Seis de abril de 1928

Es lo que yo digo, que la que ha sido una zorra siempre será una zorra. Lo que yo digo, suerte tienes si lo único que te preocupa es que no haga novillos. Lo que yo digo, que ésa debería estar ahí abajo en la cocina, en lugar de en su habitación, echándose pintura en la cara y esperando a que seis negros que ni siquiera pueden levantarse de una silla sin que un plato lleno de pan con carne los sostenga en pie, le preparen el desayuno. Y Madre dice,

«Pero que las autoridades de la escuela lleguen a pensar que yo no puedo controlarla, que no puedo…».

«Bueno», digo yo, «y no puedes, ¿no? Si nunca has intentado conseguir nada de ella», digo, «¿cómo quieres comenzar a estas alturas, cuando tiene diecisiete años?».

Permaneció un momento pensativa.

«Pero hacerles pensar que… Yo ni siquiera sabía que le habían dado una nota de aviso. El otoño pasado me dijo que ya no las usaban. Y que ahora me llame por teléfono el profesor Junkin y me diga que ha vuelto a faltar otra vez, que va a tener que irse de la escuela. ¿Cómo lo hace? ¿Dónde va? Tú te pasas el día en el pueblo, tendrías que verla si está siempre por la calle».

«Sí», digo, «Si es que está siempre por la calle. Supongo que no se escapa de la escuela para hacer lo que se puede hacer en público», digo.

«¿Qué quieres decir?», dice.

«No quiero decir nada», digo. «Sólo he contestado a tu pregunta». Entonces volvió a echarse a llorar, diciendo que su propia carne y su propia sangre se levantaban de la tumba para maldecirla.

«Tú me has preguntado», digo.

«No me refiero a ti», dice. «Eres el único que no me reprochas nada».

«Claro», digo, «nunca me ha dado tiempo. Nunca he tenido tiempo de ir a Harvard como Quentin o de beber hasta matarme como Padre. Yo tenía que trabajar. Pero, naturalmente, si quieres que me dedique a seguirla y a ver qué hace, puedo dejar la tienda y buscarme un empleo para trabajar por las noches. Entonces podré vigilarla durante el día y tú puedes utilizar a Ben para el turno de noche».

«Ya sé que sólo te causo problemas y que soy un estorbo», dice llorando, recostada en el cojín.

«Ya debería saberlo», digo. «Llevas treinta años diciéndome lo mismo. Hasta Ben debería saberlo ya. ¿Quieres que la diga algo al respecto?».

«¿Crees que serviría de algo?», dice.

«No si apareces tú para interferir en lo que yo me ponga a hacer», digo. «Si quieres que yo la controle, dilo y mantente al margen. Siempre que lo intento, metes las narices y ella se ríe de nosotros».

«Recuerda que es de tu misma sangre y de tu misma carne», dice.

«Claro», digo «precisamente en eso estaba pensando —en la carne. Y también en un poco de sangre, si me saliera con la mía. Cuando la gente se comporta como los negros, sean quienes sean, lo único que que se puede hacer es tratarla como a los negros».

«Me temo que te va a hacer perder la paciencia», dice.

«Bueno», digo. «Tú no has tenido mucha suerte con tus métodos. ¿Quieres que haga algo o no? Dilo de una vez; tengo que irme a trabajar».

«Ya sé que estás esclavizado por nuestra culpa», dice. «Ya sabes que si por mí fuera, tendrías tu propio despacho y el horario adecuado para un Bascomb. Porque, a pesar de tu apellido, eres un Bascomb. Sé que si tu padre hubiera previsto…».

«Bueno», digo. «Supongo que tenía derecho a equivocarse de vez en cuando, como todo el mundo, hasta como un Smith o un Jones». Se puso a llorar otra vez.

«Oirte hablar de tu padre con tanto despecho» dice.

«Bueno», digo. «Bueno. Como quieras. Pero como no tengo despacho, tendré que conformarme con lo que hay. ¿Quieres que la diga algo?».

«Me temo que te va a hacer perder la paciencia», dice.

«De acuerdo», digo, «entonces no la digo nada».

«Pero habrá que hacer algo», dice, «¿Cómo has podido, cómo has podido dejarme esta cruz?».

«Vamos, vamos», digo. «Te vas a poner enferma. ¿Por qué no la encierras todo el día o la dejas de mi cuenta y acabas de preocuparte de ella?».

«Mi propia carne y mi propia sangre», dice llorando. Por eso digo,

«De acuerdo. Yo me ocupo de ella. Ahora deja de llorar».

«No pierdas la paciencia», dice. «Recuerda que sólo es una niña».

«No», digo, «no la perderé». Salí cerrando la puerta.

«Jason», dice. No contesté. Me dirigí hacia el rellano. «Jason», dice desde el otro lado de la puerta. Bajé las escaleras. No había nadie en el comedor, entonces la oí en la cocina. Intentaba que Dilsey la dejara tomarse otra taza de café. Entré.

«Supongo que ese es tu uniforme de la escuela, ¿verdad?», digo. «¿O es que hoy es fiesta?».

«Sólo media taza, Dilsey», dice, «por favor».

«Ni hablar», dice Dilsey, «ni lo pienses. No pienso darte otra taza, una chica de diecisiete años, y menos con lo que dice la señorita Caroline. Vete a vestirte para ir a la escuela y podrás ir al pueblo con Jason. No querrás volver a llegar tarde».

«No», digo. «Ahora mismo me ocupo de que no sea así». Ella me miró sin soltar la taza. Con la mano se apartó el pelo de la cara, el quimono dejó el hombro al descubierto. «Suelta la taza y ven aquí», digo.

«¿Para qué?», dice.

«Ven», digo. «Deja la taza en el fregadero y ven aquí».

«¿Qué quiere usted ahora, Jason?», dice Dilsely.

«Tú te crees que puedes pasar por encima de mí como haces con tu abuela y con todo el mundo», digo, «pero ya te darás cuenta de que yo soy otra cosa. Te doy diez segundos para que sueltes la taza y hagas lo que te he dicho».

Ella dejó de mirarme. Miró a Dilsey. «¿Qué hora es, Dilsey», dice. «Avísame cuando pasen diez segundos. Sólo media taza, Dilsey, por…».

La cogí del brazo. Se la cayó la taza. Se quebró al caer al suelo y ella saltó hacia atrás, mirándome, pero yo la tenía cogida del brazo. Dilsey se levantó de su silla.

«Eh, Jason», dice.

«Suéltame», dice Quentin, «o te doy una bofetada».

«Ah, ¿sí?», digo. «Sí, ¿eh?». Intentó abofetearme. La cogí también la otra mano y la sujeté como a un gato montés. «Sí ¿eh?», digo. «Con que esas tenemos».

«Eh, Jason», dice Dilsey. La metí a rastras en el comedor. Se la desabrochó el quimono que flotaba a su alrededor, dejándola casi desnuda, la muy… Dilsey nos siguió renqueando. Me volví y la cerré la puerta en las narices de una patada.

«Fuera de aquí», digo.

Quentin estaba apoyada en la mesa ciñéndose el quimono. La miré. «Ahora», digo, «quiero saber qué pretendes, escapándote de la escuela y contándole mentiras a tu abuela y falsificando su firma en las notas y matándola a disgustos. ¿Qué pretendes con todo eso?».

Ella no dijo nada. Estaba cerrándose el quimono alrededor del cuello ajustándoselo, mirándome. Todavía no había tenido tiempo de pintarse y tenía aspecto de haberse frotado la cara con una bayeta. Me acerqué y la cogí de la muñeca. «¿Qué pretendes?» le digo.

«No es asunto tuyo», dice. «Suéltame».

Dilsey apareció en la puerta. «Eh, Jason», dice.

«Sal ahora mismo de aquí como te he dicho», digo, sin volverme. «Quiero saber adónde vas cuando haces novillos», digo. «¿O es que ni pisas la calle? Porque yo te vería. ¿Con quién te escapas? ¿Es que te vas al bosque con alguno de esos asquerosos niñatos? ¿Es eso?».

«¡Eres un… eres un…!» dice. Intentó soltarse pero la sujeté. «Eres un pedazo de…», dice.

«Yo te enseñaré», digo. «Quizás puedas asustar a una vieja, pero ya te enseñaré yo quién manda aquí ahora». La sujeté con una mano, entonces dejó de forcejear y me observó con los ojos negros abiertos de par en par.

«¿Qué vas a hacer?», dice.

«Espera a que me quite el cinto y lo verás», digo quitándome el cinturón. Entonces Dilsey me cogió del brazo.

«¡Jason!», dice. «Jason, ¿es que no le da vergüenza?».

«Dilsey», dice Quentin, «Dilsey».

«No se lo permitiré», dice Dilsey, «no te preocupes, preciosa». Me tenía cogido del brazo. Entonces saqué el cinturón y me solté y la eché a un lado. Chocó contra la mesa. Era tan vieja que apenas podía moverse. Pero no importa: necesitamos que alguien en la cocina se coma lo que los jóvenes desprecian. Se interpuso torpemente entre nosotros, intentando volver a sujetarme.

«Pues pégueme a mí», dice, «si lo único que quiere es pegar a alguien, pégueme a mí», dice.

«¿Crees que no sería capaz de hacerlo?», digo.

«No hay nadie peor que usted», dice. Entonces oí a Madre en la escalera. Debería haberme imaginado que no estaba dispuesta a mantenerse al margen.

La solté. Retrocedió hacia la pared, sujetándose el quimono.

«Está bien», digo, «por ahora vamos a dejarlo. Pero no creas que vas a poder pasar por encima de mí. Ni soy una anciana ni una vieja negra medio muerta. Maldita zorra», digo.

«Dilsey», dice. «Dilsey, quiero ir con mi madre».

Dilsey se acercó a ella. «Vamos, vamos» dice, «no te pondrá la mano encima mientras yo esté aquí». Madre descendió por la escalera.

«Jason», dice. «Disley».

«Vamos, vamos», dice Dilsey. «No le dejaré que te toque». Colocó una mano sobre Quentin. Ella la apartó.

«Negra de mierda», dice. Corrió hacia la puerta.

«Dilsey», dijo Madre desde la escalera. Quentin subió corriendo los escalones pasando a su lado. «Quentin», dice Madre, «oye, Quentin», Quentin no se detuvo. La oí llegar arriba, luego en el rellano. Después se oyó un portazo.

Madre se había detenido. Después continuó, «Dilsey», dice.

«Dígame», dice Dilsey, «ya voy. Váyase al coche y espere», dice, «para llevarla a la escuela».

«No te preocupes», digo. «Que la dejaré en la escuela y me cercioraré de que se queda allí. Cuando empiezo una cosa, la acabo».

«Jason», dice Madre desde la escalera.

«Vamos, váyase», dice Dilsey, acercándose a la puerta. «¿Es que también quiere que ahora empiece ella? Ya voy, señorita Caroline».

Salí. Las oía en la escalera. «Vuélvase a la cama», decía Dilsey, «¿no se da cuenta de que todavía no está buena para levantarse? A la cama. Ya me ocupo yo de que llegue a tiempo a la escuela».

Fui hacia la parte trasera para salir marcha atrás, luego hube de dar una vuelta completa a la casa hasta que los encontré en la entrada.

«Creí haberte dicho que metieras esa rueda en el maletero», digo.

«No me ha dado tiempo», dice Luster. «No hay quien cuide de él hasta que mi abuela termina con la cocina».

«Claro», digo, «yo tengo que echar de comer a un regimiento de negros para que no lo pierdan de vista, pero cuando quiero que me cambien una rueda del coche, lo tengo que hacer yo».

«No tenía con quién dejarlo», dice. Entonces él comenzó a quejarse y a gimplar.

«Llévatelo a la parte de atrás», digo. «¿Cómo se te ocurre tenerlo aquí para que lo vea todo el mundo?». Los obligué a irse antes de que se pusiera a berrear en serio. Ya es suficiente los domingos, con todo el prado tan lleno de gente que ni se ve y con seis negros que alimentar dando palos a una bola de alcanfor. Y él que se pasa el día corriendo junto a la cerca, arriba y abajo, y berreando cada vez que los ve, tanto que creo que van a terminar cobrándome la entrada al golf, y entonces Madre y Dilsey van a tener que comprarse un par de picaportes de porcelana y un bastón y arreglárselas como puedan a menos que por las noches yo me ponga a jugar a la luz de un farol. A lo mejor, nos mandan entonces a todos a Jackson. Bien sabe Dios que seguramente instituirían la Semana de la Familia si eso llegase a suceder.

Volví al garaje. Allí estaba la rueda, apoyada en la pared, pero maldita si se creían que la iba a cambiar yo. Metí la marcha atrás y giré. Ella estaba junto al sendero. Yo le digo,

«Ya sé que no tienes libros: sólo quiero preguntarte qué has hecho con ellos, si es que es asunto mío. Naturalmente, no tengo ningún derecho a preguntarte», digo, «ya que simplemente me limité a pagar por ellos 11 dólares con 65 centavos en Septiembre».

«Mis libros los paga mi madre», dice. «Tú no te gastas ni un céntimo en mí. Antes me moriría de hambre».

«¿Ah, sí?», digo. «Cuéntaselo a tu abuela, a ver qué dice. No parece que estés desnuda del todo», digo, «aunque eso que llevas en la cara te tapa más que ninguna otra cosa que lleves puesta».

«¿Crees que con tu dinero o con el de ella has pagado un solo céntimo de todo esto?», dice.

«Pregúntaselo a tu abuela», digo. «Pregúntale qué ha pasado con los cheques. Creo recordar que la has visto quemar uno». Ni siquiera me escuchaba, la cara llena de pintura y la mirada fría como un perrillo.

«¿Quieres saber lo que haría si creyera que con tu dinero o con el de ella habéis pagado un solo centímetro de todo esto?», dice poniéndose la mano sobre el vestido.

«¿Qué harías?», digo. «¿Ponerte un saco?». «Me lo arrancaría y lo tiraría a la calle», dice. «¿No te lo crees?».

«Claro que sí», digo. «Si no haces otra cosa».

«Mira si no», dice. Con ambas manos cogió el cuello del vestido e hizo intención de rasgarlo.

«Como rompas el vestido», le digo, «te meto una paliza aquí mismo que no se te olvidará mientras vivas».

«Mira si no», dice. Entonces me di cuenta de que realmente estaba intentando rasgarlo, arrancárselo. Para cuando logré detener el coche y la cogí de las manos ya había como doce personas mirando. Me puse tan furioso que durante casi un minuto no supe lo que hacía.

«Como vuelvas a hacer algo parecido, te aseguro que sentirás haber nacido», digo.

«Bien que lo siento», dice. Dejó de intentarlo y sus ojos mostraron una expresión extraña y digo como te pongas a llorar en este coche, en la calle, te atizo. Te mato. Por suerte para ella, no fue así. Así que la solté los brazos y puse el coche en marcha. Afortunadamente estábamos junto a un callejón por donde podía torcer hacia una calle lateral y así evitar la plaza. Ya estaban levantando la carpa en el solar de Beard. Earl ya me había dado los dos pases para nuestros palcos. Estaba allí sentada con la cara vuelta, mordiéndose los labios. «Bien que lo siento», dice. «No entiendo por qué tuve que nacer».

«Y yo conozco por lo menos una persona más que tampoco entiende nada de lo que sabe del asunto», digo. Me detuve frente al edificio de la escuela. Había sonado el timbre y los últimos estaban acabando de entrar. «Por una vez llegas a tiempo», digo. «¿Vas a pasar y a quedarte o tengo que entrar yo para obligarte?». Salió y cerró de un portazo. «Recuerda lo que te he dicho», digo, «porque va en serio. Que no me entere de que andas paseando por ahí a escondidas con un chulo de esos».

Al oír esto se volvió. «Yo no me escondo», dice. «Como si alguien pudiera saber todo lo que hago».

«Bien que lo saben», digo. «Aquí todos saben lo que eres. Pero yo no voy a aguantarlo más, ¿te enteras? A mí no me importa lo que hagas», digo, «pero yo tengo un nombre en el pueblo, y no voy a tolerar que un miembro de mi familia se comporte como una puta negra. ¿Me oyes?».

«Me da igual», dice, «soy mala y me voy a ir al infierno y me da igual. Prefiero estar en el infierno que donde estés tú».

«Si vuelvo a enterarme de que no has ido a la escuela, vas a desear estar en el infierno», digo. Ella se dio la vuelta y echó a correr a través del patio. «Ni una vez más, no lo olvides», digo.

No volvió la cabeza.

Fui a correos y recogí las cartas y seguí en el coche hasta la tienda y aparqué. Earl me miró al entrar. Le di la oportunidad de que me dijera algo por haber llegado tarde, pero solamente dijo,

«Han llegado las cultivadoras. Tienes que ayudar al Tío Job a guardarlas».

Fui a la parte trasera, donde el Tío Job las estaba desembalando, a una media de unos tres tornillos por hora.

«Deberías estar trabajando en mi casa», digo. «Todos los negros que no sirven para nada comen en mi cocina».

«Trabajo para quien me pague los sábados por la noche», dice. «Cuando tengo trabajo, no me queda mucho tiempo para otras cosas». Desatornilló una tuerca. «Y por aquí nadie se mata a trabajar, aparte de los gorgojos del algodón», dice.

«Pues alégrate de no ser un gorgojo con esas cultivadoras», digo. «Acabarías muerto de cansancio antes de que pudiesen pensar en cómo terminar contigo».

«Es verdad», dice. «Los gorgojos lo pasan mal. Todos los días trabajando con este calor, con lluvia o con sol. No pueden sentarse en el porche a ver cómo engordan las sandías y para ellos los sábados no tienen nada de particular».

«Los sábados tampoco serían nada especial para ti», digo, «si de mí dependiera que te pagaran el jornal. Saca eso de las cajas y mételo dentro».

Primero abrí su carta y saqué el cheque. Muy propio de una mujer. Seis días tarde. Pero sin embargo te pretenden hacer creer que ellas pueden llevar un negocio. Cuánto iba a durarle un negocio a quien creyese que el día seis es el primer día del mes. Y, naturalmente, cuando envíen el saldo del banco, querrá saber por qué no he ingresado mi sueldo hasta el día seis. Esas cosas nunca se le pasan a una mujer por seis. Esas cosas nunca se le pasan a una mujer por la cabeza.

