Capítulo 2

Por fortuna había miel.

La alegría regresó.

Abrieron el frasquito como se abre una reliquia y la mamá les dio un poquito dejándola gotear sobre un pedazo de pan como una cinta mágica de dulzura y de luz, dulce y luminosa como su sonrisa.

Dentro del frasquito había una extraña mosca muerta, enorme y con rayas amarillas y negras. El padre le explicó que se llamaba abeja y le contó que son las abejas y no los Dioses, como Rankstrail había pensado en un principio, las que fabrican la miel. La madre habló de la Dama, de cómo era capaz de ejercer conjuntamente la fuerza y la cortesía, de las perlas que pespunteaban sus vestidos y su tocado. Rankstrail aprendió el nombre de aquellas cositas redondas que atrapaban la luz y la reflejaban.

No se habló más de la espada, pero el padre le hizo de todas maneras un regalo a su hijo: le puso en las manos una flauta. Era un regalo precioso, casi invaluable. Se necesitaba un buen lapso de tiempo, lleno de atención y esfuerzo para vaciar la madera, calibrarla, tallarla, calcular con precisión absoluta la posición y la dimensión de los orificios por donde el aire, al pasar, permitiría la formación del sonido.

En la época en la que el padre todavía podía contar la historia del lobo y la cabra y sacar algún provecho de ello, acostumbraba acompañarla con la flauta para resaltar las pausas; así hacía más angustiante la espera y más emocionante el alivio ante el alegre final. El sonido de la flauta era una de las pocas cosas que Rankstrail encontraba aun más tediosa e insoportable que la descripción de los bordados de la princesa y sus lamentos en verso, pero la forma en que se iluminó la sonrisa de su padre y la preciosidad del regalo fueron de tal magnitud que él le agradeció con verdadera emoción.

Esa misma noche nació su hermana Flama.

El padre colgó una manta para aislar el pequeño camastro de Rankstrail del grande en el que la madre iba a dar a luz a Flama. Rankstrail oyó la voz de su madre unirse al llanto de la pequeña para consolarla. Había entendido desde hacía tiempo por qué la mamá tenía la barriga tan grande: adentro tenía una criatura viva, y lo mismo ocurría con la Dama que le había regalado el frasquito de miel. Envidió al niño de la Ciudadela que viviría en medio de festones de salchichas y asadores cargados de garzones. Rankstrail oyó que el llanto se acallaba y le molestó no lograr tener el recuerdo del momento en que había nacido y su madre lo había consolado. Sería bello tenerlo en la memoria y hacerlo aflorar cada vez que estuviera triste o solo. El recuerdo más antiguo que tenía era cuando se había pelado las rodillas y el padre lo había curado y le había regalado un verdadero racimo de uvas, pero él debía haber nacido hacía mucho porque ya sabía correr y treparse en los techos de las casas. Este también era un bello recuerdo.

Rankstrail ya había visto parir gatas y hembras de hurón y sabía bien qué estaba sucediendo y cómo: además, al escuchar el primer llanto de su hermanita reconoció a la vez, áspero e inconfundible, el olor de la sangre que la acompañaba, inesperadamente fuerte como cuando se degüella una gallina. A pesar de esto, por motivos que se quedó sin comprender, el padre le mostró la bebé y le contó una historia confusa según la cual una de las grandes cigüeñas negras de pico rojo que a veces sobrevolaban los arrozales, había venido a depositarla sobre el techo. Era evidente que la niña, aunque pequeña, hubiera sido demasiado pesada para una cigüeña en pleno vuelo, sobre todo si, como sostenía el padre, venía del otro lado de las nubes, que debía ser probablemente una distancia no inferior a la que separaba a la ciudad de las Montañas Oscuras.

La hermanita era morada, tenía una cara a la vez hinchada y arrugada que recordaba el hocico de una tortuga y que el padre definió como bellísima, con una lógica análoga a la de la historia de la cigüeña.

La madre permaneció todo el día en el lecho con la hermanita, y Rankstrail comprendió que esto era un problema para la familia: no se lavaría nada y no se podría comprar nada. Le hubiera gustado mirar más de cerca a la pequeña, pero ya a estas alturas se había vuelto muy hábil para leer la ansiedad que se dibujaba en el rostro de sus padres y que se hacía evidente cada vez que se le acercaba. Entendió este temor porque siempre había sido demasiado grande y al moverse chocaba contra todo. Recordó cuando había diezmado la escasa y preciosa vajilla familiar; recordó cuando estuvo a punto de matar a Negrita, salvada de milagro de los Orcos, porque le cayó encima sin querer.

