El Capitán Rankstrail, apodado el Oso, comandante de la caballería ligera de Daligar, había nacido en los Confines, el límite entre las Tierras Notas y las Tierras Ignotas, al igual que más de la mitad de los Mercenarios.
En el pasado hubo fronteras y hombres armados para protegerlas y vigilarlas. Las Lluvias Perennes que habían estremecido al mundo, algunos años antes, habían anegado también los Confines y con ellos las garitas y las torres que los separaban a intervalos regulares. Empapados, los haces de leños pequeños y de paja para quemar cuando el enemigo apareciera se habían transformado en balsas minúsculas e inútiles y no había quedado nada con qué darle la alarma al Mundo de los Hombres.
Las tropas habían sido retiradas, las fortalezas habían sido derribadas y habían sido invadidas por las ranas, las coles se habían marchitado bajo el fango y el trigo no había crecido.
La miseria había invadido la tierra, y con la miseria, empujados por el hambre y la negligencia de los Hombres, los Orcos habían llegado en bandas y en manadas; solo las ranas estaban allí para detenerlos.
Familias enteras habían escapado de los saqueos, de la crueldad y la demencia de aquellos cuyo único recurso y única alegría era la destrucción; y después de escapar habían vagado, repudiados por todos, hasta arribar como náufragos a una playa de piedras, el Anillo Externo de la ciudad de Varil.
El Capitán Rankstrail no podía recordar la primera vez que había visto Varil: tenía pocos días de nacido cuando había dejado el límite de las Tierras Notas. Vivía en un mundo pequeño, conformado por el sabor de la leche, el olor de su madre; iba colgado de la espalda de esta en un saco fabricado con los restos de una túnica vieja, amarrado con un largo cordón de cuero trenzado. A veces era la espalda de su madre, y con más frecuencia era la de su padre: los distinguía por la cadencia del paso que lo mecía, por el timbre de la voz que le canturreaba una nana a lo largo de las interminables jornadas de camino.
Su familia era una de las tantas familias ahuyentadas por los Orcos. Su historia era una de tantas, todas iguales, historias de gritos en la noche, puertas derribadas a golpes de hacha, pollos que se quemaban dentro de gallineros en llamas sin ningún olor a asado o a romero.
Habían llegado a Varil, ellos tres, en una luminosa tarde a comienzos de la primavera, un poco antes de que el sol descendiera detrás de la colina de los almendros en flor sobre la que se levantaban las colosales murallas de mármol blanco de la ciudad. El agua de los arrozales duplicaba la ciudad y el cielo, dando la impresión de ser un mundo suspendido en el aire, colmado de azul, que se volvía dorado cuando el sol bajaba en el horizonte.
Si acaso Rankstrail se percató de las murallas, no debió encontrarlas más interesantes que los gallineros de su aldea natal: en todo caso no dio señas de apreciar la diferencia y siguió dormitando dentro del pedazo de túnica. No obstante, recordaba con precisión aquel día; esa primera imagen, las murallas de mármol blanco y los arrozales, el estupor ante aquella magnificencia, la gratitud hacia esa ciudad que a pesar de no ser la propia los acogía con amabilidad a ellos, tránsfugas sin tierra, sin expulsarlos cortésmente, porque se había convertido en el relato con el cual la voz sosegada de su padre lo dormía en las tardes.
Desde niño, Rankstrail pensaba que Varil era su ciudad, su tierra, el lugar por el que habría considerado un honor combatir. Si se le hubiera concedido elegir alguna cosa por la cual morir, Varil habría sido su elección.
Desde niño se preguntaba a veces qué habría después de la muerte.
Entre los jovencitos que jugaban a los caballeros se decía que a los héroes que morían por su tierra los Dioses les tenían reservada la bienaventuranza. La palabra era incomprensible y Rankstrail dedujo que probablemente se refería a un tratamiento especial, a una situación en la que por una sola vez no solo habría sino que abundarían las salchichas, los higos secos, el queso fresco de cabra y sobre todo la miel, la dulzura suprema.
Rankstrail había descubierto la miel la víspera del nacimiento de su hermana Flama. Era una mañana soleada y él, como siempre, había acompañado a su madre, que era lavandera, a llevar un cesto grande de lencería a casa del Príncipe Erktor, recientemente elegido como soberano. La casa del príncipe se levantaba en el interior de la Ciudadela, el corazón profundo de la ciudad que estaba dividida en tres anillos, de los cuales el Anillo Intermedio y el Anillo Externo eran los más periféricos.
La Ciudadela, interna y protegida, era la parte más alta de la ciudad, el núcleo original, el más antiguo y noble. Allí se elevaban los palacios de la aristocracia orlados por columnatas suntuosas y rodeados de jardines exuberantes. Las fuentes brotaban entre los limoneros y los naranjos silvestres que bordeaban el empedrado.
Rankstrail ya era muy alto y fuerte para su edad, como muchos de los niños provenientes de los Confines. Iba por agua, cortaba leña y le ayudaba a su madre a cargar el cesto de ropa limpia. Desde que Rankstrail tenía memoria su madre había sido lavandera, pero de repente la barriga le había empezado a crecer, lo que quería decir, según lo que él dedujo de las conversaciones de los vecinos, que adentro había un niño o una niña, aún demasiado pequeño o pequeña para vivir al aire libre como él. La mamá no lograba hacer las cosas, no igual que antes. El agua se había vuelto demasiado fría, el lavadero demasiado bajo y, sobre todo, el peso del cesto se había vuelto insoportable; y Rankstrail, que hasta ahora había seguido a su madre solo por el placer de acompañarla, comenzó a hacerse útil con un orgullo infinito. De este modo ella no dejó de trabajar como lavandera, actividad que le garantizaba a la familia alguna posibilidad de cenar y a veces hasta de desayunar, porque aunque su padre era buenísimo para trabajar la madera, no todos los clientes eran tan buenos para pagarle.
