Todos los días Rankstrail se detenía a regalarle cualquier cosa, así fuera solo un puñado de renacuajos, al Escribano Loco, quien, a cambio, le enseñaba a escribir una letra nueva. Después le mostró cómo unir todas las letras para transformarlas en palabras y le hizo repetir a Rankstrail el alfabeto tantas veces, unas en voz baja, otras gritando, e incluso al revés y con la boca llena de piedritas, que su tartamudeo desapareció. La aventura con los números, que Rankstrail siempre había tenido claros en la mente, fue maravillosa: transformados en signos aumentaban su esplendor y se volvían nítidos como la hoja de una espada. Descubrió, con emoción, que los números nunca se acababan. No había ninguno al que no se le pudiera sumar uno o diez o cien. Una vez que uno y uno se sumaban para dar dos, la noción de infinito se volvía inevitable, casi tangible.
Después de haber aprendido cómo transformar los signos en sonidos, cómo endurecerlos o cómo alargarlos con el uso de acentos en forma de golondrinas o patos al vuelo, Rankstrail fue instruido en historia. Aprendió datos y nombres. Escuchó hablar de batallas. Comprendió por qué un manípulo aparentemente débil puede ser puesto en el centro de un despliegue de tal modo que el enemigo se precipite de manera irreflexiva para romper las filas, y se encuentre, por el contrario, sitiado. Entendió que, por el mismo peligro del sitio, los flancos de un ejército nunca deben estar desprotegidos. Las líneas de la geometría al servicio de un comandante podían sentar la diferencia entre la vida y la muerte, la derrota o la victoria. El Escribano Loco le contó la historia de Sire Arduin.
—… Él reconquistó la Tierra de los Hombres… —dijo—… ¿tienes todavía algo de miel, muchacho aguerrido y generoso? Lástima, les sienta tan bien a mis miembros cansados… Sire Arduin reconquistó la Tierra de los Hombres invadida por los Orcos utilizando la estrategia. ¿Comprendiste qué es la estrategia?
Rankstrail había entendido: era la suma de la geometría y el coraje.
—Él dejó dicho que un pueblo que no sabe combatir es un pueblo de esclavos o un pueblo de muertos y…
También Rankstrail quería aprender a combatir. Se atrevió a contarle su sueño de convertirse en un caballero, incluso un guerrero a pie si no era posible algo mejor, pero de cualquier modo con una armadura y un yelmo que brillaran al sol. La respuesta le cayó como un baldado de agua fría.
—¡Una necedad, como cuando de niño se sueña con poder volar!
Nadie en el Anillo Externo podría alcanzar jamás las armaduras de los héroes. El Escribano aclaró que los habitantes del Anillo Externo que comían renacuajos y ranas y que a su vez eran devorados por las nubes de zancudos que moraban en los charcos, no eran aceptados en la férrea estructura militar de la ciudad de Varil, en donde toda la pirámide jerárquica, desde el primero de los comandantes hasta el último de los alabarderos, estaba rígidamente establecida por herencia. Aquellos habitantes de las casuchas entre las murallas que creían tener vocación de guerrero o de héroe tendrían que contentarse con ganar el dinero en otras patrias (en el Condado de Daligar, para ser más precisos), actividad conocida como el oficio de las armas. El ser Mercenario, sin embargo, no era un oficio que estuviera acompañado de muchos tributos de aprecio.
—… Mira, muchacho, el Mercenario es al caballero como la lavandera es a la dama. No solo están distantes como las estrellas y el reflejo de estas en los arroyos, sino que son irreconciliables. Aquel que se mancha con actividades poco decorosas se obstaculiza para siempre el camino hacia posiciones de honor. El problema es que en Varil también los oficios de curandero-barbero, maestro forjador, orfebre, boticario, sastre, porquero, pastor, cabrero, tallador de piedra, maestro albañil y criado se obtienen por herencia. La única profesión a la que puedes acceder como habitante del Anillo Externo, además de la de Mercenario, es la de mendigo. Si hubieras nacido mujer, podrías ser lavandera.
—¿Y tú cómo lo sabes? Vienes de afuera —preguntó Rankstrail, resentido.
Había sospechado antes que su sueño de ser caballero no era más que una quimera infantil, pero de todas maneras dolía oír que se lo confirmaran.