Para eliminar la ansiedad de los suyos y buscar algo que hacer, Rankstrail se encaminó fuera de casa, atravesó el Anillo Externo con su eterno aroma a cosas comestibles, inútilmente arrollador para cualquiera que no pudiera costearse nada excepto el aire. Ante la mirada indiferente de los soldados de la Gran Puerta, salió al campo inundado de luz, entre los bosques de cedros, los almendros y los madroños. Era la primera vez que iba allí solo. Se puso a buscar abejas.

Rankstrail conocía las abejas, ya las había visto entre los bosques de naranjos y almendros que bordeaban los arrozales, cuando acompañaba a su madre.

Le bastó con seguirlas para descubrir los panales, tesoros magníficos y además cargados de miel encajonada en pequeños hexágonos preciosos que lo conmovieron por su perfección y por la repetición genial del acople de su forma. Se excorió contra las ramas y se rasguñó entre las zarzas. De igual manera, como lo descubrió en carne propia, las abejas picaban y dejaban un dolor agudo y una pequeña mancha maligna que no sangraba pero que dolía más que todas las peladuras que se había hecho hasta ahora. Descubrió, por sí mismo, como de costumbre, después de numerosos experimentos y pruebas, que si se acercaba cubierto de fango y con movimientos lentos, las abejas lo dejaban pasar y se dejaban saquear. Regresó a casa con el panal en la mano, morado por la miríada de aguijones que tenía enterrados en cada pedazo de piel descubierta, adolorido como un quemado, chorreando fango, sudor y sangre. Volvió a pasar por la Gran Puerta insólitamente desprovista de soldados, corrió con el corazón en la garganta, alegre como un pinzón en primavera, a través de un Anillo Externo extrañamente silencioso, donde solo se oía el tañido lento de una campana.

Cuando por fin llegó a casa y mostró su tesoro, nada fue como lo había soñado. La madre sollozaba, el padre estaba desanimado: habían recibido la noticia de que esa noche el hijo de Sire Erktor también había nacido y había sido llamado Erik, y que, al mismo tiempo, el Ángel de la Muerte había venido a llevarse a la Dama: se la había llevado con él, allá de donde no se regresa.

Rankstrail se conmovió profundamente.

Se arrepintió de la envidia que había sentido del otro, el niño de la Ciudadela, que habría podido disponer toda la vida de cuantos festones de salchichas deseara, pero que nunca tendría la sonrisa de una madre para iluminarlo. Por primera vez en la vida apreció la inmensa fortuna de su condición. Tenía un padre y una madre. Estaba vivo.

Miró el rostro de su madre bañada en lágrimas y, urgido por el deseo de consolar esa tristeza que lo estremecía, le ofreció el panal.

La madre dejó de llorar.

El padre se horrorizó. Se enfureció por primera vez desde que Rankstrail tenía memoria.

—¡Nunca más! —gritó—: ¡Nunca más, nunca más! Júralo. ¿No entiendes? Las abejas habrían podido matarte. Podrías haber caído de una rama. Podrías haber muerto. ¡No puedes hacernos esto! ¡Mira cómo te picaron! No puedes andar por los arrozales sin que yo te lo diga. ¿Sabes lo preocupados que estábamos?

Rankstrail miró a su padre con más fascinación que estupor. Jamás había levantado la voz. Era la primera vez que lo oía gritar. La idea de que le estuviera prohibido hacerse daño le pareció extraordinaria y pasmosa.

Pero no había terminado: había otros argumentos. Le explicó más calmado, pero angustiado, que estaba prohibido. Las abejas eran silvestres y no tenían dueño, pero de todos modos la miel era intocable.

Ellos, los habitantes del Anillo Externo, no pertenecían a la ciudad, eran tolerados. No tenían derecho a nada. No podían tocar nada: ni las naranjas de los árboles, ni los peces de los estanques, los garzones, la miel de las abejas silvestres. Todo les pertenecía a los ciudadanos y ellos no lo eran.

No habían sido invitados a aquella ciudad, nada obligaba a los ciudadanos a compartir alguna cosa con ellos.

—Tú eres mi hijo —agregó el padre—. No quiero que hagas nada contra la ley nunca más. Esta miel, aun si las abejas eran silvestres, ¿entiendes?, no es del que pase, del que la conquiste, aunque hayas sido valiente, aunque te hayas hecho daño para conseguirla. Tomar esta miel es robar. Otros lo hacen, lo sé. Otros cazan animales de manera furtiva, otros practican el contrabando, pero nosotros no, no lo hacemos. Nosotros somos nosotros y en nuestra casa estas cosas no se hacen. Tú, yo, mi padre y el padre de mi padre antes de mí somos gente que respeta la ley. Nosotros nunca hemos robado. Nada. Jamás. Es preferible el hambre. Yo, mi padre, el padre de mi padre, jamás…

Y todavía había más: todo había salido bien porque durante el duelo por la muerte de la Dama todos estaban en la Ciudadela e inclusive la Gran Puerta había quedado sin vigilancia…

—… Si robas, te pueden castigar. Te pueden golpear. Yo no… nunca… no lo soportaría, nunca, nunca, ¿entiendes?, que alguien le haga daño a mi hijo. No quiero que un soldado tenga derecho a golpearte o azotarte, jamás…

Rankstrail estaba tan ocupado con la idea de pertenecer al padre y a la madre, y no solo a sí mismo, que al principio no escuchó la voz de su madre, no la oyó repetir «No no no». Esto tampoco había sucedido antes.

