Apéndice

Compson: 1699—1945

IKKEMOTUBBE. Desposeído Rey norteamericano. Llamado «l'Homme» (y a veces «de l'homme») por su hermano de leche, un Caballero de Francia quien de no haber nacido demasiado tarde podría haberse encontrado entre los más brillantes de aquella deslumbrante galaxia de gallardos canallas que los mariscales de Napoleón fueron, quien de este modo tradujo el título Chickasaw que significaba «El Hombre»; cuya traducción Ikkemotubbe, en sí mismo hombre de sabiduría e imaginación, así como agudo juez de caracteres, incluyendo el suyo propio, llevó un paso adelante y lo anglizó en «Doom». Quien de su vasto dominio perdido concedió toda una milla cuadrada de tierra virgen del norte de Mississippi, tan perfectamente cuadrada como las cuatro esquinas de una mesa de naipes (arbolada entonces porque eran los viejos tiempos anteriores a 1833 cuando se veían estrellas fugaces y Jefferson, Mississippi, era un alargado edificio deteriorado de troncos y adobe de una sola planta que albergaba al Agente Chickasaw y al almacén de su factoría) al nieto de un refugiado escocés que había perdido su derecho de primogenitura por aliarse con un rey que a su vez había sido desposeído. Ello, en parte, a cambio de poder proseguir en paz, por cualesquiera medios que él y su pueblo considerasen justos, a pie o a caballo, siempre y cuando fueran caballos Chickasaw, hacia las tierras salvajes del Oeste que vendrían a llamarse Oklahoma: sin saber entonces nada del petróleo.

JACKSON. Un Gran Padre Blanco con espada. (Viejo duelista, viejo león imperecedero camorrista flaco fiero sarnoso y perdurable que antepuso el bien de la nación por encima de la Casa Blanca y por encima de ambos la salud de su nuevo partido político y sobre todo ello colocó no el honor de su esposa sino el principio de que el honor había de defenderse tanto si lo había como si no porque defendido o lo había o no lo había). Quien patentó selló y refrendó con su propia mano la concesión en su dorada tienda india de Wassi Town, sin tampoco saber del petróleo: por lo cual un día los destituidos descendientes de los desposeídos, negligentemente bebidos y espléndidamente comatosos, pasarían sobre el polvoriento refugio concedido a sus huesos en carrozas fúnebres y coches de bomberos especialmente construidos y pintados de color escarlata.

Estos fueron Compsons:

QUENTIN MACLACHAN. Hijo de un tipógrafo de Glasgow, huérfano y criado por los parientes de su madre en las montañas de Perth. Huyó a Carolina desde los páramos de Culloden con una espada y la falda escocesa que utilizaba para cubrirse durante el día y cobijarse durante la noche, y poco más. A los ochenta años, habiendo luchado una vez contra un rey inglés y perdido, no tropezó dos veces con la misma piedra y volvió a huir una noche de 1799, con su pequeño nietecito y la falda escocesa (la espada había desaparecido, junto con su hijo, el padre del nieto, de uno de los regimientos de Tarleton hacía un año aproximadamente en un campo de batalla de Georgia) a Kentucky, donde un vecino llamado Boon o Boone ya había establecido una colonia.

CHARLES STUART. Deshonrado y proscrito en nombre y grado de su regimiento británico. Dado por muerto en una zona pantanosa de Georgia por su propio ejército en retirada y después por la avanzadilla norteamericana, equivocándose ambos. Todavía poseía la espada cuando con la pata de palo que él mismo se había hecho cuatro años después alcanzó a su padre y a su hijo en Harrodsburg, Kentucky, precisamente a tiempo de enterrar al padre y adentrarse en un largo período durante el cual sintió tener una personalidad dividida al intentar ser el maestro de escuela que creía quería ser, hasta que finalmente lo dejó y se convirtió en el jugador que en realidad era y que ningún Compson no advirtió nunca ser siempre y cuando el gambito fuese a la desesperada y durase la suerte. Finalmente consiguió no sólo jugarse su cabeza sino la seguridad de su familia y la propia integridad del nombre que dejaría tras él, uniéndose a la conspiración sediciosa encabezada por un conocido llamado Wilkinson (hombre de considerable talento e influencia e intelecto y fuerza) para segregar todo el Valle del Mississippi de los Estados Unidos y unirse a España. Huyó a su vez cuando la cosa explotó (tal y como cualquiera menos un maestro llamado Compson hubiera sabido que ocurriría), siendo él el único conspirador que hubo de abandonar el país: no por venganza y justicia del gobierno que había él intentado desmembrar, sino por la virulenta reacción de sus antiguos compañeros frenéticamente preocupados ahora de su propia seguridad. No fue expulsado de los Estados Unidos, él se autodestruyó, debiéndose su expulsión no a su traición sino a haber sido tan explícito y vociferante durante su gestación, quemando verbalmente todo puente tras él, incluso antes de llegar a donde pudiese preparar la próxima: de tal forma que no fue un alguacil ni siquiera una agencia cívica sino sus propios compinches quienes organizaron el movimiento que lo expulsaría de Kentucky y de los Estados Unidos y, de haberlo atrapado, también de este mundo. Huyó de noche, escapando, fiel a la tradición familiar, con su hijo y la vieja espada y la falda escocesa.

