El día amaneció nublado y frío, un móvil muro de luz gris surgido del noreste que, en lugar de disolverse en humedad, parecía desintegrarse en partículas diminutas y venenosas, como polvo que, cuando Dilsey abrió la puerta de la cabaña y emergió, se ensartaron literalmente en su carne, precipitando no tanto humedad sino una sustancia que tenía algo de la cualidad de una leve grasa que no hubiese llegado a solidificarse. Llevaba un severo sombrero de paja negra encaramado sobre su turbante, y una esclavina de terciopelo castaño ribeteada de piel anónima y costrosa sobre un vestido de seda morada, y permaneció un momento en la puerta alzando su milenario rostro abatido, y una mano delgada y fláccida como el vientre de un pez para sopesar el tiempo, luego apartó la esclavina y se examinó la pechera del vestido.
El vestido le caía fláccidamente desde los hombros, sobre sus pechos caídos, se ajustaba luego sobre el vientre y volvía a caer, aglobándose un poco sobre la ropa interior, de regios colores desvaídos, de la que al llegar la primavera y los días cálidos, se despojaría capa a capa. Había sido una mujer grande pero ahora se evidenciaba su esqueleto, holgadamente envuelto por una piel ajada que se tensaba sobre un vientre casi hidrópico, como si músculo y tejido hubieran sido valor y fortaleza que con los días o con los años se hubiesen consumido hasta que solamente el indomable esqueleto se erigiese como una ruina o un poste desde sus somnolientas e impenetrables entrañas, y sobre un rostro hundido que causaba la sensación de que los huesos sobresalían de la piel, se vislumbró ante la violencia del día una expresión a la vez fatalista e infantilmente decepcionada y atónita, hasta que se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa y cerró la puerta.
La tierra más cercana a la puerta estaba desnuda. Tenía una pátina, como extendida por huellas de pies descalzos de muchas generaciones, como la plata añeja bruñida a mano de los muros de las casas mejicanas. Junto a la casa, dándole sombra en verano, se alzaban tres moreras, con hojas en plumón, que después se abrirían plácidamente como palmas de manos que brotasen del ímpetu del aire planas y ondulantes. Una pareja de arrendajos surgió de la nada, revolotearon entre las ráfagas de viento como jirones de tela estridente y se recogieron en las moreras, donde se balancearon alternando sus trinos, desgañitándose entre el viento que rasgaba sus ásperos gritos, alejándose alternativamente como trozos de papel o tela. Después se les unieron tres más balanceándose y columpiándose sobre las retorcidas ramas durante unos momentos, sin dejar de graznar. La puerta de la cabaña se abrió y Dilsey volvió a emerger, esta vez con un sombrero de hombre de fieltro y un abrigo militar, bajo cuyos faldones deshilachados descendía su vestido de algodón azul en bolsas desiguales, flotando a su alrededor cuando cruzó el patio y subió las escaleras de la cocina.
Irrumpió unos instantes más tarde, llevando ahora un gran paraguas, que inclinó hacia adelante contra el viento, y se dirigió hacia la pila de leña y dejó el paraguas en el suelo, todavía abierto. Inmediatamente lo cogió, lo sujetó y se aferró a él un momento, mirando a su alrededor. Luego lo cerró y lo dejó en el suelo y formó un montón de trozos de leña sobre el brazo doblado, contra su pecho, y cogió el paraguas y finalmente lo abrió y regresó a la escalera y mantuvo la leña en precario equilibrio mientras se las ingeniaba para cerrar el paraguas, que apoyó en el rincón junto a la puerta. Arrojó la leña en un cajón tras la cocina. Luego se quitó el abrigo y el sombrero y descolgó de la pared un sucio mandil y se lo puso y encendió fuego en el fogón. Mientras lo hacía, golpeando ruidosamente la parrilla y haciendo resonar las arandelas de la placa, la señora Compson comenzó a llamarla desde la parte superior de la escalera.
Llevaba una bata acolchada de satén negro, que sujetaba bajo la barbilla. En la otra mano llevaba una bolsa de agua caliente de goma roja y permaneció en la parte superior de la escalera trasera gritando «Dilsey» monótonamente a intervalos pausados hacia la oscura escalera que descendía en total oscuridad, abriéndose después rasgada por una ventana grisácea. «Dilsey», gritaba, sin inflexión ni énfasis ni prisa, como si no estuviese esperando ninguna respuesta. «Dilsey».
Dilsey contestó y dejó de hacer ruido en el fogón, pero antes de que pudiera cruzar la cocina la señora Compson la volvió a llamar, y antes de atravesar el comedor y aliviada sacar la cabeza bajo la mancha gris de la ventana, otra vez más.
«Bueno», dijo Dilsey, «bueno, ya estoy aquí. En cuanto haya agua caliente la lleno». Se recogió las faldas y ascendió por la escalera, bloqueando completamente la luz gris. «Déjela en el suelo y vuélvase a la cama».
«No comprendía qué pasaba», dijo la señora Compson. «Por lo menos llevo una hora despierta sin oír nada en la cocina».
«Déjela en el suelo y vuélvase a la cama», dijo Dilsey. Ascendía trabajosa y penosamente las escaleras, informe, respirando pausadamente. «Dentro de un momento tendré el fuego encendido, y el agua caliente dentro de dos».
«Por lo menos llevo una hora», dijo la señora Compson. «Creía que a lo mejor estabas esperando a que bajase yo a encender el fuego».
Dilsey llegó al final de la escalera y cogió la bolsa. «Enseguida la tengo», dijo. «Luster se ha quedado dormido, con la función de anoche. Yo encenderé el fuego. Vamos, no despierte a los demás hasta que yo esté lista».
«Si permites que Luster haga cosas que interfieren con su trabajo serás tú quien sufra las consecuencias», dijo la señora Compson. «Si Jason se entera de esto, no le va a gustar. Bien sabes que no».
«No se ha gastado el dinero de Jason en ir», dijo Dilsey. «Eso seguro». Bajó la escalera. La señora Compson regresó a su habitación. Al volver a meterse en la cama oyó a Dilsey todavía descendiendo por la escalera con una especie de terrible y dolorosa lentitud que habría acabado por ser enloquecedora de no haber terminado por cesar debilitándose tras el batiente de la puerta de la despensa.
Entró en la cocina y encendió el fuego y comenzó a preparar el desayuno. En medio de ello se detuvo y se dirigió a la ventana y miró hacia afuera en dirección a su cabaña, luego fue a la puerta y la abrió y gritó hacia el frío penetrante.
«¡Luster!» gritó, permaneciendo en pie para escuchar, protegiéndose el rostro del viento, «Eh, Luster». Se quedó escuchando, entonces, mientras se disponía a volver a llamar, Luster apareció por la esquina de la cocina.
«Diga, abuela», dijo inocentemente, tan inocentemente que Dilsey le miró inmóvil durante un instante, con algo más que simple sorpresa.
«¿Dónde estabas?», dijo.
«En ningún sitio», dijo él. «En el sótano».
«¿Y qué estabas haciendo en el sótano?», dijo ella. «No te quedes ahí parado bajo la lluvia, idiota», dijo.
«No hacía nada», dijo. Subió las escaleras.
«No se te ocurra entrar aquí sin una brazada de leña», dijo. «Que he tenido que traer la leña yo y también encender el fuego. ¿Es que no te dije anoche que no te marcharas sin que el cajón estuviese hasta los topes?»
«Eso fue lo que hice», dijo Luster. «Llenarlo». «¿Y entonces dónde está?»
«No sé, abuela. No la he tocado».
«Bueno, pues ponte a llenarlo», dijo. «Y sube a ver a Benjy».
Cerró la puerta. Luster fue al montón de leña. Los cinco arrendajos revoloteaban alrededor de la casa, graznando, y regresaban a las moreras. El los observó. Cogió una piedra y se la tiró. «Eh», dijo, «iros al infierno que es vuestro sitio. Que todavía no estamos a lunes».
Cargó con una pila de troncos. No veía por encima de ella, y fue dando traspiés hasta la escalera y la subió y tambaleándose fue hasta la puerta chocando contra ella, esparciendo la leña. Entonces llegó Dilsey y le abrió la puerta y él atravesó la cocina a trompicones. «¡Luster!» gritó, pero ya había tirado la leña al cajón con un tremendo estrépito. «Ajá» dijo.
«¿Es que quieres despertar a toda la casa?», dijo Dilsey. Le dio un manotazo en el cogote. «Sube a vestir a Benjy».
«Sí, abuela», dijo. Se dirigió hacia la puerta exterior.
«¿Dónde vas?», dijo Dilsey.
«He pensado que sería mejor que diese la vuelta a la casa y entrase por delante para no depertar ni a la señorita Caroline ni a los otros».
«Sube por la escalera de atrás como te he dicho y pon la ropa a Benjy», dijo Dilsey. «Vamos».
«Sí, abuela», dijo Luster. Volvió y salió por la puerta del comedor. Un momento después dejó de batir. Dilsey se dispuso a hacer galletas. Mientras cernía la harina uniformemente sobre la tabla del pan, cantaba, al principio para sí misma, algo sin melodía ni letra concretas, repetitivo, lastimero y quejumbroso, austero, mientras caía una leve, constante nube de harina sobre la tabla del pan. El fogón había comenzado a caldear la habitación y a llenarla de las rumorosas cadencias del fuego, y en este momento ya cantaba más alto, como si también se hubiese deshelado su voz gracias al aumento de temperatura, y entonces la señora Compson volvió a llamarla desde dentro de la casa. Dilsey levantó la cabeza como si con los ojos pudiese y lograse taladrar techos y paredes y ver a la anciana con su bata guateada en la parte superior de la escalera, pronunciando su nombre con mecánica regularidad.
«¡Ay, Señor!», dijo Dilsey. Dejó el cedazo y con el borde del delantal se limpió las manos y cogió la bolsa de la silla donde la había dejado y tomó con el delantal el asa de la perola donde hervía el agua que ya humeaba levemente. «Un momento», gritó, «que el agua acaba de calentarse».
No era, sin embargo, la bolsa lo que quería la señora Compson, y agarrándola por el cuello como si fuese una gallina muerta, Dilsey se dirigió al pie de la escalera y miró hacia arriba.
«¿Es que Luster no está con él?», dijo.
«Luster no ha entrado en casa. Me he quedado acostada esperando oírle. Sabía que tardaría en venir, pero esperaba que llegaría a tiempo de evitar que Benjamin molestase a Jason el único día de la semana en que Jason puede quedarse durmiendo».
«No sé cómo espera usted que nadie duerma, estando en el vestíbulo dando gritos desde que ha amanecido», dijo Dilsey. Comenzó a subir los escalones, con gran esfuerzo. «Hace media hora que lo he mandado subir».
La señora Compson la miraba, sujetándose la bata bajo la barbilla. «¿Qué vas a hacer?», dijo.
«Voy a vestir a Benjy y lo voy a bajar a la cocina para que no despierte a Jason ni a Quentin», dijo Dilsey.
«¿Todavía no has empezado con el desayuno?»
«También me ocuparé de eso», dijo Dilsey. «Mejor se vuelve a meter en la cama hasta que Luster la encienda la chimenea. Hace frío esta mañana».
«Ya lo sé», dijo la señora Compson. «Tengo los pies helados. Los tenía tan fríos que me he despertado». Observaba cómo Dilsey subía por la escalera. Tardó un buen rato. «Ya sabes cómo se pone Jason cuando tarda el desayuno», dijo la señora Compson.
«Sólo tengo dos manos», dijo Dilsey. «Vuélvase a la cama, porque esta mañana también tengo que ocuparme de usted».
«Si vas a dejar todo para vestir a Benjamin, será mejor que baje yo y me ocupe del desayuno. Sabes tan bien como yo cómo se pone Jason cuando tarda».
«¿Y quién se lo iba a comer?», dijo Dilsey. «¿Eh? Vamos», dijo, ascendiendo trabajosamente. La señora Compson siguió observándola subir, apoyándose en la pared con una mano, sujetándose las faldas con la otra.
«¿Y lo vas a despertar para vestirlo?», dijo.
Dilsey se detuvo. Se quedó quieta con el pie apoyado en el escalón siguiente, con la mano contra la pared y la mancha de luz gris tras ella, inmóvil e informe y confusa.
«¿Es qué no está despierto?», dijo.
«No lo estaba cuando miré en su habitación», dijo la señora Compson. «Pero ya es tarde. Nunca está dormido después de las siete y media. Ya lo sabes».
Dilsey no dijo nada. No hizo movimiento alguno, pero aunque no veía sino una figura informe y plana, la señora Compson sabía que había inclinado la cabeza y que ahora parecería una vaca bajo la lluvia, agarrando por el cuello la bolsa vacía de agua caliente.
«Tú no eres quien ha de soportarlo», dijo la señora Compson. «No es responsabilidad tuya. Puedes marcharte. No tienes por qué aguantarlo un día sí y otro no. Tú nada les debes, ni tampoco a la memoria del señor Compson. Ya sé que jamás has sentido cariño por Jason. Nunca has intentado ocultarlo».
Dilsey no dijo nada. Lentamente se volvió y descendió, inclinando su cuerpo ante cada peldaño, como haría un niño, con la mano sobre la pared. «Váyase y déjelo tranquilo», dijo. «No vuelva a entrar. En cuanto encuentre a Luster le diré que suba. Ahora, déjelo tranquilo».
