Capítulo 5

Debido a la urgencia, los nuevos alistados se saltaron por completo el adiestramiento.

Por lo tanto, a la mañana siguiente, Rankstrail partió para el enrolamiento mientras el sol estival brillaba en un cielo claro surcado por golondrinas, interrumpido por alguna que otra nube. Era una escuadra, es decir, veinticinco hombres, la cuarta parte de un pelotón, acompañados por un asno que llevaba el pan para un mes. Más que veinticinco hombres, eran veinticuatro y un muchacho, pero si alguno se percató, no consideró que fuera asunto suyo.

Los comandaba un tipo muy alto, con una nariz grande y gruesos bigotes negros. Tenía ojos redondos que le daban cierto parecido a las vacas blancas que pastaban alrededor de las murallas de Varil, pero con una expresión a las claras menos aguda y menos amigable. Arrastraba la ese y la ere por lo cual Rankstrail pensó que debía ser oriundo de las regiones del Noroeste; tenía también el número de dientes y de dedos normalmente previsto para la raza humana y el muchacho dedujo que debía ser o muy afortunado o muy sumiso.

El jovencísimo soldado marchó con los otros, de último en la fila, hasta mucho después de que la tarde cayó. No había comido nada y no tenía nada de beber. Necesitaba una cantimplora, entre otras cosas. En los arrozales se podía calmar la sed en cualquier parte; y a su espíritu de quinceañero no se le había ocurrido sospechar que hubiera lugares en el mundo donde podía faltar el agua.

Se detuvieron bien entrada la noche junto a un bosque de encinas y un torrente de agua.

Rankstrail no estaba cansado, estaba acostumbrado a caminar durante días ente los arrozales desde antes del amanecer hasta después del atardecer, pero hacía demasiado tiempo que no comía ni bebía nada, y la única cosa aun más insoportable que el hambre es la sed.

Apenas se dio la orden de romper filas, se precipitó a beber.

—Ey, jovencito —le susurró uno de los soldados—, no lo hagas. Aguanta hasta después de la repartición del pan.

Era un soldado pequeño, con una narizota que seguro le habían roto más de una vez en el pasado y el cabello dispuesto en una serie de trencitas a la usanza de los hombres del Este; le faltaban una buena cantidad de dientes y tres dedos de la mano izquierda. Rankstrail no lo escuchó. Bebió muy de prisa, vomitó y bebió más todavía.

Cuando finalmente regresó con los demás, el jefe del pelotón ya había distribuido el pan: el de Rankstrail se lo estaban repartiendo los tres soldados mayores.

—¿Algo que objetar, jovencito? —le preguntó el más grande de los tres—. El que quiere comer se queda en el puesto. Primero aprende, primero deja de actuar como un estúpido.

Rankstrail buscó al jefe con la mirada: estaba tendido sobre una piedra comiéndose el pan y ni siquiera giró la cabeza para mirarlos, aunque era imposible no haberlos oído. Rankstrail, en virtud de su experiencia como jefe de banda, lo clasificó como un cretino absoluto, porque un verdadero jefe nunca permite injusticias y menos aún en relación con la comida. Además solo un idiota puede pensar en ir a hacer la guerra con un soldado que no puede tenerse en pie por el hambre y la humillación.

Debía arreglárselas por sí mismo. Pelear era arriesgado: si lo enfrentaba, quedaría marcado para siempre. Si ganaba, cosa difícil mas no imposible, tarde o temprano le devolvería el favor, quizá partiéndolo en pedacitos. Pero no pelear sería el fin de cualquier pretensión de ganarse el respeto. Tenía que encontrar otra vía.

—Ey, jovencito, olvídalo —dijo el soldado de las trencitas mientras partía su pan—, te doy un pedazo del mío. Partámoslo a la mitad. Si masticamos despacio, durará como si tuviéramos justamente…

Rankstrail no le prestó oídos. No tomó el pedazo de pan que le ofrecía. Se acostó debajo de la encina más alejada y esperó a que todos durmieran. Cuando las respiraciones se hicieron regulares y ningún movimiento interrumpió más el silencio de la noche serena, se levantó y se fue a merodear por el campo desconocido. Los olores y los ruidos de este, imperceptibles para los demás, lo hacían claro como un mapa para él. Había una madriguera de conejos al sur del campamento. La encontró pronto: había visto las huellas sobre la orilla del torrente de agua mientras bebía. El faisán que atrapó un poco antes del alba, por el contrario, fue un verdadero golpe de suerte. Cuando el resto de la escuadra se despertó, Rankstrail había encendido una fogata pequeña por su propia cuenta con las brasas del campamento y un poco de hierba seca, y estaba asando el faisán. Había tres conejos amontonados sobre una gran piedra. Rankstrail se los mostró con un gesto.