Rankstrail no sabía cuántos años tenía: quizá cinco o quizá seis; los pobres no los contaban. Aparte de los vagidos de su más temprana infancia, casi nunca profería ningún sonido. Hasta ahora nunca había hablado, era raro que riera y excepcional que su boca se entreabriera para llorar.
Como de costumbre, en la casa de Sir Erktor estaba el ama de llaves hosca que repasaba palmo a palmo la lencería buscando manchas invisibles para poder decirle a la lavandera que era una desaseada y pagarle menos. Aquel día, para su sorpresa, en la gran sala de los armarios encontraron en persona, alta y espléndida, a la Señora de aquella morada, la Dama Lucila. Esta dijo que todo estaba perfecto y que a su madre se le debían pagar doce duros, es decir, como observó el ama de llaves con un gemido, más del doble de lo pactado. La Dama era mucho más alta que la mamá de Rankstrail, también tenía una barriga grande y sonreía. Tenía el cabello claro: la luz rasante de la mañana, por unos instantes, había hecho destellar las trenzas enrolladas alrededor de la cabeza como una corona. El vestido de la lavandera, a cuadros marrones claros y oscuros, grises y negros, cosidos unos con otros, recordaba la colina de Varil en otoño con sus campos cuadrados de diversos tonos pardos según la dirección del arado. El vestido de la Dama, en cambio, era todo del mismo color blanco; encima tenía unas cosas pequeñas, blancas y redondas, que brillaban igual que en esas raras ocasiones en que la colina y el mundo se cubrían de nieve. También sobre la cabeza, para fijar las trenzas, tenía las mismas bolitas que devolvían la luz, aumentándola.
—¡Qué niño tan bueno el suyo! ¡Le carga la cesta! ¡Debe ser una satisfacción permanente para usted! —dijo la Dama, mientras la mamá de Rankstrail se ponía roja como un pimiento.
Aquellas palabras sorprendieron un poco a Rankstrail y le agradaron. Era la primera vez que alguien trataba a su mamá de «usted»; nunca había escuchado el «usted» dirigido a mujeres lavanderas y se dio cuenta de que era una de esas cosas que aunque no llenan la barriga producen placer, algo así como el aroma del pan fresco o tener los pies cerca al fuego en invierno.
—También yo, de un momento a otro, tendré uno, el primero —prosiguió la Dama, para nada desanimada por el mutismo de su madre—. Espero que mi niño sea fuerte como el suyo y en igual medida sabio. Sabe, si es un hombre, lo llamaremos Erik. Pero veo que también usted espera otro. ¿Cuándo nacerá?
La madre se quedó callada. Rankstrail, que la conocía, sabía que estaba paralizada por eso que su padre llamaba timidez, una especie de terror absoluto en el que ella caía cada vez que tenía que hablarle a un desconocido, así se tratara de cualquier harapiento del Anillo Externo; y esta vez, por el contrario, se trataba de una Dama.
—¡Ey, tú! —resonó la voz resentida del ama de llaves—. Debes responder cuando la Dama te haga el honor de dirigirte la palabra.
El rojo del rostro de la madre se tornó aun más rojo; ni siquiera los pimientos de la Puerta Norte (que Rankstrail adoraba porque dorados daban un poco la sensación de estar comiendo carne, aunque en realidad no había carne) habrían resistido la comparación.
—Yo —alcanzó a decir de manera forzada, pero la voz de la Dama la interrumpió: estaba calmadísima y Rankstrail quedó fascinado con esto. Alrededor de su casa todos siempre gritaban, incluso solo para dar los buenos días, por no hablar de cuando estaban enojados; en cambio, la Dama no tuvo necesidad de levantar la voz para estar airada y la mirada que le asestó al ama de llaves bastó para lastimarla, hacerla palidecer y hacerla callar, sin haberla golpeado, ni siquiera rozado.
—Me siento desolada —dijo la Dama con esa voz suya que podía ser una hoja cortante—, mortificada por este lago de descortesía en el que se ha convertido de forma inconcebible mi morada. Debo haberme distraído… ¿Qué puedo hacer para que me perdonen? ¿Te gustaría un frasquito de miel?
Esta vez le habló a Rankstrail directamente. La imagen de una colada color ámbar que filtraba la luz se formó en la mente del niño que asintió de inmediato. El ama de llaves se sobresaltó horrorizada, la madre se ruborizó de nuevo, y él, con un vuelco en el corazón, consiguió esbozar un ademán de negación. El ama de llaves dio un suspiro de aprobación; la Dama fingió no percatarse de nada.
—Se lo ruego —dijo alegremente y con una determinación inamovible—: Síganme.
Mientras Rankstrail saltaba feliz detrás de ella, pensó que, sin duda alguna, Dama Lucila no era de las que se amilanaba.