Regresó a la cocina. Miró en el fogón, luego se tapó la cabeza con el mandil y se puso el abrigo y abrió la puerta exterior y miró por el patio. El mal tiempo le aguijoneó la piel, áspera e impalpablemente, mas el panorama estaba vacío de movimiento alguno. Descendió los escalones, cautelosamente, como intentando guardar silencio, y rodeó la esquina de la cocina. Al hacerlo Luster surgió resuelto e inocente de la puerta del sótano.
Dilsey se detuvo. «¿Qué pretendes?», dijo.
«Nada», dijo Luster, «el señor Jason quiere que averigüe por qué hay una gotera en el sótano».
«¿Y cuándo te lo ha dicho?», dijo Dilsey. «El día de Año Nuevo, ¿no?».
«Creí que sería mejor que mirase mientras estuviesen durmiendo», dijo Luster. Dilsey se dirigió a la puerta del sótano. El se hizo a un lado y ella escrutó la oscuridad que olía a tierra rancia, y a moho y a caucho.
«Bueno», dijo Dilsey. Volvió a mirar a Luster. Se encontró con su mirada dulce, inocente y franca. «No sé lo que pretendes, pero aquí no tienes nada qué hacer. Lo que quieres es ponerme hoy de mal humor igual que los demás, ¿no? Sube inmediatamente a por Benjy, ¿me oyes?».
«Sí, abuela», dijo Luster. Se dirigió con presteza hacia la escalera de la cocina.
«Oye», dijo Dilsey, «y tráeme otra brazada de leña ya que estás aquí».
«Sí, señora», dijo. Pasó a su lado en la escalera y se dirigió al montón de leña. Cuando un momento después volvió a encontrarse dando traspiés ante la puerta, de nuevo invisible y ciego tras la enorme brazada de leña, Dilsey abrió la puerta y le ayudó a cruzar la cocina con mano firme.
«Y ahora vuelve a tirarla al cajón», dijo, «anda, tírala».
«No he tenido más remedio», dijo Luster, jadeante, «no hay otra forma de echarla».
«Entonces quédate ahí un momento sin soltarla», dijo Dilsey. Comenzó a meterla trozo a trozo. «¿Qué te ha dado esta mañana? Te mando a por leña y me traes seis trozos. ¿Y ahora para qué me vas a pedir permiso? ¿Es que todavía no se han marchado los titiriteros?».
«Sí, abuela. Ya se han marchado».
Metió en el cajón el último pedazo. «Y ahora subes a por Benjy como te he dicho», dijo. «Y no quiero oír a nadie más gritándome por las escaleras hasta que toque la campana. ¿Me has oído?»
«Sí, abuela», dijo Luster. Desapareció tras el batiente. Dilsey echó más leña en el fogón y regresó a la tabla del pan. Comenzó a cantar de nuevo.
La habitación se calentó. Pronto adquirió la piel de Dilsey un aspecto lustroso y fértil comparado con el que tanto ella como Luster presentaban antes, como cubiertos por una leve capa de ceniza, mientras se movía por la cocina de acá para allá, reuniendo comestibles, coordinando la comida. Sobre la pared, encima de un estante, invisible excepto por la noche, bajo la luz artificial e incluso evidenciando entonces una profundidad enigmática ya que solamente tenía una manecilla, un reloj de pared, tras un sonido preliminar como aclarándose la garganta, sonó cinco veces.
«Las ocho», dijo Dilsey. Se detuvo y levantó la cabeza, escuchando. Pero no había sonido alguno excepto el tic—tac del reloj y el rumor del fuego. Abrió el horno y observó la bandeja del pan, después, todavía inclinada, se quedó quieta mientras alguien descendía por la escalera. Oyó pisadas que cruzaban el comedor, después se abrió el batiente y entró Luster, seguido de un hombre corpulento que parecía haber sido moldeado con una sustancia cuyas partículas careciesen de conexión unas con otras y con la figura que conformaban. Su piel era mortecina y carecía de vello; sufría hidropesía, caminaba con paso vacilante como un oso amaestrado. Su cabello era pálido y suave. Había sido cuidadosamente peinado sobre su frente como en un daguerrotipo infantil. Tenía los ojos claros, del dulce tono azulado de las violetas, sus gruesos labios entreabiertos babeaban ligeramente.
«¿Tiene frío?», dijo Dilsey. Se restregó las manos en el mandil y le tocó la mano.
«Si él no, yo sí», dijo Luster. «Siempre hace frío en Pascua. Que yo sepa nunca falla. La señorita Caroline dice que si todavía no le ha dado a usted tiempo de prepararla de bolsa de agua que ya no la hace falta».
«Dios mío», dijo Dilsey. Acercó una silla hacia el hueco que había entre el cajón de leña y el fogón. El hombre se acercó obedientemente y se sentó. «Mira en el comedor a ver dónde me he dejado la bolsa», dijo Dilsey. Luster trajo la bolsa del comedor y Dilsey la llenó y se la dio. «Date prisa», dijo, «Ve a ver si se ha despertado Jason. Dile que ya está todo listo».
Luster salió. Ben estaba sentado junto al fogón, absolutamente inmóvil excepto por el constante balanceo de su cabeza mientras observaba moverse a Dilsey con su dulce mirada azul. Luster regresó.
«Está despierto», dijo. «La señorita Caroline ha dicho que ponga usted la mesa». Se acercó al fogón y extendió las manos sobre la placa con las palmas hacia abajo. «Él también se ha levantado», dijo, «y con la pierna izquierda».
«¿Y ahora qué pasa?», dijo Dilsey. «Quita de ahí. ¿Cómo voy a hacer nada si te quedas delante del fogón?»
«Tengo frío», dijo Luster.
«Pues no lo tenías para meterte en el sótano», dijo Dilsey. «¿Qué le pasa a Jason?»
«Me ha dicho que Benjy ha roto los cristales de su ventana».
«¿Es que se han roto?», dijo Dilsey.
«Eso dice él», dijo Luster. «Dice que los he roto yo».
«¿Cómo ibas a ser tú si la tiene todo el día cerrada con llave?»
«Dice que los he roto a pedradas», dijo Luster. «¿Y lo has hecho?».
«No», dijo Luster.
«Niño, no me mientas», dijo Dilsey.
«Yo no he sido», dijo Luster. «Pregúnteselo a Benjy. Ni la he mirado».
«Entonces ¿quién la ha roto?», dijo Dilsey. «Lo que quiere es despertar a Quentin», dijo, sacando del horno la bandeja de galletas.
«Supongo que sí», dijo Luster. «Qué gente más rara. Menos mal que no soy de la familia».
«¿De qué familia?», dijo Dilsey. «Oyeme bien, negro, que eres tan mala persona como cualquiera de los Compson. ¿Estás seguro de que no eres tú el que ha roto la ventana?»
«¿Y por qué la iba a romper yo?».
«¡Y yo qué sé por qué haces tantas diabluras!», dijo Dilsey. «Ten cuidado, no vuelva a quemarse la mano mientras yo pongo la mesa».
Se dirigió al comedor, donde se la oyó moverse, después regresó y colocó una bandeja sobre la mesa de la cocina y puso la comida. Ben la observaba, babeante, emitiendo un leve sonido de impaciencia.
«Ya voy, precioso», dijo. «Aquí tiene su desayuno. Acerca su silla, Luster». Luster acercó la silla y Ben se sentó, gimiendo y babeando. Dilsey le ató un paño alrededor del cuello y le limpió la boca con el borde. «Y a ver si alguna vez consigues que no se manche la ropa», dijo, dando una cuchara a Luster.
Ben dejó de gemir. Observaba cómo la cuchara se aproximaba a su boca. Era como si la impaciencia dependiese también de sus músculos, y fuese inarticulada su hambre, como si él desconociese que era hambre. Luster le daba la comida con pericia e indiferencia. De vez en cuando prestaba suficiente atención como para retirar la cuchara y hacer que Ben cerrase la boca sobre el aire, pero era evidente que Luster estaba pensando en otra cosa. Tenía la otra mano apoyada sobre el respaldo de la silla y la movía sobre aquella superficie inerte como tanteándola, delicadamente, como si estuviese tarareando una inaudible melodía sobre el vacío inmóvil, e incluso llegó a olvidarse de engañar a Ben con la cuchara mientras sus dedos tamborileaban un arpegio mudo e intrincado sobre la yerta madera hasta que Ben le devolvió a la realidad volviendo a gemir.
Dilsey se movía en el comedor de un lado para otro. En un momento dado tocó una campanilla rotundamente, después desde la cocina Luster oyó que la señora Compson y Jason descendían por la escalera, y la voz de Jason, y puso los ojos en blanco mientras escuchaba.
«Cómo no voy a estar seguro de que no la han roto ellos», dijo Jason. «Claro que no. A lo mejor se ha roto con el cambio de temperatura».
«No sé cómo», dijo la señora Compson. «Tu habitación siempre permanece cerrada con llave todo el día, tal y como tú la dejas cuando te vas al pueblo. Ninguno de nosotros entramos excepto los domingos para limpiar. No quiero que creas que yo entro donde no me importa ni que permito que nadie más lo haga».
«Yo no he dicho que la hayas roto tú, ¿verdad?», dijo Jason.
«No se me ha perdido nada en tu habitación», dijo la señora Compson. «Tengo mucho respeto por la vida privada de todos. No cruzaría el umbral ni aunque tuviese la llave».
«Sí», dijo Jason, «ya sé que tus llaves no sirven. Para eso hice que cambiasen la cerradura. Lo que quiero saber es cómo se ha roto la ventana».
«Luster dice que no ha sido», dijo Dilsey.
«Para eso no me hacía falta preguntar», dijo Jason. «¿Dónde está Quentin?», dijo.
«Donde todos los domingos por la mañana», dijo Dilsey. «¿Qué le pasa a usted estos días?»
«Pues que vamos a terminar con todo esto», dijo Jason. «Sube a decirla que ya está el desayuno».
«Déjela tranquila, Jason», dijo Dilsey. «Se levanta a desayunar todos los días de la semana y Caroline la deja quedarse en la cama los domingos. Ya lo sabe usted».
«No me puedo permitir tener la cocina llena de negros para que la den gusto, qué más quisiera yo», dijo Jason. «Vete a decirla que baje a desayunar».
«No tienen por qué esperarla», dijo Dilsey. «Yo la guardo el desayuno caliente y…»
«¿Es que no me has oído?», dijo Jason.
«Sí que le he oído», dijo Dilsey. «A usted es al único que oigo en cuanto está en la casa. Si no es por Quentin y su mamá, es por Luster y Benjy. ¿Por qué consiente que se ponga así, señorita Caroline?»
«Será mejor que hagas lo que dice», dijo la señora Compson, «que ahora él es el dueño de la casa. Está en su derecho al exigir que respetemos sus deseos. Yo lo hago así, y si yo puedo, también puedes tú».
«Pues no tiene razón en que porque esté de mal humor tenga que bajar Quentin para darle gusto», dijo Dilsey. «A lo mejor se cree que ha sido ella quien ha roto la ventana».
«Si se le hubiese ocurrido, lo habría hecho», dijo Jason. «Y tú haz lo que te digo».
«Si lo hubiese hecho la culpa no la tendría ella», dijo Dilsey, dirigiéndose hacia la escalera. «Con usted dándola la murga todo el tiempo cuando está en la casa».
«Cállate, Dilsey», dijo la señora Compson, «que ni a ti ni a mí nos corresponde decir a Jason lo que tiene que hacer. Yo a veces creo que no tiene razón, pero intento cumplir sus deseos por bien de todos. Si yo tengo fuerzas suficientes para bajar a la mesa, Quentin con más razón».
Dilsey salió. La oyeron ascender los peldaños. La oyeron subir durante un buen rato.
«¡Vaya joyas de criados que tienes!», dijo Jason. Sirvió a su madre y luego se sirvió él. «¿Alguna vez has tenido alguno que valiera la pena? Supongo que antes de que yo fuera suficientemente mayor para recordarlo, alguno habrás tenido».
«Tengo que aguantarlos», dijo la señora Compson. «Dependo tan absolutamente de ellos. No sería así si me encontrase con fuerzas. Ojalá, ojalá pudiese ocuparme yo de todo el trabajo de la casa. Por lo menos eso que te quitaría de encima».
«Y viviríamos en una pocilga», dijo Jason. «Date prisa, Dilsey», gritó.
«Ya sé que me echas a mí la culpa», dijo la señora Compson, «de dejarlos que hoy vayan a la iglesia».
«¿A dónde?», dijo Jason. «¿Es que todavía no se ha marchado del pueblo el maldito circo?».
«A la iglesia», dijo la señora Cornpson. «Los negros tienen hoy una ceremonia religiosa especial por Pascua. Hace dos semanas prometí a Dilsey que podrían salir».
«Lo que quiere decir que la comida será fría», dijo Jason, «como mucho».
«Ya sé que es culpa mía», dijo la señora Compson. «Ya sé que lo piensas así».
«¿La culpa de qué?», dijo Jason. «Que yo sepa tú no has resucitado a Cristo, ¿verdad?».
