Mientras estaba en el cementerio improvisado, el quinceañero Rankstrail descubrió una de las reglas fundamentales de la táctica militar: penetrar en la mente del enemigo. Cada acción conlleva un esfuerzo y, por consiguiente, espera una ganancia. Incluso si se trataba de hombres fuertes, colgar los cuerpos de esa forma geométrica macabra y obscena, debió costarles mucho trabajo; lo que evidenciaba que tenían la esperanza de recibir algo a cambio. Eran el señuelo de una trampa. Ellos, la escuadra, eran la presa.
Aunque estaba vedado de manera explícita importunar a un superior y arrogarse cualquier pretensión de pensamiento, el jovencísimo soldado fue donde el comandante a informarle que los bandidos los atacarían durante la noche con absoluta certeza. La masacre quizá había sido realizada como pasatiempo y por vocación, pero también tenía un objetivo: una granja vacía se convertía, sin lugar a dudas, en el lugar más probable para refugiarse durante la noche.
—Ssse dice cuartel general. Y nunca más te atrevas a venir a enseñarme el oficio, porque aunque seas un mocoso te pongo en manos del verdugo por insubordinación.
Rankstrail ignoró los gestos desesperados de Lisentrail que le sugería que cerrara la boca por completo y de inmediato. Le agradeció al jefe la información y luego volvió a empezar: no quería enseñarle nada a nadie, sino solo explicar, dado que el jefe aún no había entendido, que antes del amanecer iban a ser atacados. Los otros habían puesto los muertos de esa manera tan ridícula precisamente porque después del esfuerzo de bajarlos la escuadra estaría tan cansada que dormiría allí; era evidente, hasta para un cretino.
—Hasta un cretino —añadió al final— entiende que esto fue hecho adrede; también los duraznos y las gallinas que dejaron. Así se aseguraban de que no estaríamos merodeando en busca de alimento, nos quedaríamos aquí como una manada de idiotas y ellos vendrían a matarnos brutalmente con toda tranquilidad…
Este comentario no fue muy acertado.
El tipo que arrastraba la ese lo echó de allí y juró que tomaría represalias como cortarle la lengua o quizá también los pulgares. Luego él y los soldados mayores se fueron a dormir dentro de las casas, por una vez en lechos verdaderos aunque modestos, al lado de una verdadera chimenea donde el fuego crepitaba lleno de calor en la noche fría.
Rankstrail les explicó a los otros el peligro y con las indicaciones que les dio montaron turnos de guardia, no sencillos sino dobles, es decir, de a dos hombres.
Los otros se quedaron a escucharlo.
El Oso era demasiado extraño como para no quedarse a escucharlo.
Veía huellas donde no las había, oía el crujido de una oruga en medio de los gritos y las imprecaciones del campamento. Montaba el arco antes de ver el conejo como si supiera con antelación dónde aparecería. Para ninguno era divertido dejar que un muchachito le dijera qué debía hacer, pero piel no hay sino una y la idea de la inminencia de la muerte induce con frecuencia a buscar soluciones que de otro modo serían impensables.
Junto a la huerta, Rankstrail hizo extender las cuerdas que habían servido para amarrar a los pobres muertos; invisibles en la oscuridad, a un palmo del suelo y a la altura del tobillo de un hombre.
Lisentrail y él hicieron el turno frente a las casas, el más peligroso de todos, debido a las luces del fuego. No intercambiaron ni una sola palabra hasta cuando la oscuridad comenzó a palidecer: Rankstrail se acercó al otro y le informó que el enemigo ya estaba en la huerta. Era más numeroso que ellos y probablemente estaba tratando de cercarlos antes de atacar.
—Ey, Oso, ¿cómo lo sabes? —preguntó Lisentrail.
—Siento su olor y el ruido de sus zapatos en el suelo.
—Nadie puede sentir esas cosas.
—Si esperas sentirlas, sí —fue la respuesta del Oso—. Vi las huellas de los zapatos, comprendí qué ruido debía esperar y lo percibí.
Lisentrail fue a llamar al jefe. Entró a gatas para no ser visible desde el exterior, contra el fuego que brillaba en la chimenea. El hombre que arrastraba la ese no compartió su prudencia y salió al descubierto en camisa y sin yelmo, vociferando que no quería ssser despertado por sandeces: dos flechas lo abatieron, una en el vientre y la otra, más compasiva, en la garganta, donde los golpes son rápidos y definitivos. La breve y ruidosa aparición del jefe fue suficiente distracción para permitirle al Oso subirse a un árbol con la honda y el arco. Derribó cuatro Saqueadores antes de entender por qué los llamaban Negros: tenían la cara cubierta con una especie de yelmo hecho de cuero hervido con negro de humo. Incluso desde arriba en el árbol, Rankstrail se dio cuenta de cuán estúpida era la idea. Esa especie de capucha era aterrorizante, pero impedía la visión lateral, la del rabillo del ojo, y no protegía contra golpes graves. Esta constatación lo tranquilizó.