La madre dijo que no, que eso que estaba ahí, panal se llamaba, era la salvación. Se podía vender. No tenían casi nada en casa. Al padre no le habían pagado el arquibanco que había tallado, tampoco las ventanas que acababa de reparar, era inútil ilusionarse. Ella no podía lavar, no muy pronto, no con la niña tan pequeña. Con lo que había en la casa tendrían pan y cebolla para algunos días más: si no comía, la leche desaparecería y la pequeñita moriría de hambre. La miel se podía vender. El panal también, era cera. Todos eran bienes muy valiosos. Eran vida para su pequeña. Su hijita no moriría de hambre como morían los hijos de los pobres. Su pequeñita viviría a toda costa, a toda costa. Era una suerte que Rankstrail fuera… fuera capaz de recoger miel.

El padre la había mirado fijamente, sin palabras, con la faz de quien ha sido golpeado. Luego había mascullado algo: «Él era un… no era… no quería ser… él…».

Rankstrail permanecía silencioso y confuso. El silencio era su especialidad; la confusión, hasta ese día, le era desconocida. Hasta ahora las cosas habían sido claras: habían sido claramente justas o claramente equivocadas, con el bien y el mal separados por un surco incandescente. Ir a recoger agua era bueno y cuando lo hacía lo elogiaban. Pelearse era malo, incluso si lo hacía por defender a su madre: era algo injusto pero claro. Si no peleaba, lo elogiaban. Ahora estaba frente a una cosa equivocada, pero quizá menos equivocada que otra que era el hambre de su hermanita. Era un concepto difícil. Comprendió que si continuaba robando miel, nadie se lo celebraría, pero si dejaba de hacerlo, su hermanita sufriría. Todo estaba equivocado. Lo justo, simplemente, no existía.

La madre transformó en alforja el saco en que lo habían transportado desde que era un recién nacido, amarrado con el mismo cordón de cuero trenzado, para esconder allí dentro el panal y miró a Rankstrail.

—¿Por qué él? ¡Es un niño! —exclamó el padre—. Nosotros somos los grandes.

—Exactamente. Nosotros somos adultos. Tú eres adulto. Si te pescan, te expulsarán y si te expulsan, sin un techo sobre la cabeza, Flama morirá.

—Es un niño. Casi no sabe hablar…

—Se las arreglará con gestos… Además yo no… no… no me gusta hablar con… con los demás… y tú… cuando se trata de discutir por dinero… tú… él no será peor que nosotros dos y corre menos riesgos.

Se hizo silencio. El padre bajó los ojos.

La mamá le explicó a Rankstrail a dónde debía ir. Contra la parte meridional de las murallas estaban los negocios que vendían mazapanes y, más importante aún, unos pequeños dulces planos, especies de tostadas de color ámbar, que se hacían acaramelando las semillas de sésamo con miel. Debía mostrar el panal y esperar la oferta del otro; después de un rato, como si estuviera pensando, debía aceptarla. Cualquiera que fuera la oferta. Ellos no estaban en condiciones de negociar. No sabían hacerlo y no sabían en cuánto se vendía normalmente la miel robada; las palabras exactas eran contrabando y mercado negro. Además él era un niño. Cualquier cosa estaba bien.

¿Había entendido?

Rankstrail asintió. Había entendido.

Encontró el lugar.

Había una mujer vieja con el cabello en trencitas que miró el panal y a cambio le ofreció una salchicha. Rankstrail sintió una especie de estremecimiento a lo largo de la espalda. Era como si se preparara para una pelea. Olvidó de inmediato las recomendaciones de aceptar rápidamente y marcharse. Tampoco respondió. Volvió a meter el panal en el saco y se dio vuelta.

—Dos —gritó la viejecita—. No te vayas. Espera. Este panal no es de muy buena calidad, está sucio de tierra, pero tú tienes cara de niño bueno. Dos salchichas. Solo porque tienes cara de niño bueno.

Rankstrail se detuvo y fingió pensar. Hizo el signo de tres con la manita. Conocía los números. Durante años había escuchado todas las negociaciones que lo divertían a morir, mucho más que cualquier princesa en conciliábulo con un renacuajo. A fuerza de observar y oír había aprendido a contar con los dedos.

