Cuando la sombra del marco de la ventana se proyectó sobre las cortinas, eran entre las siete y las ocho en punto y entonces me volví a encontrar a compás, escuchando el reloj. Era el del Abuelo y cuando Padre me lo dio dijo, Quentin te entrego el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reducto absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades del mismo modo que se adaptó a las suyas o a las de su padre. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.
Estaba apoyado sobre el estuche del cuello de la camisa y yo yacía escuchándolo. Es decir, oyéndolo. Supongo que nadie escucha deliberadamente un reloj de pulsera o de pared. No hay por qué. Se puede ignorar el sonido durante mucho tiempo, pero luego un tictac instantáneo puede recrear en la mente intacta el largo desfilar del tiempo que no se ha oído. Como dijo Padre, como se puede ver a Jesús descender por los largos y solitarios rayos de luz. Y al buen San Francisco que dijo Hermanita Muerte, quien nunca tuvo una hermana.
A través de la pared oí los muelles de la cama de Shreve y luego el deslizarse de sus zapatillas sobre el suelo. Me levanté y fui a la cómoda y pasé la mano sobre ella y toqué el reloj y lo puse boca abajo y me volví a la cama. Pero todavía estaba allí la sombra del marco de la ventana y yo había aprendido a predecir la hora casi al minuto, por eso tendría que volverme de espaldas, sintiendo que me escocían unos ojos idénticos a los que antes tenían los animales en la parte posterior de la cabeza cuando la llevaban erguida. Siempre se lamenta haber adquirido hábitos frívolos. Lo dijo Padre. Que Cristo no fue crucificado: fue desgastado por el diminuto tictac de unas ruedecillas. Quien no tenía una hermana. Y por tanto, en cuanto supe que no lo podía ver, comencé a preguntarme qué hora sería. Padre decía que la constante especulación sobre la posición de unas manecillas mecánicas sobre una arbitraria esfera es síntoma de actividad mental. Una secreción dijo Padre como el sudor. Y yo diciendo Bueno. Inaudito. Siempre inaudito.
Si hubiera estado nublado podría haber mirado hacia la ventana, pensando en lo que él había dicho de los hábitos frívolos. Pensando que en New London se alegrarían de que el tiempo continuase así. ¿Y por qué no? El mes de las novias, la voz que alentaba Ella salió corriendo del espejo, de la concentración de perfume. Rosas. Rosas. Los señores de Jason Richmond Compson anuncian el matrimonio de. Rosas. La dulcamara y la viborana gustan a las no vírgenes. He dicho que he cometido incesto, Padre dije. Rosas. Astuto y sereno. Si pasas un año en Harvard pero no vas a la regata, deberías recibir un reembolso. Para Jason. Que Jason pase un año en Harvard.
Shreve estaba en la puerta, poniéndose el cuello de la camisa, sus gafas brillaban sonrosadas, como si también las hubiera lavado a la par que su rostro. «¿Es que esta mañana vas a hacer novillos?».
«¿Tan tarde es?».
Consultó su reloj. «La campana suena dentro de dos minutos».
«No sabía que fuera tan tarde». Todavía continuaba mirando al reloj, haciendo un gesto con los labios. «Voy a tener que apretar. No puedo hacer más novillos. La semana pasada me dijo el decano…». Se metió el reloj en el bolsillo. Entonces yo dejé de hablar.
«Más vale que te pongas los pantalones y salgas pitando», dijo. Salió.
Me levanté y anduve por allí, escuchándole a través de la pared. Pasó al saloncito, hacia la puerta. «¿Todavía no estás listo?».
«Todavía no. Corre. Ya llegaré».
Salió. La puerta se cerró. Sus pies se alejaron por el pasillo. Entonces volví a oír el reloj. Dejé de moverme y me acerqué a la ventana y abrí las cortinas y los vi correr hacia la capilla, todos luchando con las flotantes mangas de sus chaquetas, todos con los mismos libros y los mismos cuellos sueltos en las camisas fluyendo como arrastrados por una riada, y Spoade. Llamar mi marido a Shreve. Ah, déjalo en paz, dijo Shreve, si tiene que hacer algo mejor que perseguir a esas mujerzuelas, a quién le importa. En el Sur es motivo de vergüenza ser virgen. Muchachos. Hombres. Mienten. Porque significa menos para las mujeres, dijo Padre. Dijo que fueron los hombres quienes inventaron la virginidad, no las mujeres. Padre dijo: es como la muerte: un estado en que quedan los demás y yo dije, Pero creerlo no importa y él dijo Eso es lo peor de todo: no sólo de la virginidad, y yo dije, Por qué no pude ser yo y no ella quien no fuera virgen y él dijo, Eso es también lo malo: nada merece la pena cambiarse, y Shreve dijo si tiene que hacer algo mejor que perseguir a esas asquerosas mujerzuelas y yo dije ¿Tienes una hermana? ¿Eh? ¿Eh?
Spoade estaba en medio de todos como una tortuga en mitad de una calle cubierta de hojas secas arrastradas por el viento, con el cuello de la camisa alrededor de las orejas, moviéndose con su acostumbrado caminar pausado. Era de Carolina del Sur, del último año. Su club presumía de que él jamás corría para llegar a la capilla y de que jamás había llegado puntualmente y de que en cuatro años no había faltado nunca y de que jamás había llegado ni a la capilla ni a la primera clase con la camisa ni con los calcetines puestos. Hacia las diez en punto solía entrar en Thompson, pedir dos cafés, sentarse y sacarse los calcetines del bolsillo y quitarse los zapatos y ponérselos mientras se enfriaba el café. Hacia mediodía se le veía con la camisa y el cuello puestos, como todos los demás. Los otros le adelantaban corriendo, pero él jamás apresuraba el paso. Un momento después el patio estaba desierto.
Un gorrión se inclinaba hacia la luz del sol, sobre el alféizar de la ventana, y me miraba con la cabeza ladeada. Tenía el ojo redondo y brillante. Primero me observaba con un ojo, luego ¡flick! y con el otro, su garganta latía más rápidamente que cualquier pulso. Empezó a sonar la hora. El gorrión dejó de alternar los ojos y me miró fijamente con el mismo ojo hasta que cesaron las campanadas, como si él también las hubiera oído. Luego saltó del alféizar y desapareció.
Transcurrió un rato hasta que la última campanada dejó de vibrar. Suspendida en el aire, más que oída percibida, durante mucho rato. Como si todas las campanas que alguna vez sonaron todavía sonasen bajo los largos rayos de la luz mortecina y Jesús fuese todo. Se acabó. Si es que las cosas acababan. Nadie más sólo ella y yo. Si hubiéramos podido hacer algo tan espantoso que hubiera hecho que todos excepto nosotros huyesen del infierno. He cometido incesto dije Padre fui yo no fue Dalton Ames. Y cuando él puso Dalton Ames. Dalton Ames. Dalton Ames. Cuando él puso la pistola en mi mano yo no. Por eso yo no. El estaría allí y ella y yo. Dalton Ames. Dalton Ames. Dalton Ames. Si hubiéramos podido hacer algo tan espantoso y Padre dijo Eso también es una pena, que no se puede hacer nada tan espantoso no no se puede hacer nada demasiado espantoso ni siquiera se podrá recordar mañana lo que hoy parecía espantoso y yo dije Todo se puede eludir y él dijo Ah sí. Y miraré hacia abajo y veré mis huesos rumorosos y las aguas profundas como el viento, como un tejado de viento, y un momento después la solitaria arena sin mácula. Hasta el Día en que Él diga Levántate solamente la plancha de hierro subirá flotando. No es cuando adviertes que nada sirve de ayuda— religión, orgullo, nada— es cuando adviertes que no necesitas ayuda. Dalton Ames. Dalton Ames. Dalton Ames. Si yo hubiera podido ser su madre yaciendo con el cuerpo abierto exaltada riendo, sujetando a su padre con mi mano, conteniendo, viendo, observándole morir antes de haber vivido. Ella permaneció en la puerta durante un segundo.
Fui a la cómoda y cogí el reloj, todavía boca abajo. Golpeé el cristal contra la esquina de la cómoda y cogí con la mano los fragmentos de cristal y los puse en el cenicero y arranqué las manecillas y las dejé en el cenicero. Continuó oyéndose el tictac. Lo puse boca arriba, con la esfera vacía sonando y sonando en su interior, despreocupadamente. Jesús caminando por Galilea y Washington no diciendo mentiras. Padre trajo a Jason un dije de la Feria de Saint Louis: unos diminutos prismáticos de teatro dentro de los cuales, guiñando un ojo, se veían un rascacielos, una noria girando, las cataratas del Niágara sobre la punta de un alfiler. Había una mancha roja sobre la esfera. Cuando la vi me empezó a escocer un dedo. Dejé el reloj y entré en la habitación de Shreve y cogí el yodo y me limpié el corte. Con la toalla quité del borde el resto del cristal.
Extendí dos juegos de ropa interior, incluyendo calcetines, camisas, cuellos y corbatas, y los metí en mi baúl. Metí todo menos el traje nuevo y otro viejo y dos pares de zapatos y dos sombreros, y mis libros. Llevé los libros a la salita y coloqué sobre la mesa los que me había traído de casa y los que Padre había dicho que antes se reconocía a un caballero por sus libros: ahora se le reconoce por los que no ha devuelto y cerré con llave el baúl y le puse la dirección. Sonó el cuarto de hora. Me detuve y lo escuché hasta que cesaron las campanadas.
Me bañé y me afeité. El agua hizo que el dedo sangrara un poco, por lo que volví a ponerle yodo. Me puse el traje nuevo y el reloj e hice un paquete con el otro traje y metí en una bolsa de mano las cosas de aseo y mi navaja de afeitar y mis cepillos, y envolví la llave del baúl en una hoja de papel y la metí en un sobre y puse la dirección de mi padre, y escribí las dos notas y las sellé.
La sombra no había desaparecido del alféizar. Me detuve en el umbral observando cómo se movía la sombra. Se movía casi perceptiblemente, reptando hacia el otro lado de la puerta, impulsando la sombra hacia dentro de la puerta. Pero ella ya iba corriendo cuando yo lo oí. Ella ya corría por el espejo antes de que yo me diera cuenta de qué se trataba. Muy deprisa, con la cola del vestido recogida sobre el brazo ella salió corriendo del espejo como una nube, el velo lanzando un torbellino de destellos la velocidad de los frágiles tacones sujetándose el vestido sobre el hombro con la otra mano, saliendo velozmente del espejo los olores rosas rosas la voz que alentaba al Edén. Después cruzó el porche entonces yo no oía sus tacones como una nube bajo la luz de la luna, flotando la sombra del velo que corría sobre la hierba, hacia los gritos. Se desprendía de su vestido de novia corriendo hacia los gritos hacia donde T.P. sobre el rocío Yuhu Zarzaparrilla Benjy gritaba bajo la caja. Padre llevaba una loriga de plata en forma de V sobre su pecho agitado.
Shreve dijo, «Bueno, no has… ¿Se trata de una boda o de un velatorio?».
«No he llegado», dije.
«Cómo ibas a llegar con tanto acicalarte. ¿Qué pasa? ¿Es que crees que hoy es domingo?».
«Supongo que no me irán a detener porque por una vez me ponga el traje nuevo», dije.
«Estaba pensando en el patio lleno de estudiantes. ¿No te vas a dignar ir hoy a clase?».
«Primero voy a desayunar». La sombra había desaparecido del alféizar. Salí hacia la luz del sol, reencontrándome con mi sombra. Al bajar las escaleras la llevaba detrás. Pasó la media hora. Luego cesaron las campanadas y se desvanecieron. Tampoco el Diácono estaba en la oficina de correos. Puse sellos a los dos sobres y envié uno a Padre y me metí el de Shreve en el bolsillo interior, y entonces recordé cuándo había visto al Diácono por última vez. Fue el día del Aniversario de la Guerra Civil, vestido con un uniforme del Ejército de la República, en medio del desfile. Si te paras un rato en alguna esquina lo verás aparecer participando en cualquier desfile que pase. La vez anterior fue el Día de Colón o el de Garibaldi o en algún otro aniversario. Iba con los barrenderos, con un sombrero de copa, portando una bandera italiana de seis centímetros, entre palas y escobas fumando un puro. Pero la última vez fue en el de la Guerra Civil, porque Shreve dijo:
«Mira. Mira lo que tu abuelo hizo por ese pobre negro».