Lisentrail había logrado sacar a los soldados veteranos de las casuchas cuando cayeron flechas incendiarias sobre los techos de paja de estas; estaba intentando retirarse hacia el viñedo donde estaría protegido por las vides, lejos de las llamas que los volvían blancos fáciles.
Rankstrail se dio cuenta de que la maniobra ya había sido prevista y de que en el viñedo los esperaba una trampa: saltó del durazno y alcanzó a Lisentrail.
—Allí se harán matar —le dijo de prisa—. Detrás de mí, cerca. Ataquemos en la huerta, ahora hay menos bandidos allí y no se lo esperan. Yo no me equivoco.
El recuerdo de la masacre y de los diecinueve duraznos envueltos en un puñado de tierra le daba una rabia ciega. Guio el ataque como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Los Saqueadores Negros salieron al descubierto en el momento preciso en el que él y sus hombres les caían encima. Una buena parte de la primera línea se tropezó en la oscuridad en las cuerdas tendidas; la segunda línea tropezó en la primera.
Los papeles se invirtieron. La caballería ligera atacó como lo hacen los lobos en la noche. Atrás quedó un hombre armado con un hacha enorme de doble filo que sostenía con las dos manos. Les gritó a sus hombres que se retiraran, pero ya era tarde. El Oso captó que ese era el jefe. Era un hombre grande, pesado, tenía la cara oculta por el mismo tipo de yelmo que le impediría ver la sombra negra del Oso que lo atacaba de lado.
Pero el Oso no lo atacó de lado. Atacó de frente.
Quería mirarlo a la cara.
Era él, lo sabía.
Él había dado las órdenes, primero de la masacre, luego del montaje: después de haber pisoteado la vida había ridiculizado la muerte.
El Oso atacó de frente: quería que el otro le leyera en los ojos y en la cara que su vida sería pisoteada.
Atacó de frente: quería que el otro adivinara que su muerte sería escarnecida.
La luz del alba naciente se fundió con la luz áspera e incierta de los incendios. Los dos enemigos se miraron a los ojos por un instante, luego el bandido levantó la enorme hacha y la dejó caer sobre el muchacho con toda la fuerza que tenía. Rankstrail la detuvo con su espada que bajo el tajo se partió en dos con un golpe seco y nítido. El hombre se echó a reír. Rankstrail miró con horror el muñón que le había quedado en la mano. La idea de haber malgastado en una quincalla inútil el equivalente al menos a un par de meses de alimentación para su padre era tan desalentadora que por un segundo le dieron náuseas, pero rápidamente se recuperó. Se giró hacia un lado y se lanzó a tierra y con el muñón le rebanó al otro los tendones de la pantorrilla. El hombre cayó. Comenzó la caída vivo, y la terminó muerto. El muchacho empuñó el muñón con las dos manos para aumentar la fuerza y lo decapitó antes de que la espalda del bandido tocara el suelo. Rankstrail se consoló: la compra no había sido inútil. Se inclinó sobre el muerto, le quitó de las manos la gigantesca hacha y fue a socorrer al resto de la escuadra.
Cuando todo terminó, Rankstrail hizo las cuentas. Habían vencido a un contingente que era dos veces y media más numeroso que ellos y habían perdido un solo hombre, el jefe. Algunos estaban heridos, pero nada era irremediable, nada que Trakrail, el curandero del pelotón, no supiera arreglar. El fuego había derrumbado los techos y una viga golpeó al asno, que no sobrevivió. Antes de convertirlo en un estofado colosal lo recordaron con una nostalgia sincera, mientras que el duelo por el jefe fue mucho más moderado, pues había sido un perfecto idiota (para un militar, uno de los mayores peligros y la peor desgracia).
Rankstrail miró los cuerpos de los enemigos. Tenían las extremidades y las corazas ennegrecidas con fango para ayudarles a fundirse con la noche. Muchos tenían todavía amarrados en los antebrazos y en la cintura pedazos de los vestidos de las mujeres y de los niños que habían exterminado.
—Ahora los enterramos —dijo Lisentrail—. Sería mejor quemarlos, pero hay poca leña y no se pueden usar los árboles frutales.
—Entonces los picamos en pedacitos y se los damos a los perros —dijo Rankstrail—, de ese modo haremos justicia.
Algunos de los soldados aprobaron con un gruñido.
—Hagámosles lo que ellos hacen —dijo alguien.