—Pueden comerse la carne, pero las pieles son mías —dijo con tranquilidad—. No se acerquen a mi fogata.

El soldado de las trencitas se llamaba Lisentrail. El muchacho, sin levantarse, le tiró un pedazo de faisán y el otro lo atrapó al vuelo.

Los demás no se acercaron.

Se los había comprado.

Era un jovencito y el último que había llegado, pero era capaz de quitarles el hambre y esto era un bien tan preciado que estaba por encima de todo, hasta del deseo evidente del jefe y de muchos de los soldados más veteranos de romperle los dientes para ponerlo en su puesto.

Todos, incluso el jefe, comieron carne a sabiendas de que si lo dejaban en paz, tendrían carne para la noche siguiente y también la noche después.

* * *

La escuadra atravesó el Condado de norte a sur.

Pasaron por una región de pinares y ciénagas sobre los cuales se levantaban colinas amarillas de hierba seca donde pacían vacas blancas como las que poblaban la colina de Varil, vigiladas por mayorales montados a la grupa de caballos negros. Los pinos eran altos y extraños, conformados por un tronco sin ramas sobre el cual se erguía una copa enorme. Lisentrail les enseñó a los demás a recoger piñas porque servían para encender el fuego en las tardes y por dentro escondían una cáscara dura como el roble, un minúsculo regalo llamado piñón.

Marchaban de día. Rankstrail cazaba de noche. A veces no lograba echarle mano a nada. Una vez atrapó una curiosa combinación entre cerdo y lobo, que los otros llamaron jabalí. Lo agarró después de una persecución veloz a través de las zarzas que lo excorió y lo hizo correr más millas que las que había recorrido durante el día con los demás. Rankstrail dormía poco, mucho menos que sus hermanos e incluso menos que su padre que también dormía poco. El cansancio y la falta de sueño comenzaron ahora a convertirse en un sufrimiento, pero hizo de tripas corazón y se acostumbró.

En el primer grupo de casuchas a lo largo del camino, Rankstrail cambió las pieles de conejo por una cantimplora, o más bien, mandó a Lisentrail a que hiciera el trueque, porque con su coraza de metal y pieles de animales el muchacho tenía más aspecto de Orco que de soldado normal.

Algunos días más tarde, siempre usando a Lisentrail como intermediario, cambió una parte del jabalí por dos precioso pedernales; de ese modo no tendría que depender de las brasas del campamento. Compró también una cajita de cuerno llena de sal, bien inestimable para cualquier soldado, mendigo o peregrino: esto daba la certeza de comer como un hombre y no como un perro y, además, la sal disimulaba el sabor rancio.

En las tardes Lisentrail le daba también algunas lecciones sobre el uso de la espada. Le enseñó las paradas fundamentales y algunas estocadas. Fue el único que tuvo la iniciativa de adiestrar al joven soldado, pero una vez que comenzó la mitad de la escuadra se moría de envidia, arrepentida de no haber tenido la misma idea y haber perdido la única ocasión decente de asestarle alguno que otro bastonazo al recién llegado y dejarle una seña en las espinillas o en los costados.

Lisentrail no le dejó ni una seña. Era hábil con la espada y no tenía necesidad de hacer daño para enseñar. Golpeaba a Rankstrail con la parte plana para permitirle comprender qué puntos dejaba expuestos al combatir y le ayudó a reforzar su improvisada armadura donde era necesario, cediéndole incluso algunas placas de la suya.

En cuanto al arco, nadie tuvo que enseñarle nada al muchacho.

En el fondo de su alforja conservaba escondida su inseparable honda y un par de piedras redondas para cualquier eventualidad. Una buena parte de las cacerías nocturnas eran posibles gracias a la honda que seguía siendo el arma ideal para distancias cortas y también porque piedras había en todas partes, mientras que las flechas había que hacerlas.

En la medida en que descendían hacia el sur, la hierba se tornaba cada vez más amarilla y los pinares eran cada vez más escasos, hasta que desaparecieron. La época más caliente del verano llegó. Las vacas disminuyeron y luego se esfumaron, y fueron sustituidas por animales mucho más pequeños que también tenían cuernos. Se llamaban carneros y hacían bee en vez de muu.