«No has contestado a mi carta sobre el vestido de Quentin para el Domingo de Ramos. ¿Llegó bien? No ha contestado las dos últimas cartas que le he escrito, a pesar de que el cheque que incluí en la segunda se cobró a la vez que el anterior. ¿Es que está enferma? Házmelo saber inmediatamente o me presentaré ahí para comprobarlo por mí misma. Me prometiste que me harías saber si necesitaba algo. Esperaré a tener noticias tuyas hasta el 10. No, mejor me envías enseguida un telegrama. Estás abriendo las cartas que yo le escribo. Lo sé como si te estuviera viendo. Más te vale enviarme un telegrama a esta dirección».

En ese momento Earl se puso a dar gritos a Job, así que las escondí y fui a ver si yo lo ponía firme. Lo que este país necesita es mano de obra blanca. Que estos malditos negros de mierda pasen hambre durante un par de años y ya se darán cuenta de cómo son las cosas.

Hacia las diez me fui a la parte delantera. Había un viajante. Faltaban un par de minutos para las diez, y le invité a tomar una coca—cola en la parte de arriba de la calle. Nos pusimos a hablar de las cosechas.

«No hay nada que hacer», digo, «el algodón es cosa de especuladores. Calientan la cabeza a los agricultores y les hacen plantar una cosecha enorme y luego ellos se la cepillan en el mercado para contentar a esos chupones. ¿Cree usted que los agricultores sacan otra cosa que la nuca enrojecida y la espalda encorvada? ¿Cree usted que quienes sudan para plantarlo se llevan un centavo más de lo que necesitan para sobrevivir?», digo. «Si siembran una cosecha grande no valdrá la pena recogerla; si siembran una cosecha pequeña no tendrán suficiente para desmotar. Y ¿para quién? para una banda de asquerosos judíos del Este, no me refiero a la religión judía», digo, «que he conocido algunos judíos que eran buenos ciudadanos. Usted mismo podría serlo», digo.

«No», dice, «yo soy norteamericano».

«No he querido ofenderle», digo. «A cada uno lo suyo, sin tener en cuenta su religión ni otras cosas. No tengo nada contra los judíos como personas», digo. «Sólo contra la raza. Admitirá usted que no producen nada. Se van a cualquier país tras los pioneros y luego les venden ropas».

«Eso será a los armenios», dice, «¿no? Porque los pioneros no necesitan ropa nueva».

«No he querido ofenderle», digo. «A nadie le echo en cara su religión».

«Por supuesto», dice, «yo soy norteamericano. Mi familia tiene parte de sangre francesa, por eso tengo esta nariz. Soy norteamericano de pura cepa».

«Yo también», digo. «No quedamos muchos. Me refería a esos tipos de Nueva York que trabajan para los especuladores sin mover un dedo».

«Es cierto», dice. «Los pobres no tienen con qué especular. Debería haber una ley que lo prohibiera».

«¿No cree usted que tengo razón?», digo. «Sí», dice, «supongo que usted tiene razón. El agricultor lleva todas las de perder».

«Ya sé que tengo razón», digo. «Hay que hacer el juego a los especuladores, a no ser que uno saque información a alguien que sepa de qué va la cosa. Yo estoy relacionado con gente que está en el ajo. Tienen a uno de los mayores especuladores de Nueva York de asesor. Que cómo lo hago», digo, «nunca arriesgo demasiado de una vez. Van tras los que creen que con tres dólares pueden sacar algo. Esos son los que interesan al negocio».

Entonces dieron las diez. Subí hacia el edificio de telégrafos. Se había abierto un poco, tal como habían dicho. Fui a un rincón y volví a sacar el telegrama, para cerciorarme. Mientras lo estaba mirando, entró un informe. Había subido dos puntos. Todos estaban comprando. Lo deduje por lo que decían. Subiéndose al carro. Como si no supiesen que sólo podía ir en un sentido. Como si hubiese una ley que prohibiese no comprar. Bueno, supongo que los judíos del Este también tienen que vivir. Pero maldita sea si no hay que fastidiarse cuando cualquier extranjero de mierda que no sabía ganarse la vida en el país donde Dios le puso, puede venir a éste y llevarse el dinero de los bolsillos de los norteamericanos. Había subido dos puntos más. Cuatro puntos. Pero, qué demonios, ellos estaban allí y bien que sabían lo que estaba sucediendo. Y si yo no iba a seguir sus consejos, para qué les estaba pagando diez dólares al mes. Salí, entonces me acordé y regresé y envié el telegrama. «Todo bien. Q escribe hoy».

«¿Q?» dice el telegrafista.

«Sí», digo, «Q. ¿Es que no sabes escribir la Q?».

«Sólo quería estar seguro», dice.

«Tú lo envías como yo lo he escrito y te garantizo estar seguro», digo. «Envíalo a cobro revertido».

«¿Qué estás enviando, Jason?», dice el Doctor Wright, mirando por encima de mi hombro. «¿Se trata de un mensaje cifrado para que compren?».

«No pasa nada», digo. «Vosotros a lo vuestro. Que sabéis más del asunto que los de Nueva York».

«Así debería ser», dice Doc, «yo me habría ahorrado dinero este año si hubiese plantado a dos centavos la libra».

Entró otro informe. Había bajado un punto. «Jason está vendido», dice Hopkins. «Mirad qué cara».

«Lo que estoy haciendo no os importa», digo. «Vosotros a lo vuestro. Que los judíos ricos de Nueva York tienen tanto derecho a la vida como cualquiera», digo.

Regresé a la tienda. Earl estaba ocupado en la parte delantera. Fui tras el mostrador y leí la carta de Lorraine. «Querido papaíto, ojalá estuvieses aquí. No hay fiestas divertidas cuando los papaítos están fuera echo mucho de menos a mi querido papaíto». Ya me lo supongo. La última vez la di cuarenta dólares. Se los di. Nunca hago promesas a una mujer ni la digo cuánto voy a darla. Es la única manera de entendérselas con ellas. Que siempre estén haciéndose cábalas. Si no se te ocurre ninguna sorpresa las das un puñetazo en la mandíbula.

La rompí y la quemé en la escupidera. Tengo por costumbre no guardar ni un trozo de papel salido de la mano de una mujer, y nunca las escribo. Lorraine siempre está detrás de mí para que la escriba pero yo la digo cualquier cosa que haya olvidado decirte puede esperar hasta que yo vuelva a Memphis pero la digo no me importa que me escribas de vez en cuando en un sobre normal, pero si alguna vez se te ocurre llamarme por teléfono, no vas a caber en Memphis la digo. La digo que cuando estoy en Memphis soy como todos, pero que no voy a tolerar que ninguna mujer me llame por teléfono. Toma, la digo, y la doy los cuarenta dólares. Si alguna vez te emborrachas y se te ocurre la idea de llamarme por teléfono, acuérdate de esto y cuenta hasta diez antes de hacerlo.

«¿Cuándo será eso?», dice.

«¿El qué?» digo.

«¿Cuándo vas a volver», dice.

«Ya te lo diré», digo. Entonces quiso tomarse una cerveza, pero no la dejé. «No te gastes el dinero», digo. «Cómprate un vestido con él». A la criada también la di cinco. Después de todo, es lo que yo digo que el dinero no vale nada; lo que te compras sí. No es de nadie, así que para qué guardarlo. Es de quien lo consigue y lo tiene. Aquí en Jefferson hay un tipo que hizo un montón de dinero vendiendo a los negros cosas medio podridas, vivía en una habitación encima de una tienda del tamaño de una pocilga, y él mismo se hacía las comidas. Hace cuatro o cinco años se puso enfermo. Se llevó un susto de mil demonios así que cuando volvió a estar en pie se fue a la iglesia y se compró un misionero en China, cinco mil dólares al año. Yo suelo imaginarme lo furioso que se pondría acordándose de los cinco mil anuales si se muriese y se encontrase con que no hay cielo. Es lo que yo digo que se muera ahora y se ahorre el dinero.

Cuando acabó de quemarse del todo, estaba a punto de meterme las otras en la chaqueta cuando repentinamente algo me hizo abrir la de Quentin antes de irme a casa, pero entonces Earl empezó a darme gritos desde la parte delantera, así que las dejé y fui y esperé a que el dichoso agricultor con su nuca enrojecida se pasase quince minutos diciendo si quería un cordón de cuero de veinte centavos o uno de treinta y cinco.

«Mejor se lleva el bueno», digo. «¿Cómo quieren ustedes salir adelante, utilizando malos arreos?».

«Si éste no vale», dice, «¿Por qué lo vende?».

«Yo no he dicho que no valga», digo, «he dicho que no es tan bueno como este otro».

«¿Y cómo lo sabe?», dice. «¿Los ha usado usted alguna vez?».

«Porque no piden treinta y cinco centavos por él», digo. «Por eso sé que no es igual de bueno».

Tenía en las manos el de veinte centavos, pasándoselo entre los dedos. «Creo que me voy a llevar éste», dice. Me ofrecí a envolvérselo, pero lo hizo un ovillo y se lo metió en el mono. Luego sacó una bolsa de tabaco y finalmente la desató y tras sacudirla sacó unas monedas. Me alargó una de veinticinco centavos. «Esos quince centavos me sirven para pagarme el almuerzo», dice.

«De acuerdo», digo, «usted manda. Pero no venga quejándose el año que viene cuando tenga que comprarse otro arreo».

«Todavía no estoy con la cosecha del año que viene», dice.

Por fin me libré de él, pero cada vez que sacaba la carta sucedía algo. Con la función todo el mundo estaba en el pueblo, entrando en manadas para soltar dinero por una cosa que no traía nada bueno al pueblo y que no iba a dejar nada aparte de lo que los mangantes de la oficina del Alcalde se repartiesen, y Earl de acá para allá como una gallina clueca, diciendo «Sí, señora, el Señor Compson la atenderá. Jason enseña una batidora a esta señora o sirve cinco centavos de alcayatas a esta señora».

Bueno, a Jason le gusta el trabajo. Es lo que yo digo, que nunca he tenido la oportunidad de ir a la Universidad porque en Harvard te enseñan a ir a nadar por las noches sin que sepas nadar y en Sewanee ni siquiera te enseñan lo que es el agua. Lo que yo digo, que pueden mandarme a la Universidad del Estado; a lo mejor aprendo a detener el reloj con un vaporizador nasal y luego pueden mandar a Ben a la Marina les digo o a Caballería, eh, porque en Caballería castran a los caballos. Después, cuando ella mandó a Quentin a casa para que también yo la diese de comer, yo digo pues bueno, en vez de tener que irme al norte a buscar trabajo me envían el trabajo aquí, y entonces Madre empezó a llorar y yo digo, no es que ponga objeciones a quedarme aquí; si te produce satisfacción, dejaré el trabajo y yo mismo la criaré y, por mí, tú y Dilsey podéis ocuparos de tener la despensa llena, o Ben. Alquiládselo a unos titiriteros; en alguna parte debe haber quien pague por verle, entonces ella lloró todavía más no dejaba de decir mi pobrecito niño qué pena y yo digo sí te servirá de buena ayuda cuando acabe de crecer y sólo sea vez y media más alto de lo que yo soy ahora y ella dice que ella se morirá pronto y que entonces todos estaremos mejor y yo digo bueno, bueno, como quieras. Es tu nieta, que es más de lo que otros abuelos pueden dar por seguro. Sólo que digo que es cuestión de tiempo. Si crees que ella va a hacer lo que dice y no quieres verlo, te engañas a ti misma porque la primera vez ya ves cómo fue Madre siguió diciendo gracias a Dios que de Compson sólo tienes el apellido, porque eres el único que ya me queda, Maury y tú, y yo digo por mí sobra el Tío Maury y entonces llegaron y dijeron que estaban listos para empezar. Entonces Madre dejó de llorar. Se bajó el velo y bajamos. El Tío Maury salía del comedor tapándose la boca con el pañuelo. Hicieron una especie de pasillo y salimos por la puerta a tiempo de ver cómo Dilsey se llevaba a Ben y a T.P. por la esquina. Bajamos las escaleras y entramos. El Tío Maury no dejaba de decir pobre hermanita, como masticando algo y dando golpecitos en la mano a Madre. Sabe Dios qué andaría masticando.

«¿Te has puesto la cinta negra?», dice ella. «¿Por qué no nos vamos antes de que salga Benjamin y dé un espectáculo? Pobrecito mío. No lo sabe. Ni siquiera se da cuenta».

«Vamos, vamos», dice el Tío Maury, dándole golpecitos en la mano, masticando algo. «Es mejor así. Que no sepa de la desgracia hasta que no sea necesario».

«Otras mujeres tienen el consuelo de sus hijos en momentos así», dice Madre.

«Tú nos tienes a Jason y a mí», dice.

«Es tan espantoso», dice, «acabar así los dos en menos de dos años».

«Vamos, vamos», dice. Un momento después, como por casualidad, se puso la mano en la boca y lo tiró por la ventanilla. Entonces me di cuenta de qué era aquel olor. Clavo. Supongo que él pensaría que era lo menos que podía hacer en el funeral de Padre o sería que el aparador creyó que todavía se trataba de Padre y lo engatusase al pasar. Es lo que yo digo, que si tuvo que vender algo para enviar a Quentin a Harvard todos habríamos estado un millón de veces mejor si hubiese vendido el aparador y se hubiese comprado una camisa de fuerza de un solo brazo con parte del dinero. Admito las razones que dieron todos los Compson antes de pasármelo a mí, como dice Madre, se lo bebió todo. Por lo menos nunca le oí ofrecerse a vender nada para enviarme a mí a Harvard.

De modo que continuó dándola golpecitos en la mano y diciendo «Pobre hermanita», dándola golpecitos en la mano con uno de los guantes negros por los que nos mandaron la cuenta cuatro días después que era el veintiséis, el mismo día del mes en que se fue Padre y la recogió y la trajo a casa y no dijo dónde se encontraba ella ni nada y Madre lloraba y decía «¿Y ni siquiera lo has visto? ¿Ni siquiera has intentado llegar hasta él y conseguir que la dote de fondos?» y Padre dice «No ella no va a tocar ni un céntimo de su dinero» y Madre dice «Puede obligarle la ley. No puede probar nada a no ser que… Jason Compson», dice, «has sido tan estúpido que has dicho…».

«Calla, Caroline», dice Padre, entonces me mandó a ayudar a que Dilsey sacara aquella cuna vieja del desván y yo digo,

«Bueno, esta noche me ha salido un empleo en mi propia casa» porque siempre esperamos que solucionarían las cosas y que él se la quedaría porque Madre siempre decía que ella se preocuparía de la familia y no comprometería mis oportunidades después de que ella y Quentin ya hubiesen tenido las suyas.

«¿Y a dónde iba a ir?», dice Dilsey, «¿quién iba a criarla más que yo? ¿Es que yo no los he criado a todos ustedes?».

«Pues sí que te ha salido bien», digo. «De todas formas ya me preocuparé de que se entere desde ahora». Así que bajamos la cuna y Dilsey se puso a prepararla en su antigua habitación. Entonces naturalmente Madre empezó.

«Calle, señorita Caroline», dice Dilsey, «que la va a despertar».

«¿Ahí?», dice Madre, «¿Para que ese ambiente la envenene? Ya será suficiente con la herencia que tiene».

«Cállate», dice Padre, «no seas tonta».

«Por qué no va a dormir ahí», dice Dilsey, «en la misma habitación donde yo acostaba a su mamá todas las noches desde que fue suficientemente grande para dormir sola».

«No te das cuenta», dice Madre «mi hija abandonada por su marido. Pobrecita niña inocente», dice mirando a Quentin. «Nunca sabrás los sufrimientos que has causado».

«Cállate, Caroline», dice Padre.

«¿Por qué se empeña en seguir así delante de Jason?», dice Dilsey.

«He intentado protegerlo», dice Madre. «Siempre he intentado protegerlo de estas cosas. Por lo menos haré cuanto pueda para defenderla».

«Me gustaría saber qué mal la va a hacer dormir en esta habitación», dice Dilsey.

«No puedo evitarlo», dice Madre. «Ya sé que sólo soy una vieja pesada. Pero no se puede quebrantar la ley de Dios impunemente».

«Tonterías», dice Padre. «Ponla entonces en la habitación de la señorita Caroline, Dilsey».

«Tú dirás que son tonterías», dice Madre. «Pero ella nunca debe saberlo. Ni siquiera debe saber su nombre. Dilsey, te prohibo que jamás pronuncies ese nombre donde ella pueda oírlo. Yo agradecería a Dios que llegase a crecer sin saber quién fue su madre».

«No seas estúpida», dice Padre.

«¿Acaso me he entrometido yo en la forma que tú has tenido de educarlos?», dice Madre, «pero ya no puedo más. Tenemos que decidirlo ahora, esta noche. O ese nombre no se pronuncia delante de ella, o se va ella, o me voy yo. Elige».

«Cállate», dice Padre, «lo que pasa es que estás alterada. Colócala aquí, Dilsey».

«Y usted también está enfermo», dice Dilsey. «Parece una aparición. Acuéstese y le prepararé un ponche para que pueda dormir. Seguro que lleva sin pegar ojo desde que se marchó».

«No», dice Madre, «¿Es que no sabes lo que ha dicho el médico? ¿Por qué le incitas a que beba?

Eso es lo que le pasa. Mírame, yo también sufro, pero no soy tan débil como para suicidarme con whisky».

«Bobadas», dice Padre. «Qué sabrán los médicos. Se ganan la vida aconsejando a la gente que haga precisamente lo que no quiere hacer, lo que no es ni más ni menos que demostración de la degeneración de la especie humana. La próxima vez me vas a traer a un cura para que me coja la mano». Entonces Madre lloró, y él salió. Bajó la escalera, y entonces oí el aparador. Me desperté y volví a oírlo bajar. Madre se había dormido o algo así, porque la casa estaba finalmente en silencio. El también intentaba no hacer ruido, porque yo no lo oía, solamente el roce de su camisón y de sus piernas desnudas contra la parte delantera del aparador.

Dilsey preparó la cuna y la desnudó y la metió dentro. No se había despertado ni una sola vez desde que él la trajo a casa.

«Es casi demasiado grande», dice Dilsey. «Ya está. Me voy a poner un camastro al otro lado del rellano, para que no tenga usted que levantarse por la noche».

«No pienso dormir», dice Madre. «Vete a tu casa. No importa. Estaré contenta de dedicarle el resto de mi vida, si puedo evitar…».