La idea comenzó a circular como una chispa en un montoncito de paja, pero Lisentrail la apagó como cuando se echa un baldado de agua sobre un fuego de paja.
—Hombres —dijo—, para hacer justicia está el puesto de verdugo, pagan más y se come todos los días, algunas veces hasta polenta sin gusanos. Nosotros somos soldados, somos la infantería ligera. No somos verdugos. Los detuvimos. Ahora los sepultamos. Y basta.
Se acercó a Rankstrail:
—Ey, Oso —le dijo en voz baja—, ¿tienes una madre o te hiciste tú solo juntando los pedazos en la fragua de un herrero?
Rankstrail no estaba seguro de haber entendido la broma.
—Mi madre está muerta —refunfuñó sombrío.
—Lo siento —dijo Lisentrail—, de veras. Tu madre está en el Reino de la Muerte, pero de alguna manera sabe lo que haces. Haz solo lo que ella estaría orgullosa de verte hacer.
Rankstrail lo pensó, era una buena regla. Su madre estaría orgullosa de saber que él había detenido a esos bandidos para siempre. Su madre se sentiría contenta porque gracias a él ninguno de sus hombres había muerto y porque ninguna granja sería asaltada de nuevo para ser reducida a un puñado ele dolor y de moscas sobre sangre coagulada, pero no se sentiría feliz si lo viera actuar como ellos.
Antes de sepultar a los muertos los despojaron de sus abundantes armas y de sus pocos bienes, les quitaron los yelmos y los miraron. Tenían rostros comunes: nada que los hiciera iguales a los Demonios o a los Infiernos. Al jefe y a algunos otros del grupo les faltaban dedos y dientes.
—Ey —exclamó Trakrail—, estos fueron Mercenarios.
Lisentrail asintió con un gruñido.
—Cuando el dinero no llega, solo queda el hambre. Cuando el hambre lo invade todo, solo queda el hurto. Cuando ya has cometido un hurto, solo queda el verdugo y cuando sabes que este te espera, solo queda la fuga. Cuando escapas y todos te odian, comienzas a odiarlos a todos y para entonces ya te has convertido en un Saqueador o en un Demonio.
Los Mercenarios despedazaron los yelmos del enemigo para remendar sus corazas o para hacer hombreras. Dejaron algunos completos para izarlos sobre palos altos, hechos con las alabardas partidas; los pusieron alrededor de la granja y de la huerta de frutales en señal de victoria y advertencia.
Lisentrail recuperó las armaduras de los Saqueadores y unió las mejores placas para fabricarle una a Rankstrail. Las pieles de la coraza de este se habían empapado de sangre que comenzaría a oler mal, lo que haría que fuera reconocible a sotavento a millas de distancia, por no hablar de lo placentero que sería tenerlo cerca.
Aun con una coraza normal la semejanza de Rankstrail con un Oso no desapareció: la estatura, el cabello que le caía sobre los ojos y la barba descuidada hacían que la conservara. El sobrenombre se mantuvo.
* * *
Una vez sepultados los muertos, Rankstrail estableció los turnos de guardia.
Si el jefe de una escuadra moría, el mando debía tocarle al soldado más veterano. Los soldados veteranos eran dos y no se sabía cuál de los dos era más estúpido. Los únicos méritos que les habían hecho ganar el rango eran una obediencia canina y una falta de iniciativa tan abismal que incluso los había preservado del robo. Ambas características eran incompatibles con la actitud de mando.
El mayor en edad era Lisentrail, que además era sabio, tranquilo y muy querido. A él, sin embargo, no le había tocado el puesto de soldado veterano porque estaba reservado para aquellos que nunca hubieran robado (o nunca se hubieran dejado pescar), mientras que Lisentrail, con todos esos dedos y dientes de menos, evidentemente no encajaba en ninguna de las dos categorías.
Al quedar sumidos en la duda siguieron haciendo todo lo que el Oso les decía.
Rankstrail examinó minuciosamente la huerta de frutales hasta que arriba, pequeño y escondido entre las hojas, descubrió el último durazno que había sobrevivido al despojo.
Se trepó, lo cogió y se lo comió entre las ramas, acurrucado como una gran ardilla, masticando lentamente y a mordiscos pequeños para hacerlo durar mucho tiempo.
En la tarde también se repartió lo que quedaba de pan.
* * *
Rankstrail no estaba en ninguno de los turnos de guardia y se durmió. A media noche una leve llovizna lo despertó y solo en ese momento se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, había matado a un hombre.
Estaba cansado y se durmió de nuevo.
Se deslizó en un sueño agitado en el que tuvo la extraña pesadilla llena de colmillos de lobo, grávida de un dolor confuso y tenebroso.