JASON LYCURGUS. Quien, quizás compelido por la coacción del extravagante nombre que le había sido impuesto por el sardónico, amargo e indomable padre de la pata de palo quien quizás todavía creía querer ser profesor de lenguas clásicas, subió la Pista de Natchez un día de 1811 con un par de buenas pistolas y una magra alforja montando una yegua enjuta pero fuerte de remos que definitivamente podía hacer los dos primeros estadios en menos de medio minuto y los dos siguientes en no mucho más, aunque ahí quedaba la cosa. Pero era suficiente: quien llegó hasta la agencia Chickasaw en Okatoba (que en 1860 era todavía conocido como Old Jefferson) y no continuó adelante. Quien seis meses después era ayudante del Agente y su socio doce después, oficialmente ayudante todavía pero en realidad co—propietario de lo que ahora era un considerable almacén abastecido con las ganancias de la yegua al competir con los caballos de los jóvenes de Ikkemotubbe que él, Compson, tenía buen cuidado de limitar a un cuarto de milla o como mucho a tres estadios; y al año siguiente era Ikkemotubbe quien poseía la yegua y Compson toda la milla cuadrada de terreno que algún día estaría casi en el centro de la ciudad de Jefferson, arbolada entonces y todavía arbolada veinte años más tarde aunque para entonces era más parque que bosque, con sus cabañas para los esclavos y sus establos y huertos y jardines y paseos y pabellones diseñados por el mismo arquitecto que construyó la casa porticada de columnas traída en vapor desde Francia y Nueva Orleans, y la milla cuadrada aún intacta en 1840 (solamente el pueblecito blanco llamado Jefferson empezaba a rodearla, pero casi la circundaba un condado blanco porque pocos años después habrían desaparecido los descendientes y el pueblo de Ikkemotubbe, viviendo los que quedaron no como guerreros y cazadores sino como hombres blancos —desmañados agricultores o, aquí y allá, señores de lo que ellos denominaban plantaciones o amos de esclavos perezosos, algo más sucios que el hombre blanco, algo más perezosos, algo más crueles— hasta que por fin incluso la sangre salvaje desapareció, ocasionalmente percibida en el perfil de la nariz de un negro guiando un carro de algodón o de un peón blanco de una serrería o de un trampero o de un fogonero de una locomotora), conocida entonces como el Dominio de los Compson, puesto que era adecuada para engendrar príncipes, estadistas y generales y obispos, para vengar a los desposeídos Compsons de Culloden y Carolina y Kentucky, conocida después como la mansión del Gobernador porque, con el tiempo, ciertamente, generó o engendró al menos a un gobernador —otra vez Quentin MacLachan, por el abuelo escocés— y todavía conocida como la mansión del Viejo Gobernador incluso después de que hubo engendrado (1861) a un general —(así llamada por el pueblo y el condado enteros por acuerdo y consenso predeterminados como si incluso con antelación supieran entonces que el Viejo Gobernador sería el último Compson que no fracasaría en cualquier cosa que tocase excepto en longevidad y suicidio)— el Brigadier Jason Lycurgus II quien fracasó en Shiloh en el 62 y volvió a fracasar aunque no tan gravemente en Resaca en el 64, quien por vez primera hipotecó la todavía intacta milla cuadrada a un estafador de Nueva Inglaterra en el 66, después de que el antiguo pueblo hubiese sido quemado por el General Smith del Ejército Federal y el pueblecito, a tiempo de ser poblado principalmente por descendientes no de los Compsons sino de los Snopes, hubiese comenzado a rozar y luego a invadir las lindes y después su interior mientras el fracasado brigadier pasaba los siguientes cuarenta años vendiendo fragmentos para mantener la hipoteca sobre el resto: hasta que un día de 1900 murió tranquilamente en un catre del ejército en la reserva de caza y pesca de la cuenca del río Tallahatchie donde transcurrieron la mayor parte de sus últimos años.