«Cállese ya», dice Dilsey. «Nosotros vamos a cuidar de ella. Y usted acuéstese también», me dice, «que mañana tiene que ir a la escuela».

Por eso salí, entonces Madre me llamó y se pasó un rato llorando apoyada en mí.

«Eres mi única esperanza», dice. «Todas las noches doy gracias a Dios por tenerte a ti». «Mientras esperábamos a que empezasen ella dice Demos gracias a Dios porque me haya dejado a ti en lugar de a Quentin si tenía que llevárselo también a él. Gracias a Dios que no eres un Compson, porque lo único que ya me queda sois Maury y tú y yo digo. Por mí el tío Maury sobra. Bueno, él siguió dándole golpecitos en la mano con su guante negro, volviendo el rostro. Se los quitó cuando le tocó coger la pala. Se puso junto a los primeros, a los que estaban cubriendo con unos paraguas, sacudieron los pies para intentar quitarse de los zapatos el barro, que se adhería de tal forma a las palas que tenían que arrancarlo, y hacía un sonido hueco al caer, y cuando retrocedí tras el simón lo vi tras una tumba, dándole otra vez a la botella. Creí que nunca iba a acabar porque yo también llevaba mi traje nuevo pero las ruedas todavía no estaban demasiado embarradas, sólo que Madre lo vio y dice No sé cuándo vas a poder comprarte otro y el tío Maury dice, «Vamos, vamos. No te preocupes. Siempre me tendrás para lo que necesites».

Y bien que lo tenemos. Siempre. La cuarta carta era suya. Pero no hacía ninguna falta abrirla. La podría haber escrito yo mismo, o habérsela recitado a ella de memoria, añadiendo diez dólares más para no equivocarme. Pero la otra carta me daba mala espina. Tenía el presentimiento de que ella iba a jugármela otra vez. Después de la primera tomó buena nota. Se dio cuenta enseguida de que yo era de una madera distinta de la de Padre. Cuando empezó a cubrirse Madre naturalmente empezó a llorar, así que el tío Maury subió con ella y arrancó. Me dice Ya vendrás con alguien; no les importará traerte. Yo tengo que llevarme a tu madre y casi le dije Sí deberías haberte traído dos botellas en lugar de una sólo que recordé donde estábamos y les dejé marchar. Como si les importase que me mojara, así Madre se podría pasar todo el día preocupada por si yo pillaba una pulmonía.

Bueno, me puse a pensar en aquello y a mirar cómo le echaban tierra encima arrojándola como si fuese cemento y fuesen a levantar una cerca, y empecé a sentir algo raro y por eso decidí darme una vuelta. Pensé que si me iba hacia la ciudad me adelantarían e intentarían que subiese con alguno de ellos, así que regresé al cementerio de los negros. Me cobijé bajo unos cedros, a los que casi no atravesaba la lluvia, sólo unas gotas de vez en cuando, y desde allí los vi terminar y marcharse. Después de que se hubiesen marchado todos, esperé un momento y salí.

Para evitar mojarme con la hierba húmeda tuve que ir por el camino, así que hasta que casi estuve encima no la vi, de pie, con una capa negra, mirando las flores. Enseguida me di cuenta de quién era, antes de que se volviese y me mirase y se levantase el velo.

«Hola, Jason», dice, ofreciéndome la mano. Nos la estrechamos.

«¿Qué haces aquí», digo. «Creía que le habías prometido que nunca ibas a volver. Creía que tenías más sentido común».

«¿Ah, sí?», dice. Volvió a mirar a las flores. Deberían haber costado unos quince dólares por lo menos. Alguien había puesto un ramo sobre la de Quentin. «¿De verdad?», dice.

«Aunque no me extraña», digo. «No me fio de ti. No te importa nadie. Todo te importa un rábano».

«Ah», dice, «tu empleo». Miró a la tumba. «Lo siento, Jason».

«Claro», digo. «Ahora lo sientes. Pero no tenías por qué haber vuelto. No queda nada. Pregunta al tío Maury si no me crees».

«No quiero nada», dice. Miró a la tumba. «¿Por qué no me lo han dicho?», dice. «Lo vi casualmente en el periódico. En la última página. Por casualidad».

No dije nada. Permanecimos allí, mirando a la tumba, y entonces me puse a pensar en cuando éramos pequeños y en esto y en aquello y volví a sentirme raro, como furioso, pensando en que ahora tendríamos al tío Maury todo el tiempo en casa, mangoneando todo de la misma manera en que me había obligado a regresar a casa solo bajo la lluvia. Digo,

«Mucho te importa, colándote aquí en cuanto se muere. Pero no te va a servir de nada. No creas que te vas a aprovechar de esto para volver a meterte en casa. Si no te gusta lo que tienes, peor para ti», digo. «¿Sabes una cosa? En lo que se refiere a él y a Quentin, no te conocemos», digo. «¿Te enteras?».

«Ya lo sé», dice. «Jason», dice, mirando a la tumba, «si consigues que la vea un momento, te daré cincuenta dólares».

«Más quisieras tú que tener cincuenta dólares», digo.

«¿Lo harás?», dice sin mirarme.

«A verlos», digo. «No me creo que tengas cincuenta dólares».

La vi mover las manos bajo la capa, luego extendió la mano. Maldita si no la tenía llena de dinero. Distinguí dos o tres de color amarillo.

«¿Es que él todavía te da dinero?», digo. «¿Cuánto te manda?».

«Te daré cien», dice. «¿Lo harás?».

«Espera un momento», digo. «Y como yo diga. No consentiré que ella lo sepa ni por mil dólares».

«Sí», dice. «Como tú digas. Sólo verla un minuto. No te voy a pedir nada. Después me marcharé». «Dame el dinero», digo.

«Te lo daré luego», dice.

«¿Es que no te fías de mí?», digo.

«No», dice. «Te conozco. Crecimos juntos».

«Pues mira quién fue a decir que no se fía», digo. «Bueno», digo, «tengo que guarecerme de la lluvia. Adiós». Hice como si fuera a marcharme.

«Jason», dice. Me detuve.

«¿Sí?», digo. «Date prisa. Me estoy calando».

«De acuerdo», dice. «Ten». No había nadie a la vista. Me di la vuelta y cogí el dinero. Ella lo retuvo. «¿Lo harás?», dice, mirándome bajo el velo, «¿me lo prometes?».

«Suelta», digo, «¿es que quieres que venga alguien y nos vea?».

Lo soltó. Me metí el dinero en el bolsillo. «¿Lo harás, Jason?», dice. «No te lo pediría si hubiese otra forma».

«No te equivocas en que no hay otra forma», digo. «Claro que lo haré. Te he dicho que lo haría, ¿no? Sólo que vas a tener que hacer lo que yo te diga».

«Sí», dice, «lo haré». Así que le dije dónde tendría que estar y me fui al establo. Como me di prisa llegué cuando estaban desenganchando el simón. Pregunté si ya lo habían pagado y dijo No y le dije que a la Señora Compson se le había olvidado una cosa y que lo necesitaba otra vez, así que me lo dejaron. Conducía Mink. Le regalé un puro, así que estuvimos dando vueltas por las callejuelas por las que no nos vería nadie hasta que empezó a oscurecer. Entonces Mink dijo que tenía que devolver el coche y le dije que le regalaría otro puro así que tomamos el camino y yo atravesé el patio y me acerqué a la casa. Me quedé en el vestíbulo hasta que oí a Madre y al tío Maury en el piso de arriba, y entonces fui a la parte trasera a la cocina. Ella y Ben estaban allí con Dilsey. Dije que Madre quería verla y me la llevé a la casa. Vi la gabardina del tío Maury y se la eché por encima y la cogí en brazos y regresé al camino y me metí en el simón. Dije a Mink que fuese a la estación. El tenía miedo de pasar por el establo, así que tuvimos que ir por la parte de atrás y la vi de pie en la esquina bajo la luz y dije a Mink que se acercase a la acera y que cuando yo le dijese Sigue, arrease al tiro. Entonces la quité la gabardina y la acerqué a la ventanilla y Caddy la vio y dio como un salto hacia adelante.

«¡Dale, Mink!», digo, y Mink los arreó y pasamos junto a ella como si fuéramos a apagar un incendio. «Y ahora coge el tren como has prometido», digo. Por la ventanilla trasera la veía correr detrás de nosotros. «Dales otra vez», digo, «vámonos a casa». Cuando dimos la vuelta a la esquina ella todavía seguía corriendo.

Así que aquella noche volví a contar el dinero y lo guardé, y no me sentía tan mal. Digo yo que eso te enseñará. Seguro que ahora te vas a dar cuenta de que no puedes quitarme un empleo y quedarte tan tranquila. Nunca se me ocurrió pensar que rompería su promesa y que no cogería el tren. Pero es que entonces no los conocía bien; era tan estúpido que me creía lo que decían, porque a la mañana siguiente, maldita sea, apareció en la tienda, sólo que fue suficientemente lista como para llevar el velo bajado y no hablar con nadie. Era un sábado por la mañana, porque yo estaba en la tienda, y apresuradamente se dirigió directamente hacia la mesa donde yo estaba.

«Embustero», dice, «embustero».

«¿Es que te has vuelto loca?», digo. «¿Qué pretendes, apareciendo aquí de este modo?». Ella fue a hablar pero la callé. Digo, «Ya me has costado un empleo; ¿es que quieres que pierda éste también? Si tienes algo que decirme, nos veremos en cualquier parte cuando se haga de noche. ¿Qué tienes que decirme?», digo. «¿Es que no he cumplido todo lo que dije? Dije que la verías un momento ¿no? Bueno ¿acaso no la has visto?». Ella me miraba, temblando como si tuviera escalofríos, con los puños cerrados, muy agitada. «He hecho lo que dije que iba a hacer», digo, «tú eres quien ha mentido. Prometiste que cogerías el tren ¿no? ¿no lo prometiste? Si crees que vas a recuperar el dinero, inténtalo y verás», digo. «Aunque hubiesen sido mil dólares, todavía estarías en deuda conmigo después del riesgo que he corrido. Y si me entero de que sigues en el pueblo después de que salga el de las cinco», digo, «se lo diré a Madre y al tío Maury. Y espera sentada a volver a verla». Allí estaba, mirándome, retorciéndose las manos.

«Maldito seas», dice, «maldito seas».

«Claro», digo, «muy bien. Y ahora haz lo que te digo. Después del de las cinco, se lo diré».

Después de que se hubo ido me sentí mejor. Me dije, te lo pensarás dos veces antes de dejarme sin el empleo que me prometieron. Yo entonces era un niño. Creía que la gente hacía las cosas que decía. He aprendido desde entonces. Además, es lo que yo digo, que no necesito la ayuda de nadie para salir adelante sé arreglármelas yo solo como siempre ha sido. Entonces de repente me acordé de Dilsey y del tío Maury. Pensé que ella recurriría a Dilsey y que el tío Maury haría lo que fuese por diez dólares. Y allí estaba yo, que ni siquiera podía irme de la tienda para proteger a mi propia Madre. Es lo que ella dice si uno de vosotros había de irse, gracias a Dios que eres tú quien me queda puedo confiar en ti y yo digo bueno es que no puedo alejarme de la tienda tanto como para que tú me pierdas de vista. Alguien tiene que ocuparse de lo poco que nos queda, digo yo.

Así que en cuanto llegué a casa me fui a por Dilsey. Dije a Dilsey que ella tenía lepra y cogí una biblia y la leí aquello de la carne que se pudre y la dije que si alguna vez la miraba también la cogerían Ben o Quentin. Así que yo creía tener todo arreglado hasta el día en que llegué a casa y me encontré a Ben berreando. Armando la de dios es cristo y nadie podía hacerlo callar. Madre dijo, Bueno, dadle la zapatilla. Dilsey hizo como si no lo hubiese oído. Madre volvió a decirlo y yo digo Iré yo, no puedo soportar este escándalo. Es lo que yo digo que puedo aguantar un montón de cosas, que no puedo esperar nada de ellos, pero que si tengo que pasarme el día trabajando en una tienda de mierda creo que me merezco un poco de paz y tranquilidad a la hora de la cena. Así que digo que iría yo y Dilsey dice inmediatamente, «Jason!».

Bueno, me di cuenta como un rayo de lo que pasaba, pero para cerciorarme fui a por la zapatilla y la traje, y tal como yo creía, cuando él la vio uno habría creído que lo estaban matando. Así que obligué a Dilsey a confesar, luego se lo dije a Madre. Entonces tuvimos que subirla a la cama, y después de que las cosas se hubiesen tranquilizado un poco, amenacé a Dilsey con el fuego del infierno. Todo lo que se puede asustar a un negro, claro. Ese es el problema de tener criados negros, que cuando llevan mucho tiempo contigo se dan tanta importancia que no valen para nada. Se creen que mandan en toda la familia.

«Me gustaría saber qué hay de malo en que la pobre niña vea a su hija», dice Dilsey. «Si todavía estuviese aquí el Señor Jason, otro gallo cantaría».

«Lo malo es que ya no está el señor Jason», digo. «Ya sé que no vas a hacerme ni caso, pero supongo que harás lo que Madre te mande. Como sigas dándole disgustos como éste, pronto la vas a enterrar, y luego podrás llenar la casa de chusma y de eunucos.

Pero ¿por qué demonios has dejado que ese idiota la vea?».

«Usted no tiene sangre en las venas, Jason», dice. «Gracias a Dios que yo sí que tengo corazón, aunque sea negro».

«Por lo menos valgo para no dejar que se quede vacío el saco de la harina», digo. «Y como lo vuelvas a hacer, tú no volverás a probarla».

Así que la vez siguiente la dije que si volvía a liar a Dilsey, Madre echaría a Dilsey, mandaría a Ben a Jackson, cogería a Quentin y se marcharía. Ella se quedó mirándome durante un momento. No había ninguna farola cerca y yo no la podía ver bien la cara. Pero sentía cómo me estaba mirando. Cuando éramos pequeños, cuando ella se enfadaba y no podía salirse con la suya, la temblaba el labio de arriba. Cada vez la iba dejando los dientes más al descubierto, y siempre se quedaba tan quieta como un poste, sin mover un músculo aparte del labio que cada vez la temblaba más y que la iba dejando los dientes más al descubierto. Pero ella no dijo nada. Solamente dijo,

«Está bien. ¿Cuánto?».

«Pues si un vistazo por la ventanilla trasera de un simón valió cien», digo. Así que a partir de entonces ella se portó bastante bien, solamente quiso una vez ver el saldo de la cuenta del banco.

«Ya sé que están endosados por Madre», dice, «pero quiero ver el saldo del banco. Quiero comprobar por mí misma dónde van a parar los cheques».

«Esas son cosas particulares de Madre», digo. «Si te crees con derecho a husmear en sus asuntos, la diré que sospechas que alguien se está quedando con los cheques y que quieres una auditoría porque no te fías de ella».

No dijo nada ni tampoco se movió. Yo la oía musitar Maldito seas ay maldito seas ay maldito seas.

«Dilo en voz alta», digo, «que no creo que sea un secreto lo que pensamos el uno del otro. A lo mejor quieres que te devuelva el dinero», digo.

«Escucha, Jason», dice. «Ahora no me mientas. Ella… No te voy a pedir ver nada más. Si no es suficiente, te mandaré más todos los meses. Pero sólo prométeme que ella… que ella… Tú puedes. Cosas para ella. Sé cariñoso con ella. Cositas que yo no puedo, que no me dejan… Pero no lo harás. Nunca has tenido sangre en las venas. Escucha», dice, «si consigues que Madre me la devuelva, te daré mil dólares».

«Tú no tienes mil dólares», digo, «sé que estás mintiendo».

«Sí, los tengo. Los tendré. Puedo conseguir 10 $».

«Ya me imagino cómo los conseguirás», digo, «de la misma manera que a ella. Y cuando haya crecido lo suficiente—…». Entonces creí que me iba a dar una bofetada, y luego me quedé sin saber qué iba a hacer. Durante un momento se comportó como si fuera un muñeco de cuerda pasado de rosca a punto de estallar en pedacitos.

«Ay, estoy loca», dice, «estoy mal de la cabeza. No me la puedo llevar. Quedárosla. En qué estoy pensando. Jason», dice, cogiéndome del brazo. Tenía las manos ardiendo, como si tuviera fiebre. «Tienes que prometerme que vas a cuidar de ella, que—… es de tu sangre; de tu carne y de tu sangre. Prométemelo, Jason. Llevas el nombre de Padre: ¿Crees que a él tendría que habérselo dicho yo dos veces? ¿O pedírselo siquiera?».

«Eso», digo. «Ya me dejó él un buen encarguito. ¿Qué pretendes que haga yo?», digo, «¿que me compre un delantal y un cochecito? Yo no te he metido en esto», digo. «Yo corro más riesgos que tú, porque tú no tienes nada que perder. Así que si esperas que—…».

«No», dice, entonces se echó a reír pero intentando controlar la risa a la vez. «No. No tengo nada que perder», dice, emitiendo el sonido aquel, tapándose la boca con las manos, «na—na—nada», dice.

«Oye», digo. «¡Ya está bien! ¡Cállate!».

«Lo estoy intentando», dice, tapándose la boca con las manos. «Oh, Dios mío, oh Dios mío».

«Me marcho», digo. «No deben verme por aquí. Ahora vete. ¿Me has oído?».

«Espera», dice, cogiéndome del brazo. «Ya me callo. No lo volveré a hacer. ¿Me lo prometes, Jason?», dice y yo sintiendo su mirada como si me tocase la cara con los ojos. «¿Me lo prometes? Madre—… el dinero—…que si necesita algo—…Si te envío a ti sus cheques, y algunos más, ¿se los darás? ¿No lo contarás? ¿Te vas a ocupar de que tenga lo que tienen otras niñas?».

«Claro», digo, «siempre que te portes bien y hagas lo que yo te diga».

Así que cuando Earl se acercó a la parte delantera con el sombrero puesto dice, «Voy a acercarme a Roger's a tomar algo. Creo que no nos va a dar tiempo a ir a comer a casa».

«¿Por qué no nos va a dar tiempo?», digo.

«¿Con la funcióin y todo eso?», dice, «Van a hacer un pase también por la tarde, y querrán que cerremos a tiempo para ir. Mejor nos acercamos a Roger's».

«De acuerdo», digo. «Allá usted con su estómago. Si quiere vivir esclavizado por su negocio, yo no tengo nada que decir».