Oyeron a Dilsey subir el último peldaño, luego la oyeron caminando por encima de sus cabezas.
«Quentin», dijo. Cuando la llamó por vez primera, Jason dejó el cuchillo y el tenedor y él y su madre parecieron esperarse el uno al otro desde cada extremo de la mesa en idéntica actitud; uno frío y astuto, con el espeso cabello castaño rizado dividido en dos rebeldes bucles, uno a cada lado de la frente, como la caricatura de un camarero, y con los iris ribeteados de negro en sus ojos castaños, como bolas de cristal, la otra fría y quisquillosa, con el cabello absolutamente blanco y bolsas bajo los ojos contraídos y tan oscuros que parecían pupilas o solamente iris.
«Quentin», dijo Dilsey, «levántate preciosa. Te están esperando para empezar a desayunar».
«No llego a entender cómo se ha roto la ventana», dijo la señora Compson. «¿Estás seguro de que fue ayer? Podría haber sido hace tiempo, como no ha hecho frío. La parte de arriba tras la persiana está igual».
«Te digo por última vez que ha sido ayer», dijo Jason. «¿Es que no puedes entender que yo sepa cómo vivo? ¿Crees que yo habría podido pasarme una semana con un agujero del tamaño de un puño en la ventana…» su voz cesó, vacilante, se quedó mirando a su madre con la mirada vacía por un instante. Era como si retuviese el aliento con los ojos, mientras su madre le miraba, el rostro fláccido y quisquilloso, interminable, lúcido y sin embargo obtuso. Mientras continuaban de este modo, dijo Dilsey.
«Quentin. No me tomes el pelo, nena. Baja a desayunar, preciosa. Que te están esperando».
«No lo entiendo», dijo la señora Compson, «es como si hubiesen intentado enttrar en la casa…». Jason se puso en pie de un salto. Su silla cayó hacia atrás con estruendo. «¿Qué…?» dijo la señora Compson, mirándole fijamente cuando pisó corriendo a su lado y empezó a subir apresuradamlente las escaleras, encontrándose con Dilsey. Su rostro estaba ahora en sombras y Dilsey dijo,
«Está enfadada. Su madre de usted no la ha abierto…». Pero Jason pasó corriendo a su lado y continuó por el pasillo hasta una puerta. No llamó. Agarró el picaporte e intentó hacerlo girar, luego se quedó con el picaporte en la mano y la cabeza un poco inclinada, como si estuviese escudando algo mucho más alejado que la familiar habitación tras la puerta, y que ya hubiese oído. Tenía la actitud de quien recorre los ecos del sonido para oclultarse a sí mismo lo que ha oído. A su espalda la señora Compson subía por la escalera, llamándole. Entonces vio a Dilsey y dejó de llamarle y en su lugar comenzó a llamar a Dilsey.
«Ya le he dicho que todavía no había abierto usted la cerradura», dijo Dilsey.
Al oírla hablar, él se volvió y corrió hacia ella, pero su voz era tranquila, prosaica. «¿Tiene ella la llave?», dijo. «¿La tiene Ehora, o sea, Ella…?».
«Dilsey», dijo la señora Compson desde la escalera.
«¿Cómo dice?», dijo Dilsey. «¿Por qué no…?».
«La llave», dijo Jason, «de esa habitación. ¿La tiene siempre ella? Mi Madre». Entonces vio a la señora Compson y bajó por la escalera hasta ella. «Dame la llave», dijo. Se inclinó para tantear los bolsillos de la ajada mañanita negra que llevaba. Ella se resistió.
«Jason», dijo, «¡Jason! ¿Es que estáis intentando entre Dilsey y tú que tenga que volver a acostarme?», dijo, intentando apartarlo, «¿es que ni siquiera puedo pasar los domingos en paz?».
«La llave», dijo Jason, tanteando, «dámela». Volvió a mirar hacia la puerta, como si esperase verla abrirse por sí sola antes de que él pudiese regresar con la llave que todavía no tenía.
«¡Eh, Dilsey!», dijo la señora Compson, cerrándose la mañanita.
«¡Dame la llave, vieja imbécil!» gritó repentinamente Jason. Le sacó del bolsillo un enorme manojo de llaves herrumbrosas sujetas por un aro de hierro de carcelero medieval y regresó corriendo por el descansillo con las dos mujeres en pos de él.
«¡Eh, Jason!», dijo la señora Compson. «No podrá dar con la que es», dijo, «Dilsey, ya sabes que nunca dejo que nadie coja mis llaves», dijo. Comenzó a lloriquear.
«¡Cállase!», dijo Dilsey. «No la va a hacer nada. Ya me ocuparé yo».
«Pero un domingo por la mañana, en mi propia casa», dijo la señora Compson, «con lo que me ha costado educarlos cristianamente. Déjame decirte cuál es la llave, Jason», dijo. Le puso la mano sobre el brazo. Luego comenzó a forcejear con él, pero la apartó a un lado de un codazo y se volvió a mirarla con ojos fríos y acosados durante un instante, después se dedicó de nuevo a la puerta y a las inmanejables llaves.
«¡Cállese!», dijo Dilsey, «¡Jason!»
«Ha debido suceder algo espantoso», dijo la señora Compson, volviendo a lloriquear. «Lo sé. Jason», dijo, volviendo a agarrarle. «¿Es que ni siquiera me vas a dejar que te dé la llave de una habitación de mi propia casa?».
«Vamos, vamos», dijo Dilsey, «¿qué va a haber pasado? Aquí estoy yo. No le dejaré que la pegue. Quentin», dijo elevando el tono de voz, «no te asustes, nena, que estoy aquí».
La puerta se abrió hacia dentro. El se quedó un momento en el umbral, ocultando la habitación, luego se hizo a un lado. «Entrad», dijo con voz pastosa y aturdida. Entraron. No parecía la habitación de una chica. No parecía ser la habitación de nadie, acrecentada su anonimato por un ligero olor a cosméticos baratos y unos cuantos objetos femeninos e inútiles esfuerzos para feminizarla, dándole esa transitoriedad inerte y estereotipada de las habitaciones de las casas de citas. La cama no había sido ocupada. En el suelo descansaba una prenda usada de ropa interior de seda un poco demasiado rosa; de un cajón entreabierto colgaba una sola media. La ventana estaba abierta. Allí surgía un peral, muy próximo a la casa. Estaba en flor y las ramas arañaban y se frotaban contra la casa y el aire transparente, impulsado contra la ventana, introducía en la habitación el olvidado olor de las flores.
«¿Lo ve usted?», dijo Dilsey, «¿no había dicho yo que no la pasaba nada?».
«¿Cómo que nada?», dijo la señora Compson. Dilsey entró tras ella en la habitación y la tocó.
«Venga a acostarse», dijo. «La encontraré en menos de diez minutos».
La señora Compson la apartó. «¿Dónde está la carta?», dijo. «Quentin dejó una carta».
«Bueno», dijo Dilsey, «ya la encontraré. Vamos, ahora váyase a su habitación».
«Yo sabía desde que la llamaron Quentin que esto sucedería», dijo la señora Compson. Se dirigió a la cómoda y comenzó a revolver entre los objetos dispersos —frascos de perfume, una polvera, un lápiz mordisqueado, un par de tijeras con una hoja partida sobre un pañuelo zurcido manchado de polvos y de carmín.
«¿Dónde está la carta?», dijo.
«Ahora la busco», dijo Dilsey. «Vamos, venga, Jason y yo la buscaremos. Vamos, venga a su habitación».
«Jason», dijo la señora Compson, «¿dónde estás?». Se dirigió hacia la puerta. Dilsey fue tras ella por el vestíbulo, hacia otra puerta. Estaba cerrada. «Jason», llamó ante la puerta. No hubo respuesta. Intentó abrir, después volvió a llamarlo. Pero seguía sin haber respuesta, pues él estaba sacando cosas del armario: ropas, zapatos, una maleta. Entonces apareció portando un trozo cortado de una plancha de madera ensamblada y la puso en el suelo y regresó al armario y apareció con una caja de metal. La colocó sobre la cama y se quedó mirando la cerradura forzada mientras se sacaba del bolsillo un llavero del que escogió una llave, y durante un rato permaneció con la llave que había elegido en la mano, mirando la cerradura forzada, después se metió las llaves en el bolsillo y cuidadosamente volcó sobre la cama el contenido de la caja. Todavía con cuidado, ordenó los papeles, cogiéndolos de uno en uno y sacudiéndolos. Entonces volcó la caja y la sacudió y lentamente volvió a meter los papeles y luego a quedarse quieto, mirando la cerradura forzada, con la caja en la mano y la cabeza inclinada. Al otro lado de la ventana oyó graznar a los arrendajos que revoloteaban taladrando el viento con sus gritos, y pasó un automóvil a lo lejos y murió también en la distancia. Su madre volvió a decir su nombre desde el otro lado de la puerta, pero él no se movió. Oyó cómo Dilsey la conducía hacia el otro extremo del rellano, y después cerrarse una puerta. Entonces volvió a depositar la caja dentro del armario y arrojó la ropa hacia su interior y bajó a telefonear. Mientras permanecía con el receptor apoyado en el oído, esperando, Dilsey bajó por la escalera. Le miró sin detenerse y siguió andando.
Se recibió la llamada. «Aquí Jason Compson», dijo, con una voz tan ronca y espesa que hubo de repetirlo. «Jason Compson», dijo, controlándose la voz. «Prepare un coche, con un alguacil, si usted no puede ir, para dentro de diez minutos. Estará ahí… ¿qué?… robo. En mi casa. Sé quién… robó, le digo. Prepare un co… ¿cómo? ¿Es que no es usted un representante de la ley?… sí, estoy ahí dentro de cinco minutos. Prepare el coche para salir inmediatamente. Si no lo hace, lo denunciaré al gobernador».
Colgó el teléfono de golpe y atravesó el comedor, donde la comida apenas tocada se enfriaba sobre la mesa, y entró en la cocina. Dilsey estaba llenando la bolsa de agua caliente. Ben estaba sentado, tranquilo y ausente. Junto a él, Luster parecía un perrillo perspicaz y alerta. Tenía algo en la boca. Jason atravesó la cocina.
«¿Es que no va usted a desayunar?», dijo Dilsey. No la hizo caso. «Vaya a desayunar, Jason». El continuó andando. La puerta exterior dio un portazo tras él. Luster se levantó y se acercó a la ventana y miró hacia el exterior.
«Uff», dijo, «¿qué pasa ahí dentro? ¿Ha pegado a la señorita Quentin?».
«Cierra esa boca», dijo Dilsey. «Como empiece ahora Benjy por tu culpa, te mato a palos. Que se esté todo lo callado que puedas tenerlo hasta que yo vuelva». Enroscó el tapón de la bolsa y salió. La oyeron subir por la escalera, y luego oyeron a Jason pasar junto a la casa en el coche. Después no hubo ruido alguno en la cocina aparte del murmullo del vapor del agua y el del reloj.
«¿Sabe qué creo yo?», dijo Luster. «Que la ha pegado. Seguro que la ha atizado en la cabeza y se ha ido a buscar al médico. Eso es lo que yo creo». El tic—tac del reloj era solemne y profundo. Podría haber sido el agonizante latir de la decadente mansión; un momento después zumbó, se aclaró la garganta y dio seis campanadas. Ben miró hacia arriba, luego miró hacia la apepinada silueta de la cabeza de Luster ante la ventana y comenzó a balancear otra vez, babeando, la cabeza. Gimió.
«¡Cállese, memo!», dijo Luster sin volverse. «Me parece que hoy no vamos a ir a la iglesia». Mas Ben, sentado en la silla, con sus grandes manos blandas colgando entre las piernas, gemía suavemente. Repentinamente se puso a llorar, con un aullido lento, involuntario y sostenido. «Cállese», dijo Luster. Se volvió y levantó la mano. «¿Quiere que le atice?». Pero Ben le miraba, berreando lentamente con cada expiración. Luster se le acercó y lo sacudió. «¡Cállese inmediatamente!», gritó. «Mire», dijo. Levantó a Ben de la silla y la arrastró hasta ponerla de cara al fogón y abrió la puerta del hogar y empujó a Ben contra la silla. Parecía un remolcador que tirase de un pesado petrolero hacia un angosto muelle. Ben volvió a sentarse frente a la puerta rojiza. Se calló. Entonces volvió a oírse el reloj y a Dilsey lentamente en la escalera. Cuando ella entró, él comenzó a gemir de nuevo. Después lo hizo más fuerte.
«¿Qué le has hecho?», dijo Dilsey. «¿Es que ni esta mañana lo puedes dejar en paz?».
«No le he hecho nada», dijo Luster. «Lo ha asustado el señor Jason, eso es lo que le pasa. No habrá matado a la señorita Quentin, ¿verdad?».
«Calle, Benjy», dijo Dilsey. Se calló. Ella se acercó a la ventana y miró hacia el exterior. «¿Ha dejado de llover?», dijo.
«Sí, abuela», dijo Luster. «Hace mucho rato».
«Entonces salid un rato», dijo. «Que ya he tranquizado a la señorita Caroline».
«¿Vamos a ir a la iglesia?», dijo Luster.
«Ya te lo diré cuando sea la hora. Tú tenlo lejos de la casa hasta que yo te llame».
