Las cosas siguieron adelante año tras año, hasta que Borstril aprendió a caminar.
Después todo se desplomó. La madre perdió la batalla contra la tos y simultáneamente el padre comenzó la suya. Dos años después de la muerte de su madre, Rankstrail se dedicó al oficio de las armas. No había encontrado ninguna otra forma para mantener el juramento que se había hecho a sí mismo y al cielo de no permitir jamás que sus hermanos conocieran el hambre.
El día en que Rankstrail dejó el Anillo Externo para enrolarse tenía quince años.
Partió de noche y sin despedirse de nadie, porque si su padre se hubiera enterado, lo habría detenido. Flama, su aliada y confidente para todo, no lo sabía, porque ella tampoco le habría permitido hacer esa locura.
«Salario» era la palabra mágica que había fascinado al jovencísimo Mercenario, la que lo había empujado fuera de su casa, lejos de su gente, como un ladrón en la oscuridad. Su padre se había enfermado y solo podría mejorar si tenía comida en abundancia y algo para pagarle al boticario.
El padre comía poco; por ello le había dado la tos que no se cura. A los que comían todos los días no les daba. El padre de Rankstrail no soportaba el hambre de sus niños. Ellos podían comerse el producto de la caza furtiva, él no se los había prohibido. Jamás se los prohibió. Pero no prohibirlo y aprobarlo, sin embargo, eran dos cosas diferentes.
Cuando había asado de garzón en la mesa el padre se levantaba y se sentaba en su pedazo de tronco con la mirada abatida de los derrotados. Se quedaba allí, hasta el alba, tallando trabajos magníficos por los que solo unos pocos pagarían.
Aun después de la muerte de la madre, entre la caza furtiva de Rankstrail y el taller de carpintería, la familia había salido adelante con las mismas dificultades que las otras familias del Anillo Externo. Luego al padre le dio la tos. La fiebre había llegado con el invierno: le empezaba, le duraba días enteros y lo dejaba postrado e incapaz de tocar un formón durante semanas. El boticario le prescribió pócimas complejas de camomila, belladona y valeriana y le recomendó caldo de buey, tanto como fuera posible; de ese modo los escasos ahorros de la familia se extinguieron en un segundo.
Fue así como Rankstrail se encontró otra vez solo para resolver el problema. La primera idea que se le ocurrió fue la de intensificar la caza. La necesidad hizo que fuera imprudente. No lo pescaron mientras cazaba: con el oído y el olfato que tenía, los guardabosques nunca lo hubieran podido pillar. Pero en una ocasión, para lograr atrapar a una oca silvestre a la que acechaba noche tras noche, se demoró demasiado: la luz del alba se había reflejado en el agua de los arrozales y ya era imposible saltar los bastiones. Rankstrail tuvo que entrar por la calle. Hubiera logrado pasar también la somnolienta guardia de la puerta del Anillo Externo si un hurón hambriento no hubiera comenzado a apuntarle a su alforja: el hecho despertó risas y atrajo la atención de los soldados de las escarpas.
Le decomisaron todo y lo llevaron al puesto de guardia. El castigo eran doce latigazos. Cuando terminaron le explicaron que se le castigaba solo una vez: si lo pescaban de nuevo en la caza furtiva y se daban cuenta por las cicatrices de que ya lo había hecho antes, entonces quedaba «fuera». Él y todos los suyos. Fuera. Varil les había permitido vivir dentro de sus murallas: el que no respetaba la ley quedaba por fuera y era mejor que buscara otro lugar para vivir y para morir.
Rankstrail salió del puesto de guardia tambaleándose y se dejó caer al suelo. Allí se quedó hasta que el sol se levantó perpendicular sobre la ciudad a la par que el viento helado de tramontana.
La vergüenza hizo que el dolor fuera insoportable.
Si su padre se hubiera enterado, se habría muerto. Rankstrail juró que no se lo diría nunca a nadie. Ni siquiera a Flama. Nadie lo sabría jamás. Se dejaría sanar las llagas bajo el sayo por su propia cuenta.
Ahora, sin embargo, el problema era la comida. No podía correr más riesgos. Sin la caza, su familia moriría.