«Sí», dije, «Ahora puede estar desfilando día tras día. Si no hubiera sido por mi abuelo, tendría que trabajar como los blancos».
No lo veía por ninguna parte. Pero yo nunca había conocido a un solo trabajador negro a quien se pudiera encontrar cuando se le necesitase, y mucho menos a ninguno que viviese de las rentas. Llegó un tranvía bajé al centro y fui a Parker y pedí un buen desayuno. Mientras lo tomaba oí un reloj dar la hora. Pero supongo que se necesita al menos una hora para perder el tiempo, por lo menos quien ha tardado toda su historia en penetrar su mecánica progresión.
Cuando terminé de desayunar compré un puro. La chica me dijo que el mejor costaba cincuenta centavos, así que cogí uno y lo encendí y salí a la calle. Permanecí allí en pie y di un par de chupadas, después lo sujeté entre los dedos y me dirigí hacia la esquina. Pasé frente al escaparate de una joyería, pero aparté la vista a tiempo. En la esquina se me acercaron dos borrachos, uno por cada lado, bronquistas y gritones, como cuervos. Di el puro a uno y cinco centavos al otro. Entonces me dejaron en paz. El que tenía el puro intentaba vendérselo al otro por cinco centavos.
Arriba en el sol, había un reloj, y yo pensaba en cómo, cuando no se quiere hacer algo, el cuerpo intenta embaucarte para que lo hagas, como sin darte cuenta. Sentía los músculos de la nuca, y luego oí el interrumpido tictac de mi reloj dentro del bolsillo y un momento después todos los demás sonidos habían desaparecido, quedando solamente el de mi reloj dentro del bolsillo. Volví a subir la calle, hacia el escaparate. Estaba trabajando en la mesa que había junto a la ventana. Se estaba quedando calvo. Llevaba una lente en un ojo —un tubo de metal incrustado en su rostro. Entré.
La tienda estaba llena de tictacs, como de grillos la hierba en septiembre, y oí un gran reloj colgado en la pared que había sobre su cabeza. Levantó la mirada, el ojo grande, borroso e inquisitivo tras la lente. Saqué el mío y se lo di.
«Se me ha roto el reloj».
Le dio un golpecito con la mano. «Eso parece. Debe haberlo pisado».
«Sí, señor. Se me cayó de la cómoda y lo pisé en la oscuridad. Sin embargo, todavía funciona».
Lo abrió y escudriñó su interior. «Parece estar bien. No lo podré saber hasta que no lo examine. Esta tarde».
«Lo traeré luego», dije. «¿Le importaría decirme si alguno de los relojes del escaparate va bien?».
Con mi reloj sobre la palma de la mano me miró con su ojo borroso e inquisitivo.
«He hecho una apuesta con un amigo», dije, «Y se me han olvidado las gafas esta mañana».
«Naturalmente», dijo. Dejó el reloj y se incorporó de la banqueta y miró por encima de la mesa. Luego miró hacia la pared. «Son las…».
«No me lo diga», dije, «por favor. Sólo dígame si alguno va bien».
Volvió a mirarme. Volvió a sentarse en la banqueta y se levantó la lente sobre la frente. Dejó un círculo púrpura alrededor del ojo y cuando se la quitó parecía tener el rostro desnudo.
«¿Qué están celebrando hoy?», dijo. «La regata no es hasta la semana que viene, ¿no?».
«Sí, señor. Se trata de una fiesta privada. Un cumpleaños. ¿Va alguno bien?».
«No. Pero todavía no los he puesto en hora. Si está considerando comprar uno—».
«No, señor. No necesito reloj. Tenemos uno de pared en la salita. Ya me arreglarán éste cuando lo necesite». Extendí la mano.
«Mejor lo deja ahora».
«Luego lo traeré». Me dio el reloj. Me lo metí en el bolsillo. Ahora no lo oía entre todos los demás. «Muchísimas gracias. Espero no haberle hecho perder el tiempo».
«No se procupe. Tráigalo cuando le parezca. Y dejen la fiesta para cuando hayamos ganado la regata».
«Sí, señor. Sería mejor».
Salí, encerrando los tictacs tras la puerta. Volví a mirar el escaparate. Él me miraba desde el otro lado del cristal. En el escaparate había una docena de relojes, doce horas distintas, y cada uno con la certeza segura y contradictoria que mostraba el mío, sin manecillas. Contradiciéndose. Oía el mío, su tictac dentro del bolsillo, aunque nadie pudiera verlo, aunque nada pudiese deducir quien lo viera.
Y me dije a mí mismo que cogiera aquél. Porque Padre decía que los relojes asesinan el tiempo. El dijo que el tiempo está muerto mientras es recontado por el tictac de las ruedecillas; sólo al detenerse el reloj vuelve el tiempo a la vida. Las manecillas estaban extendidas, ligeramente inclinadas haciendo un leve ángulo, como una gaviota suspendida en el viento. Aglutinando todo aquello que antes me hacía sentir lástima como anuncia agua la luna nueva, según los negros. El joyero había vuelto a su tarea, inclinado sobre la mesa, el tubo perforando su rostro. Llevaba el cabello dividido en el centro. La raya le llegaba hasta la calva, sugiriendo una ciénaga desecada en diciembre.
Desde el otro lado de la calle vi la ferretería. No sabía que las planchas se pueden comprar al peso.
El dependiente dijo, «Estas pesan diez quilos». Pero eran más grandes de lo que había imaginado. Por eso compré dos más pequeñas de seis quilos porque tendrían la apariencia de un paquete de zapatos. Juntas parecían pesar suficiente, pero volví a pensar en cómo había dicho Padre lo del reducto absurdum de la experiencia humana, pensando en la única oportunidad que yo parecía tener para solicitar la admisión en Harvard. Puede que el año que viene; pensando puede que sean necesarios dos años de escuela para aprender a hacerlo adecuadamente.
Pero al levantarlas parecían pesar suficiente. Llegó un tranvía. Subí. No vi la placa delantera. Iba lleno, sobre todo de gente con aspecto próspero que leía el periódico. El único asiento libre estaba al lado de un negro. Llevaba bombín y zapatos lustrosos y en la mano la colilla de un puro. Antes yo pensaba que los sureños siempre habían de ser conscientes de la presencia de los negros. Creía que eso era lo que esperarían los del Norte. La primera vez que vine al Este no cesaba de pensar Tienes que recordar que son de color no negros, y si no hubiese dado con tantos, habría perdido mucho tiempo y me habría metido en muchos líos hasta haberme dado cuenta de que la mejor forma de tratar a la gente blanca o negra, es tomándola por lo que creen ser, y luego dejarlos en paz. Fue entonces cuando me di cuenta de que un negro no es tanto una persona como una forma de comportarse; una especie de impresión negativa de los blancos entre los que vive. Pero al principio yo creía que tendría que echar de menos no tenerlos a mi alrededor porque pensaba que los del Norte creerían que los echaría de menos, pero no me di cuenta de que echaba de menos a Roskus y Dilsey y a los demás en realidad hasta aquella mañana en Virginia. Al despertarme el tren estaba parado y levanté la cortinilla y miré hacia el exterior. El coche estaba bloqueando un paso a nivel, dos cercas blancas descendían por una colina y luego se abrían hacia los lados como la cornamenta de un esqueleto, y había un negro sobre una mula en medio de las rodadas secas, esperando a que el tren se pusiera en movimiento. Yo no tenía idea de cuánto tiempo llevaría allí, pero estaba despatarrado sobre la mula, con la cabeza envuelta en un trozo de manta, como si lo hubiesen tallado allí a la par que la cerca y el camino, o formando parte de la colina, esculpido en la colina, como un cartel que significase Ya has regresado a casa. No llevaba silla y sus pies colgaban casi hasta el suelo. La mula parecía un conejo. Subí el cristal.
«Eh, Tío», dije. «¿Se va por aquí?».
«Claro». Me miró, luego se aflojó la manta y se descubrió una oreja.
«¡Un regalo de Navidad!», dije.
«Gracias, amo. Me ha pillado, ¿eh?».
«Por esta vez no importa». Saqué mis pantalones de la red y cogí veinticinco centavos. «Pero la próxima mira bien. Volveré a pasar por aquí dos días después de Año Nuevo, y fíjate bien entonces». Le tiré la moneda por la ventana. «Cómprate un regalito». «Sí, claro», dijo. Se bajó y cogió la moneda y se la frotó contra la pierna. «Gracias, amito. Gracias». Entonces el tren empezó a moverse. Me asomé a la ventanilla, hacia el aire frío, mirando hacia atrás. Seguía allí junto a aquella mula flaca como un conejo, ambos andrajosos, inmóviles y pacientes, serenamente estáticos: esa mezcla de diligente incompetencia infantil y de paradójica precisión que firmemente los atiende y protege y les zafa de responsabilidades y obligaciones por medios demasiado evidentes para denominar subterfugios y que en caso de robo y evasión solamente les causa una admiración tan franca y espontánea para con el vencedor como la que un caballero sentiría hacia quien le derrotase limpiamente, y por otra parte una afectuosa y perceptible tolerancia para con las extravagancias de los blancos como un abuelo hacia los niños caprichosos e impertinentes, que yo había olvidado. Y durante todo aquel día mientras el tren serpenteaba siguiendo los contornos de abruptas quebradas donde el movimiento era solamente el sonido trabajoso de las exhaustas y gimientes ruedas y las montañas eternas se alzaban desvaneciéndose en el denso cielo, pensé en mi casa, en la helada estación y en el barro y en los negros y los campesinos amontonándose en la plaza, con burros de juguete y carretas y sacos llenos de caramelos de los que sobresalían velas, y se me encogió el corazón como cuando la campana sonaba en la escuela.
Yo no empezaba a contar hasta que el reloj daba las tres. Entonces empezaba, contando hasta sesenta y doblando un dedo y pensando en los otros catorce por doblar, o trece o doce u ocho o siete, hasta que repentinamente advertía el silencio y las mentes expectantes, y yo decía «¿Señora?» «Te llamas Quentin, ¿verdad?» decía la señorita Laura. Luego más silencio y las crueles mentes expectantes y las manos vibrando en el silencio. «Henry, di a Quentin quién descubrió el río Mississippi». «De Soto». Después se desvanecían las mentes, y un rato más tarde yo temía haberme retrasado y contaba deprisa y doblaba otro dedo, y entonces tenía miedo de ir demasiado deprisa e iba más despacio, luego me asustaba y volvía a contar deprisa. Por eso yo nunca conseguía salir a la par que la campana, y la oleada de pasos moviéndose ya en libertad, sintiendo el áspero suelo de tierra, y el día como una cristalera que recibiese un golpe suave e incisivo, y se me encogía el corazón, sentado e inmóvil. Moviéndome sentado inmóvil. Ella permaneció en la puerta durante un segundo. Benjy. Gritando. Benjamin el hijo de mi vejez gritando. ¡Caddy! ¡Caddy!
Voy a escaparme. El empezó a llorar ella se acercó y le tocó.
Calla. Que no. Calla. El se calló. Dilsey. Huele lo que tú le digas cuando él quiere. No necesita oír ni hablar.
¿Huele el nuevo nombre que le han puesto? ¿Huele la mala suerte?
¿Y por qué ha de preocuparse por la suerte? La suerte no le va a servir de nada.
¿Para qué le han cambiado de nombre si no es para que cambie su suerte?
El tranvía se detuvo, se puso en movimiento, se volvió a detener. Yo observaba, bajo sus sombreros de paja todavía no descoloridos, las cabezas de la gente que pasaba. Ahora había mujeres en el coche, con sus cestas de la compra, y los hombres con ropas de trabajo estaban empezando a superar el número de zapatos lustrosos y de cuellos duros.