La Dama los guio a él y a su mamá hacia unas cocinas enormes; de las bóvedas de piedra colgaban calderos grandes como corazas y lustrosos como espadas, un sinfín de sartas de cebollas, ajos y pimientos secos, jamones enteros y cadenas de salchichas, largas como la cola de un dragón, como Rankstrail no creía que fueran posibles, y allí la Dama obligó a la cocinera, hosca como el ama de llaves e igualmente despectiva, a regalarle un frasco entero de miel.
La mirada de la cocinera vagó un buen rato entre los estantes de la despensa. Era evidente que estaba buscando el frasco más pequeño entre las decenas que había alineadas. Cuando al fin creyó hallarlo, se lo cedió de mala gana al niño que, una vez lo tuvo seguro entre las manos, le señaló con una ojeada y con una leve sonrisa triunfante el único estante donde había un frasquito aun más pequeño que el que le había dado. A Rankstrail lo apasionaban las dimensiones de las cosas casi tanto como le gustaba la geometría: apenas había entrado a la cocina ya había calculado que la casita de ellos cabría allí dentro ocho veces de largo por una y media de altura. Las cadenas de salchichas, más que por sus implicaciones gastronómicas, lo habían fascinado por los anillos que describían sobre las vigas en las que estaban enrolladas. A toda hora y en todo lugar, en un instante era capaz de identificar la cosa más pequeña o la cosa más grande. De todas las ollas resplandecientes de cobre lustroso, la más grande era la que estaba sobre la chimenea central. El más pequeño de los calderos era el que colgaba al lado de la sarta de ajos, que a su vez era la tercera en cuanto a longitud.
La cocinera miró fijamente a Rankstrail con la misma cara con la que se miraba en el Anillo Externo a las cucarachas vivas o las ranas después de varios días de muertas. Luego posó esta misma mirada sobre su mamá que estaba ruborizada y se cubría la mejilla con la mano. La mejilla que alguna vez se le había quemado y que le estiraba un poco una parte de la boca al sonreír. Debía ser por eso que ella casi no sonreía y era una lástima. La mamá de Rankstrail se veía bellísima cuando sonreía y él se hubiera podido quedar mirándola todo el día. Él había escuchado la historia de la quemadura, contada a medias, por alguna vecina curiosa: los Orcos llegaron, los gallineros en llamas, algunas de las mujeres quemadas al intentar salvar el máximo posible de gallinas. La madre se quemó por poner a salvo a Negrita, que ahora vivía con ellos en casa: era el único bien de la familia; agradecida y consciente del rescate, correspondía poniendo un huevo casi todas las mañanas.
—¿Quién te quemó la cara? ¿Un enamorado? Lástima —comentó la cocinera en voz baja, para que la Dama no oyera—. Quizá, sin la quemadura, ni siquiera serías tan fea.
Ella permaneció inmóvil, en silencio, con el rostro cada vez más encendido.
Rankstrail sintió que la cólera lo invadía. Calculó rápidamente cómo podría, desde su baja estatura de niño, enfrentar a un adversario que tenía el doble de estatura y el triple de peso, y aun así, ni por un instante lo rozó el miedo. Se dio vuelta hacia su madre para que le sostuviera el frasquito de miel, pero la mirada desesperada y casi suplicante de esta lo petrificó. Mamá no quería que él combatiera por ella. Recordó, y fue un recuerdo doloroso, todo lo que ella había sufrido cuando él golpeó a dos jovencitos, mucho más grandes que él, que se divertían persiguiéndola, ensuciándole la ropa lavada y llamándola «la Desfigurada». Durante dos días interminables la sonrisa desapareció del rostro de su madre, si bien desde entonces esos dos, que no eran conocidos precisamente como ejemplo de caballerosidad, nunca más se atrevieron a faltarle al respeto. No podía golpear a la cocinera, pero era impensable quedarse sin hacer nada: algo se le tenía que venir a la mente para contraatacar.
Sin embargo, a pesar de que la frase fue casi susurrada, la Dama oyó.
—No tolero la descortesía… —había comenzado con severidad, pero no logró terminar.
—Mamá es b-b-b-b… bella —la voz de Rankstrail resonó fuerte y clara bajo las bóvedas y las sartas de cebollas y ajos. Ni siquiera los traspiés sobre la be lo habían detenido.
Hubo silencio por un instante. Luego la Dama rompió a reír.
—Muy bien, niño. ¡Magnífica respuesta!
Alguna de las ayudantes de la cocinera osó unirse a su risa. El rojo del rostro de la cocinera se tornó violeta.
La madre miró a Rankstrail con un estupor tan grande que la mano se le deslizó de la mejilla, dejando a la vista la carne quemada roja y dura. Eran, sin lugar a dudas, las primeras palabras que él pronunciaba. La cocinera, furibunda, lo miró fijamente y Rankstrail le sostuvo la mirada, calmado y orgulloso, mientras sujetaba el frasquito de miel entre las manos. Se le pasó el enojo hacia la cocinera y el deseo de golpearla: era solo una estúpida y él había conseguido, al hablar, hacerle más daño que una patada en la rodilla. Ahora todos se reían de ella.
Rankstrail sentía un deseo cada vez más fuerte de irse de allí y regresar al lado de su padre para mostrarle el frasquito de miel. Sabía que dentro del frasco había algo extraordinario. Era algo dulce, suave y claro: la luz lo traspasaba.
—Mi madre es b-b-bella —repitió de nuevo, decidido y resuelto, orgulloso de haber tropezado menos en la palabra; luego se dio vuelta hacia la puerta.
