. Un huevo cada día me daba, y en los días de suerte hasta dos —gimoteó con voz lamentosa el campesino, con la cara compungida como si acabara de enterrar a su hijo primogénito—. Bella excelencia, seis sueldos por lo menos, vale seis sueldos.

—Era una gallina de una calidad extraordinaria —tradujo el verdugo—. Joven y bien gorda. Ponía un huevo al día. A veces hasta dos. Valía por lo menos seis sueldos.

Rankstrail reconoció al campesino y lo odió. Era el que Lisentrail y los suyos habían rescatado entre Piedradura y Piedracallosa. Estaba seguro: el de la barbita rala y el ojo medio cerrado era el hombre a quien después de haberle salvado la vida, Lisentrail le había cedido la mitad de su cantimplora y algunos de sus escasos y preciosos higos secos.

Argniolo se rio munificente:

—Que sean seis —aceptó—. Seis dientes. Adelante tú, sé un niño valiente. Si abres la boca por ti mismo, no te pondremos las tenazas al rojo vivo y te ahorrarás una buena cantidad de problemas, eso ya lo sabes, ¿verdad?

—No es verdad —dijo Lisentrail lívido, pero tranquilo—. Es falso. No robé nada. Él dice que la robé, yo digo que no es cierto.

—Ey —dijo Siuil, el soldado veterano—, no era una gallina de seis sueldos. Estaba vieja y seca como un palo.

Luego se calló de inmediato y se llevó las manos a la boca. Lisentrail profirió un gemido ahogado.

Rankstrail pensó que «imbécil» era casi un cumplido para Siuil.

—Está bien, que sean cinco dientes —concedió Argniolo, benévolo.

Rankstrail miró a Lisentrail y por primera vez vio miedo en sus ojos. Era un miedo abyecto, condensado en una mirada vergonzosa y sesgada, de perro, no de hombre, mientras la boca se le abría en una especie de risita, con la fútil esperanza de conmover al verdugo. Ya no era más Lisentrail el soldado, el guerrero que desde siempre le cubría la espalda cuando avanzaba, que robaba para quitarles el hambre a todos, que había enfrentado riesgos terribles: lo habían transformado en un perro.

Rankstrail pensó que una cosa es quedar estropeado por un hachazo recibido en una batalla mientras tu comandante se abre paso y tus compañeros te cubren los flancos, y otra es que el verdugo te estropee pedazo por pedazo entre gente que ríe.

Lo importante no son las cosas, sino el sentido que tienen. Más importante que el dolor mismo es si ese dolor despertó conmiseración o escarnio. Aun más grave que haber sido asesinado o mutilado es el hecho de que alguien lo haya festejado o disfrutado.

El soldado Siuil se echó a reír. Rankstrail detestaba incluso el nombre de este porque le recordaba algo entre el silbido de una serpiente y el chillido de una rata.

Lisentrail se había tirado sobre las rodillas o quizá se había caído y los dos soldados de infantería lo estaban arrastrando.

Sir Argniolo también empezó a reír, pero luego se detuvo de inmediato cuando Rankstrail se paró delante de los dos soldados de infantería. Siuil dejó de reírse. Los hombres que estaban todavía sentados en el piso se levantaron uno tras otro, más que todo para ver qué sucedía, o quizá instintivamente, para seguir al hombre que se había convertido en su jefe.

Eran más de cincuenta.

Argniolo y los suyos eran ocho, incluyendo al verdugo.

—Ey tú, granuja, ¿quién te crees que eres? —preguntó Argniolo, amenazador y descortés.

En el desprecio, leve, lejano, oculto, impalpable, inconfundible, Rankstrail reconoció el miedo.

—Rankstrail, excelencia —respondió con calma y sonriendo—. Capitán del pelotón y de este soldado. Para servirle, excelencia —añadió cortés y conciliador, con una profunda reverencia.