—No es necesario haber nacido en un lugar para conocerlo. Está bueno tu caldo de ranas, siento cuánto bien me hace para la tos y los huesos. Agradécele a tu señora madre de mi parte. El conocimiento de los lugares es como el de los tiempos: es posible a través de la palabra oída y de la palabra leída. Añadiré algo más. El conocimiento desde afuera es incluso mejor que desde adentro, de la misma forma como es más fácil identificar las líneas arquitectónicas de un edificio desde la fachada que desde los sótanos.
—Daligar debe su nombre de Ciudad Puerco Espín a las mortales series de palos enterrados por fuera de las murallas, arriba, justo debajo de la crestería. Están inclinados hacia abajo, son huecos y tienen el interior recubierto de plomo; sirven para verter sobre un posible ejército enemigo, todo lo que pueda quemar sin que sea necesario asomarse, sino permaneciendo a salvo tras las murallas. Los palos fueron construidos y montados por orden de Sire Arduin después de que la ciudad, reconquistada de las manos de los Orcos, fue sometida a un asedio. Los palos huecos chorreaban brasas sin tregua noche tras noche, dibujando en la oscuridad una raya de fuego, la única luz en la oscuridad que le gritaba al Mundo de los Hombres, a punto de perecer, que Daligar combatía porque combatir era posible.
—Hijo, el ejército de la ciudad de Daligar se compone de dos armadas cuidadosamente separadas y diferentes. La verdadera armada de la ciudad, suma de la caballería y de la infantería denominadas pesadas, está constituida por los residentes. Los caballos más hermosos y las mejores espadas son para los caballeros. En el pasado, los aristócratas, el Conde de Daligar y los fundadores de la ciudad, conformaban la caballería pesada. En tiempos más recientes, por el contrario, es el Juez quien establece con base en el mérito quién puede pertenecer a esta.
—Bueno, menos mal, así es más justo.
—No, no lo es, hijo, solo parece. Lo que tú quisieras es que los más aptos y los más valientes fueran llamados a combatir cuando esa horrible necesidad que es matar se vuelve indispensable para seguir con vida. Nunca te hagas la ilusión, muchacho, de que la guerra es un asunto glorioso; sin embargo, algunas veces es necesario hacerla y entonces es mejor que la haga el que sea capaz de vencer. Un buen ejército es un ejército comandado por el hombre que más inteligencia y más fe tenga. En tiempos pasados eran los descendientes de las antiguas familias: a veces inteligentes, a veces tontos, casi siempre valientes y muy rara vez pusilánimes, pero al menos todos eran capaces de combatir, dado que habían aprendido a hacerlo desde niños. El sistema basado en la descendencia era injusto, pero era estable y en cierto modo sensato. En la actualidad en Daligar no hay nada que se le parezca. Ahora los descendientes fueron sustituidos por los vástagos de las familias más cercanas al Juez Administrador y la injusticia ha aumentado porque nadie se atreve a chistar. Antes, por lo menos, la crítica al Rey era permitida, y te aseguro que cualquiera empeora cuando está rodeado de gente que solo dice que sí. ¿Crees que tu señora madre tendría la amabilidad de prestarme aguja e hilo? Mis pantalones se están despedazando. ¿Dónde iba? Las mejores armaduras, las espadas más afiladas y las alabardas mejor elaboradas son para los caballeros. Los hijos de las familias menos nobles, las que en el pasado eran las menos antiguas y que ahora son las que se arrodillan un poco menos ante el Juez están en la infantería: en esta hay menos tachones de plata y oro, pero la aleación del acero de las armaduras y de las espadas aún es buena. La palabra «pesado» viene precisamente del peso de las corazas y de las armas en las que el acero se une con la plata y el oro de los relieves y de las incrustaciones. Del otro lado están los Mercenarios. La palabra Mercenarios viene de merced, a ellos les pagan.
—¿A los otros no les pagan?
—Por supuesto que no.
—¿Y de qué viven?
—Subsisten porque ya son ricos. A los soldados profesionales, el patrimonio…
—¿El qué?
—Tienen ya dinero y no les sirve. Los desharrapados se van a trabajar como Mercenarios. Tú podrías ser Mercenario. Grande, robusto y desharrapado: tienes todas las características. ¿Crees que podrías preguntarle a tu señora madre si ella los podría arreglar, los pantalones? No soy muy bueno con la aguja y el hilo, además me parece que con hilo no basta. Creo que necesitan también un parche. ¿Crees que tu señora madre tenga un poco de tela que le sobre? ¿Nunca sobra nada en tu casa? Lástima. ¿Dónde había quedado?