Los pantanos se secaron. Esto fue una bendición porque liberaron de las nubes de zancudos que los habían perseguido entre los pinares y las colinas. Las moscas pasaron a ser entonces la maldición: eran grandes, negras, con alas iridiscentes y picaban.

Rankstrail no tenía grebas ni de metal ni de cuero; había ahorrado también en esto porque no había pensado que fueran fundamentales. Aún no sabía si lo fueran contra posibles enemigos, pero sin lugar a dudas eran indispensables contra las garrapatas. Todas las tardes el muchacho se las tenía que quitar de los tobillos y de la parte baja de las piernas descubiertas. A menudo la cabeza del insecto se le quedaba dentro de la piel y la herida se infectaba. Una vez incluso le dio una fiebre leve que lo postró. Hizo de tripas corazón y no se detuvo.

Sobre la llanura amarilla y ocre de hierba seca y tierra árida lo que quedaba de los ríos estaba marcado por el verde brillante de los cañaverales y por las adelfas cargadas de flores blancas o rosadas. Continuaban marchando hacia el sur: la hierba se hizo menos densa. El verde de los cañaverales y de las adelfas se apagó; ya no señalaba la presencia del agua sino la de los pozos de fango que habían quedado en su lugar. La tierra se resquebrajó en grietas desoladas y polvorientas como el horizonte de los Infiernos, si es que los Infiernos tenían uno.

En medio de la maleza encontraron escuálidos rebaños de carneros esqueléticos, acompañados de pastorcitos esqueléticos y escuálidos que, al verlos, huían aterrorizados.

Ya no quedaba mucho del pan que el asno cargaba con paciencia desde la partida y el que quedaba se había vuelto duro como la hoja de sus espadas. Por un lado era una ventaja porque había que masticarlo tanto rato que se tenía la sensación de que realmente se había comido algo, y por otro era una desventaja porque para masticarlo y tragarlo se necesitaba saliva y de esta cada vez había menos. El agua se iba haciendo más sucia y escasa en la medida en que avanzaban.

No había mucho qué cazar excepto serpientes y pequeños puerco espines; estos eran pocos y se atrapaban solo después de un acecho fatigoso y difícil. Una noche durmieron en una gruta y Rankstrail hizo una matanza de murciélagos: en un espetón y con algo de sal sabían muy parecido al conejo; además era divertido descarnar las alas.

Lisentrail todavía tenía algunos piñones que usaron como relleno.

A veces no había realmente nada.

Rankstrail, que hasta a ese momento había sobrevivido solo con la cacería, comenzó a compartir el pan rancio con los demás. La sed se volvió tan abrasadora que hacía olvidar el hambre. En la lejanía unas colinas hoscas, bajas, empinadas y con algunos árboles despeinados y retorcidos por los vientos calientes cerraban el horizonte.

Después de un día de marcha extenuante llegaron por fin a un estanque, aún no desecado, al borde del cual brillaban algunas huertas y un grupo de casitas.

Rankstrail, torturado por la sed que la fiebre continua había intensificado, se lanzó de primero. Se alejó de los demás y llegó al agua casi corriendo. Se arrojó al suelo a beber, tendido en el fango como un animal. El agua era mala y sabía a podrido, pero de todos modos bebió. Cuando levantó los ojos se dio cuenta de que estaba en una huerta de árboles frutales. Los árboles estaban cargados de duraznos. Rankstrail sabía cómo se llamaban porque los había visto, pocos y carísimos, en el mercado del Anillo Externo.

Arrancó uno del árbol y hundió los dientes en él, mientras media cabeza le gritaba que se detuviera, que era un hurto, una estupidez. La corteza era extraña y áspera, pero por dentro era amarillo, suave y resistente a la vez. Era la dulzura absoluta, y además quitaba la sed. El país de la leche y de la miel, si existía, tenía que tener ese sabor. Era la comida de los Dioses, si los Dioses comían alguna cosa. Cuando el amarillo se terminó, quedó un hueso rojo que Rankstrail metió en su alforja para no dejar alrededor rastros del hurto y para dárselo a su padre cuando regresara a casa; así podría sembrarlo. Arrancó otro durazno y lo mordió. Una parte de su cabeza seguía diciéndole que se detuviera, pero la sed obtusa de la fiebre parecía mitigarse un poco con el sabor del durazno. Aunque tuviera que pagar con dedos mutilados o dientes arrancados, no hubiera podido parar. Apenas al tercer durazno logró levantar la cabeza y mirar en torno a él. Colgados de las puertas de las que habían sido sus casas, algunos curiosamente subidos sobre ruedas de carreta, estaban los cadáveres de los habitantes del pequeño burgo, mirándolo con las órbitas vacías, bajo nubes de moscas y tábanos.