Un curioso espectáculo se presentó ante su mirada: unas mujeres casi tan pequeñas como niños, que sin embargo eran personas adultas, con la misma cofia blanca de las ayudantes de cocina, hacían girar unos asadores pesados cargados de extrañas gallinas alargadas, en las enormes chimeneas. Tenían las manos ennegrecidas, las caras rojas por el calor del fuego. El sudor les chorreaba y se mezclaba con el hollín, dándoles un aspecto salvaje e inquietante, entre animal y demonio. Rankstrail pensó que aquella pesada labor debía ser tal vez peor que lavar ropa cuando a veces, en las mañanas de invierno, era necesario romper el hielo para enjuagar y hacía un frío miserable, pero al menos se podía mirar el cielo y los árboles. Cuando había entrado, enceguecido por la luz exterior del patio, no había visto estas extrañas figuras, pues no se distinguían en la penumbra de las cocinas. Rankstrail volteó y miró a su madre, interrogador, pero ella también parecía perpleja. La cocinera se burló de su asombro.
—Son las mujeres de los homúnculos —explicó, resoplando, con el tedio desesperado del astuto que les habla a los incultos—, esos que trabajan en las minas.
La expresión de Rankstrail y de su madre no cambió; tanto es que la cocinera tuvo que extenderse y explicar que los homúnculos y sus mujeres resistían bien la oscuridad, el calor, los lugares estrechos. A ellos les gustaba eso.
Hacían muy bien los trabajos que la gente de verdad jamás resistiría…
La mirada de Rankstrail se cruzó con la de una de las criaturas que giraba los asadores y por un instante leyó en ella el odio, un odio tan brutal que para poder esconderlo se requería toda la fuerza de su pequeño cuerpo: sus manos pararon y el monumental asado se detuvo.
—¿Te quieres mover, Rocío? —preguntó con aspereza la voz de la cocinera—. ¿Quieres que esos garzones se quemen? ¿Qué te sucede: estás enojada porque se te perdió la banqueta y no podrás seguir recogiendo arándanos? ¡Ánimo, mueve esos brazos! El único defecto que no tenías era la holgazanería…
Una tristeza opaca apagó de inmediato la mirada de Rocío, que bajó los ojos: los garzones comenzaron a girar de nuevo. Rankstrail siguió rumiando durante un buen rato la pulla sobre la escalerilla y las fresas sin poder entenderla; después, intuyó vagamente que se trataba de una burla por la estatura. Sabía que la distancia desde la cabeza de una persona hasta el suelo podía ser objeto de escarnio. Él, demasiado alto para su edad, con frecuencia era víctima de burlas, no tanto por parte de los otros niños sino de las madres de estos, y él las entendía, porque al ser más grande era más fuerte y la fuerza puede siempre ser mirada con temor. Sin embargo, nunca se le habría ocurrido que la imbecilidad pudiera ser tan grande como para mofarse porque esa distancia fuera demasiado corta.
—No tolero la descortesía —repitió la Dama con seriedad. De su rostro ceñudo había desaparecido toda alegría—. Y puedo tolerar aun menos que en mi morada esta se levante como la marea. La descortesía combina la crueldad y la estupidez. No tolero que bajo las bóvedas de mi casa se pronuncie la palabra homúnculo. El Pueblo de los Enanos tuvo reinos gloriosos y una historia gloriosa, y aunque ahora esté subyugado, nada nos autoriza a faltarle al respeto a su pasada grandeza y a su estatura. Aun en la minería, aun al asar nuestras aves de corral, ellos siempre serán los Señores y las Señoras del Pueblo de los Enanos.
Se hizo silencio.
Finalmente la Dama salió de la cocina, después de despedirse de Rankstrail y de su madre con una última sonrisa.
La cocinera se dio vuelta y regresó a la sopa de cebolla refunfuñando que se podían cambiar las palabras, llamar Enanos a los homúnculos e híbridos a los bastardos, pero que los homúnculos siempre serían homúnculos y los bastardos siempre serían bastardos. Cambiar los nombres no mejoraría el Mundo de los Hombres; ni siquiera el de los perros.
La madre se cubrió de nuevo la mejilla con la mano y lo llevó afuera, a la luz, en medio de las calles de la Ciudadela, pulcras como las casas que allí se asomaban, llenas de arcos, ajimeces y enredaderas florecidas. De lo alto de los muros que delimitaban los espléndidos jardines de las moradas patricias, se erguían orgullosas las copas de árboles centenarios para darle sombra al empedrado.
* * *
Una vez a salvo en las calles, lejos de la mirada de la cocinera, la madre por fin se dio vuelta hacia Rankstrail y lo abrazó.
—¡Sabes hablar! —murmuró—. ¿Sabes hablar? —preguntó, cambiando de entonación.
Rankstrail nunca lo había pensado. Era una pregunta difícil. Respondió con un gesto vago. De hecho, ahora que lo pensaba se daba cuenta de que sabía hablar y, a fin de cuentas, tampoco lo hacía tan mal. Hablar era todo un esfuerzo. Siempre había preferido evitarlo. Su padre y su madre, convencidos de que no podía hacerlo, siempre se habían dirigido a él de tal manera que pudiera limitarse a asentir o a negar con la cabeza y permanecer en su tranquilo silencio.