—Por lo tanto el ejército mercenario tiene la tarea de defender no solo al Condado sino a toda la Tierra de los Hombres hasta los Confines de las Tierras Notas. Esto incluye también la Llanura de Varil, la Montaña Partida, los Altiplanos del Castañar y de Guardia Alta.
—¿La llanura de Varil? Nosotros no necesitamos a nadie. Tenemos el ejército más fuerte del mundo.
—Excusa, hijo, ¿a quién te refieres con ese «nosotros»? Tú no perteneces a Varil, sino a su Anillo Externo, no es lo mismo. Ustedes, o mejor ellos, los verdaderos ciudadanos de Varil, tienen una armada formidable, pero jamás la han utilizado porque cuando llega un ejército abren las ocho esclusas sobre el Dogon, sabes, donde están los molinos de viento que mueven el agua, y anegan los arrozales. Varil nunca ha sido atacada. El ejército está conformado por aristócratas, gente que no se está muriendo de ganas de ir a defender los caseríos de los Confines; por lo tanto el Condado se hace cargo mandando a los Mercenarios. Entre el Condado de Daligar y la Llanura de Varil hay un antiguo pacto de alianza y un vago recuerdo de vasallaje de la segunda hacia la primera. Durante los siglos de oscuridad, mientras las hordas de Orcos se volcaban contra la Tierra del Pueblo de los Hombres, el Rey de Varil era nombrado por el de Daligar y debía arrodillarse ante él. La alianza subsiste aún: el Condado asume la tarea de la defensa de los Confines de las Tierra Notas a través de la armada de Mercenarios; de este modo Varil, en su aristocrática negligencia, puede despreocuparse del asunto. Varil, a cambio, paga un tributo anual generoso de una cantidad de oro diez veces mayor que el costo total de la armada de Mercenarios. El Juez Administrador podría multiplicar al menos diez veces el salario de estos y simultáneamente seguiría obteniendo ganancias. Con un salario más alto y con raciones regulares, no sería necesario recurrir a una vigilancia permanente ni a la actividad constante del verdugo que castiga de manera horrible hasta el robo de una sola hoja de col. Para reprimir la constante tentación del hurto dentro de una banda de enfermos de hambre crónica, desesperados y armados hasta los dientes, es necesario distribuir la crueldad de forma generosa y aplicarla con diligencia. Esta parte nunca la he comprendido: bastaría con pagarles un poco más, o incluso, bastaría simplemente con pagarles, darles lo acordado. Cuando no están en servicio, los Mercenarios no reciben salario. ¿Qué se supone que van a comer? Sin embargo, si desertan, los espera la horca. En el Condado la única cosa que está a la par de la crueldad es la idiotez. Evidentemente el Juez Administrador cree que el verdugo es una medida no solo necesaria sino suficiente para mantener una disciplina impecable, y de un aumento de salario jamás se ha hablado.
—¿Y por qué dices que esto sería apropiado para mí?
—Porque no tienes el físico de un mendigo. Si así estás ahora, para cuando termines de crecer alcanzarás los seis pies y medio de estatura por tres de espalda. ¿Te gustaría pedir o deberle a alguien?
—Prefiero morir.
—¿Lo ves? No tienes el físico ni la vocación para la profesión de limosnero. Y para trabajar como carpintero sin paga ya es suficiente con tu padre…
—No me agrada que te burles de mi padre.
—Es la última cosa en el mundo que me permitiría. Ni siquiera en mil años podría decirte el afecto que siento hacia los tuyos. Te lo juro por la vida de mi hijo, lo más sagrado que tengo en el mundo.
—¿Tienes un hijo?
—Sí y antes de ser arrestado le ordené que me negara, que me olvidara, que aceptara ultrajarme y que viviera. Escúchame, solo te estoy diciendo la verdad. Si a tu padre le pagaran como se debe, podrías trabajar a su lado en el taller y luego heredarlo; pero tal como van las cosas es mejor que encuentres otra cosa que hacer. Cuando hay trabajo, los Mercenarios reciben un salario y alimentación, por lo tanto muchos pueden mandar el dinero a casa. Entre las tareas del Mercenario también está la de mantener a los bandidos y a los Orcos fuera de los Confines, como en el pasado, antes de las Lluvias Perennes. Allí ya no hay garitas, ni hogueras, ni murallas: pero al menos están los Mercenarios. Nada refinado, como ves. Nada grandioso. Es un trabajo sin gloria y lleno de dificultades, turnos de guardia, emboscadas y represalias, pero sin los Mercenarios las tierras de los Confines estarían indefensas…
—¿Los Mercenarios pelean contra los Orcos?