El negro me tocó la rodilla. «Perdone», dijo. Aparté las piernas y le dejé pasar. Ibamos junto a una pared blanca, el ruido repiqueteando en el interior del coche, contra las mujeres con las cestas de la compra sobre las rodillas y un hombre con un sombrero lleno de manchas y con una pipa en la cinta. Olía a agua, y a través de una grieta de la pared vi un destello sobre el agua y dos mástiles, y una gaviota inmóvil suspendida en el aire, como sobre un cable invisible entre ambos mástiles, y levanté la mano y a través de la chaqueta toqué las cartas que había escrito. Me bajé cuando se detuvo el tranvía.
El puente estaba levantado para dejar pasar una goleta. Iba a remolque, el remolcador chocando contra su cuadra, dejando una estela de humo, pero el barco parecía moverse sin medios visibles. Un hombre desnudo hasta la cintura estaba enrollando un cabo sobre la popa. Tenía el cuerpo tostado del color de una hoja de tabaco. Al timón iba otro hombre con un sombrero de paja sin copa. El barco pasó bajo el puente, moviéndose con los palos desnudos como un fantasma en pleno día, tres gaviotas revoloteando sobre la popa cual juguetes suspendidos de invisibles hilos.
Cuando se cerró, crucé al otro lado y me apoyé en la barandilla que pendía sobre las barcazas. La almadía estaba vacía y las puertas cerradas. La tripulación solamente trabajaba al caer la tarde y descansaba hasta entonces. La sombra del puente, los rieles de las barandillas, mi sombra horizontal sobre el agua, tan fácilmente la había yo desorientado que no me abandonaba. Por lo menos tenía cinco metros, y si hubiese tenido yo algo con qué sumergirla en el agua y que la sujetase hasta ahogarla, la sombra del paquete como el envoltorio de un par de zapatos descansando sobre el agua. Los negros dicen que la sombra de un ahogado siempre está al acecho bajo el agua. Centelleaba y relucía, como el aliento, la almadía también tan lenta como el aliento, y las basuras flotando entre dos aguas para purificarse en el mar y en sus grutas y cuevas.
El desplazamiento del agua es igual al algo de nosequé. Reducto absurdum de toda experiencia humana, y dos planchas de seis quilos pesan más que una plancha de sastre. Qué pecado desperdiciarlas diría Dilsey. Benjy supo que la abuela había muerto. Lloró. Lo olió. Lo olió.
El remolcador regresó río abajo, seccionando el agua en largos cilindros giratorios, la almadía meciéndose finalmente con el eco de su paso, la almadía cabeceando sobre el cilindro giratorio con un plop plop y al girar la puerta sobre los goznes un sonido vibrante y emergieron dos hombres portando una canoa. La dejaron en el agua, y un momento después salió Bland, con las palas. Llevaba unos pantalones de franela, una chaqueta gris y un sombrero de paja. El o su madre habían leído que los estudiantes de Oxford remaban vestidos con ropas de franela y con sombrero de paja, por tanto a primeros de marzo compraron a Gerald un par de canoas y con sus panalones de franela y su sombrero de paja salía al río. Los tipos que vivían en las barcazas amenazaron con llamar a la policía, pero a él le dio igual. Su madre llegó en un automóvil alquilado, con un traje de piel como los de los exploradores del Artico y le vio partir con un viento de quince quilómetros en medio de una multitud de hielos flotantes que parecían ovejas sucias. Desde entonces he creído que Dios no solamente es un caballero y un tipo leal; también es de Kentucky. Cuando él partió ella tomo una desviación y bajó hasta el río y continuó conduciendo paralelamente a la orilla, con el coche en primera. Dicen que nadie hubiera podido creer que se hubiesen visto antes, como un Rey y una Reina, sin mirarse siquiera, avanzando juntos a través de Massachussetts en cursos paralelos como dos planetas.
Se metió y salió remando. Ya remaba bastante bien. Era natural. Decían que su madre intentó hacerle dejar de remar para que se dedicara a algo que los demás de su clase no pudiesen o no quisiesen hacer, pero por una vez él se negó. Si es que se puede considerar una negativa el sentarse en actitud de príncipe aburrido, con sus rizos dorados y sus ojos de color violeta y sus pestañas y sus ropas de Nueva York, mientras su mamaíta nos hablaba de los caballos de Gerald, de los negros de Gerald y de las mujeres de Gerald. Maridos y padres de Kentucky debieron llevarse una alegría cuando ella se lo llevó a Cambridge. Ella tenía un apartamento en el centro, y Gerald también tenía otro allí, además de sus habitaciones en la Universidad. A ella le parecía bien que Gerarld me frecuentase a mí porque yo al menos revelaba un disparatado sentido de noblesse obligue al haber nacido por debajo de la línea Mason Dixon, y a algunos otros cuya geografía se adecuaba a los requisitos (mínimos) Perdonados, al menos. O condonados. Pero desde que conoció a Spoade al salir de la capilla Él dijo que ella no podía ser una señora ninguna señora estaría en la calle a semejante hora de la noche ella nunca le había podido perdonar que tuviese cinco apellidos, incluyendo el de una auténtica casa ducal inglesa. Estoy seguro de que ella se consolaba pensando que alguna oveja negra de los Maingault o de los Mortemar se había liado con la hija del guarda. Lo que era bastante probable, tanto si se lo había inventado como si no. Spoade era el campeón mundial de los pelmazos, nada ajeno le estaba prohibido y hacía trampas según le convenía.
La barca era ya una manchita, los remos reflejaban el sol brillando intermitentemente, como si la canoa hiciese guiños. ¿Tienes una hermana? No pero son todas unas zorras. Zorra no durante un segundo ella permaneció en la puerta Dalton Ames. Dalton Ames. Dalton Camisas. Siempre creí que eran color caqui, como las del ejército, hasta que vi que eran de gruesa seda china o de la más fina franela porque le hacían la cara tan morena y los ojos tan azules. Dalton Ames. Sólo que carecía de clase. Guardarropía teatral. Papier—maché, toca. Ah. Asbestos. Ni siquiera bronce. Pero no le verás en casa.
Caddy también es una mujer, no lo olvides. Debe hacer las cosas por razones femeninas.
¿Por qué no lo traes a casa, Caddy? Por qué te comportas como las negras en los prados en las zanjas en la oscuridad de los bosques ardientes escondidas rabiosas en la oscuridad de los bosques.
Y un momento después yo llevaba un buen rato escuchando el reloj y sentía cómo las cartas crujían bajo la chaqueta, contra la barandilla, y me apoyé en la barandilla, contemplando mi sombra, cómo la había engañado. Anduve junto a la barandilla, pero mi traje también era oscuro y me podía restregar las manos, cómo la había desorientado. Me adentré en la sombra del muelle. Entonces me dirigí hacia el este.
Harvard mi niño de Harvard Harvard Harvard Aquel chico con espinillas que ella había conocido en la fiesta campestre con cintas de colores. Remoloneando junto a la cerca intentando atraerla con sus silbidos como si fuese un cachorrito. Como no conseguían hacerle entrar al comedor Madre creía que poseía algún hechizo especial que podría embrujarla cuando estuviesen a solas. Pero cualquier canalla Él estaba tumbado junto a la caja gritando podría aparecer en un automóvil con una flor en el ojal. Harvard. Quentin este es Herbert. Mi niño de Harvard. Herbert será como un hermano mayor ya ha prometido a Jason un empleo en el banco.
Cordial, como un viajante de celuloide. La cara llena de dientes blancos que no sonreían. He oído hablar allí de él. Todo dientes que no sonreían. ¿Vas a conducir tú? Sube Quentin.
Vas a conducir tú.
El coche es de ella no estás orgulloso de que tu hermanita tenga el primer automóvil de la ciudad regalo de Herbert. Louis le ha estado dando clases por las mañanas no recibiste mi carta. Los señores de Jason Richmond Compson le anuncian el matrimonio de su hija Candace con el Señor Sydney Herbert Head el veinticinco de Abril de mil novecientos diez en Jefferson Mississippi. A partir del uno de Agosto se encontrarán en su hogar en la Avenida nosequé número nosécuantos de South Bend Indiana. Shreve dijo ¿Es que ni siquiera la vas a abrir? Tres días. Veces. Los señores de Jason Richmond Compson El joven Lonchivar ha abandonado el Oeste demasiado pronto, ¿verdad?
Soy del Sur. Eres algo extraño, no.
Ah, es verdad ya sabía que de alguna parte tenías que ser.
Eres algo extraño, no. Vas a dedicarte al circo.
Ya lo he hecho. Por eso tengo los ojos hechos polvo de dar de beber a las pulgas de los elefantes. Tres veces. Estas campesinas. Nunca se sabe, verdad. Bueno, por lo menos Byron nunca vio cumplido su deseo, gracias a Dios. Pero no pegues a un hombre con gafas. ¿Es que ni siquiera la vas a abrir? Estaba sobre la mesa con una vela encendida en cada esquina encima del sobre atadas con una liga sucia de color rosa dos flores artificiales. No pegues a un hombre que lleve gafas.
Campesinos pobre gente nunca han visto un automóvil toca el claxon Candace para que Ella no me miraba se aparten no me miraba a tu padre no le gustaría que fueras a atropellar a alguien desde luego tu padre va a tener que comprarse un automóvil casi siento que lo hayas traído Herbert he disfrutado tanto claro que está el birlocho pero frecuentemente cuando quiero salir el Señor Compson tiene a los negros ocupados con otra cosa me mataría si insistiese repite que siempre tengo a Roskus a mi disposición pero ya sé lo que quiere decir sé muy bien que se hacen promesas para tener la conciencia tranquila es que vas a tratar así a mi niña Herbert pero ya sé que no Herbert nos ha mimado demasiado Quentin te dije en la carta que va a llevarse a Jason al banco en cuanto termine el bachillerato Jason será un espléndido banquero es el único de mis hijos que tiene sentido práctico eso me lo tienes que agradecer a mí sale a mi familia los demás son todos Compsons Jason preparaba el engrudo. Hacía cometas en el porche trasero y las vendían a cinco centavos, él y el hijo de los Patterson. Jason era el tesorero.
En este tranvía no había negro alguno, y los sombreros no descoloridos fluían bajo la ventanilla. Ir a Harvard. Hemos vendido. Estaba tumbado bajo la ventana, gritando. Hemos vendido el prado de Benjy para que Quentin pueda ir a Harvard será para ti como un hermano. Tu hermanito.
Deberías tener un coche te ha hecho mucho bien no crees Quentin enseguida le he llamado Quentin sabe he oído hablar a Candace tanto de él.
Y por qué no quiero que mis hijos sean más que amigos sí Candace y Quentin más que amigos Padre he cometido qué lástima que no tengas hermanos ni hermanas Hermana hermana no tenía una hermana. No preguntes a Quentin él y el Señor Compson siempre se consideran algo ofendidos cuando me encuentro con fuerzas suficientes para bajar a la mesa ahora me siento capaz ya lo pagaré después de que todo termine y me hayas quitado a mi niña Mi hermanita no tenía. Si yo pudiera decir Madre. Madre.
A no ser que haga lo que me está apeteciendo y en su lugar me la lleve a usted no creo que el Señor Compson pudiese alcanzar el coche.
Oh Herbert Candace has oído Ella no me miraba la suave determinación de su mandíbula sin mirar hacia atrás pero no te pongas celosa sólo está siendo amable con una anciana una hija mayor y casada no lo puedo creer.
Tonterías usted parece una muchacha mucho más joven que Candace tiene las mejillas como una muchacha Un rostro lleno de reproche y de lágrimas olor a alcanfor y a lágrimas una voz que lloraba continua y suavemente al otro lado de la puerta a media luz el olor a color de media luz de las madreselvas. Sonaban como féretros los baúles vacíos al bajar por las escaleras del desván. French Lick. No halló la muerte en las salinas.