La viejecita sonrió sarcástica. Ella también era dura. Tenía alrededor de la cabeza unas trencitas que formaban una serie de anillos concéntricos. Le ofreció dos salchichas y tres patatas. Rankstrail sacudió la cabeza, descargó el saco y abrió las dos manitos para indicar diez: dos salchichas y diez patatas. Las patatas estaban en dos cubos junto a la viejecita, divididas en pequeñas y grandes. Rankstrail señaló con el dedo el cubo de las patatas grandes. La viejecita estuvo de acuerdo en dos salchichas y siete papas grandes. Rankstrail tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Los números le producían la misma emoción que las formas y las distancias y, además, enfrentar a alguien durante la discusión de una negociación le pareció un duelo, una especie de batalla incruenta en la que finalmente podía combatir por papá y mamá.

Rankstrail regresó con las salchichas y las papas. Era la primera vez que hacía algo solo. Se había tenido que desenvolver en un trueque ante un adulto de verdad y se las había arreglado, lo había logrado, había sido capaz, pero tampoco esta vez alguien saltó de alegría. Con las cosas que había llevado tuvieron una cena mucho más suntuosa de lo acostumbrado; pero él y la madre se la repartieron en silencio, el padre no la tocó. Dijo no tener hambre y se quedó tallando otra banca con la esperanza de que alguien se la pagaría.

La tarde cayó y las vecinas, las comadres del barrio, atestaron la casita. Eran doña Cira, doña Sabiria y también doña Guzzaria, la mujer del panadero, la matrona más pudiente del Anillo Externo.

—Bella bebita —dijo doña Sabiria, que le llevó una cinta de verdadera seda azul.

—Muy bella —confirmó doña Cira, que le llevó un dije de hueso en forma de corazón, que según decían también podía servir para alejar los malos sueños y los sabañones.

—Sin duda mejor que el hermano, ella por lo menos no parece un oso. Esperemos que al menos aprenda a hablar cuando es debido —anotó la esposa del panadero, que no le llevó nada.

Después de que doña Guzzaria entretuvo por largo rato a los oyentes hablando de la joya que era su hijo y de cuán afortunada sería la muchacha, obviamente provista de belleza y de una dote conveniente, que tarde o temprano lo desposaría, las tres mencionaron también la alegría y la desesperación que se vivía en la casa de Sire Erktor: la fiesta, ya próxima a comenzar, con repartición de vino y mazapanes, había sido brutalmente interrumpida por un velorio. Doña Guzzaria, como de costumbre, estaba enterada de todo. Contó también, limitándose por prudencia a susurrar, las últimas noticias.

—El Ángel de la Muerte no visitó por azar a Sire Erktor. Dice la gente que la paz se ha acabado. Los Elfos han regresado. Deben haber sido ellos. Ahora que las Lluvias Perennes se han ido calmando en todas partes y que se puede comenzar a vivir de nuevo… he ahí que los Elfos, raíz de todo mal, están regresando. Tienen cola. He oído decir que envenenan el agua de los manantiales para que se produzca la peste, saben, cuando la gente muere toda a la vez. Rondan por las noches para devorarse las almas de los niños indefensos o de las mujeres debilitadas por el parto. Estén atentos también ustedes esta noche. Corre la voz de que en Daligar, la capital, un terrible Elfo, todavía niño, apareció no se sabe bien de dónde y exterminó todos los pollos, los patos, los jilgueros y también los papagayos de los jardines.

Después de que las tres comadres se marcharon, no sin antes aconsejarles prudencia y augurarles bienestar, la noche llegó y la oscuridad envolvió la casita. El padre se acostó al lado de la madre y Rankstrail se quedó con los ojos bien abiertos en la oscuridad. Ya desde niño dormía poco, menos de lo que necesitaban dormir sus propios padres. Cuando se aseguró de que el sueño los había arropado a todos como una frazada piadosa que anulaba todas las aflicciones, se levantó y encontró en la oscuridad el lecho de su hermanita, se arrodilló a su lado y se quedó allí, inmóvil, escuchando su respiración. La luna salió detrás de las nubes y a través de la pequeña ventana redonda y un poco torcida, como una naranja magullada, iluminó a la niña. Rankstrail se estiró y le tocó la minúscula mano empuñada. Ella siguió durmiendo, pero de todos modos entreabrió los dedos y los cerró otra vez alrededor del pulgar de su hermano. Rankstrail sintió la palma húmeda y tibia y una fuerza considerable para una manita así de pequeña. Aunque entendía que era un gesto realizado en el sueño y no precisamente consciente, le agradó. Permaneció allí. Él tenía algo en su interior, una especie de sombría melancolía que siempre lo acompañaba, pero que se atenuaba cuando su mamá sonreía o en momentos como este, con la mano de su hermanita contra la suya.