«La verdad es que tú nunca estarás esclavizado», dice.

«Nunca. A menos que se trate del negocio de Jason Compson», digo.

Así que cuando volví y la abrí, lo único que me sorprendió fue que era un giro en lugar de un cheque. No, señor. No te puedes fiar de ellos. Después de todos los riesgos que he corrido, arriesgándome a que Madre averiguase que algunas veces ella viene una o dos veces al año, y yo teniéndole que contar mentiras a Madre. A eso lo consideran gratitud. Y yo no iba a ocultar que iba a dar orden en Correos de que no dejasen que lo cobrase nadie más que ella. Mandar cincuenta dólares a una chiquilla. Porque lo que es yo, no vi cincuenta dólares juntos hasta que cumplí los veintún años, y todos los demás tenían la tarde libre y los sábados y yo trabajando en una tienda. Es lo que yo digo, que cómo querrán que nadie la controle si ella le da dinero a espaldas nuestras. Vive en la casa en que tú viviste, y recibe la misma educación, digo yo. Supongo que Madre sabe lo que ella necesita mejor que tú, que ni siquiera tienes casa. «Si quieres darla dinero», digo, «se lo mandas a Madre, no se lo des a ella. Si tengo que jugármela de vez en cuando, tendrás que hacer lo que yo te diga o se acabó».

Y por fin tuve tiempo para dedicarme a ello porque si Earl creía que yo iba a correr calle arriba para coger una indigestión a cuenta suya, iba listo. Puede que yo no me siente con los pies apoyados en una mesa de caoba pero, si me paga por lo que hago dentro de esta casa y no puedo vivir de forma civilizada fuera de ella, me iré a otro sitio donde sí que pueda hacerlo. Me basto yo solo; no necesito subirme en una mesa de caoba. Así que por fin me dispuse a empezar. Tendría que dejarlo para acercarme a vender cinco centavos de clavos o algo así a un tipo con la nuca bien roja, y Earl zampándose el bocadillo y casi a punto de llegar, como si tal cosa, y entonces me di cuenta de que se me habían acabado los cheques en blanco. Me acordé de haber tenido intención de coger más, pero ya era demasiado tarde, y entonces levantó la vista y Quentin que entraba. Por la puerta trasera. La oí preguntar al viejo Job si estaba yo. Sólo me dio tiempo a meterlos en el cajón y cerrarlo.

Ella rodeó la mesa. Miré mi reloj.

«¿Has comido ya?», digo. «Sólo son las doce; acabo de oírlas dar. Deben haberte salido alas en los pies para poder haber ido a casa y volver».

«No voy a ir a casa», dice. ¿Me ha llegado hoy una carta?».

«¿Es que esperabas carta?», digo. «¿Acaso tienes un novio que sabe escribir?».

«De mi madre», dice. «¿He recibido carta de mi madre?», dice mirándome.

«Madre la ha recibido», digo. «No la he abierto. Tendrás que esperar a que ella la abra. Supongo que te dejará verla».

«Por favor, Jason», dice sin hacerme caso. «¿La he recibido?».

«¿Qué pasa?», digo. «Nunca te he visto tan preocupado por nadie. Debes estar esperando dinero».

«Dice que—…», dice. «Por favor, Jason», dice. «¿Sí o no?».

«Hoy hasta has debido ir a la escuela», digo, «porque has aprendido a decir por favor. Espera un momento que voy a atender a ese cliente».

Fui a atenderlo. Cuando volví estaba oculta detrás de la mesa. Eché a correr. Rodeé la mesa corriendo y la pillé sacando la mano del cajón. La quité la carta, golpeándola los nudillos contra la mesa hasta que la soltó.

«¿Con que sí, eh?», digo.

«Dámela», dice, «ya la has abierto. Dámela, Jason, por favor. Es mía. He visto la dirección».

«Te voy a dar de latigazos», digo. «Eso es lo que voy a darte. Hurgar en mis papeles».

«¿Hay dinero?», dice, intentando cogerla. «Me dijo que me iba a mandar dinero. Me lo prometió. Dámelo».

«¿Para qué quieres tú dinero?», digo.

«Me dijo que lo mandaría», dice, «dámelo. Por favor, Jason. Nunca más volveré a pedirte nada, si esta vez me lo das».

«Te lo daré a su debido tiempo», digo. Cogí la carta y saqué el giro y la di la carta. Ella intentó coger el giro, casi sin mirar la carta. «Primero tienes que firmarlo», digo.

«¿Por cuánto es?», dice.

«Lee la carta», digo. «Supongo que lo dirá». La leyó rápidamente, de un vistazo.

«No lo dice», dice, levantando la mirada. Dejó caer la carta al suelo. «¿Por cuánto es?».

«Por diez dólares», digo.

«¿Por diez dólares?», dice mirándome fijamente.

«Y ya puedes estar contenta de tenerlos», digo, «una niña de tu edad. ¿Por qué tienes de repente tanta necesidad de dinero?».

«¿Por diez dólares?», dice, como si estuviese soñando, «¿por sólo diez dólares?». Intentó quitarme el giro. «Mentira», dice. «¡Ladrón!», dice, «¡ladrón!».

«Ah, sí, ¿eh?», digo apartándola.

«¡Dámelo!», dice. «Es mío. Me lo ha mandado a mí. Quiero verlo. Dámelo».

«¿Con que esas tenemos?», digo agarrándola. «Con que sí, ¿eh?».

«Déjame verlo, Jason», dice. «Por favor. Nunca más volveré a pedirte nada».

«¿Acaso crees que soy un mentiroso?», digo. «Pues no lo vas a ver».

«Pero es que sólo diez dólares», dice. «Me dijo que—… me dijo—… Jason, por favor, por favor, por favor. Necesito dinero. Lo necesito. Dámelo, Jason. Haré lo que quieras».

«Dime para qué quieres el dinero», digo.

«Me hace falta», dice. Me estaba mirando. Entonces de repente dejó de mirarme sin apartar los ojos. Me di cuenta de que iba a contarme una mentira. «Es que debo dinero», dice. «Tengo que devolverlo. Tengo que devolverlo hoy».

«¿A quién?», digo. Estaba como retorciéndose las manos. Yo la observaba inventarse la mentira. «¿Has vuelto a dejar cosas a cuenta en las tiendas?», digo. «Eso ni me lo digas. Si aquí das con alguien que te fíe después de lo que les he dicho…».

«A una chica», dice. «A una chica que me ha prestado dinero. Tengo que devolvérselo. Jason, dámelo. Por favor. Haré lo que quieras. Lo necesito. Mi madre te lo pagará. Le diré que te lo pague y que nunca más volveré a pedirle otra cosa. Te enseñaré la carta. Por favor, Jason. Lo necesito».

«Dime para qué lo necesitas y yo me ocuparé de ello», digo. «Dímelo». Pero permanecía de pie, frotándose las manos contra el vestido. «De acuerdo», digo, «si diez dólares son poco, se lo contaré a Madre y ya verás lo que pasa entonces. Naturalmente, que si eres tan rica que te sobran diez dólares—…».

Pero no se movió, estaba allí mirando hacia el suelo, como murmurando algo entre dientes. «Me dijo que me mandaría dinero. Me dijo que manda dinero y tú dices que no manda. Dice que ha mandado un montón de dinero. Dice que es para mí. Que es para que me des un poco. Y tú dices que no tenemos dinero».

«Eso lo sabes tan bien como yo», digo. «Ya has visto lo que pasa con los cheques».

«Sí», dice, mirando al suelo. «Diez dólares», dice. «Diez dólares».

«Y ya puedes dar gracias al cielo por los diez dólares», digo. «Toma», digo. Puse el giro boca abajo sobre la mesa, sujeta ndolo con la mano. «Fírmalo».

«¿Me vas a dejar verlo?», dice. «Quiero verlo. Sea lo que sea, sólo voy a pedir diez dólares. Puedes quedarte con el resto. Sólo quiero verlo».

«Después de cómo te has comportado, ni hablar», digo. «Tienes que enterarte de una cosa, y es que, cuando yo te diga que hagas algo, tienes que hacerlo. Pon tu nombre en esa raya».

Cogió la pluma, pero en lugar de firmarlo se quedó allí con la cabeza baja y la pluma temblándole en la mano. Como su madre. «Dios mío», dice, «Dios mío».

«Sí», digo, «aunque sea solamente de eso, tienes que enterarte. Ahora, fírmalo, y vete de aquí».

Lo firmó. «¿Dónde está el dinero?», dice. Cogí el giro, lo doblé y me lo metí en el bolsillo. Entonces la di los diez dólares.

«Y ahora te vas otra vez a la escuela, ¿me oyes?», digo. No contestó. Estrujó el billete entre los dedos como si fuera un trapo o algo así y salió por la puerta delantera precisamente cuando entraba él. Un cliente entraba con él y se detuvieron. Recogí las cosas y me puse el sombrero y me dirigí hacia la puerta.

«¿Ha habido trabajo?», dice Earl.

«No mucho», digo. Miró hacia afuera.

«¿Es ese tu coche?», dice. «Será mejor que no te vayas a comer a tu casa. Muy probablemente tengamos jaleo otra vez antes de que empiece la función. Come en Roger's y cárgalo a mi cuenta».

«Muchas gracias», digo. «Creo que todavía me llega para comer».

Y allí se quedó, vigilando la puerta como un buitre hasta que yo salí. Bueno, pues tendría que estarse al cuidado un rato; que yo no podía hacer más. Siempre me digo esta es la última vez; tienes que acordarte de coger más inmediatamente. Pero cómo va uno a acordarse de nada con este jaleo. Y ahora la maldita función que tenía que ser precisamente cuando yo tenía que pasarme el día buscando un cheque en blanco por toda la ciudad, además de todo lo demás que tenía que hacer para ocuparme de la casa, y con Earl vigilando la puerta como un buitre.

Fui a la imprenta y le dije que quería gastar una broma a un tipo, pero no había papel. Entonces me dijo que fuese a mirar en la antigua ópera, porque allí habían guardado un montón de papeles y trastos de cuando se fue a pique el antiguo Banco Agrícola y Mercantil, así que seguí cruzando callejuelas para que no me viese Earl y finalmente encontré al viejo Simmons y me dio la llave y me fui hasta allí y me puse a rebuscar. Por fin encontré un talonario de un banco de San Luis. Y, naturalmente, esta vez sería cuando ella se diera cuenta. Pues tendría que servir. Ya no podía perder más tiempo.

Regresé a la tienda. «Se me han olvidado unos papeles que Madre necesita para ir al banco», digo. Volví a la mesa y apañé el cheque.

Intentando darme prisa me digo que está bien que ella esté perdiendo vista, una mujer temerosa de Dios como Madre con esa putilla en casa. Es lo que yo digo, sabes tan bien como yo en qué se va a convertir esa pero, me digo, es cosa tuya si por Padre quieres mantenerla y criarla en casa. Entonces ella se pone a llorar y dice que era de su carne y de su sangre así que yo digo Bueno. Como quieras. Lo que es por mí.

Apañé la carta y la volví a pegar y salí. «Intenta no estar fuera más de lo necesario», dice Earl.

«De acuerdo», digo. Fui a la oficina de telégrafos. Allí estaban todos los enterados del pueblo.

«¿Ya habéis ganado vuestros millones?», digo.

«¿Cómo vamos a poder ganarlos estando el mercado como está?», dice Doc.

«¿Y qué le pasa?», digo. Entré a mirar. Había bajado tres puntos desde que abrió. «No dejaréis que una minucia como el mercado del algodón vaya a hundiros, ¿eh?», digo. «Yo os creía más listos».

«Un cuerno listos», dice Doc. «A las doce en punto había bajado doce puntos. Me ha dejado limpio».

«¿Doce puntos?», digo. «¿Por qué no me ha avisado nadie? ¿Por qué no me has avisado?», le digo al telegrafista.

«Y qué quiere que yo haga», dice. «Como si uno se dedicase a amañar apuestas».

«Te crees muy listo, ¿eh?», digo. «Me parece que con el dinero que me dejo aquí, podías molestarte en llamarme. O, a lo mejor, esta empresa de mierda está compinchada con esos tiburones del Este».

No dijo nada. Pretendió estar ocupado.

«Me parece que te estás pasando de la raya», digo. «Bien sabes que tienes que trabajar para ganarte la vida».

«¿Qué demonios te pasa?», dice Doc. «Todavía estás tres puntos por encima».

«Sí», digo. «Si estuviese vendiendo. Creo no haberlo dicho todavía. ¿Os habéis quedado todos limpios?».

«Me han pillado dos veces», dice Doc. «Cambié justo a tiempo».

«Bueno», dice I.O. Snopes, «Yo a veces gano; creo que es justo que de vez en cuando me ganen a mí».

Así que los dejé comprando y vendiéndose entre ellos a cinco centavos el punto. Vi a un negro y lo mandé a por mi coche y me quedé esperando en la esquina. No podía ver a Earl mirando calle arriba y calle abajo, con los ojos puestos en el reloj, porque desde allí no se veía la puerta. Casi tardó una semana en llegar.

«¿Dónde diablos has estado?», digo, «¿dando una vuelta para presumir delante de esas putas?».

«He venido lo más recto que he podido», dice, «he tenido que dar la vuelta a la plaza, con tantos carromatos».

Todavía no he conocido a un solo negro que no tenga coartada para todo. Pero en cuanto les dejas un coche se ponen a presumir. Subí y rodeé la plaza. De refilón vi a Earl en la puerta al otro lado de la plaza.

Fui directamente a la cocina y dije a Dilsey que se diera prisa con la comida.

«Todavía no ha venido Quentin», dice.

«¿Y a mí qué?», digo. «Dentro de nada vas a venir diciéndome que Luster todavía no puede comer. Quentin sabe cuándo se sirven las comidas en esta casa. Y ahora, date prisa».

Madre estaba en su habitación. La di la carta. La abrió y sacó el cheque y se sentó con él en la mano. Fui al rincón a coger la badila y la di una cerilla. «Vamos», digo. «Termina de una vez. Dentro de nada te vas a poner a llorar».

Cogió la cerilla pero no la encendió. Estaba sentada, mirando el cheque. Justo como yo había esperado.

«No me gusta hacer esto», dice, «añadir Quentin a tus preocupaciones…».

«Supongo que nos las apañaremos», digo. «Vamos, termina de una vez».

Pero ella seguía sentada con el cheque en la mano.

«Es de otro banco», dice. «Eran de un banco de Indianápolis».

«Sí», digo. «Las mujeres tampoco lo tienen prohibido».

«¿El qué?», dice.

«Tener dinero en dos bancos distintos», digo.

«Ah», dice. Se quedó un momento mirando el cheque. «Me alegro de saber que ella tiene tanto… de que tiene tanto… Dios sabe que yo hago lo que creo que está bien», dice.

«Vamos», digo. «Termina. Acaba con la diversión».

«¿Diversión?», dice. «Cuando pienso—…».

«Yo creía que todos los meses quemabas doscientos dólares para divertirte», digo. «Vamos. ¿Quieres que encienda yo la cerilla?».

«Yo podría llegar a aceptarlos», dice, «por mis hijos. Yo no tengo orgullo».

«No te quedarías tranquila», digo. «Ya sabes que no. Si ya lo tienes decidido, déjalo así. Ya nos las arreglaremos».

«Dejo todo en tus manos», dice. «Pero a veces temo que al hacerlo así te estoy privando de lo que es tuyo por derecho. Quizás me castiguen por ello. Si tú quieres, me tragaré el orgullo y los aceptaré».

«¿Y de qué va a servir empezar ahora cuando llevas quince años quemándolos?», digo. «Si continúas haciéndolo, no pierdes nada, pero si ahora empiezas a aceptarlos, habrás perdido cincuenta mil dólares. Hasta ahora nos las hemos apañado, ¿no?», digo. «Todavía no estás en el asilo».

«Sí», dice, «nosotros los Bascomb no necesitamos de la caridad de nadie. Y desde luego no de la de una perdida».

Encendió la cerilla y prendió el cheque y lo puso en la badila, y después el sobre, y se quedó mirando cómo ardían.

«No sabes lo que es esto», dice. «Gracias a Dios que nunca sabrás cómo se siente una madre».

«En este mundo hay muchísimas mujeres que no son mejores que ella», digo.

«Pero no son hijas mías», dice. «No es por mí», dice, «a mí no me importa aceptarla, a pesar de sus pecados, porque es de mi carne y de mi sangre. Es por Quentin».

Bueno, yo podía hacer añadido que no era fácil que nadie fuese a perjudicar a Quentin, pero es lo que yo digo que no espero mucho pero que quiero poder comer y dormir sin tener en mi casa a un par de mujeres discutiendo y lloriqueando.

«Y por ti», dice. «Sé lo que sientes hacia ella». «Lo que es por mí», digo, «que vuelva». «No», dice. «Eso se lo debo a la memoria de tu padre».

«Pero si él siempre estuvo intentando convencerte para que la dejaras volver después de que Herbert la echó», digo.

«No lo comprendes», dice. «Ya sé que no quieres ponérmelo más difícil. Pero mi destino está en sufrir por mis hijos», dice. «Puedo soportarlo».

«Pues yo creo que te metes en un montón de problemas innecesarios para conseguirlo», digo. El papel terminó de quemarse. Lo llevé a la chimenea y lo tiré. «Me parece una pena quemar el dinero», digo.

«Que yo nunca vea el día en que mis hijos tengan que aceptarlo, el salario del pecado», dice. «Casi preferiría veros muertos y enterrados».

«Como quieras», digo. «¿Vamos a tardar en comer?», digo, «porque si es así tendré que volverme. Hoy tenemos mucho que hacer». Se levantó. «Ya se lo he dicho», digo. «Me parece que está esperando a Quentin o a Luster o a no sé quién. Ven. La llamaré. Espera». Pero ella se acercó a la barandilla de la escalera y la llamó.

«Todavía no ha llegado Quentin», dice Dilsey.

«Bueno, pues tendré que volverme», digo. Bueno, esto volvió a hacerla empezar otra vez, y Dilsey trajinando y murmurando de acá para allá, diciendo,

«Bueno, bueno, que la sirvo lo más deprisa que puedo».

«Intento contentaros a todos», dice Madre, «intento que las cosas sean lo más fáciles posible».

«No me estoy quejando, ¿no?», digo. «¿Es que he dicho algo aparte de que tengo que volver al trabajo?».