Cegado por la sed, Rankstrail el cazador, capaz de oír una rata en un campo de trigo, se había acercado al estanque y se había adentrado en la huerta de frutales sin percibir las señales inconfundibles de las masacres: el olor a podrido y el zumbido ensordecedor de las moscas y de los tábanos sobre la sangre coagulada.

Se quedó mirando fijamente aquella masacre sosteniendo todavía medio durazno en la mano.

No había visto jamás un ser humano muerto, excepto a su madre, pero la de ella había sido una muerte decente. Nadie se la había causado; nadie la había escarnecido. Todos habían llorado y después la habían llevado al cementerio.

Aquí no había nada por el estilo.

Sabía contar. Ocho adultos y once niños. Diecinueve como en las manos de un hombre a quien le falta un dedo.

Se dio cuenta, por la forma como los habían colgado, arriba, con la cabeza hacia abajo, de que de estos muertos se habían reído, como si se tratara de un juego.

Se inclinó y vomitó: el agua podrida y los duraznos. Cayó de rodillas y siguió vomitando.

El sol estaba en lo más alto y la hierba estaba llena de cigarras.

Sintió la mano de Lisentrail en el brazo.

—Vete, vete muchacho, nosotros los sepultamos —le susurró, mientras le quitaba el medio durazno de la mano y lo hacía desaparecer en la alforja antes de que el jefe lo viera.

Una de las tareas de la infantería ligera era enterrar a los civiles insepultos cuando no había nadie más para hacerlo.

—También él es un soldado —dijo el que arrastraba la ese, que en ese momento se estaba acercando.

—Tiene fiebre —protestó Lisentrail.

—Estoy bien —respondió Rankstrail, quitándole al otro la mano de encima.

Por nada del mundo hubiera renunciado a sepultar a esos muertos.

Temblaba, pero descolgó los cuerpos y cavó los huecos como los demás, con las palas que los habitantes del burgo, en vida, habían usado para labrar el sembrado de frutales y excavar los canales de las huertas. Alguno de los soldados veteranos comenzó a hacer comentarios sobre las que ellos llamaban mujeres y Rankstrail madres, pero la mirada turbada y feroz del muchacho bastó para callarlo.

Rankstrail trató de ordenar los cadáveres con algo de decencia y puso a los niños pequeños junto a las mujeres, con la esperanza de adivinar quién era hijo de quién.

Alrededor de las casas había corrales de animales, tal vez ovejas y cerdos a juzgar por los excrementos, único rastro que quedaba. Detrás de las casas, sorprendentemente, encontraron todavía dos gallinas amarradas de una pata a un pedazo de cerco. Como ahora no eran de nadie terminaron en un espetón para el jefe y los soldados veteranos. En el fango, junto a los abrevaderos, había varias huellas de zapato que se extendían hasta el cerco de las gallinas: no podían pertenecer a los habitantes del burgo porque estos estaban descalzos.

Cuando la tarde cayó, en vista de que estos también habían quedado sin propietario, el jefe dio orden, con su voz arrastrada, de recoger los duraznos. Con un saqueo rápido y metódico la pequeña huerta quedó despojada.

Rankstrail arrancó diecinueve. No se comió ni uno. Cuando la oscuridad lo protegió puso uno por uno sobre las diecinueve tumbas y los escondió con un puñado de tierra.

Juró que haría justicia.

Ese día se convirtió en un verdadero soldado.

Hasta ese momento había sido un Mercenario. Cuando dejó atrás sus sueños infantiles, el único objetivo que había tenido era sobrevivir durante su permanencia en el servicio militar: evitar que lo mataran mientras trataba de mandarle a su padre el dinero suficiente para pagar la comida y el boticario.

Ahora quería atraparlos. Era como había dicho el Escribano Loco: los Mercenarios eran quienes protegían a los más indefensos. No era solamente por el dinero.

Ahora sabía que los detendría.

Había venido a esa tierra para convertirla en un lugar decente y seguro, donde hombres, mujeres y niños pudieran vivir y criar sus pollos. No la abandonaría hasta asegurarse de que nadie más podría llegar como un lobo en la noche para hacer una masacre a la orilla de un estanque bordeado de árboles frutales.

Dejó de ser un Mercenario y se convirtió en un soldado.