E incluso ahora hasta el viejo gobernador estaba olvidado; lo que quedaba de la antigua milla cuadrada era ahora meramente conocido como la mansión de los Compson —restos ahogados por la maleza de los antiguos paseos y los jardines devastados, la casa que necesitaba pintura desde hacía ya demasiado tiempo, las enhiestas columnas del pórtico donde Jason III (educado para la abogacía y naturalmente mantuvo un bufete en la Plaza en un segundo piso, donde enterraba en polvorientas carpetas algunos de los más antiguos apellidos del condado— Holston y Sutpen, Grenier y Beauchamp y Coldfield— año tras año se descolorían entre los insondables laberintos de la jurisprudencia: y quién sabe qué sueño en el interior del corazón de su padre, completando entonces el tercero de sus tres avatares —uno como hijo de un brillante y gallardo estadista, el segundo como líder de hombres valientes y gallardos en el campo de batalla, el tercero como una mezcla privilegiada de Daniel Boone—Robinson Crusoe que no hubiese regresado a la juventud porque en realidad nunca la hubo abandonado— de que aquella antesala de abogado haría retornar la antesala de la mansión del Gobernador y el antiguo esplendor) pasaba el día sentado con una botella de cristal tallado llena de whisky y una carnada de Horacios y Livios y Cátulos con orejas de perro, componiendo (se decía) satíricos y cáusticos panegíricos sobre sus conciudadanos tanto vivos como muertos, quien vendió el resto de la finca, excepto el fragmento que contenía la casa y el huerto y los semiderruidos establos y una cabaña para los criados en la que vivía la familia de Dilsey, a un club de golf por una cantidad al contado con la cual su hija Candace pudo celebrar su boda en abril y su hijo Quentin pudo terminar un curso en Harvard y suicidarse el siguiente junio en 1910, ya conocida como la mansión de los Compson incluso mientras había Compsons todavía viviendo en ella en aquel anochecer de primavera de 1928 cuando la predestinada tataranieta de diecisiete años del viejo gobernador perdida y desposeída robó al único pariente masculino cuerdo que le quedaba (su tío Jason IV) su atesorado secreto pecuniario y descendió por una cañería y huyó con un saltimbanqui de un teatrillo ambulante, y todavía conocida como la vieja mansión de los Compsons mucho después de que los vestigios de los Compsons hubiesen desaparecido de ella: después de que la madre viuda hubiese muerto y de que Jason IV, quien ya no tenía por qué temer a Dilsey, recluyese a su hermano retrasado mental, Benjamin, en el manicomio estatal de Jackson y vendiese la casa a un vecino que la transformó en pensión para jurados y tratantes de mulas y caballos, y aún conocida como la vieja mansión de los Compsons incluso después de que la pensión (y entonces también el campo de golf) hubiesen desaparecido y la antigua milla cuadrada incluso volviera a estar intacta en filas y filas de masificados chalecitos semi—urbanos unifamiliares de mala calidad.

Y éstos:

QUENTIN III. Quien amaba no el cuerpo de su hermana sino vagamente algún concepto de honor Compson y (él lo sabía bien) sólo temporalmente descansando en la frágil y diminuta membrana de su doncellez semejante al equilibrio de una miniatura de la inmensidad del globo terráqueo sobre el morro de una foca amaestrada. Quien amaba no la idea del incesto que no cometería, sino algún presbiteriano concepto de su eterno castigo: él, no Dios, podría arrojarse a sí mismo y a su hermana mediante ello al infierno, donde para siempre podría guardarla y mantenerla para siempre jamás intacta entre las eternas llamas. Quien sobre todo amaba a la muerte, quien sólo amaba a la muerte, amó y vivió con deliberada y casi pervertida expectación tal y como ama un enamorado y deliberadamente se reprime ante el increíble cuerpo complaciente y propicio y tierno de su amada, hasta que ya no puede soportar no el reprimirse sino la prohibición y entonces se lanza, se arroja, renunciando, ahogándose. Se suicidó en Cambridge, Massachussetts, en junio de 1910, dos meses después de la boda de su hermana, esperando primero a completar el curso académico y así compensar el valor de la matrícula pagada con antelación, no porque llevase en su interior a sus abuelos de Culloden, Carolina y Kentucky sino porque el trozo que quedaba de la vieja milla de los Compsons que había sido vendida para pagar la boda de su hermana y su año en Harvard había sido lo único, además de dicha hermana y el fuego de la chimenea, que su hermano pequeño, tonto de nacimiento, había amado.