«Ya lo sé», dice, «ya sé que no has tenido las oportunidades que tuvieron los otros, que has tenido que enterrarte en una tienda de pueblo. Yo quería que salieses adelante. Yo sabía que tu padre nunca se daría cuenta de que eras el único con cabeza para los negocios, y entonces, cuando todo se vino abajo, yo creía que, cuando ella se casase, que Herbert… después de haber prometido…»

«Bueno, posiblemente él también nos mintió», digo. «Puede que a lo mejor ni siquiera tuviese un banco. Y si lo tenía, no creo que hubiese necesitado venir hasta Mississippi para buscar a nadie».

Comimos enseguida. Yo oía a Ben en la cocina donde Luster le estaba dando de comer. Es lo que yo digo que si tenemos otra boca que alimentar y ella no acepta el dinero, por qué no lo mandamos a Jackson. Allí sería más feliz, rodeado de gente como él. Digo yo que bien sabe Dios qué poco sitio queda para el honor en esta familia, pero tampoco hace falta ser demasiado orgulloso para no gustarte ver a un hombre de treinta años jugando con un muchacho negro en el patio, corriendo cerca arriba y cerca abajo y mugiendo como una vaca cada vez que se ponen a jugar al golf. Digo yo que si al principio lo hubiesen mandado a Jackson hoy todos estaríamos mejor. Es lo que yo digo que ya has cumplido con él; que ya has hecho todo lo que puede esperarse de ti y más de lo que habría hecho la mayoría, así que por qué no lo mandas allí y te beneficias de los impuestos que pagas. Entonces dice ella, «Pronto me habré ido. Ya sé que sólo soy una carga para ti» y yo digo «Llevas tanto tiempo diciéndolo que estoy empezando a creerte» sólo que digo es mejor que sea cierto y que no me hagas creer que te has ido porque estate segura de que esa noche lo meto en el de las cinco y que conozco un sitio para meter a la otra también que no es precisamente un palacio. Entonces empezó a llorar y digo Bueno bueno en lo que se refiere a la familia tengo tanto orgullo como cualquiera aunque no siempre sepa de dónde ha salido alguno.

Seguimos comiendo. Madre mandó a Dilsey a que mirase a ver si llegaba Quentin.

«Ya te he dicho que no va a venir a comer», digo.

«Puede irse con cuidado», dice Madre, «que no le tolero que ande por la calle y no vuelva a las horas de las comidas. ¿Has mirado bien, Dilsey?».

«Entonces prohíbeselo», digo.

«¿Cómo?», dice. «Siempre me habéis pasado por alto. Siempre».

«Si tú no interfirieses, ya la obligaría yo a obedecer», digo. «Enderezarla no me iba a llevar más de un día».

«Serías demasiado bruto con ella», dice. «Tienes el genio de tu tío Maury».

Eso me hizo acordarme de la carta. La saqué y se la pasé. «No tienes ni que abrirla», digo. «Ya sabrás por el banco cuánto es esta vez».

«Va dirigida a ti», dice.

«Vamos, ábrela», digo. La abrió y la leyó y me la pasó a mí. «‘Mi querido sobrinito’, dice,

»Te alegrará saber que me encuentro ahora en situación de procurarme una oportunidad sobre la cual, por razones que te serán obvias, no voy a entrar en detalles hasta que tenga ocasión de hacértelo saber de forma más segura. Mi experiencia empresarial me ha enseñado a ser cauteloso al confiar cualquier cosa de naturaleza confidencial por medio alguno menos concreto que la palabra, y mi extrema precaución en este caso debería insinuarte su importancia. Ni que decir tiene que he concluido un examen exhaustivo de todas sus fases, y que no tengo la menor duda al decirte que es una oportunidad de oro que surge una vez en la vida, y que ahora percibo claramente ante mí la meta hacia la cual siempre he tendido imperturbablemente: es decir, la solidificación definitiva de mis asuntos mediante los cuales pueda yo restaurar a su debida situación a la familia de la cual tengo el honor de ser el único descendiente masculino; a la familia en la cual siempre he incluido a tu señora madre y a sus hijos.

»Así pues, ya que no me encuentro en situación de procurarme por mí mismo esta oportunidad hasta el punto necesario, para lo cual habría de salir de la familia, hoy retiro del banco de tu Madre la pequeña suma necesaria para complementar mi inversión inicial, para lo cual, por la presente, adjunto, como cuestión de pura formalidad, un billete de mi propia mano del ocho por ciento anual. Ni que decir tiene que se trata de una mera formalidad, para asegurar a tu Madre, en caso de ocurrir ese acontecimiento del que el hombre siempre es juguete. Pues, naturalmente, emplearé esta suma como si mía fuese y permitiré así a tu Madre procurarse una oportunidad que mi exhaustiva investigación me ha demostrado ser bonancible —si me permites la vulgaridad— como el agua pura y los serenos rayos del sol.

»Esto es una confidencia, como comprenderás, de empresario a empresario; recogeremos la cosecha de nuestros viñedos, ¿eh? Y conociendo la delicada salud de tu Madre y esa timidez que las damas del Sur sienten por naturaleza hacia las cuestiones relacionadas con los negocios, así como su encantadora tendencia a divulgar inconscientemente tales asuntos en la conversación, te sugeriría que no se lo menciones en absoluto. Pensándolo mejor, te aconsejo que no lo hagas. Podría ser más oportuno restaurar simplemente esta suma al banco en fecha futura, digamos, en bloque junto con las otras pequeñas cantidades por las que le estoy en deuda, y no decir nada sobre el asunto. Es tu deber protegerla de las materialidades del mundo todo cuanto puedas.

«Tu afectuoso Tío, `Maury L. Bascomb’».

«¿Qué quieres que haga?», digo, dejándola caer sobre la mesa.

«Ya sé que me recriminas que se lo dé», dice.

«El dinero es tuyo», digo. «Si quieres echarlo a volar, es asunto tuyo».

«Se trata de mi hermano», dice Madre. «Es el último de los Bascomb. Cuando nos vayamos no quedará nadie».

«Alguien lo sentirá, supongo», digo. «Bueno, bueno», digo, «el dinero es tuyo. Haz lo que te parezca. ¿Quieres que diga en el banco que lo paguen?».

«Ya sé que no lo apruebas», dice. «Me doy cuenta del peso que llevas sobre tus espaldas. Cuando yo me vaya, no te resultará tan difícil».

«Yo podría conseguir que ya me resultase más fácil», digo. «Bueno, bueno, no lo volveré a mencionar. Puedes montar aquí un manicomio si quieres».

«Es tu propio hermano», dice, «aunque se encuentre atribulado».

«Voy a coger tu talonario», digo. «Hoy ingresaré mi cheque».

«Te ha hecho esperar seis días», dice. «¿Estás seguro de que se trata de un negocio sólido? Me parece raro que una empresa solvente no pueda pagar puntualmente a sus empleados».

«No pasa nada», digo. «Es tan segura como un banco. Lo que pasa es que le digo que no se preocupe por mí hasta que terminemos la recaudación mensual. Por eso tarda a veces».

«Yo no podría soportar verte perder lo poco que he invertido en ti», dice. «A veces he pensado que Earl no es un buen negociante. Sé muy bien que no te tiene la confianza que debería garantizar tu inversión en el negocio. Voy a hablar con él».

«No, déjalo tranquilo», digo. «Es su negocio». «En el que tú tienes mil dólares».

«Déjalo tranquilo», digo, «que ya me preocupo yo de estar al tanto. Soy tu apoderado. Todo irá bien».

«No sabes cómo me consuelas», dice. «Siempre has sido mi orgullo y mi alegría, pero cuando insististe por tu propia iniciativa en ingresar tu sueldo en mi cuenta todos los meses, di gracias a Dios de que me quedases tú aunque hubiera de llevarse a los otros».

«No eran malos», digo. «Hicieron lo que pudieron, supongo».

«Cuando hablas así, sé que recuerdas con amargura la memoria de tu padre», dice. «Supongo que tienes derecho a hacerlo. Pero oírte me destroza el corazón».

Me levanté. «Si te vas a poner a llorar», digo, «lo vas a hacer sola, porque tengo que volver. Voy a por el talonario».

«Ya voy yo», dice.

«Estate quieta», digo, «yo iré». Subí y saqué el talonario de su mesa y volví a la ciudad. Fui al banco e ingresé el cheque y el giro y los otros diez, y me detuve en la oficina de telégrafos. Estaba un punto por encima de la apertura. Yo ya había perdido trece puntos, todo porque ella tuvo que aparecer armándola a las doce, haciendo que me preocupase por la carta.

«¿A qué hora ha llegado ese informe?», digo. «Hará una hora», dice.

«¿Hace una hora?», digo. «¿Para qué te pagamos?», digo. «¿Por informes semanales? ¿Cómo quieres que hagamos algo? Podría salir el tejado por los aires y no nos enteraríamos».

«Yo no quiero que haga usted nada», dice. «Han derogado la ley que obliga a la gente a invertir en el mercado del algodón».

«¿Ah, sí?», digo. «No me había enterado. Deben haber enviado la noticia por la Western Union».

Volví a la tienda. Trece puntos. Maldita sea si hay alguien que entienda una palabra del dichoso asunto aparte de los que están sentados en sus despachos de Nueva York esperando a que lleguen los palurdos a pedirles de rodillas que les quiten su dinero. Natural, quien solamente juega sobre seguro es que no tiene confianza en sí mismo y es lo que yo digo, que si no vas a seguir sus consejos, para qué vas a pagarlos. Además, esa gente está en el ajo; saben todo lo que pasa. Noté el telegrama en el bolsillo. Yo solamente tendría que demostrar que estaban utilizando a la compañía de telégrafos para cometer un fraude; y eso sería una estafa. Y tampoco iba yo a tener muchas dudas. Pero maldita sea si una empresa tan grande y poderosa como la Western Union no puede dar un informe bursátil a tiempo. Necesitan la mitad de tiempo para enviarte un telegrama diciéndote Cuenta cancelada. Pero qué demonios les va a importar la gente. Están compinchados codo con codo con los de Nueva York. A ver si no.

Cuando entré, Earl miró el reloj. Pero no dijo nada hasta que se fue el cliente. Entonces dice, «¿Has ido a comer a tu casa?».

«Tenía que ir al dentista», digo porque aunque no sea asunto suyo donde yo coma, tengo que pasarme toda la tarde con él en la tienda. Y toda la tarde dándole al pico después de lo que he tenido que aguantar. Eso te pasa con un tendero de tres al cuarto que es lo que yo digo que un tipo que tiene quinientos dólares se preocupa como si fueran cincuenta mil.

«Podrías habérmelo dicho», dice. «Te esperaba enseguida».

«Le regalo la muela y encima le doy diez dólares», digo. «Acordamos una hora para el almuerzo», digo, «y Si no le gusta, ya sabe lo que puede hacer».

«Ya hace tiempo que lo sé», dice. «De no haber sido por tu madre ya lo habría hecho. Una dama por la que siento mucha lástima, Jason. Es una pena que otras personas que conozco no puedan decir lo mismo».

«Pues guárdesela», digo. «Cuando necesitemos su lástima, se lo haré saber con antelación».

«Hace tiempo que vengo echándote un capote, Jason», dice.

«¿Ah, sí?», digo dejándole seguir. Escucharé lo que tenga que decir antes de cortarle.

«Creo que conozco mejor que ella la procedencia de ese automóvil».

«¿Con que sí, eh?», digo. «¿Y cuándo va a publicar que se lo he robado a mi madre?».

«Yo no ando hablando por ahí», dice. «Ya sé que eres su apoderado. Y que ella todavía cree que hay mil dólares en este negocio».

«Muy bien», digo. «Ya que sabe tanto, le voy a decir algo más: vaya al banco y pregunte en qué cuenta llevo doce años depositando ciento sesenta dólares todos los primeros de mes».

«Yo no digo nada», dice. «Sólo te pido que a partir de ahora tengas un poco más de cuidado».

No volví a decir más. No sirve de nada. Me he dado cuenta de que cuando a alguien se le mete una cosa en la cabeza lo mejor es dejarlo tranquilo. Y que cuando se empeñan en que lo dicen por tu bien, allá ellos. Me alegro de no tener la conciencia tan delicada como para tener que tratarla con tanto cuidado como si se tratase de un gatito enfermo. Bueno iba a estar yo si me andase con tantos remilgos como él para sacar un ocho por ciento. Supongo que cree que le aplicarían las leyes contra la usura si se embolsase más del ocho. Qué oportunidades se van a tener, atado a semejante pueblo y a semejante negocio. Bueno, pues yo podría coger su negocio y en un año conseguir que él no tuviese que volver a trabajar, claro que éste lo donaría a la iglesia o algo así. Si hay algo que me molesta es la hipocresía. Quien crea que cuando no entiende algo es porque se trata de una cosa mala, a la primera ocasión que se le presente se sentirá moralmente obligado a contar a otros lo que no es asunto suyo. Es lo que yo digo que si cada vez que alguien hiciese algo que yo no entendiese tuviera yo que pensar que era un sinvergüenza, supongo que no me costaría encontrar en los libros de cuentas cualquier cosa sin importancia y entonces echaría a correr a contárselo a quien yo creyese que debiera saberlo, cuando, la verdad, es que seguramente este otro lo sabría todo mejor que yo, y si no pues no es asunto mío y él dice, «Mis libros están a disposición de todos. Si alguien reclama algo o cree que tiene algo que reclamar puede entrar y será bien recibido».

«Claro que no va a decir usted nada», digo. «Pero así no se va a quedar con la conciencia tranquila. La traerá aquí y dejará que ella lo averigüe por sí misma. No, usted decir no dirá nada».

«No pienso meterme en tus asuntos», dice. «Sé que hay cosas que pasas por alto, como hacía Quentin. Pero tu madre también ha llevado una vida desgraciada, y si viniese a preguntarme por qué te has marchado, yo tendría que contárselo. No es por los mil dólares. Lo sabes muy bien. Es porque no se va a ningún sitio si los hechos y los libros no cuadran. Y yo no voy a mentir, ni por mí ni por nadie».

«Pues muy bien», digo. «Supongo que tendrá en su conciencia mejor ayudante que en mí; ésa no necesita irse a comer a su casa al mediodía. Pero no consienta que interfiera con mi apetito», digo, porque cómo voy a hacer nada a derechas con la puñetera familia y sin que ella haga el más mínimo esfuerzo para controlarla ni a la otra ni a nadie, como aquella vez que casualmente vio a uno besando a Caddy y se pasó todo el día siguiente andando por la casa vestida de luto de la cabeza a los pies y ni siquiera Padre pudo sacarla una palabra sólo lloraba y decía que su hijita había muerto y Caddy que entonces tenía unos quince años acabaría según eso llevando tres años después crinolina y papel de lija por todo atuendo. Pero es que creen que puedo consentir que ésa ande por ahí con todos los viajantes que llegan, digo yo, y que ellos corran la voz cuando hablen de Jefferson de dónde se puede encontrar una tía cachonda. No soy demasiado orgulloso, no me lo puedo permitir teniendo la cocina llena de negros que alimentar y privando al manicomio del Estado de su primera estrella. Sangre, digo yo, gobernadores y generales. Menos mal que no hemos tenido la mala pata de tener reyes y presidentes; habríamos acabado todos en Jackson cazando mariposas. Digo yo que ya habría sido malo si fuera hija mía, pero por lo menos para empezar tendría la seguridad de que era bastarda, y ahora ni siquiera Dios lo sabe probablemente con certeza.

Así que un rato después oí que la banda empezaba a tocar, y entonces la cosa empezó a bajar. Se iba a la función todo el mundo. Escatimando el precio de un cordel de veinte centavos para ahorrarse quince y luego dárselos a una pandilla de yanquis que llegan y a lo mejor hasta pagan diez dólares por semejante privilegio. Salí y me fui a la parte trasera.

«Bueno», digo, «como no tengas cuidado, ese candado se te va a pegar a la mano. Así que voy a por unas tenazas y lo quitaré yo. ¿Qué crees que van a comer los gorgojos si no sacas las cultivadoras para que les preparen la cosecha?», digo. «¿Salvia?».

«Esos sí que saben tocar la trompeta», dice. «Me han dicho que hay un tipo que toca con un serrucho. Como si fuera un banjo».

«Oye», digo. «¿Sabes cuánto se van a dejar los titiriteros en el pueblo? Unos diez dólares», digo. «Los diez dólares que Buck Turpin tiene ahora mismo en el bolsillo».

«¿Y cómo es que han dado diez dólares al señor Buck?», dice.

«Por el privilegio de actuar aquí», digo. «Ya puedes figurarte lo que van a gastarse en ti».

«O sea que les han cobrado diez dólares para poder hacer la función aquí», dice.

«Eso es», digo. «¿Y cuánto supones…?»

«Caray», dice. «O sea que esos cobran por dejarlos venir. Yo hasta pagaría diez dólares para poder ver al tío del serrucho si hiciera falta. Supongo que por esas mañana por la mañana todavía les deberé nueve dólares con sesenta».

Y luego los yanquis te calientan la cabeza con que hay que hacer que los negros salgan adelante. Lo que yo digo. Tan adelante que ni con perros se pueda dar con uno al sur de Louisville. Porque cuando le conté por qué habían elegido la noche del sábado y que se iban a llevar del condado por lo menos mil dólares, dice,

«No será tanto. Yo no me gasto más de diez centavos».

«Y un cuerno», digo. «Eso para empezar. ¿Y los diez o quince centavos que te vas a gastar en una caja de caramelos que vale dos? ¿Y qué pasa con el tiempo que estás desperdiciando ahora mismo escuchando a la banda?».

«Es verdad», dice. «Como no me muera antes, esta noche se me llevan otros diez centavos más; seguro».

«Entonces es que eres idiota», digo.

«Bueno», dice, «tampoco lo voy a negar. Si eso fuese un delito, todas las cuerdas de presos serían de negros».