—Claro, ¿no pensarás que los caballeros y sus armaduras centelleantes van a los Confines? Se les podrían empolvar los penachos. Es una necesidad para la cual son menester los Mercenarios: gente con armaduras livianas hechas de cuero y placas metálicas, que no brillan bajo el sol y no les impiden marchar por horas y días. Hacen un trabajo un poco parecido a tu caza furtiva, indispensable y despreciado, y nadie se los agradece nunca, pero alguien tiene que hacer ese trabajo, si no los Orcos regresarán. Y esos son peores que todo y que todos. Son peores que el Juez Administrador.
Rankstrail escuchaba y reflexionaba.
El sueño de caballero languideció, abandonó las horas abrasadoras del día y se redujo a esos pocos instantes nocturnos entre la vigilia y el sueño. Solo cuando se le cerraban los ojos fantaseaba sobre sí mismo, sobre cuándo podría demostrarle todo su valor a la ciudad de Varil. Soñaba que un día iba a conducir la carga de la caballería para liberar a la ciudad asediada. Soñaba que regresaría colmado de oro y gloria y que la gente de la Ciudadela, la Ciudad Vieja en el interior del anillo más interno de murallas, debajo de las pérgolas, en medio de los jardines, se inclinaría a su paso y lo aclamaría Rey.
Pero también en sus sueños infantiles de gloria quedaba una inquietud perenne que se acentuó con el tiempo: saber que un día los Orcos regresarían, ya que tarde o temprano siempre lo hacían. Era una consciencia oscura pero profunda, una de esas cosas que se saben y basta, como sabía que él era él y que día a día su fuerza aumentaba. Al cabo, Rankstrail se volteaba de lado, buscaba una posición que fuera lo bastante cómoda para él y que no les desagradara mucho a sus piojos y se dormía, pensando que por mal que le fuera siempre podría ser un Mercenario. Al menos así combatiría a los Orcos.
Se despertaba pocas horas después, bien entrada la noche. Salía de casa y, evitando la mirada distraída de los soldados, saltaba las murallas recubiertas de huertas, racimos de uvas y árboles de higo que se asomaban al vacío; se aventuraba en el penetrante frío nocturno de los arrozales a buscar cualquier cosa de comer para sí mismo, su familia y todos los desgraciados que llamarían a la puerta de su casa taraceada con grifos, garzones y pájaros del paraíso, a pedir cualquier cosa.
La caza furtiva resultó ser una actividad compleja que presuponía habilidades diversas y complementarias: localizar los garzones, matarlos, burlar a los guardabosques y volver a entrar a través de la Gran Puerta esquivando la atención de los soldados de guardia. Por último, en casa, estaba la mirada de su padre. Nunca le prohibió cazar: a Flama se le había sumado otro hermanito, Borstril; además estaba la tos de la madre que ya no le permitía trabajar como lavandera y todos debían comer… El peso de las razones, sin embargo, no evitaba la desesperación y la derrota en los ojos del padre de Rankstrail, la insistencia en no tener hambre para no tocar nada de lo que su hijo llevara, poniendo en riesgo su propia integridad al igual que la de su propia alma. Los vecinos se dieron cuenta de que en la casa había de comer; les bastó con sentir el aroma a asado que salía de la chimenea por encima de los helechos y del musgo que recubrían el techo, y a menudo aparecía alguien en la puerta para pedir cualquier cosa.
Rankstrail pasaba todas las noches en los arrozales. No todas las noches atrapaba algo. Aprendió a deducir el movimiento de los guardabosques por el sonido ronco de las lechuzas. Aprendió a moverse sin molestar mucho a las lechuzas para que sus gritos roncos no les delataran su presencia a los guardabosques.