«¿Podemos ir al prado?», dijo Luster. «Bueno. Pero que no se acerque a la casa. Ya no puedo más».
«Sí, abuela», dijo Luster. «¿Dónde ha ido el señor Jason, abuela?».
«Eso no es asunto tuyo, ¿no?», dijo Dilsey. Comenzó a quitar la mesa. «Calle, Benjy, que Luster le va a llevar a jugar».
«¿Qué ha hecho a la señorita Quentin, abuela?», dijo Luster.
«Nada. Marcharos».
«Me apuesto algo a que ella no está aquí», dijo Luster.
Dilsey le miró. «¿Y cómo sabes tú que no está?».
Benjy y yo la vimos escaparse anoche por la ventana. ¿Verdad, Benjy?».
«¿Qué la visteis?», dijo Dilsey mirándolos.
«La hemos visto escaparse todas las noches», dijo Luster, «baja por el peral».
«Negro, no me mientas», dijo Dilsey.
«No es una mentira. Pregúnteselo a Benjy».
«Entonces, ¿por qué no has dicho nada?».
«No era asunto mío», dijo Luster. «No quiero meterme en las cosas de los blancos. Vamos, Benjy, vámonos a la calle».
Salieron. Dilsey permaneció unos momentos junto a la mesa, después fue a llevarse del comedor las cosas del desayuno y limpió la cocina. Luego se quitó el mandil y lo colgó y fue hacia el pie de la escalera y se puso a escuchar un momento. No se oía ruido alguno. Se puso el abrigo y el sombrero y se dirigió hacia su cabaña.
La lluvia había cesado. El viento procedía ahora del sureste abriendo arriba girones azules. Sobre las crestas de una colina más allá de los árboles y de los tejados y de las torres del pueblo yacían los rayos del sol como pálidos girones borrosos de tela. Entre el viento llegó el tañir de una campana, después, como si fuera una señal, otras campanas recogieron el sonido y lo repitieron.
Se abrió la puerta de la cabaña y Dilsey apareció, otra vez con la esclavina de color castaño y el vestido morado, con unos sobados guantes blancos que la cubrían hasta el codo y sin el turbante. Salió al patio y llamó a Luster. Esperó un poco, después se dirigió a la casa y la rodeó hasta la puerta del sótano, caminando pegada a la pared, y miró hacia dentro. Ben estaba sentado en la escalera. Ante él Luster estaba agazapado sobre el piso húmedo. Sostenía un serrucho con la mano, y se encontraba a punto de golpear la hoja con el gastado mazo de madera con el que ella llevaba machacando galletas más de treinta años. El serrucho emitió una única vibración apagada que cesó con exánime rapidez formando la hoja una curva perfecta y tenue entre el suelo y la mano de Luster. Todavía, inescrutable, se combaba.
«Hacía así», dijo Luster. «Lo que pasa es que yo no sé con qué hacerlo».
«¿Conque era eso, eh?, dijo Dilsey. «Dame el mazo», dijo.
«No le he hecho nada», dijo Luster. «Tráemelo», dijo Dilsey. «Y deja el serrucho donde estaba».
Dejó el serrucho y le llevó el mazo. Entonces Ben volvió a gemir, con prolongada desesperación. No era nada. Solamente un ruido. Podría haber sido que mediante una conjunción planetaria todo el tiempo y la injusticia y el dolor se hicieran oír por un instante.
«Fíjese», dijo Luster. «Lleva así desde que usted nos echó de la casa. No sé qué es lo que le pasa hoy».
«Tráemelo», dijo Dilsey.
«Vamos, Benjy», dijo Luster. Volvió a bajar los peldaños y cogió a Ben del brazo. Obedeció dócilmente, gimiendo, con el sonido áspero y lento que emiten los barcos, que parece iniciarse antes de que el propio sonido comience, y cesar antes de que el sonido haya terminado.
«Vete a por su gorra», dijo Dilsey. «No hagas ruido, no vaya a oírlo la señorita Carolin. Date prisa. Vamos a llegar tarde».
«Va a oírlo a él como usted no consiga que se calle», dijo Luster.
«Se callará cuando nos vayamos de aquí», dijo Dilsey. «Lo está oliendo. Eso es lo que le pasa».
«¿Qué es lo que está oliendo, abuela?», dijo Luster.
«Ve a por la gorra», dijo Dilsey. Luster se marchó. Se quedaron en la puerta del sótano, Ben un peldaño más abajo que ella. El cielo se había abierto ahora en girones que se deslizaban arrastrando sus sombras veloces sobre el descuidado jardín y la desvencijada cerca, cruzando el patio. Dilsey acarició la cabeza de Ben, lenta y uniformemente, alisándole el flequillo. Gemía suavemente, lentamente. «Calle», dijo Dilsey, «cállese. Enseguida nos vamos. Cállese». Gemía lenta y continuadamente.
Luster regresó llevando un canotier con una cinta de colores y una gorra de paño. El sombrero parecía aislar, como lo haría un foco para un espectador, el cráneo de Luster en todos y cada uno de sus planos y ángulos. Tan curiosamente individual era su forma que a primera vista el sombrero parecía hallarse sobre la cabeza de alguien que estuviese inmediatamente detrás de Luster. Dilsey se quedó mirando el sombrero.
«¿Por qué no te has puesto el sombrero viejo?», dijo.
«No lo he encontrado», dijo Luster.
«Claro. Seguro que anoche lo escondiste para no encontrarlo hoy. Pues ése lo vas a estropear». «Ay, abuela», dijo Luster, «que no va a llover».
«¿Cómo lo sabes? Vete a por el sombrero viejo y guarda el nuevo».
«Ay, abuela».
«Entonces ve a por el paraguas».
«Ay, abuela».
«Elige», dijo Dilsey. «O el sombrero viejo o el paraguas. A mí me da igual».
Luster se dirigió a la cabaña. Ben gemía suavemente.
«Vamos», dijo Dilsey, «ya nos adelantarán. Vamos a oírlos cantar». Rodearon la casa hacia la cancela. «Calla», decía Dilsey de vez en cuando mientras iban por el camino. Llegaron a la cancela. Dilsey la abrió. Luster venía tras ellos por el sendero con el paraguas. Con él venía una mujer. «Aquí están», dijo Dilsey. Cruzaron la cancela. «Vamos», dijo. Ben se calló. Luster y su madre los adelantaron. Frony llevaba un vestido de brillante seda azul y un sombrero de flores. Era una mujer delgada, con un rostro agradable e inexpresivo.
«Llevas seis semanas de trabajo encima», dijo Dilsey. «¿Qué piensas hacer si se pone a llover?».
«Supongo que mojarme», dijo Frony. «Todavía no soy capaz de detener la lluvia».
«La abuela siempre está diciendo que va a llover», dijo Luster.
«Si yo no me preocupo de todos vosotros no habrá quien lo haga», dijo Dilsey. «Vamos, que llegamos tarde».
«Hoy va a predicar el reverendo Shegog», dijo Frony.
«¿Sí?», dijo Dilsey. «¿Quién es?».
«Es de Saint Louis», dijo Frony. «Uno muy gordo».
«Ah», dijo Dilsey. «Lo que hace falta es un hombre que infunda el temor de Dios a estos negros inútiles».
«Hoy va a predicar el reverendo Shegog», dijo Frony. «Eso dicen».
Continuaron andando por la calle. A lo largo de ella los blancos se dirigían a la iglesia en grupos de vivos colores, bajo las campanas y el viento, caminando de vez en cuando bajo el sol fortuito e intermitente. El viento soplaba a ráfagas, del sureste, frío y cortante tras algunos días de calor.
«Ojalá dejara usted de traerlo a la iglesia, madre», dijo Frony. «La gente habla».
«¿Qué gente?», dijo Dilsey.
«Yo los oigo», dijo Frony.
«Ya sé qué clase de gente será», dijo Dilsey, «esos blancos muertos de hambre. Esos son los que hablan. Los que creen que no vale para la iglesia de los blancos y que la iglesia de los negros no le vale a él».
«Pero hablan», dijo Frony.
«Que vengan a decírmelo a mí», dijo Dilsey.
«Diles que al buen Dios no le importa si él es listo o no lo es. Sólo a esos blancos muertos de hambre les importa».
Una calle se abría en ángulo recto descendiendo hasta convertirse en un camino de tierra. A ambos lados el terreno descendía más abruptamente; una amplia llanura salpicada de pequeñas cabañas cuyos tejados livianos se encontraban al mismo nivel que la carretera. Surgían en pequeñas parcelas resecas cubiertas de objetos rotos, ladrillos, tablones, platos, cosas que alguna vez fueron de utilidad. Lo único que crecía era una maleza exuberante y los árboles eran moreras y algarrobos y plátanos —árboles que compartían la inmunda aridez que rodeaba las casas; árboles cuyos propios brotes parecían tristes y porfiados restos de septiembre, como si la primavera hubiese pasado de largo, dejándolos nutrirse del fecundo e inconfundible olor de los negros entre los que crecían.
Desde las puertas los negros les hablaban al pasar, normalmente a Dilsey:
«Hermana Gibson. ¿Cómo se encuentra hoy?».
«Yo bien. ¿Y usted?».
«Yo muy bien, gracias».
Surgieron de las cabañas y subieron trabajosamente el umbroso terraplén de la carretera —los hombres graves, vestidos de negro o marrón, mostrando las cadenas de oro de sus relojes y alguno que otro con bastón; los jóvenes con trajes violentamente chillones, azules o a rayas, y sombreros de perdonavidas; las mujeres un poco envaradas, sibilantes, y, vestidos con ropas de segunda mano compradas a los blancos, los niños miraban a Ben con sigilo de animales nocturnos:
«Me apuesto algo a que no vas a tocarlo».
«¿Cómo que no?»
«Seguro que no vas. Te da miedo».
«No hace nada a la gente. Sólo está loco».
«¿Y desde cuándo los locos no son peligrosos?».
«Ese no. Yo lo he tocado».
«¿A que no lo tocas ahora?».
«Es que está mirando la señora Dilsey». «No te atreves».
«No es peligroso con la gente. Es sólo un loco».
Y los mayores juiciosamente hablando con Dilsey, aunque, a no ser que fuesen ancianos, Dilsey consentía que respondiese Frony.
«Mamá no se encuentra bien esta mañana». «Qué mala suerte. Pero la curará el Reverendo Shegog. La consolará y la aliviará».
La carretera volvía a subir hacia un panorama semejante a un telón de fondo. Hendida en un farallón de arcilla roja coronado de robles, la carretera parecía cortada, como un trozo de cinta. A un lado se elevaba el desvencijado campanario de una iglesia tal como el cuadro de una iglesia, y todo el panorama era tan llano y tan carente de perspectiva como si estuviera dibujado sobre un cartón colocado sobre el último extremo del plano planeta Tierra, recostado contra el viento y contra el espacio soleado y contra Abril y contra un mediodía lleno de campanas. Acudían en tropel hacia la iglesia con deliberada lentitud sabática. Entraron las mujeres y los niños, los hombres permanecieron en el exterior y hablaban quedamente formando grupos hasta que la campana cesó de repicar. Entonces ellos también entraron.
La iglesia estaba engalanada, con ralas flores procedentes de setos y jardines, y con guirnaldas de papel de seda de colores. Sobre el púlpito pendía una deteriorada campana navideña plegable que se doblaba. El púlpito se encontraba vacío, aunque el coro ya ocupaba su sitio, abanicándose aunque no hiciese calor.
La mayor parte de las mujeres se agrupaban en un lado de la sala. Hablaban. Entonces la campana repicó una vez y se dispersaron hacia sus asientos y la congregación, expectante, permaneció sentada durante un instante. La campana volvió a repicar otra vez. El coro se levantó y comenzó a cantar y la congregación volvió la cabeza unánimemente, mientras seis niños pequeños —cuatro niñas con apretadas trencitas atadas con tiras de tela que parecían mariposas, y dos niños con el pelo cortado casi al cero— entraban y desfilaban por el pasillo, en fila, enjaezados con cintas y flores blancas, seguidos por dos hombres en fila india. El segundo era un hombre corpulento, de ligero color café, imponente con su levita negra y su corbata blanca. Tenía la cabeza magistral y profunda, el cuello le caía en gruesos pliegues sobre el cuello de la camisa. Pero les resultaba conocido, y por eso las cabezas continuaron vueltas una vez que hubo pasado, y sólo cuando el coro dejó de cantar advirtieron que el clérigo forastero ya había entrado, y cuando vieron dirigirse al púlpito en primer lugar al hombre que había precedido a su ministro surgió un ruido indescriptible, un ruido de asombro y desilusión.
El forastero era de pequeña estatura, y llevaba un raído abrigo de alpaca. Tenía un marchito rostro negro como el de un monito viejo. Y durante todo el tiempo que el coro continuó cantando y mientras los seis niños se ponían en pie y cantaban con débiles susurros, asustados y atonales, observaron al hombre de aspecto insignificante, que paulatinamente parecía más pequeño y ordinario al sentarse junto ala imponente mole del ministro, con algo próximo a la consternación. Todavía continuaban mirándole con consternación e incredulidad cuando el ministro lo presentó con tono opulento y resonante cuya misma unción servía para incrementar la insignificancia del forastero.