—No es cierto que no sepas hablar. No es cierto que seas… que seas… Eres como los demás niños… Eres como los demás… Mi niño… Eres mi niño… Mi niño y el de tu padre… Ahora vamos a decirle que sabes hablar… Eres como los demás…, Eres como todos los demás…
Mamá estaba feliz. Resplandecía. Sus ojos resplandecían. Su sonrisa resplandecía. Su boca entreabierta era bellísima aunque parte de la sonrisa estuviera frenada por la carne roja y dura de la quemadura. Su madre era bellísima cuando sonreía. Rankstrail hubiera deseado tanto que siempre sonriera.
Se encaminaron unidos por aquel nuevo gozo. Atravesaron el Anillo Intermedio, situado entre el primer y el segundo anillo de murallas. Allí quedaban los negocios de los curanderos, los orfebres y los herreros, estos últimos famosos hasta en los Confines de las Tierras Notas por la dureza de sus corazas y el filo de sus espadas. El calor constante del fuego de las fraguas mantenía calientes las calles estrechas y en sombra entre ambas murallas; este era uno de los motivos por los que albergaba a todos los mendigos de la región. Estos se acurrucaban abajo, sobre el empedrado, entre las armaduras taraceadas de plata y oro expuestas por los maestros forjadores, y daban la curiosa impresión de ser dos ejércitos: uno de mendigos y otro de héroes acampados que se calentaban los huesos todos juntos.
—¡B-b-bello! —dijo Rankstrail y señaló con el dedo las hojas afiladas alineadas.
Le parecía magnífico el juego de líneas paralelas que se alternaba con la redondez de los escudos y creaba una geometría real y compleja que se entrelazaba con aquella otra, fantástica y no menos extraordinaria, formada por sus sombras. Había una belleza gélida en los cortes afilados, gélida y atroz, pero de cualquier manera tranquilizadora: donde las hojas están afiladas nadie puede venir a hacerles daño ni a las madres, ni a las gallinas.
Su madre no compartía ese entusiasmo.
—Prefiero que no tengas nada que ver con las armas. Aun después, cuando seas grande… Después te harás daño… —murmuró en voz baja, muy baja, justo como cuando tenía dolor de garganta.
Rankstrail miró las espadas con un gozo ardiente: si alguna vez los Orcos regresaran para quemar a Negrita y hacer sufrir a su mamá de nuevo, él los exterminaría. A todos. Hasta el último. Incluso si tenía que morir para hacerlo.
—¡B-bello! Si l’O’cos le hacen daño a mamá y Ne’ita, A’k’ail toma la e’pa… pada y m-m-mata t-t-todos. T-t-todos. O’cos m-m-mue’tos. Aun si luego A’k’ail m-m-mue’to.
La ere era una letra difícil y se atascaba sobre la be, la eme y la pe, pero con las demás se las arreglaba. Sabía hablar. Exigía mucho esfuerzo, pero se podía hacer. Si hubiera comprendido antes cuán feliz podía hacer a su madre, se habría esforzado y habría hablado hacía tiempo.
Sin embargo, debió haber dicho algo inapropiado porque la sonrisa desapareció de la boca y de los ojos de su madre. Cada vez, y fueron muchas, que Rankstrail se maldijo por algo que había dicho o que hubiera sido mejor no decir, recordaba esa mañana en medio de las armaduras del Anillo Intermedio. Hablar era una cosa difícil. No era solo cuestión de acertar los sonidos. Había algo más que a veces permanecía indescifrable, una capacidad y una posibilidad de hacer daño, aun sin desearlo. Lo que la Dama había dicho era cierto, Rankstrail lo había entendido: la descortesía es pura crueldad, como un puño o una puñalada. Cuando la cocinera despreció a su madre él había sentido un golpe seco, como cuando en invierno se resbalaba en el hielo y, para que el cesto de la ropa lavada de su mamá no se vaciara, caía sobre las rodillas. También había leído en el rostro de la pequeña mujer, Rocío la habían llamado, que cocía su sudor con los asadores dentro de las chimeneas de las cocinas, una rabia generada por el mismo motivo. Ahora descubría que las palabras podían ser como los pasos del aguador que rondaba las callecitas minúsculas del Anillo Externo vendiendo limones y agua limpia: llevaba los cubos colgados de una especie de yugo que agitaba con torpeza contra cualquiera que no fuera lo suficientemente veloz para esquivarlos en medio de las excusas lamentosas del propietario. Aun sin querer, aunque uno con todas las fuerzas no quisiera, las palabras podían causar daño.
—Los Orcos no llegarán aquí —murmuró la mamá—, aquí estamos a salvo. No necesitas tener armas. Varil es inexpugnable… Están las murallas… ¿Sabes qué hay en el frasquito?
Hasta Rankstrail consiguió comprender, por la rapidez con que fueron pronunciadas las últimas palabras, por el tono alegre forzado, que era un intento por hablar de otra cosa. Había pensado que mamá estaría orgullosa de su voluntad de pelear por ella, de morir si fuera necesario, pero no había sido así. Quería que se sintiera orgullosa de él. Habría atravesado el viento y el fuego para que la mirada de su madre se iluminara de nuevo. Se lanzó a hablar, de nuevo orgulloso de saber la respuesta.
—B-bueno —trató de explicar—. B-bello —añadió. Se preguntaba qué sonidos podrían expresar la luz que impregna una masa deliciosa marrón y dorada, pero los collares de pedazos de ámbar en el puesto de un orfebre lo libraron del problema—. Como eso —dijo señalándolos.
De nuevo las palabras ocasionaron un desastre como los cubos del aguador.