El olor de ella lo enterneció.

La luna la iluminaba por completo. La carita, hinchada y arrugada, estaba casi igual al día anterior, tal vez solo un poco menos rojiza. Esta vez, sin embargo, Rankstrail pensó que el padre tenía razón. El asunto de la cigüeña seguía siendo incomprensible, pero su hermana era realmente bella. Había nacido del vientre de la misma madre que lo había dado a luz a él. Llamaría padre y madre a las mismas personas que él llamaba con esos nombres.

Era su hermana.

Hermana.

Hermanita.

Repitió las palabras en su cabeza como una cantilena. Las palabras no eran su fuerte, lo sabía, pero sentía que algunas poseían una extraña magia. Hermana era una de esas. También madre, padre e hijo podían ser palabras mágicas.

Rankstrail juró que saquearía toda la miel de todas las abejas de la región hasta las Montañas Oscuras si fuera necesario. Si fuera necesario, estaba dispuesto a matar: nadie, mientras estuviera vivo, le haría daño a Flama. Nunca, mientras estuviera vivo, dejaría que su hermana pasara hambre. Y si alguien se atrevía a decir que su hermana era fea, ojalá que él no estuviera en los alrededores.

Rankstrail no se atrevió a moverse, no se atrevió a renunciar a aquella tibia humedad contra su dedo, aquel apretón que sellaba para él un pacto de por vida. Permaneció inmóvil, arrodillado junto a ella, hasta que la carita de Flama comenzó a arrugarse y él se dio cuenta de que el hambre estaba a punto de despertarla. El alba llegó. No esperó ni siquiera a escuchar el llanto. Tomó su nueva alforja y escapó fuera, hacia los arrozales, hacia una nueva jornada como ladrón.

A los cinco años, tal vez seis más o menos, dado que para saber la edad era necesario saber leer un calendario, y esta empresa era casi tan extraordinaria como poseer uno, Rankstrail se convirtió en el mejor ladrón de miel del Anillo Externo y fue una suerte, porque después del nacimiento de Flama a la madre le dio tos, y la miel, vertida en una pócima de romero, se la quitaba.

No era fácil. El golpe de suerte de la primera jornada no se repetía con frecuencia. Las abejas no vivían en los arrozales, sino solo en los bosques y en los pastizales de la región. Era necesario caminar días para encontrarlas y otros tantos para seguirlas hasta localizar la casa, una especie de castillo con forma de piña grande, siempre puesto en lo alto, rondado persistentemente por defensores armados y alados que era necesario atacar, arriesgando un desastre, con una mezcla apropiada de coraje y paciencia. Los panales se podían esconder fácilmente y los alabarderos de guardia en las puertas estaban demasiado ocupados vigilando a los muchachos y riñendo entre ellos como para hacerles caso a los niños. Lo que sí era difícil de engañar era el ojo del padre que se quedaba mirando, abatido por el sufrimiento de ver a su hijo hacer algo prohibido. Pero la tos era tos y solo la miel la calmaba un poco, por no hablar de los fabulosos trueques de patatas, queso y habas, en las cuales Flama hundía sus encías rosadas ahora que estaba demasiado grande para la escasa leche de su madre.

Él, el padre, no estaba en condición de comprar esas cosas. Bajaba la mirada y Rankstrail se sentía mucho peor que si los soldados lo hubieran pescado y molido a latigazos. Juraba que se iba a detener. Apenas pudiera se detendría. Siempre con la expectativa confiada de poder detenerse, intensificó su actividad y se convirtió en un experto y en el mayor proveedor del Anillo Externo.

Siempre había alguien que tenía tos, un vecino, un anciano, uno de los niños abandonados que jugaban en el fango. Frente a la casa de ellos a veces había una pequeña procesión de limosneros. La casa se volvió el centro del barrio.

En las tardes de verano se sostenían conversaciones tan deliciosas como inútiles entre los vecinos y se tocaba música: no el sonido de la flauta sino una música fuerte y veloz de gaitas y panderetas que se decía tenía el poder de sanar los efectos de la mordida de tarántula. Esa música sí le gustaba a Rankstrail. El estruendo de las panderetas lo emocionaba, le daba la sensación de un caballo al galope sobre las colinas. Además de la mordida de tarántula esa música también curaba la tristeza y a veces la tos, porque en ocasiones su madre pasaba tardes enteras sentada en la puerta de la casa con Flama en brazos y el padre al lado, riendo feliz, casi sin toser.