«Y a eso se han traído desde Saint Louis», susurró Frony.
«He visto al Señor utilizar instrumentos más extraños que ése», dijo Dilsey. «Cállese», dijo a Ben, «enseguida se van a poner a cantar».
Cuando el forastero se levantó a predicar pareció un hombre blanco. Su voz era modulada y fría. Parecía demasiado potente para proceder de él e inicialmente le escucharon con curiosidad, como lo habrían hecho con un mono que hablase. Comenzaron a observarlo como si se tratase de un funámbulo. Incluso se olvidaron de su insignificante apariencia gracias al virtuosismo con que recorría, oscilaba y se recogía sobre el frío y átono alambre de su voz, de tal forma que finalmente, cuando como deslizándose se posó suavemente junto al atril con un brazo descansando sobre éste a la altura del hombro y su cuerpo de mono tan carente de movimiento como una momia o un barco encallado, la congregación suspiró como si despertase de un sueño colectivo y se removió ligeramente en sus asientos. Tras el púlpito el coro no dejaba de abanicarse. Dilsey susurró, «calle, que enseguida empiezan a cantar».
Entonces una voz dijo, «Hermanos».
El predicador no se había movido. Su brazo aún descansaba sobre el atril, y aún mantuvo la misma posición mientras la voz moría entre las paredes con sonoros ecos. Era tan diferente de su tono anterior como el día de la noche, con una cualidad triste y timbrosa como la de una trompa alta, que se hundía en sus corazones y allí volvía a hablar cuando ya había cesado la acumulación de sus ecos evanescentes.
«Hermanos y hermanas», volvió a decir. El predicador levantó el brazo y comenzó a pasearse ante el atril de un lado para otro, con las manos cruzadas a su espalda, una figura magra, encorvado sobre sí mismo como la de alguien largo tiempo condenado a luchar con la tierra implacable. «¡Poseo el recuerdo y la sangre del Cordero!». Caminaba con firmeza de un lado para otro bajo las espirales de papel y la campana navideña, encorvado, con los brazos cruzados a su espalda. Era como una pequeña roca sumergida entre la sucesión de las olas de su voz. Su cuerpo parecía alimentar la voz que, cual súcubo, le hubiese clavado los dientes. Y los ojos de la congregación parecían contemplar cómo la voz le consumía, hasta reducirlo a nada y reducirlos a nada y ni siquiera quedara la voz sino que, en su lugar, sus corazones se hablasen unos a otros cantando cadencias más allá de la necesidad de la palabra, de tal forma que cuando volvió a descansar sobre el atril, levantando su carita de mono y con una total expresión de crucifijo sereno y torturado que trascendía su desaliño, surgió de ellos un quejumbroso suspiro, y una única voz femenina de soprano: «Sí, Jesús».
Mientras arriba el día huía del viento, las ventanas deslucidas se iluminaban y oscurecían en fantasmal retroceso. Un automóvil pasó por la carretera, luchando contra la arena, muriendo a lo lejos. Dilsey estaba sentada con la espalda erguida y la mano sobre la rodilla de Ben. Dos lágrimas se deslizaban por sus hundidas mejillas, surgiendo de las miríadas de fulgores de la inmolación, de la abnegación y de los siglos.
«Hermanos», dijo el ministro con un áspero susurro, sin moverse.
«Sí, Jesús», dijo la voz de la mujer, todavía en un tono suave.
«¡Hermanos y hermanas!». Su voz volvió a sonar, junto a las trompas. Levantó el brazo y permaneció erguido y elevó las manos. «¡Poseo la memoria y la sangre del Cordero!». No advirtieron cuándo su entonación, su pronunciación, adquirieron tintes negroides, simplemente permanecieron sentados, meciéndose un poco en los asientos, mientras la voz los poseía.
«Cuando los largos fríos —Oh, yo os digo, hermanos, cuando los largos fríos— ¡veo la luz y veo la palabra, pobre pecador! Murieron en Egipto las cantarinas carretas; murieron las generaciones. Era un hombre rico: ¿qué es ahora, oh hermanos? Era un hombre pobre: ¿qué es ahora, oh hermanos? Yo os digo, ¡oh, si no tenéis la leche y el rocío de la salvación cuando los largos y fríos años pasen!»
«¡Sí, Jesús!»
«Yo os digo, hermanos, y yo os digo, hermanas, que llegará el día. Pobre pecador diciendo déjame descansar junto al Señor, dejadme soltar mi carga. Y ¿qué va a decir el Señor entonces, Oh, hermanos? ¿Oh hermanas? ¿Poseéis la memoria y la sangre del cordero? ¡Pues yo no he de dejar descansar los cielos!».
Rebuscó en el abrigo y sacó un pañuelo y se secó el rostro. Un ruido suave y concertado surgió de la congregación: ¡Mmmmmmmmmmmmmmm! La voz de la mujer dijo, «Sí, Jesús, Jesús!»
«¡Hermanos! Mirad a los niños que ahí se sientan. Una vez Jesús fue como ellos. Su mamá sufrió la gloria y el dolor. Alguna vez lo abrazó al caer la tarde, mientras los ángeles le arrullaban para que durmiese; puede que ella mirase hacia la calle y viese pasar a la policía de Roma». Caminaba de un lado hacia otro, enjugándose el rostro. «¡Escuchad, hermanos! Veo el día. María sentada a la puerta con Jesús en su regazo, el pequeño Jesús. Como esos niños de ahí, el pequeño Jesús. Oigo cantar a los ángeles las canciones de paz y de gloria; veo cerrarse los ojos; veo levantarse a María, veo el rostro entristecido: ¡Vamos a matar! ¡Vamos a matar! ¡Vamos a matar a tu pequeño Jesús! Oigo llorar y lamentarse a la pobre mamá sin la salvación y la palabra de Dios!».
«¡Mmmmmmmmmmmmmmmmmmmm! ¡Jesús! ¡Jesucristo!» y otra voz que se alzaba:
«¡Veo, oh Jesús! ¡Oh, veo!» y todavía otra más, sin palabras, como burbujas que surgieran del agua.
«¡Lo veo, hermanos! ¡Lo veo! ¡Veo el resplandor cegador de una figura! Veo el Calvario, con los árboles sagrados, veo al ladrón y al asesino y al último de ellos; oigo los insultos y las burlas: ¡Si tú eres Jesús, coge la cruz y echa a andar! Oigo los quejidos de las mujeres y las lamentaciones de la tarde; oigo llorar y gemir a Dios con el rostro vuelto: ¡Han matado a Jesús; han matado a mi hijo!».
«¡Mmmmmmmmmmmmmmmmmmm. ¡Jesús! Veo, oh, Jesús!».
«¡Oh, ciego pecado! Yo os digo, hermanos; yo os digo, hermanas, cuando el Señor volvió su poderoso rostro, dijo, no he de saturar los cielos. Veo padecer a Dios cerrando las puertas del cielo; veo pasar la marea que todo lo anega; veo la oscuridad y la muerte que sobrevivirán a las generaciones. ¡Cuidado, hermanos! ¡Sí, hermanos! ¿Qué veo? ¿Qué veo, oh, pecador? Veo la resurrección y la luz; veo al bondadoso Jesús diciendo Me mataron para que volviese a vivir; Yo morí para que aquél que ve y cree nunca muera. ¡Hermanos, oh, hermanos! Veo el Juicio Final y oigo trompetas de oro proclamando la gloria, y resucitar a los muertos que poseían la sangre y la memoria del Cordero!».
Entre las voces y las manos se sentaba Ben, extasiado con su dulce mir ada azul. Dilsey estaba sentada a su lado con la espalda erguida, llorando austera y dulcemente con la templanza y la palabra del memorable Cordero.
Mientras caminaban bajo el mediodía resplandeciente, subiendo por la carretera con la congregación, que se iba dispersando, charlando otra vez unos grupos con otros, continuó llorando, desatendiendo la conversación.
«¡Vaya predicador! No parecía nada al principio, pero ¡vaya!».
«El ha visto el poder y la gloria».
«Seguro que sí. Que los ha visto. De bien cerca».
Dilsey no emitía sonido alguno, su rostro no palpitaba al surcar las lágrimas sus cursos hundidos y tortuosos, caminando con la cabeza erguida, sin siquiera hacer esfuerzo alguno para secarlas.
«¿Por qué no se calla, mamá?», dijo Frony. «Con toda esta gente mirándola. Pronto vamos a encontrarnos con los blancos».
«He visto al primero y al último», dijo Dilsey. «No me hagas caso».
«¿Al primero y al último de qué?», dijo Frony.
«No me hagas caso», dijo Dilsey. «He visto el principio y ahora veo el final».
De todas formas antes de que llegasen a la calle, se detuvo y se levantó la falda y se secó los ojos con el dobladillo de su enagua superior. Después siguieron andando. Ben caminaba vacilante junto a Dilsey, observando a Luster que iba haciendo extravagancias delante de ellos, con el paraguas en la mano y su sombrero de paja nuevo resabiadamente inclinado bajo la luz del sol, como un perro grande y estúpido que observase a otro pequeño y listo. Llegaron a la cancela y entraron. Inmediatamente Ben volvió a gemir, y durante un instante todos ellos permanecieron en la parte inferior del sendero contemplando la casa cuadrada y descolorida con el pórtico carcomido.
«¿Qué está pasando hoy ahí dentro?», dijo Frony. «Porque algo pasa».
«Nada», dijo Dilsey. «Tú métete en tus asuntos y que los blancos se metan en los suyos».
«Algo pasa», dijo Frony. «A él es lo primero que he oído esta mañana. Aunque no es asunto mío».
«Yo sé que es lo que pasa», dijo Luster.
«Tú sabes más de lo que te importa», dijo Dilsey. «¿Es que no has oído decir a Frony que no es asunto tuyo? Llévate a Benjy a la parte de atrás y que se esté callado hasta que yo prepare la comida».
«Yo sé dónde está la señorita Quentin», dijo Luster.
«Pues guárdatelo», dijo Dilsey. «En cuanto me entere de que Quentin necesita tus consejos, te lo diré. Ahora os vais a jugar a la parte de atrás».
«Ya sabe lo que va a pasar en cuanto se pongan a jugar ahí detrás con la pelota», dijo Luster.
«Todavía tardarán un rato. Para entonces ya estará aquí T.P. para llevárselo a dar un paseo. Vamos, dame el sombrero nuevo».
Luster le dio el sombrero y él y Ben se fueron atravesando el patio trasero. Ben todavía seguía gimiendo, aunque suavemente. Dilsey y Frony se dirigieron a la cabaña. Un momento después apareció Dilsey, de nuevo con el gastado traje de algodón, y se dirigió a la cocina. El fuego se había consumido. No había ruido alguno en la casa. Se puso el mandil y subió la escalera. No había ruido en parte alguna. La habitación de Quentin se encontraba como la habían dejado. Se agachó y recogió la prenda de ropa interior y metió la media en el cajón y lo cerró. La puerta de la señora Compson estaba cerrada. Dilsey permaneció un momento junto a ella, escuchando. Luego la abrió y entró en un penetrante vaho de alcanfor. Las persianas estaban bajadas, la habitación a media luz, y la cama, de tal forma que al principio pensó que la señora Compson dormía y estaba a punto de cerrar la puerta cuando ésta habló.
«¿Y bien?», dijo, «¿qué sucede?».
«Soy yo», dijo Dilsey. «¿Necesita usted algo?».
La señora Compson no contestó. Un momento después, sin mover la cabeza en absoluto, dijo: «¿Dónde está Jason?».
«Todavía no ha vuelto», dijo Dilsey. «¿Qué quiere usted?».
La señora Compson no dijo nada. Como tantas personas frías y débiles, cuando finalmente se ven ante un desastre incontrovertible, exhumó de algún sitio una especie de fortaleza, de fuerza. En su caso, una firme convicción referente al todavía insondable acontecimiento. «Bueno», dijo entonces, «¿la has encontrado?».
«¿El qué? ¿A qué se refiere?».
«A la carta. Por lo menos debería haber tenido consideración suficiente para dejar una carta. Hasta Quentin la tuvo».
«¿Qué quiere decir?», dijo Dilsey. «¿Es que no se da cuenta de que ella está bien? Seguro que antes de anochecer entra por esa puerta».
«Bobadas», dijo la señora Compson, «lo lleva en la sangre. De tal tío, tal sobrina. O de tal madre. No sé cual de los dos sería peor. Me da igual».
«¿Por qué sigue diciendo esas cosas?», dijo Dilsey. «¿Por qué iba a hacer ella una cosa así?».
«No lo sé. ¿Qué motivo tuvo Quentin? En nombre de Dios, ¿qué motivo tuvo? Puede que sencillamente quiera burlarse de mí. Quien quiera que sea Dios, El no lo permitirá. Soy una dama. Puede que con los hijos que he tenido, tú no lo creas, pero lo soy».
«Usted espérese», dijo Dilsey. «Esta noche estará aquí, en su propia cama». La señora Compson no dijo nada. El paño empapado en alcanfor cubría su frente. La bata negra yacía a los pies de la cama. Dilsey permaneció en pie con la mano en el picaporte.
«Bueno», dijo la señora Compson. «¿Qué quieres? ¿Vas a preparar la comida para Jason y Benjamin o no?».