Aunque no había ninguna entonación irónica, fue más que evidente que servirle a Argniolo no era ni había sido nunca uno de los propósitos ni de las ambiciones del autodenominado Capitán. Fue también claro que él, ahora, era el Capitán: hasta ese momento nadie había nombrado a Rankstrail Capitán de nada. Hasta ese momento, simplemente se había aceptado que cuando había que combatir él daba las órdenes. De cierta forma hasta ese momento se había quedado suspendida en el aire la posibilidad de que él solo daba consejos que los otros seguían porque los encontraban razonables.

En ese momento la posibilidad terminó.

Rankstrail era el Capitán del pelotón de la infantería ligera, los Mercenarios.

—¿Los Mercenarios se dejan mandar de mocosos? —preguntó Argniolo.

—Verá, excelencia —respondió Rankstrail—, nosotros, los Mercenarios, somos gente sencilla. Basta con que alguien venza y no pierda hombres y dejamos comandar a cualquiera. Verá, excelencia, el hecho es que —Rankstrail arrebató a su compañero de las manos a los infantes, y estos, rodeados de Mercenarios, no articularon palabra y soltaron la presa sin protestar; luego volvió a poner de pie a Lisentrail tomándolo del brazo— este es uno de mis hombres y a mí mis hombres me sirven lo más completos posible. Sin dedos no disparan el arco, y sin dientes escupen cuando hablan y tardan tres días en comerse una castaña seca. ¡Excelencia, no se puede hacer la guerra con un hombre que cada vez que debe decirte dónde está el enemigo escupe como una fuente y no se le entiende nada!

Algún asomo de hilaridad osó circular entre los hombres. Argniolo palideció.

—No me parece que para quedarse recostados contra un muro como moscas sobre excrementos de perro se necesiten dedos o dientes —refutó con rencor.

Rankstrail soltó a Lisentrail, dado que estaba de nuevo de pie, solo. Se volteó por completo hacia Argniolo.

—Entre una y otra recostada contra el muro —respondió Rankstrail—, excelencia, hacemos otras cosas, verá. Mañana podría ser expulsar a los Orcos, ayer fueron los Saqueadores Negros. Pero ¿cómo, no recuerda a los Saqueadores Negros? —le preguntó al campesino que lo miraba lívido, tratando de esconderse detrás del caballero—. Estaban a punto de partirlo en pedacitos, ¡cada uno más pequeño que un huevo! —y luego giró otra vez hacia Argniolo—. Estos hombres son míos y yo respondo por ellos, solo yo. En cuanto a la gallina, en mi opinión hay un error, pero de todos modos la repondremos. ¿Cuánto valía? ¿Seis sueldos? Se los devolveremos, esta misma tarde. Mejor seis sueldos que no tener nada en la alforja y saber que otra persona tiene cinco dientes menos en la boca. ¿No le parece? Mejor le devolvemos siete: un sueldo más por el esfuerzo que tuvo que hacer para transportar en la panza el peso del agua y de los higos que el cabo Lisentrail le dio después de que le salvó la vida, ¿lo recuerda?

—¿Cabo? —susurró Siuil, pálido.

—¿Cabo? —susurró Argniolo—. ¿Un ladrón sin dientes y sin dedos?

—¡Qué quiere, excelencia! —continuó Rankstrail imperturbable—. Nosotros somos la infantería ligera. Los Mercenarios. Somos gente sencilla, fácil de contentar. Basta con que alguien nos salve el pellejo unas cuantas veces y sin demora lo promovemos. ¡Qué quiere!

—Bien —dijo Argniolo de prisa; era claro que le urgía alejarse con su exiguo grupo de pulcros y resplandecientes guerreros de esa cincuentena de energúmenos armados hasta los dientes, de cabellos inmundos que les caían sobre los rostros cicatrizados, guiados por una especie de loco jovencísimo que parecía un oso y que, así fuera con una sonrisa permanente, se acercaba cada vez más a él y a su caballo—. Bien —repitió—, son tus hombres. Desde este momento tú mantienes el orden entre esta gentuza. Me alegra augurarte buena suerte. Pero debes saber, Capitán —agregó articulando las palabras muy despacio—: a la primera queja que me llegue, al primer pollo que desaparezca, respondes con tu cabeza.