A Rankstrail le tocaba hacerse cargo de su hermana Flama cada vez con más frecuencia. El temor inicial de la madre frente a la torpeza de su hijo se había disuelto una noche en que la despertó un acceso de tos y lo encontró arrodillado junto a su hermanita despierta, entrelazando sus dedos grandes con el puñito de la niña, arrullándola para hacerla dormir otra vez. Cuando la pequeña aprendió a sonreír, le sonreía más a su hermano que a su madre, pues esta, a menudo enferma, trataba de no cargarla demasiado por temor de contagiarle la tos. Le sonreía más a su hermano que a su padre que no siempre lograba hacer a un lado la tristeza para jugar con ella. La primera palabra que Flama pronunció fue «Ail»: el corazón de Rankstrail explotó de ternura. Rankstrail también le contaba la historia de la princesa y el sapo para hacerla reír o para hacerla dormir. Se la contaba con voz plana y descolorida, trataba de resumirla casi hasta dejarla reducida a lo mínimo, pero aun así a Flama le agradaba. Había renunciado a contarle el cuento del lobo y la cabra, pues era algo más allá de sus fuerzas. La vez que lo intentó, se le ocurrió cambiarle el final: el lobo al cabo hincaba los dientes en la carne de la cabra, sentía los tendones y los huesos bajo los colmillos, y por una vez, al menos, saciaba su eterna hambre. Mientras narraba, Rankstrail se topó con la mirada horrorizada de su madre y se detuvo de inmediato, pero conservó un rencor profundo hacia la estólida irracionalidad del cuento, donde la misma humanidad que festeja medio cabrito asado o cualquier cuarta de salchichas como un regalo personal de los Dioses goza con la supervivencia de una cabra como si fuera hija suya.

Tener un panal era hermoso porque significaba poder quedarse en paz para mirar a la niña mientras, quieta y tranquila como un cachorro de ángel, vaciaba las celdillas una a una, llevándose las minúsculas manos sucias a la sonrisa aún sin dientes. La única preocupación entonces era alejar a las moscas y los avispones.

Más o menos a la edad de siete años Rankstrail se convirtió en cazador furtivo. Cuando deambulaba entre los almendros en flor, el niño notó finalmente que los arrozales estaban llenos de garzones y garzas, todos ellos criaturas dotadas de alas, casi como una gallina. Recordó la visita a las cocinas de Sire Erktor: lo que giraba en los asadores eran garzones. Los garzones y con seguridad las garzas, al igual que las gallinas, podían convertirse en asados y probablemente también en carne cocida o en estofado. Los garzones eran muchos y llenaban con su vuelo los arrozales. Nadie notaría la diferencia entre uno más o uno menos salvo los mismos garzones y tal vez sus parientes más próximos, sus amigos y vecinos (si acaso estos garzones los tenían).

A diferencia de las gallinas y de los panales de miel, los garzones sabían volar. Por lo tanto atraparlos presuponía poseer un arma de lanzamiento de corto alcance, es decir, una honda como las que había entrevisto en manos de los cazadores furtivos o escondida baja las capas y cuyo uso había captado de inmediato. Rankstrail había hecho algunos intentos de abatirlos a pedradas, pero por más potente que fuera su brazo, la hazaña era irrealizable.

No había recorrido nunca un metro sin su flauta. Nunca le había dado ni un soplido ni había deseado hacerlo, pero su presencia dentro de la alforja era un signo tangible, mensurable en sus veinte pulgadas de largo, del amor de su padre por él.

Rankstrail sacó el cordón de cuero trenzado que cerraba la alforja y lo pasó por el orificio de la flauta y la transformó en una honda. Hizo una prueba, era perfecta. Pasó la tarde invernal en medio del agua y del frío, anegado en la alegría de este nuevo poder. Tenía un arma. Debía ejercitarse mucho para entender cómo regular la fuerza y la dirección del tiro; y antes de que el ocaso bañara de oro el cielo y el agua, Rankstrail mató su primer garzón. Un gozo intenso lo invadió al ver las plumas manchadas de sangre que significaban olor a asado en la chimenea de su casa.

De nuevo se vio mentalmente a sí mismo como un guerrero armado con una honda que seguía a todos los Orcos del mundo que habían tratado de matar a Negrita, que habían amedrentado a su madre y que habían hecho que su padre hubiera dejado de ser un hombre capaz de mantener con dignidad y honor a su familia en la aldea de ellos, para transformarse en un hombre abatido que dependía de lo que su hijo cazaba de manera furtiva para poder sobrevivir.