«Jason no ha venido todavía», dijo Dilsey. «Voy a preparar algo. ¿Está usted segura de que no quiere nada? ¿Está la bolsa todavía caliente?».
«Podrías acercarme mi Biblia».
«Se la di esta mañana antes de irme».
«La pusiste en el borde de la cama. ¿Hasta cuándo pensabas dejarla ahí?».
Dilsey se dirigió hacia la cama y tanteó entre los bordes en sombras y encontró la Biblia, boca abajo. Alisó las páginas dobladas y volvió a dejar el libro sobre la cama. La señora Compson no abrió los ojos. Sus cabellos y la almohada eran del mismo color, bajo la toca del paño medicinal parecía una anciana monja en oración. «No la vuelvas a dejar ahí otra vez», dijo sin abrir los ojos. «Ahí la dejaste antes. ¿Es que quieres que tenga que levantarme de la cama para cogerla?».
Dilsey cogió el libro y lo dejó en el lado más amplio de la cama. «De todas formas no hay suficiente luz para leer», dijo. «¿Quiere usted que suba un poco las persianas?».
«No. Déjalas. Vete a preparar a Jason algo de comer».
Dilsey salió. Cerró la puerta y regresó a la cocina. El fogón estaba casi frío. Mientras permanecía, allí, el reloj de encima del aparador sonó diez veces. «La una en punto», dijo en voz alta, «Jason no va a venir. He visto al primero y al último», dijo contemplando el fogón apagado. «He visto al primero y al último», dispuso un poco de comida fría sobre una mesa. Mientras trajinaba de acá para allá cantaba un himno. Repitió los dos primeros versos una y otra vez hasta agotar la melodía. Preparó la comida y se dirigió a la puerta y llamó a Luster y un momento más tarde entraron Luster y Ben. Ben todavía gemía ligeramente, como para mí mismo.
«No se ha callado», dijo Luster.
«Venid a comer», dijo Dilsey. «Jason no va a venir». Se sentaron a la mesa. Ben podía manejarse bastante bien con la comida sólida, aunque incluso ahora, con el almuerzo frío ante él, Dilsey le anudó un trapo al cuello. El y Luster comieron. Dilsey se movía por la cocina, cantando los dos versos que recordaba del himno. «Empezad a comer», dijo, «que Jason no va a venir».
Estaba a cuarenta quilómetros de distancia en ese momento. Cuando salió de la casa se dirigió rápidamente al pueblo, adelantando a los lentos grupos sabáticos y a las terminantes campanas que rasgaban el aire. Cruzó la plaza vacía y giró hacia una estrecha calle que incluso entonces estaba sorprendentemente tranquila, y se detuvo ante una casa de madera y ascendió por el sendero bordeado de flores hasta el porche.
Había gente hablando tras la puerta de tela metálica. Al levantar la mano para llamar oyó pasos, así que retiró la mano hasta que abrió la puerta un hombre corpulento con unos pantalones de paño negro y una almidonada camisa blanca sin cuello. Tenía un vigoroso cabello gris acerado y sus ojos grises eran redondos y brillaban como los de un niño. Tomó la mano de Jason y le condujo hacia el interior de la casa sin dejar de estrechársela.
«Entra», dijo, «entra».
«¿Está ya preparado para salir?», dijo Jason.
«Pasa», dijo el otro, empujándole por el codo hacia el interior de una habitación donde estaban sentados un hombre y una mujer. «Conoces al marido de Myrtle, ¿verdad? Jason Compson, Vernon».
«Sí», dijo Jason. Ni siquiera miró al hombre, y mientras el alguacil acercaba una silla desde el otro lado de la habitación, el hombre dijo,
«Nosotros vamos a salir para que podáis hablar. Vamos, Myrtle».
«No, no», dijo el alguacil, «no os levantéis. Supongo que no será tan grave, ¿eh, Jason? Siéntate».
«Se lo diré por el camino», dijo Jason. «Póngase el sombrero y la chaqueta».
«Nosotros nos vamos», dijo el hombre, levantándose.
«No os mováis», dijo el alguacil. «Jason y yo saldremos al porche».
«Coja el sombrero y la chaqueta», dijo Jason, «Nos llevan una ventaja de doce horas». El alguacil fue el primero en salir hacia el porche. Un hombre y una mujer que pasaban le dijeron algo. Respondió con un gesto amable y grandilocuente. Las campanas seguían repicando, desde el sector conocido como la Cañada de los Negros. «Póngase el sombrero, alguacil», dijo Jason. El alguacil acercó dos sillas.
«Siéntate y dime cuál es el problema».
«Ya se lo he dicho por teléfono», dijo Jason sin sentarse. «Lo hice para ahorrar tiempo. ¿Es que voy a tener que recurrir a la ley para obligarle a que cumpla con su deber?».
«Siéntate y cuéntamelo», dijo el oficial. «Te atenderé perfectamente».
«Y un cuerno me atenderá», dijo Jason. «¿A esto le llama atenderme?».
«Eres tú quien nos está retrasando», dijo el alguacil. «Siéntate y cuéntamelo».
Jason se lo contó, cebándose en sus propios sonidos su sentimiento de dolor e impotencia, de tal modo que después de un momento se olvidó de la prisa gracias a la virulenta acumulación de autojustificación y ultraje. El alguacil le observaba persistentemente con sus ojos fríos y brillantes.
«Pero tú no sabes que lo hiciesen ellos», dijo. «Solamente lo crees».
«¿Qué no lo sé?», dijo Jason. «Después de haberme pasado dos malditos días persiguiéndola por las callejas, intentando alejarla de él, después de lo que la he dicho que la haría si la pillaba con ése, me viene usted con que no sé que esa p…»
«Vamos, vamos», dijo el alguacil. «Ya está bien. Ya basta». Miró hacia el otro lado de la calle con las manos en los bolsillos.
«Y cuando me dirijo a usted, a un representante de la ley», dijo Jason.
«Esa compañía está en Mottson esta semana», dijo el alguacil».
«Sí», dijo Jason, «y Si yo pudiese dar con un alguacil a quien no le importase un bledo la protección de las personas que le eligieron para su cargo, ya también estaría yo allí». Repitió la historia, recapitulando airadamente, pareciendo complacerse realmente en su ultraje e impotencia. El alguacil no parecía prestarle la menor atención.
«Jason», dijo, «¿qué hacías ocultando tres mil dólares en tu casa?».
«¿Qué?», dijo Jason. «Donde yo guarde el dinero es asunto mío. Lo que a usted le interesa es ayudarme a recuperarlo».
«¿Sabía tu madre que tenías tanto en casa?».
«Oiga usted», dijo Jason, «mi casa ha sido asaltada. Yo sé quiénes lo han hecho y sé dónde están. Me dirijo a usted como servidor de la ley, y vuelvo a preguntarle: ¿va usted a hacer algo por recuperar lo que es mío o no?».
«¿Qué piensas hacer con la chica si los pillamos?».
«Nada», dijo Jason, «nada en absoluto. No le pondré la mano encima. La zorra que me dejó sin empleo, sin la única oportunidad que he tenido para salir adelante, que acabó con la vida de mi padre y que está acortando la de mi madre día a dila y que ha convertido mi nombre en el hazmerreír del pueblo. No la haré nada», dijo. «Nada en absoluto».
«Tú eres quien ha obligado a esa chica a escaparse, Jason», dijo el alguacil.
«Como yo maneje los asuntos de mi familia no es cosa suya», dijo Jason. «¿Va a ayudarme o no?».
«Tú la has echado de casa», dijo el alguacil. «Y yo tengo mis sospechas de a quién pertenece ese dinero, que nunca acabaré por comprobar si son ciertas o no».
Jason permanecía en pie, arrugando lentamente el ala de su sombrero. Suavemente dijo: «¿Es que no va a hacer nada para atraparlos?».
«No es asunto mío, Jason. Si tuvieses alguna prueba real, yo tendría que actuar. Pero sin ella, creo que no es asunto mío».
«¿Conque ésa es su respuesta, eh?», dijo Jason. «Piénselo bien».
«Ya está pensado, Jason».
«Está bin», dijo Jason. Se puso el sombrero. «Se arrepentirá de esto. No quedaré desamparado. Esto no es Rusia. Por tener una placa de latón no se es inmune a la ley». Bajó los escalones y se metió en el coche y puso el motor en marcha. El alguacil permaneció inmóvil mirándole arrancar, dar la vuelta, y pasar camino del pueblo por delante de su casa a toda prisa.
Las campanas volvieron a repicar, vivamente bajo la fugitiva luz solar con agudas ráfagas alborozadas. Se detuvo en una gasolinera e hizo que le revisasen los neumáticos y le llenasen el depósito.
«Se va de viaje, ¿eh?», le preguntó el negro. No contestó. «Parece que va a escampar después de todo», dijo el negro.
«Un cuerno, va a escampar», dijo Jason. «A las doce estará diluviando». Miró hacia el cielo, pensando en la lluvia, en los resbaladizos caminos de tierra, en que se quedaría atascado a quilómetros de distancia del pueblo. Con una especie de triunfo, pensó en ello, en que se iba a quedar sin comer, en que, doblegándose ante la compulsión de la premura, al salir entonces se encontraría al llegar el mediodía a la mayor distancia posible de los dos pueblos. Le parecía que, con ello, las circunstancias le daban un respiro, así que le dijo al negro:
«¿Qué diablos te pasa? ¿Es que te han dado dinero para que me tengas aquí parado el tiempo que puedas?».
«Es que esta rueda no tiene nada de aire», dijo el negro.
«Entonces lárgate de aquí y déjame la bomba», dijo Jason.
«Suba», dijo el negro, levantándose. «Ya puede ponerse en marcha».
Jason subió, puso el motor en marcha y arrancó. Iba en segunda, el motor resoplando y jadeando, y apretó el acelerador, ahogando las válvulas y empujando y tirando violentamente del botón del aire. «Va a llover», dijo, «llévame hasta la mitad del camino y que diluvie entonces». Y así huyó de las campanas y del pueblo, imaginándose estar luchando contra el barro, buscando una carreta. «Y todos esos cerdos estarán en la iglesia». Pensaba en cómo acabaría por encontrar una iglesia y cogería un carro y en que el dueño saldría gritándole y en que él lo derribaría a puñetazos. «Soy Jason Compson. A ver si me detiene. A ver si puede dar con el alguacil que pueda detenerme», dijo, imaginándose entrando en el juzgado con un pelotón de soldados para sacar al alguacil a rastras. «Ese se cree que puede quedarse de brazos cruzados mirando como me quedo sin trabajo. Ya le daré yo trabajo». No pensaba en absoluto en su sobrina, ni en el arbitrario valor del dinero. Ninguna de las dos cosas había tenido entidad ni individualidad desde hacía diez años; ambas cosas simbolizaban conjuntamente el empleo en el banco del que se había visto privado aun antes de haberlo obtenido.
El aire era más brillante, las fugitivas manchas de sombra no tenían una procedencia desfavorable, y le pareció que el hecho de que abriese el día era otro sutil golpe de mala suerte, de la nueva batalla a la que cubierto de viejas heridas se dirigía. De vez en cuando pasaba junto a una iglesia, edificios de madera deslucida con campanarios de chapas de hierro, rodeados de carros desvencijados y automóviles deteriorados, y le parecía que cada uno de ellos era una garita desde la que la retaguardia de las circunstancias atisbaba. «Iros vosotros también al cuerno», dijo, «intentad detenerme», imaginándose a sí mismo y al pelotón de soldados precediendo al alguacil esposado, expulsando de ser necesario a la Omnipotencia de su trono, a las belicosas legiones del cielo y del infierno, a través de las que él se abría camino y ponía finalmente las manos sobre su fugitiva sobrina.
El viento soplaba del sureste. Sin pausa azotaba su rostro. Le parecía poder percibir cómo sus prolongadas ráfagas penetraban en su cráneo, y obedeciendo repentinamente a una vieja premonición pisó el freno y se detuvo y permaneció absolutamente inmóvil. Entonces se llevó una mano a la garganta y comenzó a maldecir, y así sentado permaneció, susurrando ásperas maldiciones. Cuando se veía necesitado de conducir durante cierto tiempo se ayudaba de un pañuelo empapado en alcanfor, que se anudaba al cuello cuando dejaba el pueblo atrás, inhalando de este modo los vapores, y se bajó y levantó el cojín del asiento por si casualmente hubiese olvidado allí alguno. Miró bajo ambos asientos y permaneció en pie un momento, maldiciendo, sintiéndose burlado por su propia astucia. Cerró los ojos, apoyándose en la portezuela. Podía regresar y coger el alcanfor olvidado, o podía continuar. En cualquier caso, la cabeza le estallaría, pero siendo domingo tenía la seguridad de encontrar alcanfor en su casa, mientras que no la tenía si continuaba adelante. Pero si regresaba, llevaría hora y media de retraso hasta Mottson. «Puedo ir despacio», dijo. «Puedo ir despacio, pensando en otra cosa…».