De nuevo la alegría se extinguió en la mirada de la madre.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó despacio, bajando la voz—. ¿Cómo sabes qué hay dentro del frasco? Nunca has visto la miel. Nunca la hemos tenido.
Rankstrail se quedó atónito con la pregunta. En su afán de sanar la tristeza que había aparecido de nuevo en los ojos de su madre, buscó desesperadamente algo inteligente para decir. ¿Cómo se saben las cosas? ¿Cómo hacía él para saberlo? Lo sabía y basta. Así como sabía que él era Rankstrail y que mamá era mamá. Las cosas se saben y basta. No tenía explicación. Hizo otra vez un gesto vago.
—¿Sabes las cosas antes de que sucedan? ¿Antes de que algo suceda, ya lo sabes?
La pregunta no tenía sentido. El niño, afligido, apretó las manos sobre el frasquito de miel mientras buscaba con todas sus fuerzas que se le viniera algo a la mente, algo que tal vez hiciera regresar la sonrisa de la madre; y mientras trataba de entender dónde se había equivocado, por qué la alegría se había volado como una mariposa cautiva cuando se abren las manos.
—Si sabes las cosas antes de que sucedan —murmuró su madre todavía más bajo, casi en un susurro—, no se lo debes decir a nadie. ¿Entiendes?
Rankstrail se puso contento con ese susurro: restablecía la complicidad entre ambos, una complicidad que le agradaba y que sus palabras, de manera incomprensible, habían roto. Aunque no entendió nada, asintió con convicción, con la firme intención de mantener al máximo la boca cerrada, sin importar cuál fuera el tema de conversación.
La madre lo abrazó de nuevo y la ansiedad de Rankstrail por haber destruido la sonrisa materna se atenuó.
Atravesaron la puerta de la segunda cinta de murallas y entraron al Anillo Externo.
El Anillo Externo de la ciudad, entre la segunda y tercera cinta, era el más reciente, el más pobre y el más anegado. Comprimido entre muros altísimos, estaba a la sombra permanentemente: solo al mediodía, durante los días estivales, el sol lograba inundarla y expulsar durante algunas horas la oscuridad y la humedad que por lo demás reinaban invencibles. En la parte septentrional un manantial alimentaba una fuente con forma de cabeza de grifo que a su vez reabastecía las grandes pilas de piedra de los lavaderos y los innumerables charcos que jamás se secaban. El musgo se derramaba en coladas sobre los murallones hasta los techos de las minúsculas casas, casi madrigueras, que habían crecido adosadas a los bastiones como hongos, para albergar a todos los náufragos que llegaban a Varil desde el mundo exterior en busca de un lugar dónde vivir. Allí estaban los tránsfugas de las regiones orientales de los Confines de las Tierras Notas que habían huido de las incursiones de los Orcos; estaban los gigantes rubios de las Montañas del Norte expulsados por el frío y los lobos y poblaciones nómadas provenientes de las estepas del otro lado de las Tierras Ignotas.
Como nunca había sido sitiada, ni siquiera cuando los Orcos se habían abatido como chacales y Sire Arduin había tenido que vencerlos y expulsarlos más allá de los Confines de las Tierras Notas, Varil había descuidado un poco el anillo más externo de las murallas que, ante la indiferencia general, se había vuelto cada vez más áspero e irregular. Los alabarderos marchaban ahora sobre unas murallas tan maltrechas que no solo las raíces de los arbustos de alcaparras, sino las de árboles completos de higos y ciruelos silvestres, encontraban espacio entre las piedras despegadas. La parte de arriba, donde pegaba un poco el sol, había sido dotada con pequeñas terrazas de madera sostenidas por pedazos de troncos enterrados en el muro. Allí se habían improvisado huertas plantadas sobre capas delgadas de tierra transportada a mano a las que se accedía con cuerdas y escaleras de mano. Durante los aguaceros y las granizadas la tierra se deslizaba sobre los techos de los tugurios donde poco a poco los helechos se unían al musgo y los hongos, dando la impresión de ser algo intermedio entre una ciudad, un bosque y una huerta vertical. Arriba, contra las murallas, en los días de sol, protegidas del viento, las coles se engrosaban entre el rojo de los pimientos y el negro de las berenjenas, en medio de la ropa tendida al sol que era mucha y de muchos colores, porque uno de los principales oficios en el Anillo Externo era el de lavandera.
De los arcos de piedra que conectaban las murallas externas y las intermedias no colgaban copiosas flores como en la Ciudadela, sino cosas comestibles: estaban recubiertos por grandes y pequeñas plantas de mora y frambuesas que los niños del Anillo Externo y los soldados de ronda se apresuraban a despojar apenas algo se maduraba.
El Anillo Externo, como todos los lugares de desharrapados y muertos de hambre, era un mercado permanente.
Los únicos dos oficios admitidos de manera oficial, además del de mendigo, eran el de lavandera y el de vendedor de vituallas. Era la tarea de los que llegaban de últimos: quitarles el hambre a los ciudadanos, limpiarles la ropa y consolarles el alma permitiéndoles el alivio de la limosna. Comprar las cosas crudas y luego revenderlas ya cocinadas podía producir lo suficiente como para sobrevivir a duras penas. La mayoría de los artesanos del Anillo Intermedio comían en las casas, en las cocinas que también hacían las veces de talleres, pero las mesas servidas no incluían a los aprendices que a menudo venían del campo y mucho menos a los numerosos clientes: y toda esta gente tenía hambre. El ejército oficial les suministraba a los soldados una ración diaria pero monótona, y no pocos se desprendían de alguna monedita con tal de variar un poco.