CANDACE (CADDY). Maldita y lo sabía, aceptó el destino sin buscarlo ni esquivarlo. Amaba a su hermano a pesar de él mismo, le amaba no sólo a él sino en él al severo profeta e incorruptible juez inflexible de lo que él consideraba el honor y destino de la familia, tal como él creyó amar pero en verdad odiaba de ella lo que consideraba el frágil vehículo de su honor y el sucio instrumento de su desgracia; no sólo esto, ella le amaba no sólo a pesar sino por el hecho de ser él mismo incapaz de amor, aceptando el hecho de que por encima de todo él debía no valorarla a ella sino a la virginidad de la que era custodia y a la que ella no daba valor alguno: frágil constricción física que para ella no tenía mayor significado que el que podía tener en un dedo un padrastro. Sabía que el hermano sobre todo amaba a la muerte y no tuvo celos, le habría (y quizá lo hiciese al calcular su matrimonio deliberadamente) puesto en la mano la hipotética cicuta. Estaba encinta de dos meses del hijo de otro hombre al cual sin importarle su sexo ya había llamado Quentin por el hermano de quien ambos (el hermano y ella) sabían estaba como muerto, cuando se casó (1910) con un joven de Indiana extremadamente deseable a quien su madre y ella habían conocido durante unas vacaciones en French Lick durante el verano anterior, el cual pidió el divorcio en 1911. Se casó en 1920 con un magnate cinematográfico menor en Hollywood, California. Divorciados de mutuo acuerdo en México, 1925. Desaparecida en París con la ocupación alemana, 1940, todavía hermosa y posiblemente también todavía rica puesto que parecía tener quince años menos de los cuarenta y ocho que en realidad tenía, y no se volvió a saber de ella. A no ser por una mujer de Jefferson, la bibliotecaria del condado, mujer del tamaño y color de un ratón que nunca se había casado, quien había pasado por las escuelas del pueblo el mismo curso que Candace Compson y que después pasó el resto de su vida intentando mantener Forever Amber en su secuencia de metódicos avatares y Jurguen y Tom Jones fuera del alcance de los estudiantes del primero y del último curso del bachillerato quienes alcanzaban a cogerlos sin tener siquiera que ponerse de puntillas para llegar a los estantes más altos donde ella los había colocado subiéndose a una banqueta. Un día de 1943, tras una semana de confusión que casi llegó a rozar la desintegración, durante la cual quienes entraban en la biblioteca siempre la encontraban en trance de cerrar apresuradamente el cajón de su mesa y echarle la llave (de tal modo que las matronas, esposas de banqueros y médicos y abogados, habiendo estado alguna de ellas en la misma clase de la vieja escuela, quienes iban y venían por las tardes con ejemplares de Forever Amber y con los volúmenes de Thorne Smith cuidadosamente envueltos en las hojas de los periódicos de Memphis y de Jackson para ocultarlos de miradas ajenas, creyeron que quizá había perdido la cabeza), cerró y echó la llave a la puerta de la biblioteca a media tarde y con el bolso estrechamente apretado bajo el brazo y con dos manchas febriles producto de su resolución en sus habitualmente pálidas mejillas, entró en el almacén de ferretería donde Jason IV se había iniciado como dependiente y donde ahora poseía su propio negocio de compraventa de algodón, atravesando aquella tenebrosa cueva en la que únicamente entraban los hombres —una cueva atestada y empapelada y estalagmitada de arados y discos y ronzales y ballestillas y yugos y zapatos baratos y linimento para caballos y harina y melaza, tenebrosa no porque mostrase los bienes que contenía sino que más bien los escondía puesto que quienes proveían a los agricultores de Mississippi o al menos a los agricultores negros a cambio de una parte de la cosecha no deseaban, hasta que la cosecha estuviese recogida y su valor aproximadamente computado, mostrarles lo que podrían aprender a desear sino solamente proveerlos ante una demanda específica de lo que no podían dejar de necesitar— y a grandes pasos entró hasta el fondo del dominio particular de Jason: un recinto cercado por una verja atiborrada de estantes y casilleros que guardaban recetas de ginebra y libros de cuentas y claveteadas muestras de algodón almacenando polvo y telarañas, fétido por la mezcla de olor a queso y queroseno y grasa de arneses y la tremenda estufa de hierro sobre la cual se había escupido tabaco mascado durante casi cien años, y hasta el elevado mostrador inclinado tras el que se encontraba Jason y, sin volver a mirar al hombre con mono que paulatinamente había dejado de hablar e incluso de mascar al entrar ella, con una especie de desesperado desánimo abrió el bolso y desmañadamente sacó una cosa y la extendió sobre el mostrador y permaneció estremecida y jadeante mientras Jason la miraba —una fotografía, una lámina en colores obviamente recortada de una revista ilustrada— una fotografía rebosante de lujo y dinero y de sol —un fondo de Cannebiére con montañas y palmeras y cipreses y el mar, un automóvil deportivo descapotable cromado caro y potente, sin sombrero el rostro de la mujer enmarcado por un pañuelo caro y un abrigo de piel de foca, sin edad y hermoso, frío sereno y maldito; un hombre esbelto de mediana edad a su lado con medallas y herretes de general del alto estado mayor alemán— y la solterona bibliotecaria de color ratón estremecida y despavorida ante su propia temeridad, con la mirada fija en el estéril solterón en el que terminaba aquella larga fila de hombres que habían albergado algo de decencia y orgullo incluso después de que su integridad hubiese comenzado a fallar y el orgullo se hubo convertido casi en autoconmiseración: desde el expatriado que había huido de su lugar de origen con poco más que su vida aunque negándose todavía a aceptar la derrota, pasando por el hombre que dos veces se jugó la vida y su buen nombre y por dos veces perdió y también declinó aceptarlo, y el que con solamente un pequeño e inteligente caballo como instrumento vengó a sus desheredados padre y abuelo y consiguió un reino, y el gallardo y brillante gobernador y el general que aunque fracasó dirigiendo en la batalla a hombres gallardos y valientes al menos también se jugó la vida con el fracaso, hasta el culto dipsómano que vendió el final de su patrimonio no para comprar bebida sino para dar a uno de sus descendientes la mejor oportunidad en la vida que pudo ocurrírsele.