Subió y se puso en marcha. «Pensaré en otra cosa», dijo, y se puso a pensar en Lorraine. Imaginó estar con ella en la cama, pero simplemente yacía a su lado, rogándola que le ayudase, después volvió a pensar en el dinero, y en que había sido burlado por una mujer, por una chica. Si pudiese creer que fue el hombre quien le había robado. Pero que le hubiese despojado de aquello que le compensaría del empleo perdido, adquirido con tanto esfuerzo y riesgo, el propio símbolo del propio empleo, y lo peor de todo, una zorra. Siguió adelante, protegiéndose el rostro contra el viento implacable con la solapa del abrigo.
Veía las fuerzas opuestas de su destino y de su voluntad confluir ahora velozmente, hacia una conjunción que sería irrevocable; pensó con cautela. No puedo meter la pata, se dijo. Sólo existía algo cierto, sin otra alternativa: debía hacerlo. Creía que los dos le reconocerían a primera vista, mientras que él había de confiar en ser el primero en verla, a menos que el hombre todavía llevase la corbata roja. Y el hecho de tener que depender de la corbata roja le parecía el culmen de un inevitable desastre; casi podía olerlo, sentirlo sobre las palpitaciones de su cabeza.
Coronó la última colina. El humo pendía sobre el valle y sobre los tejados y un campanario o dos sobresalían por encima de los árboles. Bajó la colina y se dirigió hacia el pueblo, reduciendo la velocidad, recordándose a sí mismo la necesidad de ser precavido, para buscar en primer lugar dónde estaba la carpa. No veía con demasiada nitidez, y sabía que no era sino el desastre que continuaba recordándole que fuese a buscar algo para su cabeza. En una gasolinera le dijeron que todavía no habían levantado la carpa, pero que los vagones de los cómicos estaban en un apartadero de la estación. Se dirigió hacia allí.
En las vías se encontraban dos vagones pintados de vivos colores. Los reconoció antes de bajarse. Intentaba aspirar profundamente para que la sangre no latiese con tanta fuerza en su cerebro. Bajó y caminó por el otro lado de la tapia de la estación observando los vagones. De las ventanillas colgaban algunas prendas, fláccidas y arrugadas, como si las hubiesen lavado recientemente, En el suelo, junto a la escalerilla de uno de ellos, había tres sillas de lona. Pero no vio rastro de vida alguno hasta que un hombre con un mandil sucio apareció en la portezuela y vació un balde de agua jabonosa con gesto decidido, el sol brillando sobre el fondo del balde, y después volvió a entrar en el vagón.
Ahora tengo que pillarlo por sorpresa, antes de que los puedan advertir, pensó. Nunca se le ocurrió pensar que podrían no encontrarse allí en el vagón. Que el que no estuviesen allí, que el no depender el resultado de si el los veía primero o de si le veían primero ellos, era opuesto a la naturaleza y contrario al ritmo de los acontecimientos. Y aún más: él tenía que verlos primero, recuperar el dinero, luego lo que ellos hiciesen no le importaba, mientras que de otro modo todo el mundo sabría que a él, Jason Compson, le había robado Quentin, su sobrina, una zorra.
Volvió a inspeccionar el terreno. Después regresó al vagón y subió la escalerilla, presta y quedamente, y se detuvo en la portezuela. La cocina estaba vacía, con un espeso olor a comida rancia. El hombre era una mancha blanca, que cantaba con una temblorosa voz cascada de tenor. Un viejo, pensó, y no tan corpulento como yo. Entró en el vagón precisamente cuando el hombre levantó la cabeza.
«Oiga», dijo el hombre, cesando en su canción.
«¿Dónde están?», dijo Jason. «Vamos, diga. ¿En el coche cama?».
«¿Dónde está quién?», dijo el hombre.
«No me mienta», dijo Jason. Tropezó en la desordenada oscuridad.
«¿Cómo dice?», dijo el otro. «¿A quién está llamando usted mentiroso?». Y cuando Jason le cogió del hombro, exclamó, «¡Cuidado, amigo!».
«No me mienta», dijo Jason. «¿Dónde están?».
«Quieto, cabrón», dijo el hombre. Entre los dedos de Jason, su brazo era frágil y flaco. Intentó desasirse, luego se volvió y cayó entre los objetos que a su espalda cubrían la desordenada mesa.
«Vamos», dijo Jason. «¿Dónde están?». «Yo le diré donde están», chilló el hombre, «en cuanto encuentre un cuchillo».
«Oiga», dijo Jason, intentando sujetarlo, «que sólo le estoy haciendo una pregunta».
«Hijo de puta», chilló el otro, revolviendo los objetos que había sobre la mesa. Jason intentó sujetarlo con los brazos, intentando contener su mezquina furia. Sintió el cuerpo del hombre tan viejo, tan frágil, pero tan fatalmente obcecado que por vez primera Jason percibió clara y nítidamente el desastre al que se encaminaba.
«Espere», dijo, «oiga, oiga, que ya me voy. Espere, que me voy».
«Llamarme mentiroso», aulló el otro, «suélteme. Suélteme y verá».
Jason escudriñó desesperadamente a su alrededor, sujetando al otro. Ahora el exterior estaba soleado y resplandeciente, vivaz y resplandeciente y solitario, y pensó en la gente que pronto volvería a sus casas para sentarse al almuerzo dominical, decorosamente festivo, y en él mismo intentando sujetara aquel fatal viejecillo furioso a quien no se atrevía a soltar ni siquiera para darle la espalda y salir corriendo.
«¿Se va a estar quieto y me va a dejar salir?», dijo. «Por favor». Pero el otro todavía seguía forcejeando, y Jason soltó una mano y le dio un golpe en la cabeza. Un golpe ciego y apresurado, y no fuerte, pero el otro se derrumbó inmediatamente y resbaló ruidosamente hasta el suelo entre las cacerolas y los baldes. Jason permaneció ante él, jadeante, alerta. Luego se dio la vuelta y salió corriendo del vagón. En la portezuela se contuvo y descendió con más lentitud y volvió a quedarse quieto. Su aliento hacía un ruido aj, aj, aj, y se quedó allí intentando reprimirlo, mirando escrutadoramente hacia uno y otro lado, cuando al oír un ruido a sus espaldas, se dio la vuelta a tiempo de ver abalanzarse al viejecillo torpe y furiosamente desde la plataforma, blandiendo una herrumbrosa hacheta.
Sujetó la hacheta, sin sentir sorpresa alguna, pero sabiendo que caía, pensando, De modo que esto va a acabar así, y creyó que se encontraba a punto de morir y cuando algo le golpeó en la nuca pensó ¿Cómo me ha podido dar ahí? A lo mejor me ha dado hace mucho tiempo, pensó, Y solamente me doy cuenta ahora, y pensó, Date prisa. Date prisa. Acaba de una vez, y entonces se apoderó de él un violento deseo de no morir y empezó a forcejear, escuchando los lamentos y las quejas de la voz cascada del viejo.
Todavía estaba forcejeando cuando lo levantaron y lo pusieron en pie, pero cesó cuando lo sujetaron.
«¿Estoy echando mucha sangre?», dijo. «Mi nuca. ¿Estoy sangrando?». Todavía lo decía cuando sintió que lo empujaban con fuerza, y oyó desvanecerse a su espalda la voz del anciano, furiosa y débil.
«Mi cabeza», dijo, «esperen, yo…».
«Un cuerno», dijo el hombre que lo sujetaba. «Esa maldita víbora lo podría matar. Lárguese. No le pasa nada».
«Me ha dado un golpe», dijo Jason. «¿Estoy sangrando?».
«Lárguese», dijo el otro. Llevó a Jason hasta la esquina de la tapia de la estación, hasta un andén vacío donde había un camión parado, y donde crecía rígidamente la hierba en una parcela rodeada de rígidas flores y había un anuncio eléctrico: Atención Mottson, el espacio vacío cubierto por un ojo humano con la pupila eléctrica. El hombre lo soltó.
«Ahora», dijo, «lárguese de aquí y no vuelva. ¿Qué pretendía? ¿Suicidarse?».
«Estaba buscando a dos personas», dijo Jason. «Solamente le pregunté dónde estaban».
«¿A quién busca usted?».
«A una chica», dijo Jason. «Y a un hombre. Ayer en Jefferson llevaba una corbata roja. Era uno de los cómicos. Me han robado».
«Ah», dijo el hombre. «Es usted, ¿eh? Pues no están aquí».
«Lo supongo», dijo Jason. Se apoyó en la tapia y se llevó la mano a la nuca y se miró la palma. «Creía que estaba sangrando», dijo. «Creía que me había dado con la hacheta».
«Se dio con la cabeza contra la vía», dijo el hombre. «Ahora será mejor que se marche. No están aquí».
«Sí. Ese me dijo que no estaban aquí. Yo creí que era mentira».
«¿Y cree que yo miento?, dijo el hombre. «No», dijo Jason. «Sé que no están aquí».
«Les dije que se largaran con viento fresco, los dos», dijo el hombre. «No quiero cosas así en mi compañía. Yo dirijo un espectáculo respetable, con una compañía respetable».
«Claro», dijo Jason. «¿Y no sabe usted dónde han ido?».
«No. Y no quiero saberlo. A ningún miembro de mi compañía tolero una cosa así. ¿Es usted su… hermano?».
«No», dijo Jason. «Es igual. Solamente quería verlos. ¿Está seguro de que no me ha pegado? ¿De que no hay sangre?».
«Habría habido sangre si no llego a llegar cuando llegué. No se acerque por aquí. Ese cerdo lo matará. ¿Es aquél su coche?».
«Sí».
«Bueno, pues móntese y vuélvase a Jefferson. Si los encuentra no será en mi compañía. Yo dirijo un espectáculo decente. ¿Dice que le han robado?».
«No», dijo Jason, «es igual». Se dirigió hacia el coche y subió. ¿Qué es lo que debo hacer?, pensó. Entonces recordó. Puso el motor en marcha y lentamente recorrió la calle hasta encontrar una droguería. La puerta estaba cerrada con llave. Permaneció quieto un momento con la mano en el picaporte y la cabeza un poco inclinada. Entonces se volvió y cuando un instante después apareció un hombre le preguntó si en alguna parte había una droguería abierta, pero no la había. Entonces le preguntó cuándo pasaba el tren del norte, y el hombre le dijo que a las dos y media. Cruzó la acera y volvió a meterse en el coche y se sentó. Un momento después pasaron dos muchachos negros. Los llamó.
«¿Sabéis conducir alguno de los dos, chicos?».
«Sí, señor».
«¿Cuánto me cobrarías por llevarme ahora mismo a Jefferson?».
Se miraron uno al otro, susurrando.
«Os doy un dólar», dijo Jason.
Volvieron a susurrar. «Por eso no vamos. Es poco», dijo uno.
«Pues ¿por cuánto?».
«¿Tú puedes ir?», dijo uno.
«Yo no puede irme», dijo el otro. «¿Por qué no lo llevas tú? No tienes nada que hacer».
«Sí que tengo».
«¿El qué?».
Volvieron a susurrar, riendo.
«Os daré dos dólares», dijo Jason. «A cualquiera de los dos».
«Yo tampoco puedo irme», dijo el primero.
«De acuerdo», dijo Jason. «Podéis iros».
Permaneció algún tiempo allí sentado. Oyó que un reloj daba la media, luego empezó a pasar gente, vestidos para el Domingo de Resurrección. Algunos le miraban al pasar, al hombre tranquilamente sentado al volante de un pequeño automóvil, rodeado de los jirones de su vida invisible como un viejo calcetín. Un momento después apareció un negro vestido con un mono.
«¿Es usted el que quiere ir a Jefferson?»,
«Sí», dijo Jason. «¿Cuánto me cobras?». «Cuatro dólares».
«Te doy dos».
«Por menos de cuatro no puedo ir». El hombre del coche estaba tranquilamente sentado. Ni siquiera le miraba. El negro dijo, «¿Quiere o no quiere?».
«De acuerdo», dijo Jason, «sube».
Le hizo sitio y el negro se puso al volante.Jason cerró los ojos. En Jefferson me darán algo para esto, se dijo, acomodándose para hacer frente a los baches, allí me darán algo. Siguieron adelante, atravesando calles por las que la gente regresaba reposadamente hacia sus casas y hacia el almuerzo dominical, y finalmente fuera del pueblo. Pensó. No pensaba en su casa, donde Ben y Luster estaban comiendo un almuerzo frío en la mesa de la cocina. Algo —la ausencia de desastre, de amenaza, de cualquier constante desgracia— le permitió olvidar Jefferson como un lugar en el que hubiera habitado previamente, donde su vida habría de reanudarse.
Una vez que Ben y Luster terminaron Dilsey los envió afuera. «Y a ver si lo dejas tranquilo hasta las cuatro en punto. Para entonces T.P. ya estará aquí».
«Si, abuela», dijo Luster. Salieron. Dilsey comió su almuerzo y limpió la cocina. Después se dirigió al pie de la escalera y se puso a escuchar, pero no había ruido alguno. Regresó cruzando la cocina y la puerta trasera y se detuvo sobre la escalera. No se veía a Ben ni a Luster, pero mientras se encontraba allí oyó otra sorda vibración procedente de la puerta del sótano y se dirigió a la puerta y contempló a sus pies una repetición de la escena matinal.
«Hacía así», dijo Luster. Contemplaba el serrucho inmóvil con algo parecido a la desesperación y al desaliento. «Aunque todavía no he encontrado una cosa con que salga bien», dijo.