Con sombreros no descoloridos todavía y sin sombrero. No puedo llevar sombrero durante tres años. No podría. Existí. Habrá sombreros entonces puesto que yo no existiría y entonces tampoco Harvard. Donde las mejores reflexiones dijo mi padre penden cual hiedras secas sobre los viejos ladrillos. Entonces, Harvard no. De todos modos, no para mí. Otra vez. Más triste de lo que fui. Otra vez. Más triste de lo que fui. Otra vez.
Spoade llevaba una camisa puesta; entonces deben ser. Cuando vuelva a ver mi sombra si se descuida como cuando la desorienté en el agua hollaré de nuevo mi impenetrable sombra. Pero hermana no. Yo no lo habría hecho. No consentiré que espíen a mi hija. No consentiré.
Cómo voy a controlarlos si tú les has enseñado a no respetarme ni a mí ni a mis deseos ya sé que desprecias a mi familia pero acaso es esa razón para enseñar a mis hijos a los hijos que me hicieron sufrir al venir al mundo a no respetarme Pisoteando los huesos de mi sombra sobre el asfalto con los duros tacones oí el reloj, y palpé las cartas a través de la chaqueta.
No consentiré que espíen a mi hija ni tú ni Quentin ni nadie no me importa lo que creas que ha hecho
Al menos admites que hay razón para tenerla vigilada
No consentiré no consentiré. Ya sé que no yo no quería ser tan dura pero las mujeres no se respetan ni entre ellas ni a sí mismas
Pero por qué ella Las campanadas comenzaron cuando pisé mi sombra, pero eran los cuartos. No se veía al Diácono por parte alguna. pensar que yo podría haber
Ella no quería decir eso así hacen las mujeres las cosas es porque ella quiere a Caddy.
Las farolas de la calle bajaban por la colina luego subían hacia el pueblo pisé el vientre de mi sombra. Si extendía la mano sobresaldría. sintiendo a mi padre a mi espalda más allá de la estridente oscuridad del verano y de Agosto las farolas de la calle Padre y yo protegíamos a las mujeres unas de otras de ellas mismas nuestras mujeres Así son las mujeres no adquieren conocimiento de otras personas para eso estamos nosotros ellas nacen con una práctica fertilidad para la sospecha que da fruto de vez en cuando y normalmente con razón tienen una cierta afinidad con el mal para procurarse aquello de lo que el mal carezca para rodearse instintivamente de ello como tú te arropas entre sueños fertilizando la mente hasta que el mal logra su propósito tanto si existía como si no Venía entre dos de primer curso. No había acabado de recuperarse del desfile, porque me saludó, como si fuera un oficial de alto rango.
«Quiero hablar contigo un segundo», dije, deteniéndome.
«¿Conmigo? Está bien. Hasta luego amigos», dijo, deteniéndose y dando la vuelta; «me alegro de haber podido charlar con ustedes». Así era el Diácono. Hablando de psicología natural. Decían que no se había perdido un solo tren a principio de curso desde hacía cuarenta años, y que a primera vista podía distinguir a los del Sur. Jamás se equivocaba, y en cuanto te oía hablar, podía decir de qué estado procedías. Tenía un uniforme especial para esperar los trenes, una especie de disfraz de Tío Tom, con sus remiendos y demás.
«Sí, señor. Por aquí amito, esto es», cogiendo las maletas. «Eh, chico, ven aquí y coge esto». Tras lo cual aparecía una montaña de maletas, un chico de unos quince años emergiendo bajo ellas, y el Diácono le cargaba con otra más y lo despedía. «Y no las dejes caer. Sí, señor, amito, déle a este viejo negro el número de su habitación y para cuando usted llegue ya tendrán polvo».
A partir de entonces te tenía completamente sojuzgado siempre estaba entrando y saliendo de tu habitación, ubicuo y parlanchín, aunque sus modales gradualmente tendían hacia el Norte al ir mejorando su vestuario, hasta que finalmente ya te había desangrado hasta tal punto que te dabas cuenta de que empezaba a llamarte Quentin o lo que fuera, y la próxima vez que lo veías llevaba un traje regalado de Brooks y un sombrero de un club de Princenton y no recuerdo qué fajín que alguien le había regalado y que él grata y firmemente convencido tomaba por un fajín del ejército de Lincoln. Hace años alguien difundió el cuento de que, cuando apareció por primera vez en la Universidad procedente de donde fuese, tenía una licenciatura en Teología. Y cuando él se dio cuenta de lo que significaba se quedó tan complacido que él mismo comenzó a recontar la historia, hasta que finalmente debió creérselo él mismo. De todas formas, contaba largas anécdotas absurdas de sus años de estudiante, hablando con familiaridad de profesores que hacía tiempo se habían ido o habían muerto, citándolos por sus nombres de pila, habitualmente incorrectos. Pero había sido guía, mentor y amigo de innumerables promociones de inocentes y solitarios estudiantes de primer año y me imagino que, a pesar de sus mezquinas trapacerías y de su hipocresía, ante las narices del Señor no olería peor que algunos otros.
«Llevo sin verle tres o cuatro días», dijo, mirándome desde su aura militar. «¿Ha estado enfermo?».
«No. Estoy bien. Estudiando, supongo. Pero yo sí te he visto».
«¿Sí?».
«El otro día en el desfile».
«Ah, sí. Sí, estuve allí. Esas cosas no me interesan, me entiende, pero a los muchachos les gusta tenerme con ellos, a los veteranos. Las damas quieren que los veteranos participen, ya sabe. Por eso tengo que complacerlas».
«Y en la fiesta de los emigrantes también», dije. «Supongo que entonces irías por complacer a la Asociación de Damas de la Templanza Cristiana».
«¿Cómo? Allí estuve por mi yerno. Quiere que le den un empleo de barrendero. Lo que yo le digo es que quiere la escoba para apoyarse y descansar. Me vio usted, ¿Eh?».
«Las dos veces. Sí».
«Quiero decir de uniforme. ¿Qué tal me caía?».
«Muy bien. Mejor que a nadie. Deberían ascenderte a general, Diácono».
Me tocó en el brazo, suavemente, con ese tacto suave y ajado que tienen las manos de los negros. «Oiga. No es para hablarlo en la calle. No me importa decírselo porque usted y yo somos iguales, después de todo». Se inclinó un poco hacia mí, hablando con presteza, sin mirarme. «Ya he echado los cables. Verá al año que viene. Ya verá. Ya verá dónde voy a desfilar. No hace falta que le diga cómo lo estoy organizando; ya le digo, espere y verá, muchacho». Ahora me miraba y me dio una palmadita en el hombro y se balanceó sobre los tacones asintiendo. «Claro que sí. No iba yo a hacerme demócrata hace tres años por nada. Mi yerno en el ayuntamiento; yo—… Sí, señor. Si ese hijo de puta se pusiera a trabajar por volverse demócrata… Y yo: espere en esa esquina de ahí dentro de un año a partir de anteayer y verá».
«Eso espero. Te lo mereces, Diácono. Y ahora que lo pienso…» Saqué la carta del bolsillo. «Llévala mañana a mi habitación y se la das a Shreve. El te dará una cosa. Pero, cuidado, hasta mañana no».
Cogió la carta y la examinó. «Está lacrada».
«Sí. Y escrita. Hasta mañana, nada».
«Hum», dijo. Miró el sobre, con los labios fruncidos. «¿Dice usted que me va a dar una cosa?». «Sí. Un regalo de mi parte».
Ahora me miraba, el sobre blanco en su mano negra, bajo el sol. Tenía los ojos dulces y sin iris y amarillentos, y de repente vi a Roskus observándome tras toda su parafernalia tomada de los blancos, uniformes, política y modales de Harvard, tímido, reservado, triste y sin saber qué decir. «¿No estará gastando una broma a este viejo negro, eh?».
«Ya sabes que no. ¿Es que alguna vez te ha gastado bromas uno del Sur?».
«Es verdad. Son buena gente. Pero no se puede vivir con ellos».
«¿Lo has intentado alguna vez?», dije. Pero Roskus había desaparecido. Era una vez más quien él se había propuesto ser hacía mucho tiempo ante los ojos del mundo, pomposo, falso, sin llegar a ser grosero.
«Cumpliré sus deseos, hijo mío».
«Hasta mañana no, recuerda».
«Claro», dijo; «Comprendido, hijo mío. Bueno…».
«Espera…», dije. Me miró bondadoso, profundo. Repentinamente extendí la mano y nos las estrechamos, gravemente él, desde la pomposa altura de sus sueños municipales y militares. «Eres un buen tipo, Diácono. Espero… Has ayudado a un montón de chicos, aquí y allá».
«He intentado tratar bien a todo el mundo», dijo. «No hago mezquinos distingos sociales. Para mí, un hombre es un hombre esté donde esté».
«Espero que siempre tengas tantos amigos como ahora».
«Los chicos. Me llevo bien con ellos. Y ellos tampoco me olvidan», dijo, agitando el sobre. Se lo metió en el bolsillo y se abrochó la chaqueta. «Sí, señor», dijo, «He hecho buenos amigos».
De nuevo comenzaron las campanadas, la media hora. Permanecí sobre el vientre de mi sombra y escuché las campanadas, espaciadas y tranquilas bajo el sol, entre las hojitas inmóviles. Espaciadas y pacíficas y serenas, con esa peculiaridad otoñal perceptible siempre en las campanas incluso en el mes de las novias. Sobre el suelo bajo la ventana gritando. La miró y se dio cuenta. En boca de los niños. Las farolas de la calle Cesaron las campanadas. Volví a la oficina de correos, cediendo la acera a mi sombra. Bajan por la colina y luego suben hacia el pueblo como farolillos chinos colgados de una pared. Padre dijo porque ella quiere a Caddy quiere a la gente por sus defectos. El Tío Maury con las piernas extendidas extendiendo las piernas frente al fuego ha de mover una mano para beber Navidad. Jason corría, con las manos en los bolsillos se cayó y permaneció allí como una gallina hasta que Versh lo levantó. Por qué no se saca las manos de los bolsillos cuando va corriendo así se podría levantar. Dándose golpes en la cabeza contra uno y otro lado de la cuna. Caddy dijo a Jason Versh dice que la razón por la que el Tío Maury no trabaja es por haberse dado golpes en la cabeza contra la cuna cuando era pequeño.
Shreve subía por el sendero, vacilante, su obesidad toda buena fe, con las gafas centelleando como charquitos bajo las hojas oscilantes.
«Le he dado una nota al Diácono. Puede que esta tarde yo esté fuera, así que no le des nada hasta mañana, ¿eh?».
«Está bien». Me miró. «Pero, ¿qué es lo que piensas hacer hoy? Vestido de punta en blanco y remoloneando por ahí como en vísperas de un entierro. ¿Has ido esta mañana a Psicología?».
«No estoy haciendo nada. Hasta mañana no, ¿eh?».
«Pero ¿de qué se trata?».
«De nada. De un par de zapatos que les pusieron medias suelas. Pero hasta mañana nada, ¿me oyes?».
«Claro. Está bien. Ah, por cierto, ¿has cogido una carta de la mesa esta mañana?».
«No».
«Pues allí estará. De Semíramis. La trajo un chófer antes de las diez».
«Está bien. Ya la cogeré. ¿Qué querrá ahora?».
«Supongo que otro recital de la orquesta. Tachín, tachín, Gerald bla bla. ‘Toca el bombo un poco más fuerte, Quentin’. Dios, cómo me alegro de no ser un caballero». Continuó, sujetando un libro, un poco informe, gordo y decidido. Las farolas lo crees porque uno de tus abuelos fue gobernador y tres fueron generales y los de Madre no cualquier hombre vivo es mejor que uno muerto pero ninguno vivo o muerto es mucho mejor que cualquier otro vivo o muerto. Sin embargo para Madre está hecho. Acabada. Acabada. Entonces todos fuimos mancillados estás confundiendo el pecado con la moral las mujeres no lo hacen Madre está pensando en la moral no se le ocurre pensar si es pecado o no.