Bueno, pues precisamente en ese momento miré hacia la calleja y la vi. Cuando di un paso atrás para ver la hora no me di cuenta de quién era él porque yo estaba mirando el reloj. Eran las dos y media, cuarenta y cinco minutos antes de que todos menos yo esperasen verla por la calle. Así que cuando miré a la puerta lo primero que vi fue la corbata roja que llevaba y me puse a pensar qué clase de hombre llevaría una corbata roja. Pero ella se alejaba por la calleja, observando la puerta, así que no volví a pensar en él hasta que desaparecieron. Me preguntaba si me tendría tan poco respeto que no solamente hacía novillos cuando yo la había advertido, sino que encima pasaba por delante de la tienda arriesgándose a que yo la viera. Sólo que ella no distinguía lo que había en el interior porque la luz del sol descendía oblicuamente y era como intentar mirar hacia los faros de un automóvil, así que allí me quedé viéndola pasar, con la cara pintada como un payaso y con el pelo engominado y rizado y con un vestido que si cuando yo era joven una mujer se lo hubiese puesto en Gayoso o en la calle Beale sin otra cosa que la tapase las piernas y el trasero, la habrían metido en la cárcel. Que me aspen si no se visten como para que todos los hombres intenten echarlas mano por la calle. Así que estaba yo pensando qué mierda de tío sería capaz de ponerse una corbata roja cuando me di cuenta de que sería uno de los cómicos, seguro. Bueno, yo tengo mucho aguante; porque si no, estaría listo, así que cuando dieron la vuelta a la esquina, di un salto y me fui detrás. Sin sombrero, a aquellas horas, teniendo yo que husmear calleja arriba y calleja abajo por el buen nombre de mi madre. Es lo que yo digo que no hay nada que hacer con una mujer así si lo lleva dentro. Si lo lleva en la sangre, no hay nada que hacer. Lo único que puedes hacer es quitártela de encima, que se largue con las que son como ella.

Continué por la calle, pero los había perdido de vista. Y allí estaba yo, sin sombrero, dando la impresión de estar también loco. Como pensaría cualquiera, uno está loco y otro se ahogó y a la otra la puso su marido en la calle, ¿por qué razón no van a estar también los demás locos? Siempre los sentía mirarme como buitres, como esperando la ocasión de decir No me extraña siempre he pensado que toda la familia estaba loca. Vender un terreno para mandarlo a Harvard y pagar impuestos para sostener la Universidad del Estado que no he visto nunca excepto en un partido de béisbol y no permitir que se pronuncie el nombre de su hija en la casa y que Padre después de cierto tiempo no volviese a venir al pueblo sino que se quedaba allí sentado todo el día con la botella yo veía la parte inferior de su camisón y las piernas desnudas y oía el tintineo de la botella hasta que finalmente se lo tenía que servir T. P. y ella dice No tienes respeto por la memoria de tu Padre y yo digo No veo por qué seguro que está bien guardada sólo que si yo también estoy loco Dios sabe lo que haré sólo ver el agua me pone enfermo y casi prefiero beber gasolina que un vaso de whisky y Lorraine les dice puede que no beba pero si creéis que no es hombre ya os diré yo cómo podéis comprobarlo ella dice como te pille tonteando con una de estas zorras ya sabes lo que haré dice la daré una paliza dice la agarraré y la pegaré la pegaré mientras no se me escape y yo digo si no bebo es asunto mío pero acaso te he fallado alguna vez la digo que la invitaré a tanta cerveza como para que si quiere se dé un baño con ella porque siento respeto por una puta honrada porque con la salud de Madre y la posición en que pretendo mantenerla sin ningún respeto por lo que intento hacer por ella más que convertir su nombre, mi nombre y el nombre de mi madre en la comidilla del pueblo.

Se me había escapado por alguna parte. Me vio venir y se escabulló por otra calleja, correteando por las calles con un cómico de mierda que llevaba una corbata roja en la que todos se iban a fijar y pensarían quién demonios puede ponerse una corbata roja. Bueno, el chaval continuaba hablándome y cogí el telegrama sin darme cuenta de que lo había cogido. No me di cuenta de lo que era hasta que me encontré firmándolo, y lo abrí sin darle demasiada importancia. Sugongo que desde el principio me imaginé qué sería. Lo único que me faltaba ahora, sobre todo cuando ya había ingresado el cheque en el banco.

No comprendo cómo en una ciudad no mayor que Nueva York puede caber gente suficiente para quitarnos el dinero a los tontos de pueblo. Día tras día trabajando todo el tiempo como una mula, les mandas el dinero y consigues un trozo de papel a cambio. Su cuenta cerró a 20.62. Vaya tomadura de pelo, dejar que te hagas con un pequeño beneficio y entonces, ¡zas! Su cuenta cerró a 20.62. Y por si fuera poco, pagar diez dólares al mes para que te diga uno cómo perderlo bien rápido, uno que o no tiene ni idea o está compinchado con la compañía telegráfica. Bueno, pues se acabó. Se han aprovechado de mí por última vez. Hay que ser imbécil para creerse lo que dice un judío bien claro estaba que el mercado no dejaba de subir, con el maldito delta a punto de inundarse otra vez y de llevarse el algodón por delante como el año pasado. Eso, que se lleven las cosechas año tras año y los de Washington gastándose ciencuenta mil dólares diarios manteniendo el ejército en Nicaragua o no sé dónde. Claro que habrá otra subida y entonces el algodón valdrá treinta centavos la libra. Bueno, lo único que quiero es pillarlos una vez y recuperar mi dinero. No quiero forrarme; sólo estos especuladores de pacotilla van a eso, solamente quiero que esos malditos judíos que se lo han llevado con tanta información confidencial me devuelvan mi dinero. Y entonces se acabó; ya se pueden ir dando con un canto en los dientes si creen que me van a sacar un solo centavo más.

Regresé a la tienda. Eran casi las tres y media. Ya me quedaba poco tiempo para poder hacer nada, pero estoy acostumbrado. No me ha hecho falta ir a Harvard para aprenderlo. La banda había dejado de tocar. Ahora ya tienen a todos dentro, y ya no tienen que gastar más aire. Earl dice,

«Te ha encontrado el chico ¿no? Vino a traerlo hace un rato. Creí que andabas por ahí atrás».

«Sí» digo, «lo tengo. No han podido evitar dar conmigo. El pueblo es demasiado pequeño. Tengo que ir a mi casa un momento», digo. «Si no le parece bien me puede poner de patitas en la calle».

«Vete», dice, «que ahora me las puedo apañar solo. Espero que no sean malas noticias».

«Vaya usted a telégrafos a preguntar», digo. «Allí tendrán tiempo de contárselo. Yo no lo tengo».

«Sólo era una pregunta», dice. «Tu madre sabe que puede confiar en mí».

«Se lo agradecerá», digo. «No tardaré más de lo necesario».

«Tranquilo», dice. «Ahora me las puedo apañar solo. Vete».

Cogí el coche y fui a casa. Una vez por la mañana, dos al mediodía y ahora otra, con ella y teniendo que buscarla por todo el pueblo y teniendo que rogarles que me dejasen probar la comida que pago yo. A veces pienso para qué. Con los precedentes que he establecido debo estar loco para seguir adelante. Y supongo que ahora llegaré a casa justo a tiempo de ir todo el camino detrás de algún carro de tomates o algo así y después tendré que regresar al pueblo oliendo como una fábrica de alcanfor para que la cabeza no me estalle sobre los hombros. No dejo de decirla que la aspirina solamente tiene agua y harina para inválidos imaginarios. Ella dice no sabes lo que es el dolor de cabeza. Yo digo crees que me pondría a jugar con ese coche de mierda si fuera por mí. Yo digo me las puedo apañar sin tenerlo he aprendido a apañármelas sin muchas cosas pero si te quieres jugar el tipo en ese birlocho desvencijado con un negro que no levanta dos palmos allá tú porque lo que yo digo que Dios protege a los que son como Ben, bien sabe Dios que Él algo debería hacer por él pero si crees que voy a confiar una complicada máquina de mil dólares a ese negrito o a otro más grande, ya puedes ir comprándote uno porque lo que yo digo que te gusta ir en coche y bien que lo sabes.

Dilsey dijo que Madre estaba en la casa. Fui al vestíbulo y me puse a escuchar pero no oí nada. Subí, pero al pasar por la puerta ella me llamó.

«Sólo quería saber quién era», dice. «Estoy aquí sola tanto tiempo que oigo todo».

«No tienes por qué estar aquí», digo. «Si quisieras, podías pasarte el día de visita como hacen otras mujeres». Ella se acercó a la puerta.

«Pensé que a lo mejor estabas enfermo», dice. «Habiendo tenido que comer tan deprisa».

«Ya tendré otra vez más suerte», digo. «¿Qué quieres?».

«¿Es que pasa algo?», dice.

«¿Qué iba a pasar?», digo. «¿Es que no puedo venir a casa a media tarde sin que os asustéis?». «¿Has visto a Quentin?», dice.

«Está en la escuela», digo.

«Ya son más de las tres», dice. «Oí darlas hace media hora por lo menos. Ya debería estar en casa».

«¿Sí?», digo. «¿Cuándo la has visto aparecer antes de que sea de noche?».

«Ya debería estar en casa», dice. «Cuando yo era niña…»

«Habría alguien que te obligaría a portarte como Dios manda», digo. «A ella nadie la obliga».

«Yo no puedo con ella», dice. «Y mira que lo he intentado».

«Y, no sé por qué, a mí no me dejas», digo, «así que no deberías quejarte». Me fui a mi habitación. Metí la llave y giró el picaporte. Entonces dice,

«Jason».

«¿Qué?», digo.

«Me ha dado la impresión de que pasaba algo».

«Aquí no», digo. «Te has equivocado de sitio».

«No quiero preocuparte», dice.

«Me alegro de saberlo», digo. «No estaba muy seguro. Pensaba que estaba equivocado. ¿Quieres algo?».

Un momento después dice, «No. Nada». Entonces se marchó. Bajé la caja y conté el dinero y volví a guardar la caja abrí la cerradura de la puerta y salí. Pensé en el alcanfor, pero de todos modos ya sería demasiado tarde. Y todavía me quedaba ir y volver. Ella estaba esperándome en su puerta.

«¿Quieres algo del pueblo?», digo.

«No», dice. «No quiero meterme en tus cosas. Pero no sé qué haría si te sucediera algo, Jason».

«No me pasa nada», digo. «Un simple dolor de cabeza».

«Me gustaría que te tomases una aspirina», dice. «Ya que no vas a dejar de usar el coche».

«¿Qué tiene que ver el coche con esto?», digo. «¿Cómo va a darme el coche dolor de cabeza?».

«Ya sabes que la gasolina siempre te ha mareado», dice. «Desde que eras pequeño. Me gustaría que te tomases una aspirina».

«Pues espera sentada», digo. «Te cansarás menos».

Me metí en el coche y me dirigí al pueblo. Acababa de girar hacia la calle cuando vi un Ford que venía a toda velocidad. De repente se paró. Oí cómo chirriaban las ruedas y patinó y dio marcha atrás y giró y precisamente cuando estaba pensando qué demonios les pasa, vi la corbata roja. Entonces reconocí su cara mirando hacia atrás por la ventanilla. Giró hacia una calleja. Volví a verlo girar, a una velocidad de mil demonios.

Vi todo rojo. Cuando reconocí la corbata roja, después de todo lo que la había dicho, se me olvidó todo lo demás. No volví a pensar en mi cabeza hasta que llegué a la primera bifurcación y tuve que parar. Y mira que nos gastamos dinero y dinero en carreteras y maldita sea si esto no es igual que conducir sobre una plancha de metal rugoso. Me gustaría saber cómo pueden esperar que alguien lo soporte, ni siquiera llevando una carretilla. Me preocupo demasiado de mi coche; no pienso hacerlo pedazos como si fuera un Ford. Lo más probable es que lo hubiesen robado, así que qué más les daba. Es lo que yo digo, la sangre siempre llama. Si tienes una sangre así, harás cualquier cosa. Lo que yo digo que tenga los derechos que tenga sobre ti ya están saldados; lo que yo digo que de ahora en adelante solamente tú tendrás la culpa porque ya sabes lo que haría cualquier persona sensata. Es lo que yo digo que si tienes que pasarte media vida trabajando como un detective de mierda, por lo menos que te paguen.

Así que tuve que pararme en la bifurcación. Entonces me acordé. Era como si llevase a alguien dentro dándome martillazos. Lo que yo digo que he intentado evitar que ella te cause preocupaciones; lo que yo digo, que por lo que a mí respecta, que se vaya al infierno tan deprisa como guste y cuanto antes mejor. Es lo que yo digo qué otra cosa esperas aparte de los viajantes y los cómicos que vengan al pueblo porque ahora hasta estos cantamañanas la gustan. No sabes lo que está pasando digo, no oyes lo que dicen como lo oigo yo y puedes estar segura de que bien que los hago callar. Yo digo aquí mi familia poseía esclavos cuando todos vosotros teníais unas tiendecillas de mierda y unas tierras que ni los negros querrían trabajar a medias.

Si es que alguna vez las han cultivado. Bien está que el Señor haya hecho algo por este país; porque los que en él viven nunca lo han hecho. Viernes por la tarde y desde aquí podía ver tres millas de tierra que ni había sido roturada, y todos los hombres capaces en el pueblo para la función. Yo podría haber sido un desconocido muerto de hambre, y no había ni un alma a la vista a quien preguntar por dónde se iba al pueblo. Y ella intentando convencerme de que me tomase una aspirina. Es lo que yo digo que cuando coma pan lo haré en la mesa. Lo que yo digo que siempre estás hablando de todo a lo que has renunciado por nosotros cuando te podías comprar diez vestidos al año con todo lo que te gastas en esas asquerosas medicinas. No necesito curármelos lo que necesito es un respiro para no tener que sufrirlos pero mientras tenga que trabajar diez horas diarias para poder tener la cocina llena de negros en la forma a que están acostumbrados y mandarlos a la función con todos los demás negros del país, pero éste ya llegaba tarde. Para cuando llegase, ya habría terminado.

Un momento después llegó al coche y cuando finalmente le hice entender si se había cruzado con dos personas en un Ford, dijo que sí. Así que continué, y cuando llegué hasta donde salían las rodadas vi huellas de los neumáticos. Ab Russell estaba en su parcela, pero no me molesté en preguntarle y casi se seguía viendo la granja cuando vi el Ford. Habían intentado ocultarlo. Lo había hecho tan bien como casi todo lo que ella hacía. Es lo que yo digo que no todo me parece mal; a lo mejor ella no puede evitarlo, porque no tiene la suficiente consideración con su familia para ser discreta. Me paso el día temiendo encontrármela en mitad de la calle o debajo de un carro como una perra en celo.

Aparqué y salí. Y ahora tendría que dar un rodeo y cruzar un sembrado, el único que había visto desde que había salido del pueblo, sintiendo a cada paso como si alguien viniese tras de mí dándome con una porra en la cabeza. No dejaba de pensar que cuando atravesase el sembrado por lo menos podría andar sobre terreno llano, que no iría dando tumbos, pero cuando llegué a los árboles todo estaba lleno de maleza y tuve que pasar como pude, y luego me encontré con una zanja llena de zarzas. Seguí caminando un rato, pero eran cada vez más espesas. Y Earl probablemente sin dejar de llamar por teléfono a casa preguntando dónde estaba yo y preocupando otra vez a Madre.

Cuando por fin pasé había dado un rodeo tan grande que tuve que detenerme y ponerme a buscar el coche. Sabía que no estarían lejos, debajo del arbusto más próximo, así que me di la vuelta y fui hacia la carretera. Entonces no sabía a qué distancia estaba, así que tuve que pararme y ponerme a escuchar, y entonces, al no estárseme moviendo la sangre por las piernas, se me subió toda a la cabeza como si de repente fuese a estallarme, el sol descendiendo hasta darme directamente en los ojos y los oídos chillándome de tal forma que casi rio oía nada. Continué, intentando andar despacio, entonces oí un perro o algo así y me di cuenta de que en cuanto me oliese aparecería armando la de dios es cristo, y luego se marcharía.

Estaba todo lleno de bichos y de pinchos y eso, los sentía hasta por debajo de la ropa y dentro de los zapatos, y entonces miré a mi alrededor y me di cuenta de que tenía la rmano sobre unas ortigas. Lo único que no comprendí era cómo en lugar de ortigas no era una serpiente o algo así. Así que ni me molesté en quitar la mano. Me quedé allí hasta que se fue el perro. Luego continué.

Ahora sí que no tenía idea de dónde estaría el coche. No podía pensar más que en mi cabeza, y me quedé de pie preguntándome si de verdad habría visto un Ford, y ya hasta me daba igual haberlo visto o no. Es lo que yo digo que se pase la mañana y la noche acostada con cualquier cosa del pueblo que lleve pantalones, a mí qué me importa. No debo nada a nadie que no me tenga en más consideración, qué más me daba que dejasen allí el Ford y que me hiciesen perder la tarde y Earl la llamara y la enseñara los libros sólo porque él se considera demasiado virtuoso para este mundo. Es lo que yo diga que en el cielo se va a divertir, sin poder meter las narices en los asuntos de nadie pero que yo no te pille, digo, que me hago el tonto por tu abuela, porque como te pille aquí una sola vez haciendo eso, donde mi madre vive. Malditos chulos de mierda, se creen que arenan la de dios, ya les enseñaré yo y también a ti. Se va a enterar de que la dichosa corbata roja es el látigo del demonio, se creerá ése que puede llevarse a mi sobrina al huerto.

Con el sol dándome en los ojos y la sangre tan alterada no dejaba de pensar que la cabeza me acabaría estallando y que aquello tenía que terminar, enganchándome en los espinos y demás, y entonces llegué a la zanja arenosa donde habían estado y reconocí el árbol bajo el que estaba el coche, y precisamente cuando salí de la zanja y eché a correr oí ponerse el coche en marcha.

Arrancó muy deprisa, tocando el claxon. Siguieron tocándolo, como diciendo Ya. Ya. Yaaaaaaaa, mientras se perdían de vista. Llegué a la carretera justo a tiempo de ver cómo se perdía de vista.

Para cuando llegué hasta donde estaba mi coche, ya no se les veía, el claxon seguía sonando. Bueno, no se me ocurrió nada sólo Tú corre. Corre al pueblo. Corre a casa e intenta convencer a Madre de que no te he visto en el coche. Intenta hacerla creer que yo no sabía quién es ése. Intenta hacerla creer que tres metros más y no te pillo dentro de la zanja. Intenta hacerla creer que estabas de pie.

Seguía diciendo Yaaaa, Yaaaaa, Yaaaaaaaa, cada vez más distante. Entonces calló, y oí mugir una vaca en la granja de Russell. Y todavía no se me ocurrió. Me acerqué a la portezuela y la abrí y levanté el pie. Me dio la impresión de que el coche estaba más inclinado de lo que parecía estar la carretera, pero no me di cuenta hasta que entré y lo puse en marcha.