«¡Es Caddy!», susurró la bibliotecaria. «¡Hemos de rescatarla!».

«Claro que es Cad», dijo Jason. Entonces se echó a reír. Estaba allí riéndose ante la fotografía, ante el rostro frío y hermoso ahora arrugado y ajado tras permanecer una semana en el cajón de la mesa y en el bolso. Y la bibliotecaria sabía el porqué de su risa, quien no le había llamado sino señor Compson durante treinta y dos años, desde el día en que Candace, abandonada por su marido, había traído a casa a su hijita y la dejó y marchó en el siguiente tren, para no regresar más, y no solamente la cocinera negra, Dilsey, sino también la bibliotecaria adivinaron por simple instinto que de algún modo Jason estaba utilizando la vida de la niña y su ilegitimidad no sólo para chantajear a la madre y tenerla lejos de Jefferson para el resto de su vida sino para que le nombrase depositario indiscutible y único del dinero que ella mandase para el mantenimiento de la niña, y se había negado a hablarle en absoluto desde aquel día de 1928 en que la hija se escapó por la cañería y huyó con el saltimbanqui.

«¡Jason!», sollozó. «¡Hemos de rescatarla! ¡Jason! ¡Jason…» y todavía sollozaba cuando él tomó la fotografía entre el índice y el pulgar y la arrojó sobre el mostrador en dirección a ella.

«¿Que ésa es Candace?», dijo. «No me hagas reír. Esta zorra todavía no ha cumplido los treinta. La otra tiene ya cincuenta».

Y la biblioteca todavía permaneció cerrada durante todo el día siguiente cuando a las tres en punto de la tarde, con los pies maltrechos pero aún sin darse por vencida y aún estrechando con fuerza el bolso bajo el brazo, entró en un pequeño huerto en el barrio residencial negro de Memphis y subió los escalones de la pulcra casita y tocó el timbre y se abrió la puerta y una mujer negra de su misma edad aproximadamente la miró apaciblemente. «¿Eres Frony, verdad?», dijo la bibliotecaria. «¿No me recuerdas… Melissa Meek, de Jefferson…».

«Sí», dijo la negra. «Pase. Querrá ver a mamá». Y ella entró en la habitación, el dormitorio pulcro aunque atiborrado de una vieja negra, con un fétido olor a viejo, a vieja, a negra vieja, donde la anciana estaba sentada en una mecedora junto a la chimenea donde incluso aunque era junio ardía el fuego —una mujer en tiempos corpulenta, con un gastado y pulcro vestido de algodón y un inmaculado turbante rodeándole la cabeza sobre los ojos legañosos y ahora aparentemente casi ciegos— y dejó el arrugado recorte en las negras manos que, como en las mujeres de su raza, todavía eran flexibles y de delicadas formas como lo fueron cuando tenía treinta años o veinte o incluso diecisiete.