Durante cada instante que pasaba en los arrozales, Rankstrail soñaba con ser aquel que le devolvería al Pueblo de los Hombres las tierras que las incursiones de los Orcos les habían arrebatado, porque los Orcos son los que torturan a los niños y se ríen de los gritos de estos, disfrutan con sus muertes y con el suplicio de quienes los compadecen. Pensaba que los buscaría, vencería, expulsaría y los perseguiría hasta los confines del mundo para exterminarlos a todos, hasta el último. Se imaginó también de pie, alto y magnífico, con la armadura puesta, su honda en la mano y quizá también una espada, mientras miraba con desprecio al otro, al animalote, al último Orco que pedía piedad de rodillas, y tal vez él, con benevolencia, la tendría.

Rankstrail entró de prisa al Anillo Externo con el garzón escondido debajo del sayo, además del panal acostumbrado. En la calle donde vivía encontró un nuevo río de tránsfugas que habían huido de la llanura meridional donde la sequía había abrasado la tierra y los innumerables incendios habían quemado los bosques y las aldeas. Por segunda vez en su vida oyó las maldiciones contra los Elfos que poseían todos los poderes y todo el conocimiento y que, por ser de alguna oscura e insuperable manera los dueños del mundo, tenían que ser, por lo tanto, los artífices de su dolor.

Una vez dentro del Anillo Externo, Rankstrail se encontró de frente con un nuevo personaje recién llegado de Daligar.

Era un hombrecito perturbado, desdentado, de edad indescifrable, que correteaba de manera curiosa con pasos extraños como si diera saltitos.

—Nobles señores, que caminan por este lugar pedregoso, que aspiran estos embriagantes aromas, que mastican esta comida cuya vista me atormenta y cuyo aroma me exalta…

Rankstrail no se detuvo: quería llegar a casa lo más pronto posible y pocas cosas podían importarle menos que los lamentos de un nuevo mendigo. Sin embargo, logró ver por el rabillo del ojo al hombrecito que ahora mostraba la ropa que la mugre, el fango y la sangre habían vuelto de un color imposible de adivinar, pero que aún conservaba fragmentos de terciopelo que probaban su origen decente.

—Miren cómo se me enrolla la túnica. ¿No pende ella como una vela sin viento? En el pasado cubrió la obesidad de mi buena fortuna, ahora se arruga sobre mi esquelético tórax…

A pesar de su afán por depositar la presa en casa, a salvo de una posible inspección de los guardabosques y de los soldados, Rankstrail se detuvo para oír. Parecía la síntesis, más bien el resumen, de cómo no pedir limosna. Público equivocado: la caridad había que pedirla en el Anillo Intermedio o en la Ciudadela. En el Anillo Externo donde residían los mendigos de la región se consideraba indelicado, además de inútil. La alusión a un pasado mejor también era un error cuando se estaba en medio de personas que habían sido bendecidas con la miseria durante toda su existencia, sin ninguna interrupción que pudiera inducirlas a perder la costumbre. Entre el maltrecho público se levantó una risa malévola que al principio resonó estridente y desagradable como un chirrido, pero que luego opacó la voz desesperada del hombrecito. Rankstrail empezó a irritarse. Era descortesía, como cuando llamaban a su madre «la Desfigurada». El hombrecito escuchó las burlas escandalizado.

—¿Ustedes se ríen de mí? ¿De mí? Era el mío el más noble entre todos los oficios…

Un grupo de jovencitos arrojó una piedra. Rankstrail se enfureció. Simpático o no, el hombrecito no le había hecho daño a nadie. Sintió que la rabia le nacía en el pecho y le llenaba la cabeza. Se plantó delante del lisiado y le dijo al que parecía el líder de los agresores que le rompería todos los huesos que tenía si no se detenía. Sorprendentemente, funcionó. Todos se alejaron y fue un descubrimiento interesante sobre el poder de la palabra: el tono de voz era un arma que podía utilizarse en lugar de los puños.

El hombrecito se había caído. Rankstrail lo levantó y lo puso en pie.

—¿E-e-eres un caballero? —preguntó perplejo—. ¿Tuviste una espada? ¿Un caballo? ¿Combatiste a los Orcos?

—¿Un caballero?

—El oficio más n-noble… eso que decías.

—Soy un escribano, hijo, el único entre los oficios tan noble como el de caballero, igualmente elevado, con la misma grandeza. Solo los Dioses… quizá… Los escribanos conservan la historia y esto es aun más digno que ser caballero, es aun más importante: solo quien conoce el pasado puede comprender el presente y solo quien comprende el presente puede establecer el futuro. ¿Comprendes?

—C-cierto —mintió Rankstrail mientras buscaba una forma discreta de marcharse, pero no fue lo suficientemente veloz. El hombrecito lo agarró de nuevo, y en vista de la fragilidad del equilibrio inestable de este, el niño no osó usar su fuerza para zafarse.