Jaason me tengo que ir tú te quedas con los demás me llevaré a Jason a donde nadie nos conozca para que tenga oportunidad de crecer y olvidarse de todo esto los otros no me quieren nunca han querido a nadie con esa veta de egoísmo y falso orgullo de los Compson Jason ha sido el único a quien di mi corazón sin temor. tonterías a Jason no le pasa nada creo que en cuanto te encuentres mejor tú y Caddy deberíais ir a French Lick dejando aquí a Jason sin nadie más que los negros y tú ella le olvidará y luego cesarán las murmuraciones no encontró la muerte en las salinas.
Quuizás puede buscarle un marido no murió en las salinas.
El tranvía llegó y se detuvo. Las campanas todavía esta iban dando la media. Subí y continuó amortiguándolas con su movimiento. No: eran los tres cuartos. Después serían menos diez. Abandonar Harvard el sueño de tu madre por el que vendió el prado de Benjy qué habré hecho yo para tener hijos como éstos Benjamin ya fue suficiente castigo y ahora que ella no se preocupe de mí de su propia madre por ella he sufrido soñado y hecho planes y me he sacrificado he hecho todo lo posible pero desde que abrió los ojos no me ha dedicado un solo pensamiento generoso a veces la miro y me pregunto cómo puede ser hija mía menos Jason que no me ha dado un solo disgusto desde la primera vez que lo tuve en mis brazos entonces supe que sería mi alegría y mi salvación yo creía que ya tenía suficiente castigo con Benjamin por los pecados que haya cometido por haber dejado de lado mi orgullo y haberme casado con un hombre superior a mí no me quejo le he querido más que a ninguno de ellos por eso porque es mi deber aunque Jason siempre me destrozaba el corazón pero ahora veo que no he sufrido bastante ahora veo que he de pagar por tus pecados tanto como por los míos qué has hecho qué pecados ha arrojado tu alta y poderosa familia sobre mí pero tú los justificarás siempre has encontrado excusa para con tu propia sangre solamente Jason lo hace mal porque él es más Bascomb que Compson mientras que tu propia hija mi niña mi pequeña ella no es ella no es mejor tuve suerte de niña de ser solamente una Bascomb me enseñaron que no hay término medio que una mujer es una dama o no lo es pero nunca imaginé cuando la tuve en mis brazos que una hija mía iría a es que no te das cuenta de que con mirarla a los ojos puedo saber puedes creer que ella te lo diría pero no cuenta nada es reservada no la conoces sé de cosas que ha hecho que antes de decírtelas yo me mataría eso es sigue criticando a Jason acúsame de haberle dicho que la espíe como si fuera un crimen mientras que tu propia hija puede ya sé que tú no le quieres que quieres creer sólo lo malo de él nunca has sí ridiculízale como siempre has hecho con Maury ya no me puedes hacer más daño del que me han hecho tus hijos y entonces me iré y Jason sin nadie que le quiera protégele de esto todos los días lo miro esperando ver aflorar en él la sangre de los Compson y su hermana escapándose a ver a cómo lo llamas tú lo has visto alguna vez es que ni siquiera me vas a dejar averiguar quién es él no por mí no podría soportar verlo es por ti para protegerte pero quién puede luchar contra los malos instintos no me vas a dejar intentarlo es que vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras que ella no sólo arrastra tu nombre por el fango sino que corrompe el aire que respiran tus hijos Jason tienes que dejar que me vaya no puedo soportarlo déjame a Jason y tú te quedas con los demás no son de mi carne y de mi sangre como él extraños nada mío y me dan miedo puedo llevarme a Jason e irnos a donde no nos conozcan me pondré de rodillas y rezaré por la absolución de mis pecados para que él pueda escapar de esta maldición intentaré olvidar que los demás alguna vez fueron
Si habían dado los tres cuartos ya no faltarían más de diez minutos. Se acababa de marchar un tranvía y ya había gente esperando al próximo. Pregunté, pero no supo decirme si algún otro saldría antes del mediodía o no, pues los interurbanos. El primero fue otro tranvía. Subí. Uno puede percibir el mediodía. Me pregunto si hasta los mineros en las entrañas de la tierra. Para eso las sirenas: por los que sudan y encontrándose uno suficientemente lejos del sudor no se oyen las sirenas y en Boston uno se aleja del sudor en ocho minutos. Mi padre decía que un hombre es la suma de sus desgracias. Se puede creer que la desgracia acabará cansándose algún día, pero entonces tu desgracia es el tiempo dijo mi Padre. Una gaviota atrapada por un hilo invisible arrastrada por el espacio. Hacia la eternidad arrastras el símbolo de tu frustración. Entonces las alas son más grandes dijo Padre pero quién sabe tocar el arpa.
Siempre que se paraba el tranvía yo oía el reloj, pero sólo a veces ya estarían comiendo Quién tocaría un Comiendo el asunto de comer en tu interior espacio también espacio y tiempo confundidos El estómago diciendo mediodía el cerebro diciendo la hora de la comida en punto Bien Me pregunto qué hora será qué pasa La gente se bajaba. Ahora el tranvía ya no se paraba con tanta frecuencia, vaciado por el almuerzo.
Ya eran pasadas. Bajé y permanecí sobre mi sombra y un momento después llegó un tranvía subí y regresé a la estación interurbana. Había uno a punto de salir, y encontré un asiento junto a la ventanilla y se puso en marcha y lo observé arrastrarse monótona y lentamente sobre la blanda llanura de la orilla, luego entre árboles. De vez en cuando veía el río y pensé qué agradable sería estar en New London si el tiempo y la canoa de Gerald ascendiendo solemnemente por la resplandeciente mañana y me pregunté qué querría ahora la vieja, mandándome una nota antes de las diez de la mañana. Qué retrato de Gerald yo uno de los Dalton Ames ah asbestos Quentin ha matado del fondo. Con algunas chicas. Las mujeres tienen su voz siempre destacando sobre los murmullos la voz que alentaba afinidad para el mal, para creer que ninguna mujer es merecedora de confianza, pero que algunos hombres son demasiado inocentes para protegerse. Muchachas inocentes. Primas lejanas y amigas de la familia a las que su mero conocimiento escuda en una especie de comprometida noblesse obligue consanguínea. Y ella allí sentada diciéndonos a la cara que era una pena que Gerald hubiese heredado la belleza de la familia porque un hombre no la necesitaba, que le iría mejor pero que, sin ella, una chica no tendría nada que hacer. Contándonos de las mujeres de Gerald con Quentin ha matado a Herbert ha matado su voz atravesando el suelo de la habitación de Caddy orgullosa aprobación. «Cuando tenía diecisiete años un día le dije “Qué pena que tengas semejante boca mejor estaría en el rostro de un chica” y ¿saben las cortinas reposando sobre el crepúsculo sobre el olor del manzano su cabeza contra el crepúsculo sus brazos tras la cabeza alados como un kimono la voz que alentaba al Edén las ropas sobre la cama la nariz percibida sobre las manzanas que me dijo? recuerden sólo diecisiete. “Madre” dijo “normalmente lo está”». Y él allí sentado en actitud principesca mirando a dos o tres a través de las pestañas. Ellas revoloteaban como golondrinas arremolinándose ante sus pestañas. Shreve decía que siempre había Cuidarás de Benjy y de Padre
Cuanto menos menciones a Benjy y a Padre mejor cuándo has pensado en ellos Caddy
Prométeme
No hace falta que te preocupes de ellos te vas tan tranquila
Prométeme estoy harta tienes que prometerme querido saber quién había había inventado el chiste pero que siempre había considerado a la Señora Bland una mujer muy bien conservada decía que estaba preparando a Gerald para que alguna vez sedujera a una duquesa. Por dos veces ella llamó a Shreve ese canadiense gordo por dos veces me buscó otro compañero de habitación sin consultarme en absoluto, otra vez intentó que me mudara yo, una vez que
Él abrió la puerta bajo la luz crepuscular. Su cara parecía una tarta de calabaza.
«Bueno, despidámonos amistosamente. Puede que nos separe el cruel destino pero nunca amaré a otro. Nunca».
«¿De qué estás hablando?».
«Estoy hablando de un cruel destino en forma de ocho metros de seda color albaricoque y con más quilos de metal por metro cúbico que un galeote y de la sola y única dueña del incontestado y peripatético retrete de la difunta Confederación». Entonces me contó que ella se había dirigido al Decano para que lo trasladasen y que el Decano había mostrado suficiente determinación como para que antes se consultase a Shreve. Entonces ella sugirió que mandasen buscar a Shreve y que lo hiciese, y él no aceptó, tras lo cual ella no se mostró precisamente cortés con Shreve. «Tengo por norma no referirme a las mujeres con palabras duras», dijo Shreve, «pero esa mujer se parece a una zorra más que ninguna otra mujer de estos estados y dominios soberanos». Y ahora Carta sobre la mesa entregada a mano, órdenes oliendo a orquídeas de color Si ella supiera que yo había pasado casi bajo la ventana sabiéndola allí sin Mi querida Señora no he tenido la oportunidad de recibir su comunicación pero le ruego de antemano me excuse hoy o ayer y mañana o cuando Como según recuerdo la próxima consistirá en cómo Gerald tiraba a su negro por la escalera y en cómo el negro rogaba se le permitiese matricularse en la Facultad de Teología para estar cerca de su amo amito gerald y en Cómo fue durante todo el camino de la estación corriendo junto a la calesa con lágrimas en los ojos cuando el amo gerald se marchó Esperaré hasta el amanecer por la del marido carpintero que apareció en la puerta de la cocina con una escopeta Gerald bajó y partió la escopeta en dos y se la devolvió y se limpió la manos con un pañuelo de seda tiró el pañuelo al fuego ésa sólo la he oído dos veces.