Por muy fantasmagóricas que fueran en cantidad y variedad las cosas comestibles que se ofrecían de modo permanente, no hubieran bastado ni remotamente para saciar el hambre de todos los que lo padecían. Todos vendían de todo y el aroma feroz de los alimentos cocinados penetraba afilado como una cuchilla a aquellos que no se los podían costear. El color de las berenjenas y de los tomates enceguecía a todos aquellos que no eran sus dueños. El cacareo de las gallinas ensordecía a todos aquellos que no las poseían, muchos de los cuales hubieran hecho cualquier cosa por el sueño, siempre desatendido, de poseer una. Los niños jugaban en los charcos juntos a los gansos: de esta forma se divertían y no los perdían de vista ni un solo instante. Había puestos de caracoles con perejil, ancas de rana fritas y a veces, en los días de fiesta, alas de pollo acarameladas en pimientos; los olores llegaban desde todas las esquinas de las callejuelas empantanadas hasta las trincheras de los soldados, arriba, detrás de las almenas de las murallas por encima de las coles y de las berenjenas. Por todas partes corrían los hurones, criados dentro de las casas para espantar a las ratas, para que los niños jugaran, para enriquecer las polentas invernales y suministrar un pedacito de cuero bueno para forrar el calzado. Eran criaturas difíciles de vigilar, escapaban continuamente y cazaban pollos, lo que desataba riñas terribles entre sus propietarios y los de las presas reales o eventuales. El arroz se vendía en grandes sacos de yute o cocinado con pimiento en pequeños tazones de paja trenzada. En las esquinas de las casas se improvisaban fogones para tostar garbanzos o castañas, según la estación.
Mientras caminaban por las callecitas sucias, todavía a la sombra a pesar de lo tarde que era, la madre comenzó a contar una historia, o mejor, la historia, la única que conocía, la de la princesa que encuentra a la rana en el jardín y, en agradecimiento por una tarde en la que esta la había alejado de su gris y opaca soledad, la besa para verla transformada en príncipe. El padre, en cambio, tenía otra historia para entretenerlo en las noches en que el granizo de los temporales estivales sacudía con violencia la casita como un nido en una rama: la del lobo y la cabra que durante el temporal terminan en un mismo refugio, y en la oscuridad, cada uno toma al otro por un semejante y así llegan vivos al alba felizmente.
Rankstrail odiaba las historias. Para todos los demás las historias eran una especie de bendición, una suerte de regalo. Saber una historia era una riqueza rara y preciosa. Incluso en el Anillo Externo, donde nadie daba nada por nada, la capacidad de contar una historia podía ser recompensada con un invaluable pedazo de pan y cebolla. Alguna vez sus padres lograron ganar cualquier cosa contando sus dos historias, pero ahora todos las conocían y ellos ya no se las podían vender a nadie.
En realidad, las historias eran estúpidas y la estupidez molestaba a Rankstrail. Esa de la princesa era la más irritante. Los sapos no hablan, no se transforman en príncipes, solo un imbécil besaría uno, además se corría el riesgo de contraer verrugas. También el problema de la posible descendencia suscitaba incertidumbre. La parte más tediosa e insoportable de toda la historia era la descripción del vestido de la princesa con sus bordados; pero el diálogo entre ella y el sapo, con todas esas frases que rimaban, era una penitencia. Ni siquiera la historia que le contaba el padre lo entusiasmaba y nunca había comprendido por qué quería tranquilizarlo, pues nunca había encontrado nada de inquietante ni en la oscuridad ni en los temporales. En todo caso, también en esta había una falta total de lógica. En la oscuridad la cabra y el lobo debían haberse identificado por el olor. Él, aun en la oscuridad total, siempre era capaz de localizar con exactitud absoluta a su padre, a su madre, a Negrita y a cualquier otra criatura. Además, le parecía que sentirse feliz porque la cabra no se hubiera transformado en un banquete presuponía una compasión desigual por las dos criaturas y por su hambre, ya que las dos no vivían de hierba. El lobo quedaría sin nada entre los dientes y no tener nada para comer también es una forma de sufrimiento.
Aunque las aventuras de la princesa no le importaban ni un pepino, la felicidad con que la madre las contaba sí lo conmovía. Escuchó embelesado y cuando la madre le preguntó si quería escuchar de nuevo ese insulso lamento, aceptó con valor.
Cuando llegaron, el padre estaba sentado frente a la casa: transformaba un tronco en maderos destinados a convertirse a lo mejor en una puerta o en una banca, trabajo por el cual quizá le pagarían y entonces lo festejarían y tendrían polenta con salchichas para un día o de pronto hasta dos. Aunque Rankstrail siempre había mantenido la boca cerrada, había mantenido las orejas bien abiertas y había logrado entender hasta qué punto el taller de tallador era insuficiente para sostener a la familia sin otras ayudas. El padre de Rankstrail era muy hábil. Su aldea natal en los Confines de las Tierras Notas era un verdadero altorrelieve; las casas, las puertas e inclusive los palos que sostenían las cuerdas en las que secaban la ropa lavada tenían una gran cantidad de flores, hojas, frutas, unicornios, grifos y Dioses que se perdían en complejas estilizaciones hasta volverse indescifrables. Se consideraba un milagro que un habitante del Anillo Externo pudiera trabajar como artesano y el padre de Rankstrail lo había logrado gracias a su habilidad, a los sueños y los diseños en los que transformaba la madera.