Bueno, me quedé allí sentado. Estaba empezando a ponerse el sol y yo a unos ocho quilómetros del pueblo. Ni siquiera habían tenido el valor de pincharla, de hacerle un agujero. Simplemente le quitaron el aire. Me quedé un momento de pie, pensando en la cocina llena de negros y que ni uno tenía tiempo de poner una cubierta a la rueda y apretar un par de tornillos. Tenía su gracia porque ni a ella se la habría ocurrido llevarse la bomba a propósito, a no ser que se la hubiese ocurrido mientras la desinflaba. Pero lo que posiblemente habría pasado es que alguno la habría cogido y se la habría dado a Ben para que jugase con una escopeta porque de habérselo pedido él hubiesen desmontado el coche por completo y Dilsey dice, Nadie ha tocado su coche. ¿Para qué lo íbamos a querer? y yo digo Eres una negra. Tienes suerte ¿sabes? Un día de estos me voy a cambiar por ti porque sólo un blanco es tan estúpido que se preocupa de lo que haga una zorra.

Fui a la granja de Russell. Tenía una bomba. Supongo que se equivocaron. Pero no puedo creer que ella tuviese tal desfachatez. No dejaba de pensarlo. No sé por qué no acabo de admitir que una mujer es capaz de cualquier cosa. No dejaba de pensar, Olvidemos un momento lo que yo siento por ti y lo que tú sientes por mí: yo no te haría una cosa así. No te haría algo así me hayas hecho lo que me hayas hecho. Porque es lo que yo digo que la sangre es la sangre y no se puede evitar. No es gastar una broma que se le habría ocurrido a un chaval de ocho años, es dejar que se ría de tu tío un tipo que lleva una corbata roja. Llegan al pueblo y nos consideran unos paletos y nos tratan como de favor. Pues no sabe qué razón tiene. Y ella también la tiene. Si eso es lo que quiere, que tire para alante y buen viaje.

Me detuve a devolver la bomba a Russell y me dirigí al pueblo. Fui al bar y me tomé una coca—cola y después fui a telégrafos. Había cerrado a 12.21, cuarenta puntos por debajo. Cuarenta veces cinco dólares; anda cómprate algo con esto si puedes, y ella dirá, Los necesito los necesito, y yo diré mala suerte mira a ver con otro, yo no tengo dinero; he estado demasiado ocupado ganándomelo.

Le miré.

«Te voy a dar una noticia», digo, «te sorprenderá saber que me interesa el mercado del algodón», digo. «¿A que ni te lo habías imaginado?».

«He hecho lo que he podido para entregarlo», dice. «He ido dos veces a la tienda y he llamado a su casa, pero no sabían dónde estaba usted», dice, rebuscando en el cajón.

«¿Para entregar qué?», digo. Me entregó un telegrama. «¿A qué hora ha llegado?».

«A eso de las tres y media», dice.

«Y ahora son las cinco y diez», digo.

«He intentado entregarlo», dice. «No he podido dar con usted».

«Yo no tengo la culpa, ¿verdad?», digo. Lo abrí, sólo para ver qué mentira me contaría esta vez. Lo deben tener claro para bajar hasta Mississippi a robar diez dólares mensuales. Venda, dice. El mercado estará inestable, con tendencia general a la baja. No se alarme tras el informe del gobierno.

«¿Cuánto costaría un mensaje como éste?» digo. Me lo dijo.

«Está pagado», dice.

«Entonces eso que les debo», digo. «Ya lo sabía. Envíalo a cobro revertido», digo, cogiendo un impreso. Compren, escribí, el mercado a punto de saltar por los aires. Perturbaciones ocasionales adecuadas para pillar a otros patanes que no han llegado todavía a telégrafos. No se alarmen. «Envía esto a cobro revertido», digo.

Miró el mensaje, luego al reloj. «El mercado cerró hace una hora», dice.

«Bueno», digo, «tampoco es culpa mía. No me lo he inventado yo; sólo compré un poco porque tenía la impresión de que la compañía telegráfica me informaría de cómo iba la cosa».

«Se envían los informes nada más llegan», dice.

«Sí», digo, «y en Memphis lo ponen en la pizarra cada diez segundos», digo. «Esta tarde he estado a sólo ciento treinta kilómetros de allí».

Miró el mensaje. «¿Quiere enviar esto?», dice.

«Todavía no he cambiado de opinión», digo. Escribí el otro y conté el dinero. «Y este también, si estás seguro de saber escribir c—o—m—p—r—e—n».

Volví a la tienda. Se oía la banda desde la parte baja de la calle. La prohibición está bien. Antes venían los sábados con un solo par de zapatos para toda la familia y los llevaba él, se iban a la oficina de Correos y cogían el paquete; ahora vienen todos descalzos a la función, con los mercachifles a la puerta mirándolos pasar como una fila de tigres enjaulados. Earl dice,

«Espero que no fuese nada grave».

«¿El qué?», digo. Miró su reloj. Luego fue hacia la puerta y miró el reloj del juzgado. «Debería comprarse un reloj de un dólar», digo. «Así no le saldrá tan caro comprobar cómo le engaña».

«¿Cómo?», dice.

«Nada», digo. «Espero no haberle molestado».

«No hemos tenido mucho jaleo», dice. «Se han ido todos a la función. Está bien».

«Y si no está bien», digo, «ya sabe lo que puede hacer».

«He dicho que está bien», dice.

«Ya lo he oído», digo. «Y si no está bien, ya sabe lo que puede hacer».

«¿Quieres despedirte?», dice.

«No es asunto mío», digo. «Lo que yo quiera no importa. Pero no crea que me está protegiendo al retenerme».

«Serías un buen empresario si te relajaras, Jason», dice.

«Por lo menos me ocupo de mis cosas y dejo en paz a los demás», digo.

«No sé por qué estás intentando que te despida», dice. «Sabes que puedes marcharte en cuanto quieras y que no te lo tendría en cuenta».

«A lo mejor no me voy por eso», digo. «Mientras me ocupe de mi trabajo, que para eso me paga». Me fui a la parte de atrás a beber agua y luego a la puerta trasera. Job ya tenía las cultivadoras dispuestas. Todo estaba tranquilo, y enseguida se me calmó la cabeza. Ahora los oía cantar, y después volvió a tocar la banda. Pues que se lleven todos los centavos del condado; que no eran míos. He hecho lo que he podido; quien no sepa hasta dónde se puede llegar después de haber vivido lo que yo es que es un imbécil. Especialmente porque no es asunto mío. Si se tratase de mi propia hija, sería distinto, porque ella no tendría ocasión; tendría que ponerse a trabajar para dar de comer a unos cuantos inválidos, tontos y negros, porque cómo iba yo a tener la cara de traer a nadie aquí. Tengo demasiado respeto por cualquiera para hacerlo. Soy un hombre, puedo aguantarlo, es mi sangre y mi carne y me gustaría encontrarme cara a cara con uno que se atreviese a hablar despectivamente de cualquier amiga mía son estas mujeres de mierda quienes lo hacen me gustaría conocer a una de estas beatas temerosas de Dios que fuese la mitad de decente que Lorraine, sea puta o no lo sea. Es lo que yo digo que si fuese a casarme te subirías por las paredes y bien que lo sabes y ella dice quiero que seas feliz que tengas tu propia familia y que no te pases la vida esclavizado por nosotros. Pero pronto me marcharé y encontrarás una esposa pero nunca podrá ser digna de ti y yo digo sí que lo será. Tú te levantarías de la tumba y bien que lo sabes. Es lo que yo digo que no gracias que ya tengo suficientes mujeres y que si me echase una mujer resultaría que tendría la cabeza a pájaros o algo peor. Lo que le faltaba a la familia, digo yo.

El sol estaba ya tras la iglesia Metodista, y las palomas revoloteaban alrededor de la torre, y cuando terminó la banda las oía arrullarse. Todavía no habían pasado cuatro meses desde Navidad, y sin embargo había más que nunca. Supongo que Walthall, el párroco, se estaría atiborrando. Uno creería que lo que mataban era gente o algo así, con aquellos discursos que soltaba y cuando vinieron hasta agarró a uno por la escopeta. Venga a hablar de que si paz en la tierra para todos y que ni un gorrión pueda caerse. Pero a él qué más le da las que haya, no tiene otra cosa que hacer; qué más le da la hora que sea. No paga impuestos, no tiene que soltar un céntimo para que todos los años se lleven a limpiar el reloj del juzgado para que funcione. Para que lo limpiasen tuvieron que pagar cuarenta y cinco dólares. Calculé que habría unos cien pichones en el suelo. No se les ocurriría largarse del pueblo. Estaría bien no tener más ataduras que las de una paloma, ¿eh?

Otra vez estaba tocando la banda, una canción chillona y rápida, como si estuviesen a punto de acabar. Supongo que ahora estarán contentos. Quizá tengan suficiente con la música para hacer veinticuatro o veinticinco quilómetros hasta sus casas y desenganchar los caballos en la oscuridad y echar de comer al ganado y ordeñar. Con ponerse a silbar en el establo y contar los chistes a las vacas, ya está y después pueden ponerse a echar cuentas de cuánto se habrán ahorrado por no haberse llevado también a los animales a la función. Podrían calcular que un hombre con cinco hijos y siete mulas, se ahorra veinticinco centavos si se lleva a la familia a la función. Así de fácil. Earl vino con un par de paquetes.

«Esto también es para hoy», dice. «¿Dónde está el tío Job?»

«Supongo que se habrá ido a la función», digo. «A no ser que usted se lo haya impedido».

«No suele irse», dice. «De él puedo fiarme». «Hombre muchas gracias», digo.

Se dirigió hacia la puerta y se puso a mirar intentando oír algo.

«Es una buena banda», dice. «Ya va siendo hora de que acaben».

«A menos que quieran pasar ahí la noche», digo. Ya habían salido las golondrinas y se oía cómo los gorriones empezaban a rebullir en los árboles del jardín del juzgado. De vez en cuando aparecían revoloteando sobre el tejado, luego se iban. En mi opinión son tan molestos como las palomas. Con ellos, ni te puedes sentar en el jardín del juzgado. No te has dado ni cuenta, cuando ¡zas! En el sombrero. Pero para cargárselos a cinco centavos el tiro haría falta un millonario. Con que sólo pusieran un poco de veneno en la plaza, acabarían con ellos en un día, porque si los tenderos no pueden evitar que sus animales correteen por la plaza, mejor harían dedicándose a otra cosa que a los pollos, a algo que no coma, como los arados o las cebollas. Y quien no tiene encerrados a los perros es porque no los quiere o porque ya tiene bastante con uno. Es lo que yo digo que si todos los negocios que hay en un sitio, los llevan los paletos, al final lo que pasa es que se acaba siendo igual de paleto que ellos.

«No importa que hayan acabado», digo. «Tendrán que enganchar y marcharse si quieren llegar a sus casas hacia la medianoche tal como va la cosa».

«Bueno», dice. «Se divierten. Que se gasten el dinero en una función de vez en cuando. Arriba en las montañas los agricultores trabajan mucho y sacan muy poco».

«No hay ninguna ley que los obligue a vivir en las montañas», digo. «Ni en ninguna otra parte».

«¿Y dónde estaríamos tú y yo si no fuese por los agricultores?», dice.

«Yo estaría en mi casa», digo. «Acostado con una bolsa de hielo en la cabeza».

«Estos dolores de cabeza te dan con demasiada frecuencia», dice. «¿Por qué no vas al dentista y que te vea bien la boca? ¿Te ha revisado las muelas esta mañana?»

«¿Que si qué?»

«Me has dicho que esta mañana has ido al dentista».

«¿Es que no le parece bien que me duela la cabeza durante el tiempo que le pertenece a usted?», digo. «¿Es eso?». Ya estaban cruzando la calleja, de regreso de la función.

«Ahí vienen», dice. «Supongo que tendré que salir». Se marchó. Es curioso que te pase lo que te pase, siempre viene alguien a decirte que te vean los dientes o que te cases. Siempre es alguien que no sirve para nada quien te tiene que decir cómo llevar tus asuntos. Como esos profesores de universidad que no tienen donde caerse muertos y te dicen cómo puedes ganar un millón en diez años y esas mujeres que no consiguen pescar marido siempre diciéndote cómo cuidar de tu familia.

El viejo Job llegó con la carreta. Tardó lo suyo en enrollar las riendas al pescante.

«Bueno», digo, «¿qué tal la función?». «Todavía no he ido», dice. «Pero de esta noche no pasa».

«Vaya que no», digo. «Llevas fuera desde las tres. El señor Earl acaba de estar aquí buscándote». «He estado atendiendo mis asuntos», dice. «El señor Earl sabe dónde he estado».

«Por mí puedes engañarlo», digo. «Que yo no me pienso ir de la lengua».

«Pues sería al único que yo quisiese engañar de por aquí», dice. «¿Para qué voy a desperdiciar el tiempo engañando a quien no necesito ver los sábados por la tarde? A usted no lo engaño», dice. «Usted es demasiado listo para mí. Aquí no hay ni uno que se le iguale en listeza. Cómo voy a engañar a quien es hasta demasiado listo para él mismo», dice subiéndose a la carreta y desenrollando las riendas.

«¿Y quién es ése?», digo.

«El señor Jason Compson», dice. «¡En marcha, Dan!».

Una de las ruedas estaba a punto de soltarse. Esperé a ver si salía de la calleja antes de que ocurriera. Deja cualquier vehículo en manos de un negro. Es lo que yo digo que esta tartana ofende a la vista, pero allí la tienes desde hace cien años en la cochera para que el niño vaya al cementerio una vez al mes. Digo yo que él no sería el primero en tener que hacer lo que no quiera hacer. Ya le obligaría yo a ir en coche o si no a quedarse en casa como cualquier persona civilizada. Qué sabrá a dónde va o en qué va y nosotros teniendo que mantener el coche y el caballo para que él pueda ir de paseo los domingos por la tarde.

Sí que le importa a Job si la rueda se salía o no, siempre y cuando no tuviese que andar mucho para volver. Es lo que yo digo que donde deben estar es en el campo, trabajando desde el alba hasta el anochecer. No les va la prosperidad ni el trabajo fácil. Que como pasen una temporada cerca de los blancos ni para matarlos valen. Son capaces de engañarte delante de tus propias narices, como Roskus que su único error fue descuidarse un día y morirse. Vagueando y robando y liándote más y más hasta que un día los tienes que moler a palos con una estaca o algo así. Bueno, es asunto de Earl. Pero no me gustaría que la publicidad de mi negocio estuviese en el pueblo a cargo de un negro viejo lleno de achaques y de una carreta que daba, la impresión de ir a descuajarringarse cada vez que daba la vuelta a una esquina.

El sol ya flotaba sobre el aire, y dentro estaba empezando a oscurecer. Fui a la parte delantera. La plaza estaba vacía. Earl estaba al fondo cerrando la caja fuerte, y entonces el reloj comenzó a dar la hora.

«Cierra la puerta de atrás», dice. Volví y cerré y regresé. «Supongo que esta noche vas a ir a la función», dice. «Ayer te di los pases, ¿no?».

«Sí», digo. «¿Es qué quiere que se los devuelva?»

«No, no», dice. «No sabía si te los había dado o no. Sería una tontería desperdiciarlos».

Echó la llave a la puerta dijo Buenas Noches y se fue. Las golondrinas seguían chirleando en los árboles, pero la plaza estaba vacía, sólo había algunos automóviles. Frente al bar había un Ford, pero ni lo miré. Sé muy bien cuándo he llegado al límite. No me importa intentar ayudarla, pero sé cuándo ya no puedo más. Supongo que podría enseñar a Luster a conducir, entonces podrían pasarse el día tras ella si les parecía, y yo podría quedarme en casa a jugar con Ben.

Entré y compré un par de puros. Entonces pensé que volvería a darme el dolor de cabeza y me quedé un rato a charlar con ellos.

«Bueno», dice Mac, «supongo que este año ya te habrás sacado tu dinero con los yankees».

«¿Y eso?, digo.

«Con la Liga», dice. «Ningún equipo que la juega puede con ellos».

«Vaya que no», digo. «Están acabados», digo. «¿Es que crees que algún equipo puede seguir teniendo tanta suerte?»

«Yo no creo que sea suerte», dice Mac.

«Yo no apostaría por ningún equipo en que jugase ese Ruth», digo. «Incluso sabiendo que fuese a ganar».

«¿No?», dice Mac.

«Puedo darte los nombres de una docena de tíos de cada una de las dos ligas que valen más que ése», digo.

«¿Y qué tienes contra Ruth?», dice Mac.

«Nada», digo. «No tengo nada en contra suyo. Que ni siquiera me gusta ver su foto». Salí. Estaban encendiendo las luces, y por las calles la gente iba camino de su casa. Había veces en que los gorriones no se callaban hasta que oscurecía completamente. La noche en que encendieron la nueva iluminación del juzgado se despertaron y se pasaron la noche revoloteando alrededor de las farolas y chocando contra ellas. Pasó igual durante una o dos noches, luego desaparecieron una mañana. Dos meses después volvieron todos otra vez.

Fui a casa en el coche. Todavía no había luces encendidas, pero estarían todos asomados a las ventanas, y Dilsey bostezando en la cocina como si la comida que tuviese que mantener caliente hasta que llegase yo, fuese suya. Oyéndola se podría pensar que en todo el mundo había solamente una cena, que era la que ella por mi culpa tenía que guardar unos minutos. Bueno, por lo menos podía volver a casa por una vez sin encontrarme a Ben y al negro colgados de la cancela, como un mono y un oso que compartiesen la misma jaula. En cuanto empieza a anochecer se marcha a la cancela como una vaca camino del establo, colgándose de ella y meneando la cabeza y gimiendo. Que aprenda. Si lo que le pasó por hacer el idiota con la puerta abierta, me hubiese pasado a mí, no querría ni verlas. A veces me preguntaba en qué pensaría él, allí en la cancela, mirando cómo las chicas volvían a la escuela, intentando conseguir algo que ni siquiera podía recordar, que ni deseaba ni podría desear nunca más. Y en qué pensaba cuando lo desnudaban y por casualidad se veía y empezaba a llorar como lo hacía. Pero es lo que yo digo que se quedaron cortos. Digo ya sé yo lo que necesitas, necesitas lo que hicieron a Ben entonces verías lo bien que te portabas. Y si no sabes lo que fue, se lo preguntas a Dilsey.