En ese momento pasó el pregonero recordándoles a todos que el Condado de Daligar, a dos días de camino, estaba de nuevo muy ocupado en reclutar Mercenarios, llamados de manera oficial caballería e infantería ligera. Esto ya había sucedido ocho años atrás, cuando un terrible Elfo, el Maldito, había pasado por la ciudad exterminando pollos, hombres, niños, perros, canarios y probablemente gatos, vacas, ovejas, cabras, carneros y los peces rojos de las fuentes. Rankstrail había escuchado esta historia cuando su hermana Flama había nacido y se preguntó si Daligar sería una ciudad como las demás o una feria de animales. El Escribano Loco le había dado su versión de la historia: según él, el niño Elfo solo había resucitado una gallina, de tal modo que por una vez se alejara la tristeza de la muerte. Con ese relato insensato, Rankstrail obtuvo la prueba definitiva de cuán poco fiable era el hombrecito.
Después de ocho años todavía no habían apresado al Elfo. Tal vez por el miedo de todos los héroes que lo estaban buscando o quizá había muerto por su propia cuenta. En todo caso, no había dado más motivos de preocupación.
Esta vez el llamado al reclutamiento era por los Saqueadores Negros, los bandidos de las landas meridionales.
El muchacho escuchó la palabra «salario», repetida sabiamente por el pregonero en cada frase, como un sediento que siente caer una gota de agua sobre una piedra candente. Dejar su casa le destrozaba el corazón, pero la idea del dinero era tan irresistible como un hechizo.
Él sabía que gracias a su gran estatura y a su barba incipiente podría pasar por un hombre joven y no por lo que era, poco más que un niño, y que por lo tanto lo aceptarían. Después de años de conversaciones, o mejor de monólogos del Escribano Loco, Rankstrail tenía un conocimiento considerable del Condado de Daligar y de su armada. Un mendigo que pasaba y que afirmaba tener vagos lazos de parentesco con algún Mercenario le dio información adicional a cambio de algo de comer. Rankstrail sospechó que se trataba en realidad de desertores, pero así fueran de primera o segunda mano, los datos resultaron inmensamente más útiles, realistas y confiables que los del pregonero.
Como el escribano ya le había dicho, los Mercenarios les debían el nombre de caballería e infantería ligera a las corazas y los yelmos hechos con placas metálicas alternadas con láminas de cuero, de modo que el costo fuera en extremo moderado, y el peso, por consiguiente, también fuera limitado. Todo esto era sujetado con cordones de cuero o de cáñamo según lo que se tuviera a mano; cuando estos se gastaban el soldado los reemplazaba como podía. Si no encontraba cáñamo o cuero, recurría a los tendones de buey con que los bandidos y los Orcos abatidos amarraban las corazas, así que, después de todo, el aspecto y el olor de los soldados de la infantería y de la caballería ligera no eran muy lejanos a los de los enemigos que debían combatir.
Las corazas, al ser más livianas, protegían menos: no siempre detenían un sablazo; una de cada dos veces las flechas y los dardos lanzados de cerca herían. A cambio, era posible moverse con una rapidez considerable, igual a la del enemigo, y esto les daba a los combates de los Mercenarios una estrategia singular que en nada compartían ninguna de las baterías estables del verdadero ejército. Por esto los enviaban a los Confines de las Tierra Notas a resistir a los Orcos por el este y a los Saqueadores Negros por el sur cuando las granjas ardían y las cabezas de los súbditos del Condado terminaban en las picas con fines decorativos.
Cuando las cosas se ponían mal los Mercenarios escapaban; el término técnico era «retirada», la fuga no era castigada, siempre y cuando al final hubiera un contraataque y una victoria. El principio era que un soldado que escapa queda vivo y por lo tanto aún puede seguir combatiendo. Cuando un Mercenario moría lo dejaban donde había caído. Si sus compañeros no estaban escapando, atacando, corriendo o blasfemando porque no había ración o porque el salario no llegaba, podían incluso cavarle una fosa y ponerle cualquier cosa encima in memóriam. Si el muerto había tenido mujer y esta ya le había dado hijos, a veces los otros recogían cualquier cosa para ella, pero, en teoría, estaba prohibido tener mujer. Los Mercenarios no podían tener esposa. No era solo porque si tenían una familia se cuidarían demasiado de no morir: en realidad era mejor que gente como esa no se casara.
Para formar parte de la caballería era necesario el caballo; por lo tanto, el primer enrolamiento era en la infantería.