lo mató a travesando el te he visto entrar he esperado a tener la oportunidad y ha llegado he creído que podríamos conocernos toma un cigarro
Gracias no fumo
Pocas cosas han debido cambiar allí desde mi época te importa si enciendo
Por favor
Gracias he oído muchas cosas crees que a tu madre le importará si tiro la cerilla detrás del biombo muchas cosas de ti Candace hablaba siempre de ti cuando estábamos en Licks Tuve celos me decía a mí mismo quién será este Quentin tengo que averiguar qué tipo de bicho es porque sabes me dio muy fuerte en cuanto vi a la chiquilla no me importa decírtelo nunca se me ocurrió pensar que era de su hermano de quien hablaba no podría haber hablado más de ti si hubieras sido el único hombre del mundo ni siquiera de un marido seguro que no te apetece un cigarro
No fumo
En ese caso no insisto aunque es una mezcla bastante aceptable me costaron veinticinco dólares el ciento comprados al por mayor a un amigo de La Habana sí supongo que las cosas han debido cambiar mucho por allí arriba siempre me digo que tengo que hacer una visita pero nunca me decido llevo ya diez años rodando por ahí no puedo dejar el banco la universidad cambia las costumbres de los chicos las cosas que parecen importantes a un estudiante bueno ya sabes cuéntame cómo van las cosas por allí
No voy a decir nada ni a mi Padre ni a mi Madre si eso es lo que quieres saber
Que no les vas a decir ah eso te refieres a eso verdad entenderás que me importa un rábano que lo digas o no comprende que una cosa así mala suerte no un crimen no seré el primero ni el último simple mala suerte tú podrías ser más afortunado
Mientes
Tranquilo no quiero que digas nada que no quieras decir no me ofendo claro un chico de tu edad naturalmente da más importancia a una cosa así de la que le darías dentro de cinco años
Sólo conozco una forma de considerar la mentira no creo que en Harvard yo vaya a cambiar de opinión
Esto es algo más que una comedia debes creer que estás en un escenario bueno tienes razón no hace falta decírselo pelillos a la mar eh no tenemos que dejar que una cosa así se interponga entre tú y yo me gustas Quentin me gusta tu aspecto no te pareces a estos palurdos me alegro de que las cosas sean así he prometido a tu madre hacer algo por Jason pero también me gustaría echarte una mano Jason estaría aquí igual de bien pero aquí no hay futuro para un chico como tú
Gracias pero remítete a Jason te vendrá mejor que yo
Siento todo esto pero un chico como yo era además yo nunca tuve una madre como la tuya que me enseñase a apreciar las cosas ella sufriría sin motivo si lo supiera sí tiene razón no hay por qué incluyendo a Candace claro
He dicho a mi Padre y a mi Madre
Oye mírame cuánto crees que ibas a durar conmigo
No tendré que durar mucho si tú también aprendiste a pelear en la escuela inténtalo y verás lo que te duro
Maldito qué crees que vas a conseguir Inténtalo
Dios mío el cigarro qué diría tu Madre si encontrase una quemadura en la repisa precisamente ahora eh oye Quentin vamos a hacer algo de lo que los dos vamos a arrepentirnos me gustas me gustaste desde el momento en que te vi me dije tiene que ser un buen tipo sea quien sea o no le gustaría tanto a Candace escucha ya llevo diez años rodando por ahí las cosas no tienen entonces tanta importancia ya te darás cuenta pongámonos de acuerdo tú y yo hijos de la vieja Harvard y tal supongo que ahora no la reconocería es el mejor sitio del mundo para un chico allí voy a mandar a mis hijos para darles una oportunidad mejor que la que yo tuve espera no te vayas discutamos esto es normal que un hombre tenga esas ideas en su juventud y me parece bien le vienen bien mientras está en la universidad pero cuando sale al mundo tiene que apañárselas lo mejor que puede porque advertirá que todos hacen lo mismo y maldita si dame la mano y pelillos a la mar hagámoslo por tu madre recuerda su salud vamos dame la mano eh mira recién salido de un convento mira ni una mancha ni siquiera una arruga todavía mira
Al cuerno con tu dinero
No no vamos ya soy de la familia mira ya sé lo que esto significa para un tipo joven tiene sus propios asuntos siempre resulta difícil que su padre le dé pasta ya lo sé cómo no lo voy a saber no hace tanto que pero ahora voy a casarme especialmente allí vamos no seas tonto escucha cuando tengamos la ocasión de charlar en serio te quiero contar una cosa de una viuda del pueblo
Ya me lo sé métete tu maldito dinero
Pues entonces considéralo un préstamo cierra los ojos un segundo y tendrás cincuenta
Quítame las manos de encima más vale que quites ese cigarro de la repisa
Cuéntalo y allá tú qué vas a conseguir con ello si no fueras tan imbécil ya lo has visto los tengo demasiado bien agarrados para que un hermanito que se cree Galahad ya me ha contado tu madre cosas de ti con la cabeza llena de ideas entra entra cariño Quentin y yo estábamos conociéndonos hablando de Harvard me buscabas a mí no puedes separarte de tu hombre verdad
Sal un momento Herbert quiero hablar con Quentin
Entra nos vamos todos de juerga y conozco a Quentin estaba diciendo a Quentin
Vamos Herbert sal un momento
Bueno está bien me imagino que tú y el niño queréis volver a veros una vez más eh
Que quites ese cigarro de la repisa
Como siempre tienes razón muchacho entonces me voy que se aprovechen de ti mientras puedan Quentin después de pasado mañana se quedará tranquilo dame un besito cariño
Oh ya está bien déjalo para pasado mañana
Entonces exigiré intereses no dejes que Quentin empiece alguna cosa que no pueda terminar ah a propósito Quentin te he contado el cuento de lo que le pasó una vez a un loro una pena recuérdamelo que lo haga a ver si te lo aplicas hasta luego
Bueno
Bueno
Qué pretendes ahora
Nada
Te estás metiendo en mis asuntos otra vez es que no tuviste suficiente el verano pasado
Caddy tienes fiebre estás enferma cómo es que estás enferma
Porque lo estoy no puedo pedírselo
Mató su voz a través de
Ese sinvergüenza no Caddy
De vez en cuando el río centelleaba en la distancia con un brillo inesperado, taladrando el mediodía y las primeras horas de la tarde. Mucho después, aunque hubiésemos dejado atrás donde él majestuosamente remaba corriente abajo las miradas de los benignos dioses. Mejor. Los dioses. Dios también sería un canalla en Boston en Massachussetts. O quizás simplemente no un marido. Los húmedos remos le acompañaban entre centelleantes guiños y hojas de palma. Adulador. Adulador, si no fuese un marido él ignoraría a Dios. Ese sinvergüenza, Caddy El río continuaba brillando tras una curva inesperada.
Me encuentro enferma tienes que prometerme
Enferma cómo es que estás enferma
Porque lo estoy no puedo pedírselo a nadie pero prométeme que tú lo harás
Si necesitan cuidados es por ti cómo es que estás enferma Oíamos bajo la ventana cómo el coche marchaba hacia la estación, el tren de las 8:10. Para traer a los primos. Cabezas. Él mismo se aumentaba cabeza a cabeza pero barberos no. Manicuras. Una vez tuvimos un pura sangre. Sí, en el establo, pero un perrillo bajo el cuero. Quentin ha matado todas sus voces a través del suelo de la habitación de Caddy
El tranvía se detuvo. Descendí sobre el centro de mi sombra. Una carretera cruzaba las vías. Había una marquesina de madera sobre un anciano que comía algo en una bolsa de papel, y luego también dejó de oírse el tranvía. La carretera se adentraba en los árboles, donde habría sombra, pero el follaje de junio en nueva Inglaterra no es más espeso que el de abril en casa en Mississippi. Vi una chimenea. Volví la espalda, arrastrando mi sombra hacia el polvo. A veces había algo terrible en mí a veces lo veía por la noche haciéndome muecas desde sus rostros ahora ha desaparecido y estoy enferma.
Caddy
No me toques sólo prométeme
Si estás enferma no puedes
Sí puedo después no pasará nada no importará no dejes que lo envíen a Jackson prométeme Te lo prometo Caddy Caddy
No me toques no me toques
Cómo es Caddy
Qué
Lo que te hace muecas lo que hay en sus rostros
Veía la chimenea. Allí estaría el agua, encaminándose hacia el mar y hacia las tranquilas grutas. Corriendo lentamente, y cuando Él dijo Levántate solamente las planchas. Cuando Versh y yo pasábamos todo un día de caza no nos llevábamos comida y a las doce en punto yo sentía hambre. Seguía teniendo hambre hasta la una, luego, repentinamente incluso olvidaba que ya ni sentía hambre. Las farolas de la calle bajan por la colina luego oí el coche descender por la colina. El brazo del sillón liso fresco suave bajo mi frente conformando el sillón el manzano reclinado sobre mi cabello sobre el Edén ropas percibidas por la nariz Tienes fiebre lo noté ayer es como estar junto a un horno.
No me toques.
Caddy no puedes hacerlo si estás enferma. Ese sinvergüenza.
Con alguien tengo que casarme. Entonces me dijeron que tendrían que volver a romper el hueso
Por fin dejé de ver la chimenea. La carretera corría junto a un muro. Los árboles se inclinaban sobre el muro, salpicados de sol. La piedra estaba fría. Caminando a su lado se sentía frescor. Pero nuestra región no era como esta región. Había algo en el simple hecho de atravesarla. Una especie de fecundidad apacible y violenta que satisfacía hasta a los hambrientos. Flotando a tu alrededor, no protegiendo y cuidando las mezquinas piedras. Como diseñada para procurar suficiente verdor entre los árboles e incluso el azul de la distancia no aquella fecunda quimera. Me dijeron que habrían de volver a romper el hueso y mi interior empezó a decir Ah Ah Ah y empecé a sudar. Qué me importa ya sé lo que es una pierna rota todo lo que es no será nada tendré que permanecer en casa un poco más eso es todo y los músculos de la mandíbula entumecidos y mi boca diciendo Esperad Esperad un momento a través del sudor ah ah ah entre dientes y Padre maldito caballo maldito caballo. Esperad la culpa es mía. Todos los días él venía por la cerca con una cesta hacia la cocina arrastrando un bastón por la cerca todos los días yo me arrastraba hasta la ventana con la escayola y todo y le esperaba con un trozo de carbón Dilsey decía se va a destrozar es que no se le ocurre nada mejor no hace ni cuatro días que se la ha roto. Esperad enseguida me hago a la idea esperad un momento me haré a
Incluso el sonido parecía languidecer en este ambiente, como si se erosionase el aire al sostener sonidos durante tanto tiempo. Los ruidos de un perro llegan más lejos que los de un tren, en la oscuridad por lo menos. Y los de algunas personas. Los negros. Louis Hatcher nunca utilizaba el cuerno de caza aunque lo llevase ni aquel viejo farol. Yo dije, «Louis, ¿cuánto tiempo llevas sin limpiar ese farol?».
«Un poco. ¿Se acuerda de cuando aquella inundación se llevó a la gente por delante allá arriba? Lo limpié aquel día. La vieja y yo estábamos sentados junto al fuego aquella noche y ella dice “Louis ¿qué vas a hacer si toda esa agua llega hasta aquí?” y yo digo “Es verdad. Mejor limpio el farol”. Por eso lo limpié aquella noche».
«La inundación fue en Pensylvania», dije. «No podría haber llegado hasta aquí».
«Eso es lo que usted se cree», dijo Louis. «El agua digo yo puede subir así de alto y mojar Jefferson y hasta Pensylvania. La gente que dice que las riadas no pueden llegar hasta aquí es la que aparece flotando enganchada en los postes».
«¿Y Martha y tú salísteis aquella noche?».
«Eso hicimos. Limpié el farol y yo y ella pasamos la noche subidos en una loma que hay en la parte trasera del cementerio. Y si hubiera sabido de otra más alta, allí que hubiéramos estado».
«¿Y desde entonces no has vuelto a limpiar el farol?».
«¿Para qué lo voy a limpiar si no hace falta?». «Hasta que no haya otra riada».
«De aquella bien que nos salvó».
«Oh, vamos, Tío Louis», dije.
«Claro que sí. Usted hágalo a su manera que yo lo haré a la mía. Si creo que para escapar de una riada lo único que tengo que hacer es limpiar este farol, no voy a discutir».
«El Tío Louis no cazaría nada aunque llevase un farol alumbrándolo» dijo Versh.
«Yo ya estaba cazando zorros por aquí cuando tú todavía no habías salido del vientre de tu madre, chico», dijo Louis. «Y bien que los cazaba».
«Es verdad», dijo Versh. «El Tío Louis ha cazado más zorros que nadie de por aquí».
«Naturalmente», dijo Louis, «No necesito luz para cazar zorros. Todavía no se me ha quejado ninguno. Cállate ahora. Ahí viene Shhh.». Y nos sentábamos sobre las hojas secas que susurraban al compás de la respiración de nuestra espera y de la lenta respiración de la tierra y del ausente viento de Octubre, la fragilidad del aire mancillada por el olor rancio del farol, escuchando a los perros y el eco de la voz de Louis desvaneciéndose en la distancia. Nunca gritaba, pero alguna noche apacible le hemos oído desde el porche. Cuando llamaba a los perros sonaba como el cuerno que llevaba colgando a la espalda y que jamás utilizaba, pero más nítidamente, más suave, como si su voz constituyese parte de la oscuridad y el silencio, de los que se deslizase para luego volver a adentrarse en ellos. Ehhhhh Ehhhhh Ehhhhh. Con alguien tengo que casarme
Ha habido muchos Caddy
No lo sé demasiados cuidarás de Benjy y de Padre
Entonces no sabes de quién es lo sabe él
No me toques cuidarás de Benjy y de Padre
Antes de llegar al puente comencé a sentir el agua. El puente era de piedra gris, con líquenes, moteado de mansa humedad salpicada de hongos. Bajo su sombra el agua clara y estática susurraba cloqueante centrifugando el cielo en pálidos remolinos en torno a la piedra. Caddy ese
Con alguien tengo que casarme Versh me habló de un hombre que se automutiló. Se adentró en los bosques y lo hizo con una navaja, sentado en el interior de una zanja. Una navaja rota lanzándolos por encima del hombro idéntico movimiento consumado la madeja sangrienta lanzada verticalmente hacia atrás. Pero no es eso. No es el no tenerlos. Es no haberlos tenido nunca yo podría decir Ah Eso Eso Es Chino Yo No Sé Chino. Y mi Padre dijo es porque eres virgen: ¿es que no te das cuenta? Las mujeres nunca son vírgenes. La pureza es un estado negativo y por tanto contrario a la naturaleza. Es la naturaleza quien te hace daño no Caddy y yo dije Sólo son palabras y él dijo Como la virginidad y yo dije no se sabe. No puede saberse y él dijo Sí. Desde el instante en que advertimos que la tragedia es de segunda mano.