Aprendió a resistir el sueño, el frío y el entumecimiento que le paralizaba las piernas sumergidas en el agua, inmóviles. Aprendió a nadar imitando a las ranas para sobrevivir cuando una avería en una esclusa levantaba de repente el nivel del agua o cuando las lluvias otoñales transformaban los arrozales en lagunas profundas. Con una rama grande de sauce se fabricó un arma de lanzamiento de alcance más largo, dotada de proyectiles afilados y penetrantes: un arco de caza, pequeño, de menos de tres pies de altura. Rankstrail grabó su R en la parte central de este. Lo dejaba escondido en una encina hueca justo afuera de las murallas. Mientras que con la honda siempre había sido insuperable, con el arco era bueno, pero no excepcional. Apenas le enseñó a Flama a usarlo, esta lo superó en pericia.
Los garzones y las garzas, a veces también un conejo o un tejón, eran para su madre, para los enfermos, los niños pequeños, las mujeres encintas; como si esto no fuera suficiente, también había que calmar el hambre del Escribano Loco. Para salvarlo también de las pedradas, Rankstrail se ganó la buena voluntad y la obediencia de los jovencitos del Anillo Externo. Los organizó en bandas y los llevaba consigo en algunas de sus excursiones nocturnas. En esas ocasiones descubrió que muchos, incluso mayores que él, le temían a la oscuridad.
La oscuridad era un lugar amigable y cómodo que lo envolvía como una frazada, un lugar donde él se movía seguro. El olfato le suministraba una guía tan certera como la que le ofrecían las formas y las distancias durante el día. El hecho de que era posible temerle lo dejó casi tan desconcertado como constatar que para los demás renunciar a las horas de sueño constituía un intenso sufrimiento.
Rankstrail aprendió las reglas básicas de la buena autoridad: órdenes claras, pocas y nunca por fuera de la posibilidad del ejecutor. Un buen comandante evita las riñas, no humilla a nadie y nunca permite que otros lo hagan. En contra de cualquier regla del decoro, imperturbable frente a las críticas y a las injurias, Rankstrail también reclutó en las bandas a las mujeres que lo solicitaron (de hecho, únicamente su hermana Flama) para ofrecerles una opción, ya que le parecía que cualquier cosa, inclusive permanecer inmóvil en el agua gélida de los arrozales con el corazón en la garganta por miedo a los guardabosques, era infinitamente mejor que el destino de lavandera que se les esperaba a todas.
La primera vez que Flama se unió a la expedición, Rankstrail tuvo que enseñarle cómo escalar y cómo saltar un obstáculo. Flama se las arregló, pero esa primera vez los hizo perder tiempo. Alguien se impacientó y la impaciencia se sumó a la indignación de que la presencia de una mujer les arruinara la aventura.
—Los hijos de la Desfigurada y del idiota que no ha encontrado nada mejor qué hacer que resentirse… —refunfuñó una voz.
Rankstrail, aun en la oscuridad, identificó de dónde venía el comentario. El odio y el furor estaban explotando en su cabeza. Se dio cuenta de que esta vez no se iba a detener, como siempre lo hacía, ante el primer morado de su adversario, ante su primera súplica de piedad. Esta vez nada lo detendría, ni la sangre ni los huesos fracturados. Lo único que deseaba era agarrar al otro del cuello y seguir apretando hasta que ningún insulto fuera posible nunca más.
Ni siquiera logró empezar.
La voz desparpajada de Flama lo detuvo.
—Los Dioses le dan a cada uno su pena: a mi mamá le dieron una quemadura, a la tuya le hicieron dar a luz un hijo cretino —murmuró sin perder la alegría—. Y te aseguro que eso realmente es peor. Durante una parte de su vida mi madre no tuvo cicatrices y en los Infiernos ya no estará desfigurada. Tú, ni por un solo instante de tu vida, has dejado de ser un estúpido.
Todos se cubrieron la boca para ahogar las risas y Rankstrail comenzó a respirar de nuevo. La furia que sentía se atenuó. Le parecía cada vez más inútil y estúpida a cada instante que pasaba. Pensó que no podía masacrar a todos los idiotas que se le cruzaran en el camino: tendría que aprender a imitar a Flama, haría que se sintieran tontos; así su madre no se sentiría como se sentía cada vez que él golpeaba a alguien. Se dijo que tenía que dejar de golpear a los demás, no permitir de ninguna manera que las cosas empezaran: esa noche había comprendido, y había reconocido con una leve sensación de vértigo o quizá de náusea que hubiera sido capaz de matar.
Rankstrail aprendió de Flama, además de resolver las provocaciones con palabras y no con puños, a esforzarse por hacerles el menor daño posible a los animales. Se obligó a evitar los nidos cuando tuvieran pichones, a no derribar nunca a las madres y más bien renunciar a la presa cuando tuviera dudas. Rankstrail reconoció que las observaciones de Flama siempre eran sensatas: sin nidos y sin huevos, tarde o temprano disminuirían las garzas y los garzones, en perjuicio de los cazadores mismos.