Rankstrail había llegado junto a él. Puso la mano sobre la empuñadura de la espada. De hecho, solo era la empuñadura de un muñón que le servía para partir leña, pero no se notaba desde afuera. Rankstrail estaba de pie en tierra mientras el otro estaba a caballo. Se miraron, luego Rankstrail hizo una reverencia todavía más ceremoniosa y profunda que la primera, de la cual se reincorporó con una sonrisa aun más convencida y cortés.

—Pero por supuesto, excelencia. Un verdadero comandante asume la responsabilidad de decidir sobre la vida y la muerte de los hombres que comanda durante una batalla y es justo que deba responder por ellos. Al primer pollo que desaparezca, responderé con mi cabeza.

—Tú y yo tarde o temprano volveremos a encontrarnos —amenazó Argniolo en voz baja.

—Sin duda alguna, excelencia —confirmó el Capitán—. Así es la vida. Si ninguno de los dos muere, nos volveremos a encontrar.

El escuadrón se alejó, pavoneándose. El campesino se escurrió de allí veloz y se agazapó contra el muro de la sala de justicia, a salvo, no muy lejos del verdugo. Cuando los soldados entraron de nuevo a su jardín lleno de rosas, y estaban muy lejos para oír, Rankstrail sacudió la cabeza.

—Hermosa coraza —comentó casi con un suspiro, mientras miraba la espalda de Argniolo que se alejaba.

—Ey, Capitán —dijo Lisentrail en voz baja. Era el primero en llamarlo así—. Capitán, ¿y ahora qué hacemos? ¿Dónde conseguiremos el dinero? Ese hombre ahora te odia. Quizá hubiera sido mejor que no hubieras hecho nada. Pasa pronto, sabes, cuando te arrancan los dientes.

—Nadie toca a mis hombres —respondió Rankstrail con sequedad—. Jamás.

Al repetirlo dejó de ser una fanfarronada y pasó a ser una realidad. Esos hombres eran suyos: él era su Capitán. Había asumido la responsabilidad de la vida y la muerte de ellos y por ellos estaba dispuesto a responder con su cabeza.

—Capitán, eso es insubordinación. Te pican en pedacitos y se los dan a los perros.

—No, si ese va a decir que un Mercenario lo amedrentó, quedará en ridículo. Permanecerá callado como la tumba de un mudo. O mejor aún, en uno o dos días se convencerá de que fue idea suya dejarte completo porque así puedes combatir mejor por el Condado.

Se hizo un largo silencio interrumpido solo por el viento. Sobre las colinas corrían nubes enormes y veloces. El cielo estaba azul y se reflejó con las nubes en los pantanos de la plazoleta. Un grupo de cuervos lo surcó.

—Ustedes sigan mis órdenes y no habrá problemas —continuó el Capitán—. No sé todavía qué órdenes serán, pero sé que tendremos comida. Si nadie juega a ser el imbécil, mi cabeza no terminará entre las rosas del Gobernador.

—Capitán, está loco, no puede arriesgar la cabeza por nosotros.

—Hombres —repuso el Oso—, yo sé juzgar y no me equivoco. Mi cabeza se quedará donde está. Que los astutos cuiden a los cretinos —agregó mirando a Siuil—, y todo estará bien. Cabo Lisentrail, espera aquí y que nadie se mueva mientras no estoy.

El Capitán Rankstrail se puso en marcha. Sabía que la casa del usurero era la última, abajo, justo en la pendiente. Se preguntó si había hecho un buen negocio y concluyó con una respuesta incierta: siete sueldos no, pero quizá cinco dientes de un hombre son un precio razonable para vender el alma. Por mal que estuviera, siempre podría poner la cabeza para cerrar el negocio. Mientras se alejaba, la voz del Cabo lo alcanzó.

—Ey, Capitán —dijo Lisentrail—, sabes, solo a quienes nunca hacen absolutamente nada no se les estropea nada y todo les queda intacto. Incluso Quien hizo el Universo debió haber perdido algunos dedos y algunos dientes durante la tarea.

El Capitán no entendió si la afirmación era una forma tardía de pedirle excusas o una repentina reacción de orgullo.

Aunque no se dio vuelta para responder, pensó que no le molestaba haberla escuchado.