Allá donde descendía la sombra del puente se veía bastante bien aunque no hasta el fondo. Cuando se deja en agua una hoja durante mucho tiempo desaparece el tejido y las delicadas fibras oscilan lentamente como un movimiento en sueños. No se rozan, sin importar lo entrelazadas que hubiesen podido encontrarse, sin importar su anterior proximidad al peciolo. Y puede que cuando El diga Levántate también suban flotando los ojos, desde la profundidad apacible y desde el sueño, para contemplar la gloria. Las oculté bajo el extremo del puente y regresé y me apoyé sobre la barandilla.
No podía ver el fondo, pero sí bastante bien el movimiento del agua hasta donde alcanzaba la vista, y entonces vi una sombra suspendida como una gruesa flecha penetrando en la corriente. Las mariposas sobrevolaban la superficie entrando y saliendo de la sombra del puente Si tras eso hubiese un infierno: la llama impoluta nosotros dos más allá de la muerte. Entonces sólo me tendrías a mí entonces sólo yo entonces nosotros dos entre la maledicencia y el horror cercados por la límpida llama. Crecía la flecha inmóvil, después tras un rápido giro la trucha atrapó una mosca en la superficie con esa especie de gigantesca delicadeza del elefante al recoger cacahuetes. El debilitado vórtice se deslizó corriente abajo, oscilando delicadamente y después volví a ver la flecha, la punta en dirección de la corriente, balanceándose delicadamente con el movimiento del agua sobre la que revoloteaban las mariposillas. Entonces solamente tú y yo entre la maledicencia y el horror cercados por la límpida llama.
La trucha pendía, delicada e inmóvil, de las oscilantes sombras. Se acercaron al puente tres muchachos con cañas de pescar y nos reclinamos sobre la barandilla y observamos la trucha. Ellos conocían al pez. Era un personaje local.
«Llevan veinticinco años intentando pescar ese pez. En Boston hay una tienda que ofrece una caña de pescar de veinticinco dólares a quien pueda pescarla».
«¿Y entonces por qué no la pescáis vosotros? ¿Es que no os gustaría tener una caña de veinticinco dólares?».
«Sí», dijeron. Se apoyaron en la barandilla observando la trucha.
«Claro que sí», dijo uno.
«Yo no cogería la caña», dijo el segundo. «Preferiría el dinero».
«Pero a lo mejor no aceptaban», dijo el primero. «Seguro que te obligaban a coger la caña». «Entonces la vendería».
«Y no te darían por ella veinticinco dólares».
«Entonces aceptaría lo que me diesen. Con esta caña podría pescar tantos peces como con una de veinticinco dólares». Después todos hablaron de lo que harían con veinticinco dólares. Todos hablaban a la vez, insistentes y contradictorias sus voces, convirtiendo lo irreal en posible, luego en probable, después en hecho incontrovertible, como hace la gente al transformar sus deseos en palabras.
«Me compraría un caballo y una carreta», dijo el segundo.
«Sí, claro», dijeron los otros.
«Naturalmente. Conozco un sitio donde puedo comprármelos por veinticinco dólares. Conozco al dueño».
«¿Quién es?».
«No te importa. Me los puedo comprar por veinticinco dólares».
«Ya», dijeron los otros. «No lo conoce. Lo dice por hablar».
«¿Ah, sí?», dijo el muchacho. Continuaron burlándose de él, pero no volvió a decir nada. Reclinado sobre la barandilla, observaba la trucha que él ya se había gastado, y repentinamente de sus voces desapareció el sarcasmo, el conflicto, como si para ellos también él hubiese capturado al pez y comprado el caballo y la carreta, participando también ellos del rasgo de madurez de quedar convencidos de cualquier cosa gracias a la asunción de una silenciosa superioridad. Supongo que, las personas, utilizándose unas a otras y a sí mismas mediante las palabras, son al menos consistentes atribuyendo sabiduría a una lengua inmóvil, y durante un instante pude percibir a los otros dos intentando hallar algún medio que les permitiese enfrentarse a él, apoderarse de su carreta y de su caballo.
«No te darían veinticinco dólares por la caña», dijo el primero. «Me juego lo que quieras a que no».
«Todavía no ha pescado la trucha», dijo el tercero repentinamente, luego ambos gritaron:
«Claro, ¿qué había dicho yo? ¿Cómo se llama el dueño? A que no lo sabes. No existe».
«Oh, callaron», dijo el segundo. «Mira, Aquí vuelve». Se apoyaron en la barandilla, inmóviles, idénticos, sus cañas proyectándose oblicuamente bajo la luz del sol, igualmente idénticas. La trucha se elevó sin prisa, una sombra levemente oscilante; de nuevo el pequeño vórtice se disolvió corriente abajo. «Eh», murmuró el primero.
«Ya ni intentamos pescarla», dijo. «Sólo nos dedicamos a mirar a la gente de Boston que viene a intentarlo».
«¿Es el único pez de esta balsa?».
«Sí. Ha echado a todos los demás. El mejor sitio para pescar por aquí es el Remanso».
«No, no lo es», dijo el segundo. «El molino de Bigelow es el doble de bueno». Entonces se pusieron a discutir dónde se pescaba mejor y repentinamente se callaron para observar saltar a la trucha de nuevo y al informe remolino de agua que absorbía un trocito de cielo. Pregunté cuánto faltaba para llegar al pueblo más próximo. Me lo dijeron.
«Pero el tranvía más cercano pasa por ahí», dijo el segundo, señalando hacia la parte de la carretera a nuestras espaldas. «¿A dónde se dirige usted?».
«A ningún sitio. Estoy paseando».
«¿Es usted de la universidad?».
«Sí. ¿Hay fábricas en este pueblo?». «¿Fábricas?». Me miraron.
«No», dijo el segundo. «Por aquí no». Miraron mis ropas. «¿Busca trabajo?».
«¿Y el molino de Bigelow?», dijo el tercero. «Es una fábrica».
«Y un cuerno. El dice una fábrica de verdad».
«Una que tenga una sirena», dije. «Todavía no he oído que ninguna diese la una en punto».
«Ah», dijo el segundo. «Hay un reloj en la torre de la Iglesia Unitaria. Por él sabrá la hora. ¿No lleva un reloj en esa cadena?».
«Se me rompió esta mañana». Les mostré mi reloj. Lo examinaron gravemente.
«Todavía funciona», dijo el segundo. «¿Cuánto cuesta un reloj como ése?».
«Fue un regalo», dije. «Me lo regaló mi padre cuando terminé el bachillerato».
«¿Es usted canadiense?», dijo el tercero. Era pelirrojo.
«¿Canadiense?».
«No habla como ellos», dijo el segundo. «Yo los he oído hablar. El habla como los cómicos que hacen de negros».
«Oye», dijo el tercero, «que te puede dar un tortazo».
«¿A mí?».
«¿No has dicho que habla como los negros?». «Venga, anda», dijo el segundo. «Desde aquella colina verá usted la torre».
Les di las gracias. «Espero que tengáis buena suerte. Pero no pesquéis a ésa. Se merece que la dejen tranquila».
«Nadie puede pescarla», dijo el primero. Se apoyaron en la barandilla, mirando hacia el agua, las tres cañas proyectándose oblicuamente bajo los rayos del sol como tres hilos de fuego dorado. Caminé sobre mi sombra, arrastrándola de nuevo hacia la moteada sombra de los árboles. La carretera se curvaba, ascendiendo desde el agua. Coronaba la colina, descendiendo entre curvas, proyectando la vista, la mente hacia adelante bajo un apacible túnel verde, y la cúpula cuadrada sobre los árboles y el ojo redondo del reloj, pero suficientemente lejos. Me senté al borde de la carretera. La hierba me llegaba hasta la rodilla, espesísima. Las sombras de la carretera estaban tan inertes como si las hubiesen dibujado unos inclinados lápices de rayos de sol. Pero sólo se trataba de un tren, y un momento después murió más allá de los árboles, el prolongado sonido, y luego escuché mi reloj y la muerte del tren en la distancia, como si estuviese atravesando otro mes u otro verano en algún otro lugar, pasando velozmente bajo la suspendida gaviota y todo se precipitase. Excepto Gerald. El estaría espléndido, remando en soledad a través del mediodía, escalando apoteósicamente el límpido aire, subiendo hacia una vertiginosa infinitud donde solamente él y la gaviota habitasen, el uno aterradoramente inmóvil, la otra con un vaivén firme y sostenido en sí mismo partícipe de la inercia, disminuyendo el mundo indigno de sus sombras bajo el sol. Caddy ese sinvergüenza ese sinvergüenza Caddy.
Sus voces subieron por la colina y las tres estilizadas cañas como equilibrados hilos de fuego derretido. Me miraron al pasar, sin aflojar la marcha.
«Bueno», dije, «no la veo».
«Es que no hemos intentado pescarla», dijo el primero. «No se puede con ese pez».
«Allí está el reloj», dijo el segundo, señalando. «Cuando se acerque un poco más verá qué hora es».
«Sí», dije, «de acuerdo». Me levanté. «¿Vais todos al pueblo?».
«Vamos al Remanso a por carpas», dijo el primero.
«En el Remanso no se puede pescar», dijo el segundo.
«Supongo que no querrás ir al molino, con tanta gente chapoteando y espantando a los peces».
«No se pesca ni un pez en el Remanso», dijo el segundo.
«No cogeremos nada en ningún sitio si no nos vamos», dijo el tercero.
«No sé por qué seguís hablando del Remanso», dijo el segundo. «Allí no hay nada que pescar».
«No es obligatorio ir», dijo el primero. «No estás atado a mí».
«Vamos a nadar al molino», dijo el tercero.
«Yo voy al Remanso a pescar», dijo el primero. «Vosotros podéis hacer lo que os parezca».
«Oye, ¿cuánto tiempo hace que no sabes de nadie que haya pescado algo en el Remanso?», dijo el segundo al tercero.
«Vamos a nadar al molino», dijo el tercero. La cúpula se hundió lentamente tras los árboles, el redondo rostro del reloj todavía suficientemente lejos. Continuamos bajo la jaspeada sombra. Llegamos a un huerto, rosa y blanco. Estaba lleno de abejas; ya las oíamos.
«Vamos al molino a nadar», dijo el tercero. Un camino se bifurcaba junto al huerto. El tercer muchacho aminoró el paso y se detuvo. El primero continuó, con las vetas de sol resbalando por la caña sobre su hombro y la espalda de su camisa. «Vamos», dijo el tercero. El segundo muchacho también se detuvo. Por qué tienes que casarte con alguien Caddy
Es que quieres que lo diga crees que si lo digo no será
«Vamos al molino», dijo. «Vamos».
El primer muchacho continuó. Sus pies descalzos no producían sonido alguno, al descender más suavemente que las hojas sobre el fino polvo. En el huerto las abejas sonaban como el levantar del viento, un sonido atrapado mágicamente en un prolongado crescendo. El camino continuaba junto al muro, se arqueaba, quebrándose en florescencias, disolviéndose entre árboles. Los rayos del sol descendían inclinados, esparcidos e intensos. A lo largo de la sombra revoloteaban mariposa doradas como flecos de rayos de sol.
«¿Para qué quieres ir al Remanso?», dijo el segundo muchacho.
«En el molino podéis pescar si queréis».
«Que se vaya», dijo el tercero. Se quedaron mirando al primer muchacho. Los rayos de sol resbalaban parcheando sus hombros que se alejaban, brillando sobre sobre la caña como hormigas doradas.