—Combatí a los Orcos… —la mirada de Rankstrail volvió a llenarse de interés—… al escribir la verdad sobre ellos… la verdad sobre quién los combatió realmente… sobre quién pactó en realidad las alianzas… también entonces… también ahora… no es posible que los Orcos nos ataquen sin traidores… —la mirada de Rankstrail vagó de nuevo en dirección hacia su casa, pero el hombrecito no desistió.

—En Daligar están destruyendo el pasado, lo están sofocando con mentiras. El recuerdo de Sire Arduin se perderá y junto con el recuerdo perderemos nuestro honor. La antigua profecía que narra el encuentro del Último Elfo y el Último Dragón, hijo, ¿sabes qué es un Elfo?

—Seguro —respondió Rankstrail resuelto y convencido—, uno que tiene cola y que hace m-morir a las madres de los Príncipes, para que no le re-repartan mazapanes a nadie.

El hombrecito gimió como si lo hubieran abofeteado. Volvió a empezar desde el principio: él era uno de los escribanos de Daligar, escapó de las garras de uno de los numerosos verdugos de la ciudad, que, como no había cesado de explicarles a los caminantes desinteresados, había saldado cuentas con él de aquella manera por haber difundido la antigua profecía de Sire Arduin el Guerrero, Señor de la Luz, Vencedor de los Orcos y Restaurador del Honor del Pueblo de los Hombres. Mientras correteaba de esa forma que Rankstrail aprendió a reconocer como la zancada inconfundible de quien tuvo los pies entre las manos del verdugo, el hombre se vio rodeado de nuevo por las risas de la multitud de muchachos que se habían quedado escuchando. No se atrevieron a apedrearlo por respeto al pésimo carácter de Rankstrail, pero apodaron al hombrecito «Escribano Loco» o, de un modo más sencillo, «el Tonto».

Rankstrail le dio al hombre la mitad de su panal y luego trató de encaminarse a casa de nuevo.

Las bendiciones del «Escribano Loco» lo persiguieron un buen rato. El hombre le prometió, para devolverle el favor, que le iba a enseñar a escribir; es más, hizo que él se devolviera, y usando el polvo de la calle como tablero, no lo dejó ir hasta cuando Rankstrail no fue capaz de reconocer y trazar la inicial de su propio nombre. Y mientras él dibujaba su primera R, el hombrecito le contó la profecía: cuando el peligro y el enemigo cercaran de nuevo el horizonte, el último y el más grande de los Guerreros Élficos tendría a su lado una Reina Guerrera con el nombre de la luz de la mañana y el mundo se salvaría. Le aconsejó a Rankstrail no creer las calumnias sobre los Elfos o por lo menos dudar de ellas, y recalcó, que entre todas las ignominias de quien por desconocer el pasado renuncia a construirse el futuro, el odio por los Elfos era la más mezquina y la más cruel.

Rankstrail lo escuchó hasta que terminó porque recordó las recomendaciones de los suyos de no ser descortés con nadie, ni siquiera con alguien que diga cosas ridículas e insensatas; después, por fin, logró irse de allí.

Al regresar a casa enfrentó el inmenso dolor de su padre y el inmenso gozo de convertir el garzón en un cocido. La carne y el caldo fueron una bendición para su madre, cuya tos se calmó por varios días. Las plumas rellenaron los viejos zapatitos de tela de Flama que por fin dejó de estornudar.

Por la noche cuando todos, y sobre todo el padre, dormían, Rankstrail se levantó y talló en su flauta-honda la R que el Escribano le había enseñado. Luego talló otros adornos, no los pájaros y flores que tallaba su padre, sino curiosas figuras geométricas que se intersecaban entre sí y esto le produjo una extraña y apacible alegría. Tenía una honda, una honda con un nombre, así se redujera a una sola letra, y con una historia, como la tenían las armas de los grandes guerreros que habían combatido por el Mundo de los Hombres y lo habían salvado del peligro.

* * *

Cazar de día, como pronto aprendió Rankstrail, era demasiado peligroso. Por considerable que fuera su habilidad para localizar a los guardabosques intuyendo los cambios de posición de estos de acuerdo con el movimiento de los pájaros que levantaban el vuelo a su paso, ellos eran un peligro. De noche además tenía la ventaja de no tener que someterse a la mirada del padre. Aprendió a sacrificar el corto tiempo de descanso que tenía para moverse solo en la oscuridad cuando el sueño tibio y consolador envolvía a todos los hombres, excepto a los soldados de guardia, y a todos los niños, excepto a él. En sus nidos, ocultos entre los cañaverales al pie de los terraplenes, también las garzas y los garzones dormían. El único medio para encontrarlos era quedarse inmóvil, noche tras noche, a la espera del golpe de suerte: el vuelo de un búho que lo guiara en dirección a la presa.