«¡Es Caddy!», dijo la bibliotecaria. «¡Es ella! ¡Dilsey! ¡Dilsey!».

«¿Qué ha dicho él?», dijo la anciana negra. Y la bibliotecaria adivinó a quién se refería por «él», y la bibliotecaria se asombró no de que la anciana negra supiera que ella (la bibliotecaria) supiese a quién se había referido por «él», ni de que la anciana negra inmediatamente supiese que ella ya había enseñado la fotografía a Jason.

«¿No sabes lo que dijo?», sollozó. «Cuando se dio cuenta de que ella estaba en peligro, dijo que era ella, aunque yo no hubiese tenido la fotografía para que lo viese. Pero en cuanto se dio cuenta de que alguien, de que cualquiera, de que hasta yo, quería rescatarla, que intentaría rescatarla, dijo que no era ella. ¡Pero lo es! ¡Mírala!».

«Con estos ojos», dijo la anciana negra, «¿Cómo voy a poder ver la fotografía?».

«¡Llama a Frony!», gritó la bibliotecaria. «¡Ella la reconocerá!». Pero la anciana negra ya plegaba el recorte con cuidado por los dobleces, devolviéndoselo.

«Mis ojos ya no sirven de nada», dijo. «No lo veo».

Y aquello fue todo. A las seis en punto penetró en la atestada terminal de autobuses, con el bolso apretado bajo un brazo y la mitad de su billete de ida y vuelta en la otra mano, y se vio arrastrada hacia el andén por la marea diurna escasa en civiles más abundante en soldados y marineros en ruta hacia un permiso o hacia su muerte y de mujeres jóvenes sin hogar, sus compañeras, que llevaban dos años viviendo día tras día en trenes y hoteles cuando la suerte las acompañaba y en autobuses y estaciones y vestíbulos y salas de espera cuando no, descansando solamente para desprenderse de sus crías en hospicios y comisarías de policía y continuar después, y logró subir al autobús, con su escasa estatura de modo que sólo de vez en cuando sus pies tocaban el suelo hasta que una figura (un hombre de caqui, ella no pudo verlo porque ya estaba llorando) se levantó y la tomó en brazos y la colocó en un asiento junto a la ventanilla, donde sin dejar de llorar suavemente miró a la ciudad huir velozmente y quedar después atrás y en breve se encontró en casa, a salvo en Jefferson donde todavía la vida vivía con pasión y estruendo y dolor y furia y desesperación impenetrables, mas donde a las seis en punto podías cerrar sus tapas e incluso la livianamano de un niño podría volver a colocarla entre su informe parentela sobre los estantes apacibles y eternos y echarle la llave para toda una noche de insomnio. Sí pensó, llorando suavemente, eso ha sido todo ella no ha querido saber si era o no era Caddy porque sabe que Caddy no quiere ser rescatada ya carece de nada que merezca la pena salvarse porque carece de todo lo que se puede perder que merezca la pena perderse.