«Ni la vas a encontrar aquí abajo», dijo Dilsey. «Sácalo a que tome el sol. Los dos vais a pillar aquí una pulmonía con tanta humedad».
Se quedó esperando a que cruzasen el patio en dirección a un grupo de cedros próximos a la cerca. Luego se dirigió a su cabaña.
«Y ahora no empiece», dijo Luster, «que ya me ha dado hoy suficientes problemas». Había una hamaca hecha con las costillas de un barril cosidas con alambres. Luster se tumbó en el columpio, pero Ben siguió adelante sin rumbo ni propósito determinados. Comenzó a gemir de nuevo. «Cállese», dijo Luster, «que le voy a dar». Se reclinó en el columpio. Ben había dejado de caminar, pero Luster le oía llorar.
«¿Se va a callar o no?», dijo Luster.
Se levantó y fue tras él y encontró a Ben escarbando junto a un pequeño montón de tierra. A cada uno de los extremos estaba clavada en la tierra una botella vacía de color azul que había contenido veneno. En una había una mortecina ramita de estramonio. Ben escarbaba ante ella emitiendo un gemido lento e inarticulado. Sin dejar de gemir se puso a rebuscar y encontró un palito y lo metió en la otra botella.
«¿Por qué no se calla?», dijo Luster, «¿es que quiere obligarme a que le dé para que llore con razón? Ahora verá». Se arrodilló y súbitamente cogió la botella y la lanzó hacia atrás. Ben dejó de gemir. Empezó a escarbar, mirando hacia la pequeña hendidura donde había caído la botella, entonces mientras él tomaba aliento Luster volvió a sacar la botella.
«¡Cállese!», susurró, «¡No se ponga a berrear! ¡No! Aquí está ¿La ve? Mire. Como siga usted aquí, va a empezar. Vamos, vamos a ver si ya han empezado a dar a la pelota». Cogió a Ben por el brazo y tiró de él y se dirigieron a la cerca y permanecieron allí uno junto al otro, mirando hacia la maraña de madreselva todavía sin florecer.
«Mire», dijo Luster, «por ahí vienen unos. ¿Los ve?».
Observaron jugar a las dos parejas, salir y entrar del césped, dirigirse hacia el punto de partida y lanzar. Ben miraba, gimiendo, babeando. Cuando las dos parejas se fueron los siguió desde el otro lado de la cerca, balanceando la cabeza y gimiendo. Uno dijo.
«Eh, caddie. Trae la bolsa».
«Cállese, Benjy», dijo Luster, pero Benjy siguió hacia delante con su trotar vacilante, gimiendo con su voz ronca y desesperada. El hombre jugó y siguió adelante, siguiéndole Ben hasta que la cerca hizo un ángulo recto, y permaneció agarrado a la cerca, observando cómo la gente continuaba andando y se alejaba.
«¿Quiere callarse de una vez?», dijo Luster, «¿quiere callarse?». Sacudió el brazo de Ben. Ben se aferraba a la cerca, sin dejar de emitir roncos gemidos. «¿Es que no piensa callarse?», dijo Luster, «¿eh?». Ben miraba a través de la cerca. «Está bien», dijo Luster, «¿quiere motivos para llorar?». Miró hacia la casa por encima del hombro. Entonces susurró: «¡Caddy! Vamos, llore. ¡Caddy! ¡Caddy! ¡Caddy!».
Un momento después, entre los breves intervalos de la voz de Ben, Luster oyó que Dilsey los llamaba. Cogió del brazo a Ben y cruzaron el jardín hacia ella.
«Ya había dicho yo que no se iba a estar callado», dijo Luster.
«¡Eres de la piel del demonio!», dijo Dilsey. «¿Qué le has hecho?».
«Nada. Ya había dicho yo que empezaría en cuanto la gente se pusiese a jugar».
«Ven aquí», dijo Dilsey. «Cállese, Benjy. Calle». Pero no se callaba. Atravesaron el patio y se dirigieron a la cabaña y entraron. «Vete a por la zapatilla», dijo Dilsey. «Y no molestes a la señorita Caroline. Si dice algo, la dices que está conmigo. Vamos, vete; espero que sabrás hacerlo». Luster salió. Dilsey llevó a Ben hasta la cama y lo atrajo hacia sí y lo abrazó, meciéndolo, limpiándole lo boca llena de babas con el borde de su falda. «Cállese», dijo acariciándole la cabeza, «cállese, que aquí está su Dilsey». Pero él gemía suavemente, miserablemente, sin lágrimas, el sonido grave y profundo de toda la muda miseria existente bajo el sol. Luster regresó, con una zapatilla blanca de satén. Ahora estaba amarillenta, agrietada y sucia, y cuando se la pusieron en las manos Ben calló unos instantes, pero aún gemía, y enseguida volvió a subir la voz.
«¿Crees que podrás encontrar a T.P.?», dijo Dilsey.
«Ha dicho que hoy quería ir a Saint John y que volvería a las cuatro».
Dilsey se mecía acariciando la cabeza de Ben. «Tanto tiempo, Oh Jesús», dijo, «tanto tiempo».
«Yo sé conducir el birlocho, abuela», dijo Luster.
«Y os mataríais los dos», dijo Dilsey, «eres un demonio. Si quisieras lo harías, pero no me fío de ti. Cállese», dijo. «Cállase. Cállese».
«Que no», dijo Luster. «Lo conduzco con T.P.», dilsey se mecía, abrazando a Ben. «La señorita Caroline dice que como no lo haga usted callar, va a bajar ella».
«Calle, precioso», dijo Dilsey, acariciando la cabeza de Ben. «Luster, hijito, ¿serás bueno con tu pobre abuelita y conducirás el birlocho con cuidado?».
«Sí, abuela», dijo Luster. «Lo haré como T.P.».
Dilsey acarició la cabeza de Ben, meciéndole. «Hago lo que puedo», dijo, «bien lo sabe Dios. Vete a por él», dijo levantándose. Luster salió corriendo. Ben, llorando, sujetaba la zapatilla. «Calla, que Luster ha ido a por el birlocho para llevarte al cementerio. Ni siquiera nos vamos a preocupar de tu gorra», dijo. Se dirigió hacia un armario hecho con unacortina de algodón colgada en un rincón de la habitación y cogió el sombrero de fieltro que ella había llevado antes. «Y todavía lo vamos a pasar peor de lo que la gente cree», dijo. «Pero tú eres una criatura de Dios. Y yo también, alabado sea Jesús. Ven». Le puso el sombrero en la cabeza y le abotonó la chaqueta. El gemía continuamente. Le quitó la zapatilla y la guardó y salieron. Llegó Luster, con un viejo caballo blanco enganchado a un desvencijado birlocho vencido hacia un lado.
«¿Vas a tener cuidado, Luster?».
«Sí, abuela», dijo Luster. Ayudó a Ben a sentarse en el asiento trasero. Había cesado en su llanto, pero volvió a gemir otra vez.
«Es que quiere la flor», dijo Luster, «espere, voy a cogerle una».
«No te levantes de ahí», dijo Dilsey. Se acercó y cogió la brida. «Vete enseguida a por una». Luster rodeó la casa corriendo en dirección al jardín. Regresó con un solitario narciso.
«Está partida», dijo Dilsey. «¿Por qué no le has cogido una buena?».
«Era la única que había», dijo Luster. «El viernes usted cogió todas para adornar la iglesia. Espere, que lo voy a arreglar». Así que mientras Dilsey sujetaba al caballo, Luster colocó un palito junto al tallo de la flor y dos trocitos de cuerda y se la dio a Ben. Luego montó y tomó las riendas. Dilsey aún sujetaba la brida.
«¿Sabes por dónde ir?», dijo. «Subes la calle, das la vuelta a la plaza, al cementerio, luego derechito a casa».
«Sí, señora», dijo Luster. «Arre, Queenie». «¿Vas a tener cuidado?».
«Sí, señora», dilsey soltó la brida. «Arre, Queenie», dijo Luster, y mientras Ben le miraba se bajó y cortó de un seto una vara. Queenie bajó la cabeza y se puso a pastar hasta que montó Luster y la levantó la cabeza y la volvió a poner en movimiento, entonces ajustó los codos y levantando las riendas y la vara adoptó una actitud fanfarrona absolutamente desproporcionada en relación con el sereno clop—clop de los cascos de Queenie y de su acompañamiento interno, bajo como los tonos de un órgano. Algunos automóviles los adelantaban, y peatones; y un grupo de adolescentes negros.
«¡Eh!», dijo Dilsey. «Dame el látigo». «Ay, abuela», dijo Luster.
«Vamos, dámelo», dijo Dilsey acercándose a la rueda. Luster se lo dio de mala gana.
«Así no voy a conseguir que Queenie eche a andar».
«No te preocupes por eso», dijo Dilsey. «Queenie sabe mejor que tú a dónde va. Lo único que tienes que hacer es estarte ahí sentado sujetando las riendas. ¿Sabes por dónde ir?».
«Sí, señora. Lo mismo que hace T.P. todos los domingos».
«Entonces tú haz igual este domingo». «Claro que sí. ¿Acaso no he ayudado a T.P. más de cien veces?».
«Pues ahora haz igual», dijo Dilsey. «Ya puedes irte. Y como le pase algo a Benjy, negro, no sé lo que te voy a hacer. De todos modos acabarás en la cárcel, pero te aseguro yo que te mando allí antes de lo que crees».
«Sí, señora», dijo Luster. «Arre, Queenie».
Azotó con las riendas el amplio lomo de Queenie y el birlocho dio una sacudida y se puso en marcha.
«¡Luster!», dijo Dilsey.
«¡Arre, arre!», dijo Luster. Volvió a sacudir las riendas. Con estruendo subterráneo Queenie trotaba lentamente sendero abajo y salió a la calle, donde Luster la obligó a tomar un paso parecido a un descenso prolongado y suspendido hacia adelante.
Mas Ben dejó de gemir. Estaba sentado en medio del asiento, sujetando erecta con el puño la flor reparada, sus ojos serenos e inefables. Directamente ante él la cabeza apepinada de Luster se volvía continuamente hacia atrás hasta que la casa se perdió de vista, entonces se apartó hacia un lado de la calle.
«¡Eh, Luster! ¿Dónde vas, Luster? ¿A la plantación de huesos?».
«Hola», dijo Luster. «Al mismo campo de huesos en el que acabarás tú metido. Arre, burra».
Se aproximaron a la plaza, donde el soldado confederado escrutaba con ojos vacuos bajo su mano de mármol el viento y el tiempo. Luster se irguió todavía más y dio a la impasible Queenie un azote con la vara sin dejar de mirar hacia la plaza. «Ahí está el coche del señor Jason», dijo y entonces divisó a otro grupo de negros. «Vamos a enseñar a esos negros cómo se hacen las cosas, Benjy», dijo, «¿Qué le parece?». Miró hacia atrás. Ben estaba sentado agarrando la flor con la mano cerrada, la mirada vacía y serena. Luster volvió a fustigar a Queenie y la condujo hacia la izquierda del monumento.
Durante un instante Ben se hundió en un profundo vacío. Luego gritó. Berrido tras berrido, su voz aumentaba, con escasos intervalos para respirar. En ella había algo más que asombro, era horror; sorpresa; ciega y muda agonía; simple ruido, y Luster con los ojos en blanco durante un lívido instante. «Santo Cielo», dijo, «¡Cállese!, ¡cállese!, ¡Santo Cielo!». Volvió a girar y fustigó a Queenie con la vara. Se rompió y la tiró y con la voz de Ben subiendo hacia un increíble crescendo Luster tomó el extremo de las riendas y se inclinó hacia adelante cuando Jason apareció corriendo desde el otro lado de la plaza y de un salto subió al estribo.
Con el revés de la mano echó a Luster a un lado de un golpe y tomó las riendas e hizo girar a Queenie y dobló las riendas hacia atrás y la fustigó en las ancas. La fustigó una y otra vez hasta hacerla continuar galopando, mientras la áspera agonía de Ben los envolvía en bramidos, y la llevó hacia la derecha del monumento. Entonces le dio a Luster un puñetazo en la cabeza.
«¿No tenías nada mejor que hacer que llevarlo por la izquierda?», dijo. Se inclinó hacia atrás y abofeteó a Ben volviendo a romper el tallo de la flor. «¡Cállate!», dijo. «¡Cállate!». Tiró de Queenie y se bajó de un salto. «¡Llévalo inmediatamente a casa! ¡Como vuelvas a pasar con él de la cancela, te mato!».
«¡Sí, señor!», dijo Luster. Tomó las riendas y azotó a Queenie con el extremo. «¡Vamos, vamos! ¡Benjy, por amor de Dios!».
La voz de Benjy bramaba. Queenie volvió a ponerse en movimiento, oyéndose nuevamente el persistente clop—clop de sus casos, e inmediatamente Ben calló. Luster miró hacia atrás por encima del hombro, luego continuó adelante. La flor quebrada colgaba sobre el puño de Ben y sus ojos volvían a ser vacíos y azules y serenos mientras una vez más suavemente de izquierda a derecho fluían cornisa y fachada, poste y árbol, ventana y puerta, y anuncio, cada uno de ellos en su correspondiente lugar.