A ella podía acceder cualquiera que tuviera una opinión tan baja del propio derecho a la supervivencia como para desear estar enrolado. No se hacía ningún tipo de interrogatorio sobre la procedencia, el nombre o las desgracias ocurridas antes en la vida del soldado. El salario era de quince monedas de cobre y una de plata cada tres meses. Había veces en las que se pagaba con retraso, veces en las que se pagaba solo en parte y veces en las que no se pagaba en absoluto, pero también veces en las que se pagaba completo y en el momento justo. El salario del primer año se pagaba por anticipado para comprar la coraza, la espada, las grebas, el yelmo y al menos un estilete, una ballesta y un arco. Ellos mismos aprendían a fabricar flechas por ahorrar. De hecho, por mucho que la dotación fuera de mala calidad, dispar y reutilizada, el salario de un año a menudo era insuficiente para cubrir el costo. Los intereses de los préstamos a usura, junto a las ballestas de los Orcos y a las emboscadas de los bandidos, eran otra de las pesadillas permanentes del Mercenario.
Por lo que Rankstrail entendió, la base de la pertenencia a la infantería ligera era la esperanza: esperanza de no morir, esperanza de recibir el pago; esperanza de que hubiera ración, esperanza de que esta no fuera muy escasa, ni estuviera muy podrida. Esperanza de que las flechas de fabricación propia no se quebraran, no se desviaran, no fueran demasiado livianas en la punta y que detuvieran a los bandidos y a los Orcos antes de que estos a su vez tuvieran tiempo de lanzar sus malditos dardos con puntas de hierro o de acero hechos por herreros de verdad, lanzados con ballestas de verdad, fabricadas por auténticos carpinteros.
El contrato de enrolamiento era por quince años. Si antes de este término alguien trataba de escabullirse, era castigado con la horca. En cambio, para quienes se escapaban durante el primer año, es decir, antes de terminar el periodo ya pagado, la pena seguía siendo la muerte, pero alcanzada de una forma más ingeniosa. Un castigo análogo, antecedido por procedimientos largos y creativos, se establecía por la indisciplina sistemática, por una derrota posterior a una fuga y por, los Dioses no lo quisieran, amotinamiento y rebelión.
Las faltas menores tenían penas menores que iban desde el látigo hasta la mutilación. Casi nadie superaba los cinco años de enrolamiento con el número original de dedos y dientes. De los quince verdugos en servicio permanente en la ciudad de Daligar, tres estaban destinados a ocuparse específicamente de los Mercenarios.
* * *
La última noche en casa Rankstrail durmió poco y su descanso se vio interrumpido por un sueño oscuro, poblado de fauces de lobo. Se despertó mucho antes del amanecer, identificó en la oscuridad los olores de su familia y se sintió casi abatido de tristeza ante la idea de marcharse. Cortó con torpeza las mangas de su casaca para sacar un pedazo de tela suficiente para escribir un mensaje; con un carboncillo escribió sus intenciones para que Flama, que sabía leer, pudiera explicárselas al padre y al hermano.
Cuando Rankstrail había salido de Varil el alba estaba por nacer. Una niebla sutil envolvía al mundo; le parecía moverse dentro de un sueño. Cuando el sol estaba alto y la niebla se disipó, el muchacho se dio vuelta para mirar la ciudad que se levantaba alta y magnífica; el verde del arroz nuevo, tupido y tierno, ocultaba el agua de los arrozales y daba la impresión de que la ciudad estuviera rodeada de tapetes enormes y suavísimos.
Tenía el corazón oprimido por una tristeza adusta que ni siquiera conseguía nombrar. Abandonar a su padre, a Flama y a Borstril le pesaba como el plomo. Y además, sin Flama no tendría a nadie más a quién contarle sus cosas y que a su vez se las contara. Y Borstril: apenas había comenzado a hablar y ya le daba gusto oírlo. La primera palabra que había pronunciado también fue «Aail».
Flama era una arquera muy hábil, pero no podía ir de cacería. Ella también podría cazar algún garzón, pero si el guardabosques la pescaba, la esperaba el látigo. Solo tenía diez años y además era mujer. Las mujeres eran más delicadas que los hombres y a fin de cuentas las mujeres eran mujeres: si los guardabosques las atrapaban y las azotaban, era peor.
Flama sabía escribir: Rankstrail había conseguido que el Escribano Loco le enseñara a ella también siempre utilizando el polvo de la calle como tablero, pero no estaba seguro de que, sin él, su hermana seguiría practicando y aprendiendo.