JASON IV. El primer Compson cuerdo desde antes de Culloden y (solterón sin hijos) por lo tanto el último. Poseía una lógica racional e incluso su filosofía dentro de la vieja tradicción estoica: sin pensar nada de Dios en uno u otro sentido y simplemente teniendo en cuenta a la policía y por tanto temiendo y respetando a la negra, su enemiga declarada desde que nació y su enemiga mortal desde aquel día de 1911 en que ella adivinó mediante simple clarividencia que de algún modo él estaba utilizando la ilegitimidad de su sobrinita para chantajear a su madre, quien preparaba los alimentos que él comía. Quien no sólo se defendió y resistió ante los Compson sino que compitió y resistió ante los Snopes que se apoderaron del pueblecito a comienzos de siglo mientras los Compsons y los Sartoris y los de su clase se desvanecían (ningún Snopes, sino el propio Jason Compson fue quien tan pronto murió su madre —la sobrina ya había huido cañería abajo y desaparecido por lo que Dilsey carecía ya de ambos asideros para frenarle— confió a su hermano menor retrasado mental al estado y vació la vieja mansión, dividiendo las hasta ahora espléndidas habitaciones en lo que él denominaba apartamentos y vendiendo todo a un conciudadano que lo utilizó como pensión), aunque ello no resultó difícil puesto que en su opinión el resto del pueblo y del mundo y de la raza humana exceptuándose él mismo eran Compsons, inexplicables pero previsibles, ya que no se podía confiar en ellos. Quien, habiéndose gastado todo el dinero procedente de la venta del prado en la boda de su hermana y en el curso de su hermano en Harvard, utilizó los escasos ahorros de su escaso sueldo de dependiente para marcharse a una escuela de Memphis donde aprendió a clasificar y graduar algodón, y estableció así su propio negocio con el cual, tras la muerte de su dipsómano padre, asumió todo el peso de su decadente familia y de su decadente casa, manteniendo al hermano retrasado mental a causa de su madre, sacrificando los placeres que habrían sido merecidos justa y correctamente e incluso necesitados por un solterón de treinta años, a fin de que la vida de su madre pudiese continuar en la forma más parecida posible a lo que había sido; ello no porque la amase sino (siempre cuerdo) sencillamente porque temía a la cocinera negra a la que ni siquiera pudo obligar a marcharse incluso cuando intentó dejar de pagarle su jornal; y quien a pesar de todo esto, todavía pudo ahorrar casi tres mil dólares (2.840 dólares con 50 centavos) según declaró la noche en que los robó su sobrina, en mezquinas y angustiosas monedas de diez y veinticinco centavos y de medio dólar, cuyo tesoro no guardaba en un banco porque un banquero para él no era sino otro Compson más, sino que lo ocultaba en un escritorio cerrado con llave en su dormitorio cuya cama se hacía y cambiaba él mismo puesto que mantenía cerrada con llave la puerta del dormitorio durante todo el día menos cuando él la atravesaba. Quien, tras un intento fallido de su hermano tonto para coger a una niña que pasaba, se hizo nombrar tutor del tonto sin que lo supiera su madre y hacer así castrar a la criatura antes de que la madre se diera cuenta de que había salido de la casa, y quien a la muerte de la madre en 1933 pudo por fin librarse no sólo del hermano tonto y de la casa sino también de la negra, trasladándose a un par de oficinas sobre un tramo de escaleras del almacén que contenía sus libros de cuentas y muestras de algodón, que había convertido en dormitorio—cocina—baño y del cual durante los fines de semana se veía entrar y salir a una gruesa pelirroja simpática ordinaria y de rostro amable ya no demasiado joven, con pamela (cuando estaban de moda) y un abrigo de imitación de piel, viéndose a ambos, al maduro tratante de algodón y a la mujer a quien las mujeres del pueblo simplemente denominaban su amiga de Memphis, en el cine local los sábados por la noche y los domingos por la mañana subir las escaleras del apartamento con bolsas de papel de la tienda de ultramarinos conteniendo barras de pan y huevos y naranjas y latas de sopa, caseros, familiares, conyugales, hasta que el autobús de la tarde la devolvía a Memphis. Entonces estaba emancipado. Era libre. «En 1865», decía, «Abe Lincoln liberó a los negros de los Compsons. En 1933, Jason Compson liberó a los Compsons de los negros».

BENJAMIN. Nacido Maury por el único hermano de su madre: un atractivo solterón guapo fanfarrón y sin trabajo que tomaba dinero prestado de casi todo el mundo, hasta de Dilsey aunque fuera negra, explicándole mientras se sacaba la mano del bolsillo que a sus ojos ella no sólo era un miembros más de la familia de su hermana, sino que a los ojos de cualquiera en todas partes sería considerada una dama. Quien, cuando finalmente su madre se dio cuenta de lo que era e insistió llorando en que se le cambiase de nombre, fue rebautizado Benjamin por su hermano Quentin (Benjamín, el hermano menor, vendido a Egipto). Quien amaba tres cosas: el prado que se vendió para pagar la boda de Candace y enviar a Quentin a Harvard, a su hermana Candace y el resplandor del fuego.

Quien no perdió a ninguno de ellos porque no recordaba a su hermana sino solamente su pérdida, y el resplandor del fuego tenía la misma identidad brillante que el sueño, y el prado vendido era incluso mejor que antes porque ahora él y TP no sólo podían contemplar indefinidamente desde el otro lado de la cerca los movimientos que ni siquiera le importaba que fueran de seres humanos blandiendo palos de golf, TP podía dirigirse hacia matas de hierba o de maleza donde repentinamente aparecerían en las manos de TP pequeñas esferillas que competían con e incluso conquistaban lo que él ni siquiera sabía eran la gravedad y todas las leyes inmutables cuando salían despedidas de la mano hacia la tarima del piso o hacia la pared ahumada o hacia la cerca de cemento. Castrado en 1913. Internado en el manicomio estatal de Jackson en 1933. Entonces nada perdió tampoco pues, al igual que con su hermana Candace, recordaba no el prado sino su pérdida, y el resplandor del fuego todavía tenía la misma forma brillante del sueño.