Los dueños de los negocios del Anillo Intermedio pagaban puntualmente, pero sus órdenes eran de poca monta: arquibancos de trabajo sin tallas, reparaciones de mostradores. Los mejores trabajos eran para la aristocracia, sin embargo era agotador lograr que en la Ciudadela pagaran. La vanagloria de algunas de las viejas familias las inducía a pensar, de buena fe, que para un habitante del Anillo Externo trabajar para ellas era un honor que se recompensaba por sí mismo.
Al padre se le anunció, con la emoción correspondiente, la elocuencia recién adquirida de Rankstrail. El hombre no tenía ninguna quemadura que le estirara la cara: su risa y su gozo estallaron fragorosos y simétricos. Le dio a Rankstrail un largo abrazo sin cesar de repetir: «Mi niño… mi niño… mi niño adorado…».
Rankstrail dio muestras de su habilidad. Consciente de los desastres involuntarios cometidos con la madre y de la inescrutabilidad de las vías que llevan a las palabras a ser trampas mortales para la alegría, se limitó a señalar las cosas con el dedo y a nombrarlas.
El padre se sentó de nuevo, se puso a Rankstrail sobre las rodillas y le contó la única historia que le gustaba y que nunca se cansaría de oír: la llegada de sus padres a Varil. La ciudad, los arrozales, los garzones que levantaban el vuelo cuando ellos pasaban, todo se convertía en realidad en la mente de Rankstrail.
El esplendor de aquella mañana resonaba en las palabras del padre. Primero hablaba sobre las aldeas de donde habían sido expulsados, un nombre tras otro: y se las describía una a una. Rankstrail volvía a escuchar la historia como si fuera la primera vez, en suspenso, con toda la expectativa, toda la desilusión. Y luego venía la descripción de Varil, fuerte como un halcón, bella como un pavo real, y de cómo las colinas sobre las cuales surgía se habían abierto ante la mirada de sus padres con toda su magnificencia, mientras dominaba, como única altura, una llanura que se extendía inmensa hasta el horizonte en todas las direcciones salvo el oeste, donde las cimas de las Montañas Oscuras la cerraban. En este punto, el padre tomaba aliento, le sonreía y luego retomaba la narración de cómo Varil, altiva y orgullosa, se erguía con su triple y colosal anillo de murallas sobre la pendiente en parte escalonada en terrazas de arrozales, en parte cubierta de naranjales y olivares, que se unía sobre el lado norte con un bosque espeso de encinas y mirtos en el que pastaban vacas blancas, gordas y plácidas. Cada cosa era descrita, cada elemento repetido, cada detalle recalcado. A Rankstrail le habría bastado levantar la cabeza para ver por sí mismo los arcos y los contrafuertes, pero le encantaba reencontrarlos en la voz del padre: era como si tres geometrías, una hecha de piedras, una de sombras y una de palabras, se entrelazaran. El padre conocía los arcos: su abuelo, también tallador, se los había enseñado como parte de las decoraciones. Le explicó su admiración y asombro cuando reconoció en la parte alta de la ciudad los arcos redondos de la segunda dinastía rúnica; mientras que las torres de las atalayas de las tres series de bastiones estaban unidas por arcos agudos en peldaños de la tercera dinastía, que les permitían a los arqueros y a los soldados encargados de los despachos manuales moverse rápidamente de una muralla a otra durante un sitio, en el caso, hipótesis por completo inverosímil, de que la ciudad fuera sometida a uno. En tanto que el padre narraba, Rankstrail levantaba los ojos y miraba los arcos que, al entrelazarse, dividían el cielo y la luz en una serie de geometrías complejas cargadas de tupidas ramas de vid, hiedra y glicinias florecidas, mientras sus colores se alternaban con el blanco y el dorado de los estandartes que el viento sostenía con suavidad. De lejos, decía el padre, los arcos y las flores de las enredaderas se convertían en semicírculos coloreados que se continuaban unos con otros y parecían las plumas de un pájaro grande y espléndido posado sobre las murallas como sobre un nido. Pero la mejor parte de la historia, esa que una y otra vez le hacía latir el corazón aunque la había escuchado un sinnúmero de veces, era el final: el miedo, la espera, sus padres con el corazón en la garganta mientras la mirada de los soldados se posaba sobre ellos y el asombro al descubrir la negligencia y la indiferencia de aquella mirada: no los detendrían, no los habían detenido. No los habían expulsado. Estaban a salvo. Rankstrail rio feliz y, en vez de limitarse a celebrarlo batiendo sus manitos como acostumbraba, comentó repitiendo «bello» o más bien «b-bello», como una especie de estribillo.
El gozo de su padre y de su madre era abrumador. El padre, eufórico, le prometió un juguete: ¿qué juguete quería que le fabricara? Rankstrail no tuvo necesidad de pensarlo: de nuevo se vio a sí mismo como un caballero, con una espada en la mano y Negrita a salvo bajo el brazo, mientras la protegía junto a todas las madres y a todas las gallinas del mundo de todos los Orcos del mundo, de todos, hasta el último.
—¡E’pada! —gritó con alegría—. ¡E’pada b-bella!
Pero se arrepintió rápidamente. De nuevo la alegría se había ahogado como una mosca caída en el caldo y agonizaba penosamente dentro de la boca cerrada de su madre y la mirada preocupada de su padre.