Con dificultad, pues constatar que se es diferente siempre es complejo, Rankstrail se dio cuenta de que todos los demás, inclusive Flama, se percataban de las presas con unos segundos de retraso. De hecho, sería más correcto decir que era él quien se percataba de las presas con unos segundos de anticipación. La capacidad de saber las cosas antes, esa que le había permitido saber qué había en el frasquito de miel, no se había presentado en ninguna otra ocasión, salvo cuando empuñaba un arma. Conocía la posición de la criatura destinada a convertirse en su botín, un momento antes de avistarla.
* * *
Durante los larguísimos inviernos que no lo mataron gracias a todos los haces de leña que Rankstrail contrabandeó para calentarlo, entre un estornudo y otro, el Escribano Loco le explicó que tanto en Daligar como en Varil el cargo de Rey era en parte electivo y en parte heredado. El Rey era escogido por elección. Los miembros de las grandes familias aristocráticas tenían derecho al voto y a la candidatura. Con frecuencia, pero no siempre y no necesariamente, un Rey era hijo del anterior. Cuando un soberano tenía un hijo hombre este último era en general el favorito, a menos que ya hubiera suscitado motivos de duda o que algún otro ya se hubiera distinguido por méritos particulares. La excepción había sido Arduin, el general elegido Rey por unanimidad por haber expulsado a los Orcos y salvado lo que quedaba de la ciudad después de que el monarca encargado la abandonó para refugiarse en Alyil, la inaccesible Ciudad Halcón en las Montañas del Norte. Arduin no pertenecía a la aristocracia de la ciudad; su descendencia, que se había dispersado y ocultado en el anonimato en medio de la población, tampoco había querido pertenecer a ella.
De Arduin en adelante todo se sumió en un fango de incapacidad tan grande que, en vez de elegir a la persona más digna del voto, se tendía a buscar una que, aunque poco dotada, fuera la menos mala, una cuya ineptitud fuera la menos estólida y cuya incapacidad fuera la menos dramática, y por esta se votaba. La mediocridad se había convertido en un mérito y la incapacidad en una regla.
El Condado se hundía en un lodazal indiferenciado de problemas sin resolver y de catástrofes previsibles y evitables que reaparecían en forma periódica con la puntualidad de las estaciones. Durante las primaveras siguientes, mientras el sol aparecía y millones de huevos de zancudo se abrían a la tibieza de la vida, el Escribano Loco le explicó que debido a la falta de mantenimiento de los canales de irrigación la escasez de lluvia se convertía en sequía uno de cada dos veranos; y que por la falta de limpieza del sotobosque la cantidad de ramas y detritus que llenaban la ribera del Dogon era tan grande que las lluvias se transformaban en inundaciones uno de cada dos otoños. En los fríos meses invernales, cuando las brasas quedaban despiertas en los hogares durante las gélidas horas de la noche y del sueño, a veces las chispas alcanzaban las paredes y quemaban la paja que cerraba las fisuras entre las vigas despegadas y podridas. En las aldeas más pobres, demasiado miserables para tener espacio, las casas estaban pegadas unas a otras: las llamas estallaban voraces y feroces, volando como los Ángeles de la Destrucción de casa en casa, para que en la mañana, los sobrevivientes, mientras contaban los muertos y las pérdidas, no se limitaran a acusar a la mala suerte, sino que buscaran a los culpables. Los estragos se justificaban apelando a los sortilegios de los Elfos o a la maldad de las brujas que, insatisfechos aún con el dolor humano, no se habían contentado con la sequía, la miseria y las inundaciones para torturar al Pueblo de los Hombres y para mofarse de él. Y en todas estas ocasiones el Pueblo de los Hombres juraba que saldaría las cuentas con los artífices de los maleficios y de los sortilegios, las saldaría con sangre y fuego. Con sangre, fuego y dolor.
En los veranos, entre las granizadas que se alternaban con un sol ardiente que ponía las calles candentes, el hombrecito al fin llegaba a explicar cómo, después de una serie de soberanos que habían competido con tenacidad en estupidez e incapacidad, el Inquisidor de la ciudad, Erligno, gran cazador de Elfos y de brujas, consiguió unificar el mando administrativo y militar en un solo cargo a pesar de que el último Rey, Aturdo Quinto, aún estaba vivo.