La palabra «salario», sin embargo, era demasiado mágica; para él era como la luz para la mariposa crepuscular. Cada vez, y fueron muchas, que estuvo a punto de detenerse y retornar, la palabra «salario» brilló en su mente. «Salario» significaba que todo era legítimo, que no había que ignorar ninguna regla, excepto aquella de que los jovencitos debían quedarse en casa y no combatir para nadie.
Con ese salario su padre podría hincar los dientes en una comida debidamente pagada y luego, poco a poco, podrían comenzar a saldar la deuda con el boticario.
Le llevó tres días. El viaje fue un continuo avanzar y retroceder: cambiaba de idea a cada instante y se devolvía en dirección a Varil, porque si bien era cierto que el dinero servía, también era cierto que comprendía muy bien que estaba a punto de cometer una locura. Se detenía para cazar, para pensar, para buscar agua, para mirar las nubes con la esperanza permanente de que su padre o Flama aparecerían en el horizonte tras él, al principio como puntitos y luego como personas reales, gritando y vociferando que era un loco y un inconsciente: lo cubrirían de insultos, él se pondría a llorar y luego se abrazarían y regresarían a casa todos juntos.
No apareció rastro de nadie.
Al fin, después de tres días, llegó a Daligar. La ciudad era pequeña, hosca, empotrada abajo entre los dos brazos del Dogon que la circundaban como un foso enorme. Si Varil, antigua capital de la primera dinastía rúnica, de palacios y muros taraceados de mármol blanco era la Ciudad Garzón que dominaba la llanura hecha de arrozales partidos por terraplenes cubiertos de almendros, Daligar, la verdadera capital de la Tierra de los Hombres, era la Ciudad Puerco Espín.
Daligar, a la sombra de las Montañas Oscuras, era roja, de ladrillos cocidos en los hornos, polvorienta, inhóspita y huraña. Tenía murallas bajas e imponentes, plagadas de palos afilados. Estaba sobre una islita entre las dos ramas del Dogon y sobre ella se elevaban dos puentes levadizos. Más adelante había soldados y más soldados como si siempre estuvieran en guerra. Contrariamente a Varil, donde cualquiera podía entrar y salir, Daligar era vigilada como un cofre lleno de oro, aunque al parecer hacía tiempo que el oro se había acabado. El que tuviera el honor de vivir allí no podía marcharse y el que quería entrar tenía que tener un motivo serio y la capacidad para demostrarlo.
Además de la dureza de la vida que lo esperaba, siempre y cuando se las arreglara para sobrevivir, además del dolor de dejar a los suyos, que lo lastimaba como una llaga abierta, sentía también otro temor, más sombrío y sutil: el temor de que aquello a lo que se estaba entregando no fuera un modelo ejemplar de sabiduría y ecuanimidad. Dado que la tos que no se cura y la cuenta del boticario no le dejaban otra salida, se enroló, pero estaba decidido a tener cuidado. Vendería su fuerza, mas no su alma.
* * *
Rankstrail llegó a La Ciudad Puerco Espín una luminosa mañana casi de verano.
Las hileras ordenadas de los cultivos de trigo y cebada se alternaban con los sembrados desordenados de girasoles. Las espigas, verdes y bajas, eran sobrepasadas por una infinidad de corolas de amapola que resplandecían al sol. Las golondrinas volaban al viento sobre el trigo, interrumpiendo alegremente su trayectoria para capturar los muchos insectos. Rankstrail decidió tomar la luz de aquella mañana y la opulencia del vuelo de las golondrinas como un auspicio de buena suerte. Bajo el sol, los ladrillos rojos de la ciudad adquirían un matiz dorado.
Daligar estaba casi tan agitada como diez años atrás cuando el terrible Elfo había pasado. Los Saqueadores Negros estaban arrasando las regiones meridionales: solo se hablaba de ellos. Eran bandidos que habían comenzado en grupos pequeños y luego se habían convertido en un ejército. No eran Orcos, pero su barbarie se había aumentado año tras año: como sucede con frecuencia, la crueldad se había vuelto una competencia en la que cada comandante trataba de aventajar a los otros, como los concursantes en un torneo.
Para tratar de contraatacar de cualquier manera y defender las granjas se enrolaba de inmediato a todos los que se presentaban: o sea, al final de cuentas, casi nadie, porque la fama de los bandidos del Sur solo era superada por la de los Orcos de las Tierras Ignotas. Ninguno de los desanimados oficiales de reclutamiento le hizo demasiadas preguntas a Rankstrail acerca de su edad y él se encontró siendo parte de la infantería ligera.