Había luz en la habitación de Madre. Guardé el coche y fui a la cocina. Luster y Ben estaban allí.

«¿Dónde está Dilsey?», digo. «¿Preparando la cena?»

«Arriba con la señorita Caroline», dice Luster. «Buena la han armado. Desde que volvió la señorita Quentin. Mi abuelita ha subido para que no se peleen. ¿Hay función, señor Jason?».

«Sí», digo.

«Me ha parecido oír la música», dice. «Ojalá pudiese ir yo», dice. «Si tuviese veinticinco centavos iría».

Entró Dilsey. «¿Ya está aquí?», dice. «¿Qué ha estado haciendo usted esta tarde? ¿Es que no sabe todo lo que tengo que hacer que ni se molesta en llegar a tiempo?»

«Es que a lo mejor me he ido a ver la función ésa», digo. «¿Está ya la cena?».

«Ojalá pudiese ir yo», dice Luster. «Si tuviese veinticinco centavos iría».

«A ti no se te ha perdido nada en la función», dice Dilsey. «Váyase a la casa y siéntese», dice. «No vaya a subir y que vuelvan a armarla».

«¿Qué pasa?», digo.

«Quentin llegó hace un rato y empezó a decir que usted se había pasado la tarde persiguiéndola y entonces la señorita Caroline se puso a gritarla. ¿Por qué no la deja usted tranquila? ¿Es qué no puede vivir en la misma casa que su sobrina carnal sin pelearse?».

«No puedo pelearme con ella porque no la he vuelto a ver desde esta mañana. ¿Y qué es lo que dice que la he hecho ahora? ¿Obligarla a ir a la escuela? Vaya, vaya», digo.

«Bueno, usted a sus cosas y la deje en paz», dice Dilsey, «que ya me ocuparé yo de ella si usted y la señorita Caroline me dejan. Ahora váyase y no arme escándalo hasta que tenga la cena».

«Si tuviese veinticinco centavos», dice Luster, «podría ir a la función».

«Y si tuvieses alas podrías ir volando», dice Dilsey. «No quiero volver a oír una palabra de la maldita función».

«Ahora que me acuerdo», digo, «me han dado un par de entradas». Las saqué de la chaqueta. «¿Va a utilizarlas?», dice Luster.

«Yo no», digo. «No iría ni aunque me diesen diez dólares».

«Déme una, señor Jason», dice Luster.

«Te la vendo», digo, «¿qué te parece?». «No tengo dinero», dice.

«Lo siento», digo. Hice como si fuese a salir.

«Déme una, señor Jason», dice, «para qué quiere usted las dos».«Calla la boca», dice Dilsey, «¿es que no sabes que éste nunca regala nada?».

«¿Por cuánto la vende?», dice.

«Por cinco centavos», digo.

«No los tengo», dice.

«¿Cuánto tienes?», digo.

«Nada», dice.

«Vaya», digo. Me volví.

«Señor Jason», dice.

«Cállate», dice Dilsey. «Te está tomando el pelo. Claro que va a usar las entradas. Váyase, Jason, y déjelo en paz».

«Yo no las quiero», digo. Regresé a la cocina. «He venido a quemarlas. Pero si me las compras por cinco centavos», digo, mirándole y levantando las arandelas del fogón.

«No los tengo», dice.

«Vaya», digo. Tiré una al fuego.

«¡Jason!», dice Dilsey. «¿Es que no le da vergüenza?»

«Señor Jason», dice, «por favor. Arreglaré las ruedas durante un mes seguido, se lo prometo».

«Necesito el dinero», digo. «Cinco centavos y es tuya».

«Cállate, Luster», dice Dilsey. Tiró de él hacia atrás. «Venga», dice, «quémela. Venga. Termine de una vez».

«Está bien», digo. La eché dentro y Dilsey cerró la cocina.

«Un hombre hecho y derecho como usted», dice. «Salga de mi cocina. Calla», dice a Luster. «Que va a empezar Benjy. Esta noche voy a pedir veinticinco centavos a Frony para ti y podrás ir mañana por la noche. Y ahora, cállate».

Me fui al salón. Arriba no se oía nada. Abrí el periódico. Un rato después entraron Luster y Ben. Ben fue hacia la mancha oscura de la pared donde antes estaba el espejo, frotándola con las manos gimiendo y lloriqueando. Luster se puso a atizar el fuego.

«¿Qué haces?», digo. «Esta noche no hace falta la chimenea».

«Estoy intentando que se calle», dice. «Siempre hace frío en Pascua», dice.

«Pero no estamos en Pascua», digo. «Estáte quieto».

Dejó el atizador en su sitio y cogió el almohadón de la silla de Madre y se lo dio a Ben, y él se arrodilló frente a la chimenea y se calló.

Me puse a leer el periódico. No se había oído ni un ruido arriba cuando vino Dilsey y mandó a la cocina a Luster y a Ben y dijo que estaba lista la cena.

«Bueno», digo. Salió. Me senté, leyendo el periódico. Un rato después oí a Dilsey mirando desde la puerta.

«¿Por qué no viene usted a cenar?», dice. «Estoy esperando a que esté la cena», digo. «Está en la mesa», dice. «Ya se lo he dicho».

«¿Ah, sí?», digo. «Perdona. No he oído bajar a nadie».

«No van a bajar», dice. «Venga a cenar usted para que yo les pueda subir algo».

«¿Es que están enfermas?», digo. «¿Qué ha dicho el médico que tienen? Espero que no sean viruelas».

«Vamos, Jason», dice, «que tengo prisa». «Está bien», digo, levantando el periódico otra vez. «Estoy esperando la cena».

La sentía mirarme desde la puerta. Leí el periódico.

«¿Por qué se comporta así?», dice. «Cuando sabe la de problemas que una tiene».

«Si Madre está peor que cuando bajó a comer, de acuerdo», digo. «Pero mientras que yo pague la comida de personas más jóvenes que yo, tendrán que bajar a la mesa a comérsela. Dime cuándo está lista la cena», digo, volviendo a ponerme a leer el periódico. La oí subir las escaleras, arrastrando los pies y gruñendo y quejándose como si entre peldaño y peldaño hubiese un metro de altura. La oí en la puerta de Madre, luego la oí llamar a Quentin, como si tuviese la puerta cerrada con llave, después volvió a la habitación de Madre y entonces Madre fue a hablar con Quentin. Luego bajaron. Yo seguí leyendo el periódico.

Dilsey volvió a la puerta. «Vamos», dice, «antes de que se le ocurra otra faena. Esta noche está usted insoportable».

Fui al comedor. Quentin estaba sentada con la cabeza baja. Había vuelto a pintarse. Tenía la nariz como si fuera de porcelana aislante.

«Me alegro de que te encuentres bien para poder bajar», digo a Madre.

«Es lo menos que puedo hacer por ti, bajar a la mesa», dice. «Da igual como me encuentre. Comprendo que a un hombre que se pasa el día trabajando le guste verse rodeado de su familia en la mesa a la hora de cenar. Quiero complacerte. Ojalá Quentin y tú os lleváseis mejor. Para mí sería más fácil».

«Nos llevamos bien», digo. «No me importa que se pase el día encerrada en su habitación si eso es lo que quiere. Pero no aguanto todas estas tonterías a las horas de las comidas. Ya sé que es mucho pedirla, pero así son las cosas en mi casa. En tu casa, quiero decir».

«Es tuya», dice, «tú eres ahora el cabeza de familia».

Quentin no había levantado la cabeza. Pasé los platos y empezó a comer.

«¿Qué tal el filete?», digo. «Si no es bueno, puedo darte otro mejor».

No dijo nada.

«Te he preguntado si es bueno tu filete», digo.

«¿Qué?», dice.

«¿Quieres más arroz?», digo.

«No», dice.

«Anda, deja que te ponga más», digo. «No quiero más», dice.

«De nada», digo, «de nada».

«¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?», dice

«¿Qué dolor de cabeza?», digo.

«Creía que te estaba dando», dice, «cuando viniste esta tarde».

«Ah», digo. «No, no me dio. Esta tarde hemos tenido tanto trabajo que se me ha olvidado».

«¿Por eso has vuelto tan tarde?», dice Madre. Yo veía cómo Quentin escuchaba. La miré. Tenía en la mano el cuchillo y el tenedor, pero la pillé mirándome, entonces volvió a mirar a su plato. Yo digo,

«No. Hacia las tres le he prestado mi coche a uno y tuve que esperar a que volviese». Seguí comiendo.

«¿A quién?», dice Madre.

«A uno de los cómicos», digo. «El marido de su hermana andaba en un coche con una del pueblo por ahí y él fue tras ellos».

Quentin comía sentada absolutamente inmóvil.

«No deberías prestar tu coche a esa clase de gente», dice Madre. «Eres demasiado generoso. Por eso si puedo evitarlo nunca te lo pido».

«Eso estaba yo empezando a creer», digo, «pero regresó sin problemas. Me dijo que había encontrado lo que estaba buscando».

«¿Quién era ella?», dice Madre.

«Ya te lo diré luego», digo. «No me gusta hablar de estas cosas delante de Quentin».

Quentin había dejado de comer. De vez en cuando tomaba un sorbo de agua, y se quedaba sentada desmigando una galleta, con la cara inclinada sobre el plato.

«Sí», dice Madre. «Supongo que las mujeres que viven enclaustradas como yo no tienen idea de lo que pasa en el pueblo».

«No», digo. «No lo saben».

«Mi vida ha sido tan distinta», dice Madre. «Gracias a Dios que desconozco esas iniquidades. Ni siquiera deseo saberlo. No soy como la mayoría de la gente».

No dije más. Quentin estaba sentada, desmigando la galleta hasta que yo dejé de comer, entonces va y dice,

«¿Puedo irme ya?» sin mirar a nadie. «¿Cómo?», digo. «Ah, sí, puedes irte. ¿Nos estabas esperando?»

Me miró. Había deshecho la galleta completamente, pero seguía moviendo los dedos como si todavía la estuviese desmigando y me miraba de hito en hito y entonces empezó a morderse los labios como si quisiera envenenarse con todo aquel plomo rojizo.

«Abuela», dice, «Abuela…»

«¿Quiéres comer algo más?», digo.

«Abuela, ¿por qué me trata de este modo?», dice. «Yo nunca le he hecho nada».

«Quiero que os llevéis bien el uno con el otro», dice Madre, «ya sois los únicos que quedáis y quiero que os llevéis mejor».

«El tiene la culpa», dice, «no me deja tranquila, y yo quiero estarlo. Si no me quiere tener aquí, por qué no me deja volver con…»

«Ya está bien», digo, «ni una palabra más».

«Entonces, ¿por qué no me dejas en paz?», dice. «Me… me…»

«Es lo más parecido a un padre que vas a tener», dice Madre. «Tú y yo comemos de su pan. Es normal que espere que le obedezcas».

«El tiene la culpa», dice. Se levantó de un salto. «Me obliga. Si sólo…» nos miró, a hurtadillas, como si se sacudiese los costados con los brazos.

«¿Si yo qué?», digo.

«Tú tienes la culpa de todo lo que hago», dice. «Si me porto mal, es porque tenía que portarme mal. Tú me obligas. Ojalá me hubiese muerto. Ojalá nos hubiésemos muerto todos». Entonces echó a correr. La oímos subir las escaleras corriendo. Luego un portazo.

«Es la primera cosa sensata que ha dicho», digo.

«Hoy no ha ido a la escuela», dice Madre.

«¿Cómo lo sabes?», digo. «¿Has estado en el pueblo?»

«Porque lo sé», dice. «Ojalá fueses más amable con ella».

«Para serlo tendría que verla más de una vez al día», digo. «Tendrías que obligarla a venir a la mesa para comer. Entonces podría darle un trozo más de carne en cada comida».

«Hay cositas que podrías hacer», dice. «¿Cómo no hacerte caso cuando me pides que vigile si va a la escuela?», digo.

«Hoy no ha ido a la escuela», dice. «Yo sé que no ha ido. Dice que ha ido a dar un paseo en coche con un chico por la tarde y que tú la has seguido».

«¿Cómo iba yo a poder hacerlo», digo, «si otra persona ha tenido toda la tarde mi coche? Además si ha ido o no a la escuela, ya no importa», digo, «porque si te quieres preocupar, hazlo por lo que puede pasar el lunes que viene».

«Quería que ella y tú os llevaseis bien», dice.

«Pero ha heredado toda su testarudez. También la de Quentin. En aquel momento pensé, con la herencia que ya tiene, ponerla también ese nombre. A veces creo que ella es la maldición de Caddy y Quentin que pesa sobre mí».

«Santo cielo», digo. «Sí que estás buena. No me extraña que siempre estés enferma».

«¿Cómo?», dice. «No te entiendo».

«Espero que no», digo. «Una mujer decente está mejor sin saber ciertas cosas que no entiende».

«Los dos eran iguales», dice. «Se aliaban con tu padre frente a mí cuando yo intentaba corregirlos. El siempre decía que no necesitaban que los vigilasen, que ya sabían lo que significaban honestidad y honradez, que ya nada más tenían que aprender. Y ahora espero que esté satisfecho».

«Bueno, tienes a Ben», digo, «alégrate».

«Me apartaron de sus vidas deliberadamente», dice, «siempre ella y Quentin. Siempre conspirando en contra mía. Y en contra tuya, aunque tú eras demasiado pequeño para darte cuenta. A ti y a mí siempre nos consideraron extraños, como a tu tío Maury. Yo siempre dije a tu padre que tenían demasiada libertad, que estaban juntos demasiado tiempo. Cuando Quentin comenzó a ir a la escuela, hubimos de dejarla ir a ella al año siguiente, para que pudiese estar con él. Ella no podía soportar que ninguno hicieseis algo que ella no pudiese hacer. Era vanidad, vanidad y falso orgullo. Y después cuando empezó a tener problemas yo sabía que Quentin también tendría que hacer algo malo. Pero creí que no sería tan egoísta como para… ni se me pasó por la imaginación que él…»

«Puede que supiese que iba a ser una niña», digo, «y que una más ya no podría soportarla ni él».

«El la habría controlado», dice. «Era la única persona por quien ella tenía algo de consideración. Pero supongo que eso también forma parte de la maldición».

«Sí», digo, «la verdad es que siento no haber sido yo en lugar de él. Estarías mejor».

«Esas cosas las dices para hacerme daño», dice. «Aunque me las merezco. Cuando empezaron a vender la tierra para mandar a Quentin a Harvard dije a tu padre que debía prever las mismas cláusulas para ti. Luego cuando Herbert se ofreció a meterte en el banco, yo dije, Jason ya está provisto, y cuando los gastos comenzaron a amontonarse y yo me vi forzada a vender los muebles y el resto del prado, la escribí inmediatamente porque me dije que se daría cuenta de que tanto ella como Quentin ya habían disfrutado de su parte y también de la de Jason y que ahora le tocaba a ella compensarle a él. Me dije lo hará por respeto hacia su padre. Entonces lo creí. Pero sólo soy una pobre anciana; me educaron creyendo que las personas pasan privaciones por quienes son de su carne y de su sangre. Yo tengo la culpa. Tenías razón con tus reproches».

«¿Es que crees que necesito que alguien me ayude para seguir adelante?», digo, «y menos una mujer que ni siquiera puede decir quién es el padre de su hija».

«Jason», dice.

«Bueno», digo. «No era ésa mi intención. Claro que no».

«Si yo creyese que eso era posible, tras todos mis sufrimientos».

«Claro que no lo es», digo. «Yo no quería decir eso».

«Espero que eso me sea concedido», dice. «Naturalmente que sí», digo, «se parece demasiado a los dos para dudarlo».

«No lo podría soportar», dice.

«Entonces deja de pensar en ello», digo. «¿Te ha vuelto a preocupar con sus escapadas nocturnas?»

«No. La hice comprender que era por su bien y que algún día me lo agradecería. Se lleva los libros y se pone a estudiar después de que echo la llave a la puerta. Veo que algunas noches tiene la luz encendida hasta más de las once».

«¿Y cómo sabes que está estudiando?», digo. «No se me ocurre qué otra cosa podría hacer allí sola», dice. «Nunca le ha gustado leer».

«No», digo. «No se te ocurre. Y bien puedes dar gracias al cielo por ello», digo. Pero para qué decirlo en voz alta. Volvería a ponérseme a llorar otra vez.

La oí subir. Entonces llamó a Quentin y Quentin dice ¿Qué? desde el otro lado de la puerta. «Buenas noches», dice Madre. Luego oí la llave en la cerradura, y Madre regresó a su habitación.

Cuando me acabé el puro y subí, todavía tenía la luz encendida. Se veía el ojo de la cerradura vacío, pero no se oía nada. Estudiaba en silencio. A lo mejor lo ha aprendido en la escuela. Di las buenas noches a Madre y me fui a mi habitación y cogí la caja y lo volví a contar. Oí al Gran Capón de los Estados Unidos roncando como una sierra mecánica. En alguna parte he leído que hacen eso con los hombres para que tengan voces de mujer. Pero puede que él no sepa lo que le han hecho. Supongo que ni sabía lo que había intentado hacer, ni por qué lo derribó el señor Burgess de un estacazo. Y si lo hubiesen mandado a Jackson mientras estaba todavía bajo los efectos del éter, no se habría dado cuenta del cambio. Pero eso habría sido demasiado sencillo para que se le ocurriera a un Compson. Ni la mitad de suficientemente complicado. Tener que esperar a hacerlo hasta que se escapó y salió por la calle detrás de una niña delante de su padre. Es lo que yo digo que tardaron en empezar a cortar y que acabaron demasiado deprisa. Por lo menos sé de otros dos que les haría falta algo así, y uno de ellos no está ni a un quilómetro de aquí. Pero supongo que ni eso serviría. Es lo que yo digo, quien nace zorra sigue zorra. Y dejad que pasen veinticuatro horas sin que ningún judío de mierda de Nueva York me diga lo que va a ocurrir. Yo no quiero forrarme; sólo llevarme por delante a esos estafadores tan listos. Quiero una oportunidad de recuperar mi dinero. Y en cuanto lo consiga ya se podrán traer aquí a toda Beale Street y convertir esto en un manicomio y en mi cama podrán dormir dos y el otro ocupar también mi sitio en la mesa.