Al morir Aturdo, Erligno pensó que estaba bien nombrarse Juez administrador, título vagamente menos inquietante que el de Inquisidor, y asumió el mando absoluto. No podía volverse Rey: su crueldad era ya demasiado conocida como para esperar ser elegido. No había una sola familia entre los notables y la aristocracia que no tuviera al menos un allegado en la picota, en el patíbulo o recluido por tiempo indefinido en los sótanos. Erligno no se desanimó, simplemente abolió la palabra «Rey» y prohibió su uso. Abolió la soberanía misma que presuponía una elección como un inútil oropel de un pasado obsoleto, les arrebató las tierras, bosques y negocios a quienes los poseían y los trabajaban y los concentró en el gobierno del Condado, desplumó con una tributación insoportable a quienes todavía poseían alguna cosa, mató a los opositores o a los sospechosos como se liquida a un perro rabioso y sumió a la región en la más abyecta e irremediable miseria que se hubiera visto desde el tiempo de los Orcos.
Siempre en nombre de una transición hacia una nueva era, el Juez Administrador incluso demolió una buena parte del antiguo palacio real para sustituirla por una curiosa construcción sin arcos, columnas y contrafuertes, parecida a un monolito irregular o al tronco de un nido de termitas. La falta de adornos, de jardines interiores y de cualquier variación en la altura de las paredes hacía que por dentro la construcción custodiara miríadas de habitaciones ciegas, sin ventanas ni rendijas. A Rankstrail esto no le parecía un problema fundamental, pero el escribano subrayaba que se trataba de una ruptura: equivalía a decir que todo lo que había existido hasta ahora era una inmundicia. Aquel que niega el pasado mata el futuro. Rankstrail asentía exasperado mientras trataba de irse: a veces el hombrecito lograba hilar sus discursos de manera lógica, pero cuando estos llegaban al punto del futuro muerto, significaba que estaba a punto de dispersarse en una serie de lamentos que presuponían una capacidad de comprensión y paciencia superiores a las de un jovencito.
Durante el otoño, cuando el viento se levantaba a la par que el perfume del mosto de las cubas, el tema de conversación que aparecía con preferencia eran las habilidades del Juez Administrador, que incluían un considerable conocimiento lingüístico y algunas capacidades de nigromante o quizá de inventor. El Juez confiscaba sistemáticamente grandes cantidades de cebada y de trigo para transformarla en una mezcla de su invención que, al agregárseles a las raíces de los jazmines y de las glicinias, hacía que la floración de estas fuera perenne, de volumen prodigioso y, sobre todo, dotada de un perfume dulzón y duradero. De las cargas de manzana fermentadas, en cambio, se destilaba un líquido claro y más embriagante que el vino al que se le añadía jazmines para transformarlo en perfume. Este se vendía carísimo: no solo enmascaraba el olor de las personas y el de las calles, sino que rociado sobre un pañuelo que luego se mantuviera sobre la cara, según se decía, disminuía el riesgo de contagio durante las epidemias (que durante los años de poder del Juez Administrador aumentaron su furia, señal evidente del aumento de la maldad del Pueblo de los Elfos y de las brujas). El perfume era embotellado en ampollas transparentes y amontonado en las numerosas habitaciones ciegas del palacio del Juez. Se vendía hasta los Confines con las Tierras Ignotas y esto permitía engrosar las arcas y las vestiduras del Juez Administrador con gemas y oro en abundancia.
Tal vez si el Escribano Loco no interrumpiera sus narraciones con saltitos, grititos y risitas, estas hubieran sido más creíbles. Además la costumbre de hablar de temas fijos de acuerdo con la estación no era un indicio de una gran salud mental. Cuando hablaba de estrategia era comprensible, pero el resto Rankstrail lo escuchaba por pura cortesía mientras le preparaba un poco de caldo de renacuajos y repasaba los números y el alfabeto. La idea de que no todos los males del mundo se debían a la maldad de los Elfos y de las brujas le encantó por su lógica, dado que Elfos y brujas tendrían que ser de una idiotez suicida para desencadenar desgracias que los golpeaban a ellos en primer lugar (por no mencionar adicionalmente las represalias de los Hombres). Pero la teoría era tan contraria al sentido común que la dejó de lado como poco fidedigna y alocada.