Recibió la astronómica cifra de sesenta sueldos de cobre y cuatro monedas de plata que le tocaban por el contrato de enrolamiento, la dotación y el primer año de guerra por la ciudad de Daligar; contaba con media mañana para conseguir todo lo necesario. Partiría esa misma tarde para las Montañas del Sur donde los bandidos habían asolado las granjas y las colinas.
Rankstrail merodeó por Daligar, desconcertado e incapaz de pensar. La ciudad tenía calles polvorientas, sucias y enredadas por donde se perdía: comparado con ella, el Anillo Externo con todas sus miserias parecía la tierra de Jauja. En el Anillo Externo la miseria siempre había sido esperanzadora y ruidosa, cargada de aromas y promesas de sabores. En cierto modo nunca era absoluta: era variable, no siempre se tenía algo, sin embargo, no siempre se estaba privado de todo. Por mal que se estuviera había corazones de col, zuros de mazorcas y cáscaras de patatas de aquellos que tenían el viento a favor y se podían dar el lujo de botarlos; en Daligar no había nada. Exudaba por doquier una miseria desesperada y opaca, nada que ver con la miseria colorida y vociferante a la que estaba acostumbrado. Vio niños con la piel tan tirante y delgada que los huesos del cráneo se les forraban y sintió horror por el invierno que no podrían resistir. Vio madres con la mirada tan vacía que ni siquiera el llanto de las criaturas que tenían en brazos lograba sacudirlas.
Antes de desanimarse por completo se cruzó con una mujer adulta, no más alta que una niña, y la reconoció. La había visto cuando era pequeño, mientras ella hacía girar un asador con garzones.
—Rocío —la llamó; luego se acordó de las palabras de la Dama y le habló a la mujercita cubierta de andrajos como se les habla a los señores—. ¡Usted es Rocío, una de las Señoras del Pueblo de los Enanos!
Rocío se detuvo y lo miró largo rato. Le sonrió y su rostro se iluminó. Rankstrail pensó que llamar a alguien Señora o Señor podía tener más valor que las monedas sonantes o que regalar un garzón.
Ella lo reconoció de inmediato aunque lo había visto solo una vez y cuando era un niño. Le explicó que después de la muerte de la Dama había preferido marcharse, atraída (quizá el término exacto sería ilusionada) por las voces que corrían por doquier sobre la justicia de Daligar. Ahora era demasiado tarde para cambiar de idea porque en Daligar no estaba permitido: pero de todos modos la injusticia de Varil era mil veces mejor que la justicia de Daligar.
Rocío adoptó a Rankstrail por esa tarde y lo guio.
El muchacho usó la mitad de su dinero para comprar la espada más económica que encontró. Era involuntariamente asimétrica, ligeramente arqueada, con una empuñadura de madera y una cruz de bronce abollado y sin pomo porque este se había extraviado en un pasado poco glorioso. Había pertenecido a un alabardero muerto por insolación después de una borrachera. Era demasiado liviana y corta para él y la hoja estaba algo oxidada, pero era una espada. Ya tenía el arco y las flechas: los había elaborado para cazar garzones y servían para cualquier cosa que se moviera bajo el sol. Él mismo había hecho la coraza, por jugar, para soñar con que podía ser un caballero de esos que resplandecen al sol: usó los desechos de metales que recogía de los artesanos del Anillo Intermedio y los unió con las pieles de los diversos animales que había cazado, principalmente conejos y tejones. El resultado ejecutaba alguna función defensiva, por supuesto, pero era oscuro y amenazante: de inmediato lo bautizaron «el Oso».
Le mandó el resto del dinero a su padre. Rocío le presentó a la persona más apropiada o quizá la menos inapropiada y Rankstrail, al no tener otra opción, tuvo que confiar. Era un comerciante de perfumes que salía para Varil y fue encima de todo le pidió una moneda de plata como comisión, aduciendo como excusa la molestia de tener que buscar entre los andrajosos del Anillo Externo la casa y el hombre exactos. Rankstrail no negoció el precio, pero con la espada oxidada empuñada y con la coraza de oso encima, le dijo que si ese dinero no le llegaba a su padre, ellos dos, el comerciante y él, se volverían a encontrar así fuera en medio del hielo que hay en el fin del mundo. En los ojos del mercader apareció una luz diferente y Rankstrail tuvo la impresión, o más bien la certeza, de que el dinero llegaría a manos de su padre, hasta el último sueldo de cobre.