QUENTIN. La última. Hija de Candace. Huérfana de padre nueve meses antes de su nacimiento, sin apellido en su nacimiento y ya condenada a quedarse soltera desde el instante en que el óvulo al dividirse determinó su sexo. Quien a los diecisiete años, en el mil ochocientos noventa y cinco aniversario del día anterior a la resurrección de Nuestro Señor, se descolgó por una cañería desde la ventana de la habitación en la que su tío la había encerrado a mediodía, hasta la ventana cerrada de la habitación cerrada con llave y vacía de aquél y rompió un cristal y entró por la ventana y con el atizador de la chimenea de su tío descerrajó el cajón del escritorio y cogió el dinero (tampoco eran 2.840 dólares y cincuenta centavos, eran casi siete mil dólares y ello fue aquella noche causa de laira de Jason, de la insoportable furia escarlata que aquella noche y a intervalos recurrentes con escasa o ninguna disminución durante los cinco años siguientes, le hizo creer seriamente que acabaría por destruirlo inesperadamente, dejándolo muerto instantáneamente como una bala o un rayo: que aunque le hubieran sido robados no unos insignificantes tres mil dólares sino casi siete mil no podía decirlo a nadie, porque habiendo sido robados siete mil dólares en lugar de solamente tres nunca podría recibir justificación —no quería lástima— de otros hombres tan desafortunados como para tener una zorra por hermana y otra por sobrina, ni siquiera podría dirigirse a la policía; porque habiendo perdido cuatro mil dólares que no le pertenecían ni siquiera podría recuperar los tres mil que sí puesto que aquellos primeros cuatro mil dólares eran no solamente propiedad legal de su sobrina como parte del dinero aportado por su madre para sostenerla y mantenerla durante los últimos dieciséis años, no tenían existencia alguna, habiendo sido oficialmente registrados como gastados y consumidos en los informes anuales que entregaba al Canciller del distrito, tal como se le requería como tutor y administrador por sus garantes; por lo que fue robado no solamente de sus robos sino también de sus ahorros, y por su propia víctima: había sido robado no sólo de los cuatro mil dólares por los que al adquirirlos había corrido el riesgo de la cárcel sino de los tres mil que había atesorado al precio del sacrificio y de la abnegación, casi de cinco en cinco o de diez en diez centavos, durante un período de casi veinte años: y no sólo por su propia víctima sino por una niña que lo hizo de una sola vez, sin premeditación ni plan, sin incluso saber ni importarle cuánto iba a encontrar cuando rompió el cristal de la ventana: él, quien siempre había respetado a la policía, quien nunca les había causado problemas, quien había pagado año tras año los impuestos que los mantenían en sádica y parasitaria ociosidad, no solamente eso, no se atrevía a salir él mismo tras la chica porque podría atraparla y ella hablaría, por lo que su único recurso consistía en un vano sueño que le hizo dar vueltas en la cama y sudar por las noches durante dos y tres e incluso cuatro años después del suceso, cuando ya debería haberlo olvidado: atraparla por sorpresa, saltando sobre ella en la oscuridad, antes de que se gastara todo el dinero, y asesinarla antes de que tuviese tiempo de abrir la boca) y descendió por la misma cañería al anochecer y huyó con el saltimbanqui que ya había sido condenado por bigamia. Y así desapareció; cualesquiera oportunidad que le hubiere surgido no habría llegado en un Mercedes cromado; cualesquiera instantánea no habría incluido a un general del estado mayor.

Y eso fue todo. Estos otros no eran Compson. Eran negros:

TP. Quien en la calle Beale de Memphis llevaba las mismas ropas chillonas baratas e intransigentes especialmente hechas para él por los explotadores de los obreros textiles de Chicago y Nueva York.

FRONY. Quien se casó con un mozo de estación y marchó a vivir a St. Louis y después regresó a Memphis para vivir con su madre puesto que Dilsey se negó a ir más lejos.

LUSTER. Un hombre a los catorce años. Quien no solamente era capaz de cuidarse por completo y proteger a un retrasado mental que le doblaba en edad y le triplicaba en tamaño, sino que además lo mantenía entretenido.