«Kenny», dijo el segundo. Díselo a Padre por favor lo haré soy el progenitor de mi padre yo lo inventé yo lo creé Díselo no será porque él dirá que yo no fui y entonces tú y yo puesto que el filoprogenitor
«Venga, vamos», dijo el muchacho, «Ya están dentro». Miraron hacia el primer muchacho. «Sí», dijeron de repente, «márchate, miedica. Si se baña se mojará la cabeza y le echarán una bronca». Regresaron al sendero y continuaron andando, revoloteando las mariposas doradas a su alrededor bajo la sombra. es porque no hay nada más yo creo que hay algo más pero puede que no y entonces yo ya te darás cuenta de que ni la injusticia merece lo que tú crees ser No me prestaba atención, el perfil de su mandíbula, el rostro un poco vuelto bajo el sombrero roto.
«¿Por qué no vas a nadar con ellos?» dije. ese sinvergüenza Caddy
Estabas intentando pelearte con él verdad
Un embustero y un canalla Caddy lo echaron de su club por hacer trampas con las cartas lo expulsaron lo pillaron copiando en los exámenes trimestrales y lo expulsaron
Bueno y qué yo no voy a jugar con él a las cartas
«¿Prefieres pescar o bañarte?» dije. Disminuyó el sonido de las abejas, todavía sostenido, como si en lugar de hundirse en el silencio, simplemente el silencio creciese entre nosotros, como la pleamar del agua. La carretera volvía a doblar y se convirtió en una calle bordeada de umbrías praderas con casas blancas. Caddy ese sinvergüenza piensa en Benjy y en Padre y hazlo no en mí
En qué otra cosa puedo pensar en qué otra cosa he pensado El muchacho salió de la calle. Saltó una cerca de estacas sin volver la mirada y cruzó la pradera hasta un árbol y dejó la caña y trepó hasta las primeras ramas y se sentó allí de espaldas a la carretera y el sol moteando inmóvil su camisa blanca. En que otra cosa he pensado ni siquiera puedo llorar morí el año pasado te lo dije pero entonces no sabía lo que quería decir no sabía qué estaba diciendo Algunos días a finales de Agosto son en casa como éste, el aire fino y anhelante como éste, habiendo en él algo triste y nostálgico y familiar. El hombre la suma de sus experiencias climáticas, dijo Padre. El hombre la suma de lo que te dé la gana. Un problema de propiedades impuras tediosamente arrastrado hacia una inmutable nada: jaquemate de polvo y deseo. Pero ahora sé que estoy muerta te lo aseguro
Entonces por qué has de escuchar podemos irnos tú y Benjy y yo donde nadie nos conozca donde la calesa iba tirada por un caballo blanco, sus pezuñas levantando el fino polvo, las frágiles ruedas rechinando secamente, colina arriba bajo los jirones de un chal de hojas. Olmo. No: ellum. Ellum.
Con qué con tu dinero para la universidad el dinero por el que vendieron el prado para que pudieses ir a Harvard es que no te das cuenta ahora tienes que acabar si no acabas él no tendrá nada
Vendieron el prado Su camisa blanca estaba inmóvil sobre la rama, en la vacilante sombra. Las ruedas eran muy frágiles. Bajo la comba de la calesa las pezuñas nítidamente veloces como los movimientos de una dama bordando, disminuyendo sin progresar como la figura de unas aspas velozmente retiradas entre bastidores. La calle volvía a doblar. Vi la blanca cúpula, la estúpida aserción redonda del reloj. Vendieron el prado
Dicen que Padre estará muerto dentro de un año si no deja de beber y no lo hará no puede desde que yo desde el verano pasado y entonces enviarán a Beenjy a Jackson no puedo llorar ni siquiera puedo llorar durante un segundo permaneció en la puerta al segundo siguiente él tiraba de su vestido y gritaba su voz martilleando una y otra vez entre las paredes como oreadas y ella encogiéndose contra la pared empequeñeciéndose más y más con la cara blanca los ojos parecían dedos clavados en su rostro hasta que él la arrojó de la habitación su voz martilleando en oleadas como si su propio ímpetu le impidiera callar como si no hubiera lugar para ella en silencio gritando
Al abrir la puerta repicaba una campana, pero solamente una vez, aguda y clara y breve sobre la puerta en la nítida penumbra, como si estuviese graduada y templada para producir aquel único sonido nítido y claro que no erosionase la campana ni requiriese disipar demasiado silencio en restaurarlo cuando la puerta se abriese sobre la cálida fragancia del pan recién cocido; una niñita sucia con ojos de oso de peluche y dos coletitas de charol.
«Hola, amiguita». Su cara era como un tazón de leche con una gota de café en el dulcemente cálido interior vacío. «¿Hay alguien aquí?». Pero ella se limitó a observarme hasta que se abrió una puerta y entró la mujer. Sobre el mostrador las filas de figuras crujientes tras el cristal su pulcro rostro gris, unas gafas de pulcras monturas grises cabalgaban aproximándose como sobre un alambre, como la caja registradora de una tienda. Parecía una bibliotecaria. Algo procedente de polvorientos estantes de ordenadas certidumbres largamente divorciadas de la realidad, ajándose lentamente, como un hálito de aire que nutre la injusticia.
«Dos de éstos, por favor, señora».
De debajo del mostrador sacó un trozo cuadrado de papel de periódico y lo puso sobre el mostrador y sacó los dos bollos. La niñita los observaba con ojos inmóviles y fijos como dos pasas que flotasen inmóviles en un tazón de café con leche Tierra para irlandeses hogar de judíos. Observando el pan, las pulcras manos grises, una gruesa alianza de oro en el índice izquierdo, mantenido allí por un nudillo purpúreo.
«¿Cuece usted el pan, señora?».
«¿Perdón?» dijo. Así. ¿Perdón? Como si estuviese sobre un escenario. ¿Perdón? «Cinco centavos. ¿Algo más?».
«No, señora. Para mí nada. Esta damita quiere una cosa». No era lo suficientemente alta como para alcanzar a ver por encima de las cajas, por lo que se aproximó al extremo del mostrador y miró a la niñita.
«¿La ha traído usted?».
«No, señora. Estaba aquí cuando llegué».
«Descarada», dijo. Salió detrás del mostrador, pero no tocó a la niñita. «¿Qué te has guardado en los bolsillos?».
«No tiene bolsillos», dije. «No estaba haciendo nada. Estaba aquí de pie, esperándola a usted».
«Entonces, ¿por qué no he oído la campana?». Me miró. Lo único que necesitaba era un montón de interruptores, una pizarra a sus espaldas tras su 2 X 2 es 5. «Se lo meten bajo el vestido y no hay quien se dé cuenta. Eh, niña, ¿cómo has entrado aquí?».
La niñita no dijo nada. Miró a la mujer, luego me lanzó una mirada fugaz, y volvió a mirar a la mujer. «Extranjeros», dijo la mujer, «¿Cómo se las habrá apañado para entrar aquí sin que sonase la campana?».
«Entró cuando yo abrí la puerta», dije. «Solamente sonó una vez por los dos. De todas formas no alcanza a coger nada. Además no creo que lo hiciese. ¿Verdad, pequeña?». La niñita me miró, misteriosa, contemplativa. «¿Qué quieres? ¿Pan?».
Extendió el puño. Húmedo y sucio, se desdobló bajo una moneda de cinco centavos, penetrando su piel sucia humedad. La moneda estaba húmeda y caliente. Yo sentí su olor ligeramente metálico.
«¿Tendría usted una barra de cinco centavos, señora, por favor?».
Sacó de debajo del mostrador un trozo cuadrado de periódico y lo colocó sobre el mostrador y envolvió una barra. Coloqué la moneda y otra más sobre el mostrador.
«Y otro bollo de esos, señora, por favor».
Sacó otro bollo de la caja. «Déme el paquete», dijo. Se lo di y lo desenvolvió y metió el tercer bollo y lo envolvió y cogió las monedas y buscó dos centavos en su delantal y me los dio. Se los di a la niñita. Cerró los dedos sobre ellos, húmedos y calientes, como gusanos.
«¿Es que le va a dar ese bollo?», dijo la mujer.
«Sí señora» dije. «Supongo que sus bollos le huelen a ella tan bien como a mí».
Cogí los dos paquetes y di el pan a la niñita, la mujer gris—acerada tras el mostrador nos observaba con fría certeza. «Espere un momento», dijo. Fue a la parte trasera. La puerta volvió a abrirse y a cerrarse. La niñita me observaba, apretando el pan contra su vestido sucio.
«¿Cómo te llamas?» dije. Dejó de mirarme, pero continuaba inmóvil. Ni siquiera parecía respirar. La mujer regresó. Tenía en la mano una cosa de aspecto extraño. Lo llevaba como si fuera un ratoncito muerto.
«Toma», dijo. La niña la miró. «Cógelo», dijo la mujer, zarandeando a la niñita. «Sólo su aspecto es un poco raro. Supongo que no notarás la diferencia cuando te lo comas. Ten. No puedo quedarme aquí todo el día». La niña lo cogió sin dejar de mirarla. La mujer se limpió las manos en el delantal. «Tienen que arreglarme la campana», dijo. Fue hacia la puerta y la abrió bruscamente. La campanilla sonó una vez, ligera, lejana e invisible. Nos dirigimos hacia la puerta donde la mujer nos daba la espalda.
«Gracias por el pastel», dije.
«Extranjeros», dijo, escrutando la oscuridad donde resonaba la campana. «Hágame caso y no se acerque a ellos, joven».
«Sí, señora», dije. «Vamos, pequeña». Salimos. «Gracias, señora».
Cerró la puerta, la volvió a abrir de golpe, haciendo que la campana emitiese su breve nota solitaria. «Extranjeros», dijo, mirando la campana.
Salimos. «Bueno», dije, «¿Qué te parece un helado?». Se estaba comiendo el pastel desmigado. «¿Te gustan los helados?». Me miró inexpresiva, masticando. «Vamos».
Llegamos a la pastelería y pedimos unos helados. Ella no soltaba la barra. «Por qué no la sueltas para poder comer mejor?», dije, ofreciéndome a cogerla. Pero la sujetó firmemente, masticando el helado como si fuera un bombón. El pastel mordisqueado yacía sobre la mesa. Comía el helado sin pausa, después regresó al pastel, mirando las cajas del mostrador. Terminé el mío y salimos.
«¿Por dónde vives?», dije.
Una calesa, era la del caballo blanco. Sólo que el Doctor Peabody está gordo. Ciento cincuenta quilos. Subir la colina agarrándote a su lado. Niños. Caminar es más fácil que subir la colina con él. Visto al médico ya lo has visto Caddy
No hace falta ahora no puedo preguntar después no importa será igual
Porque las mujeres tan delicadas tan misteriosas dijo Padre. Delicado equilibrio de periódica impureza suspendido entre dos lunas. Lunas dijo llenas y amarillas como lunas de verano sus caderas sus muslos Fuera de ellos siempre fuera pero. Amarilla. Las plantas de los pies caminando como. Saber entonces que algún hombre que todos aquellos imperiosos misterios ocultos. Con todo ello en su interior conforman una suavidad externa que espera ser palpada. Líquida putrefacción de objetos ahogados que flotasen como pálido caucho a medio hinchar mezclándose con el olor de las madreselvas.
«Mejor llevas el pan a casa, ¿no?».
Me miró. Masticaba suavemente y sin detenerse; a intervalos regulados bajaba suavemente por su garganta una pequeña distensión. Abrí mi paquete y le di uno de los bollos. «Adiós», dije.
Continué. Después volví la mirada. Estaba detrás de mí. «¿Vives por aquí?». Ella no dijo nada. Caminaba a mi lado, casi bajo mi codo, comiendo. Continuamos. Todo estaba tranquilo, casi no había nadie a la vista mezclándose con el olor de las madreselvas Ella me lo habría dicho no dejar que me sentase en las escaleras oyendo su puerta el crepúsculo cerrarse de golpe oyendo todavía llorar a Benjy La cena ella habría bajado luego mezclándose con las madreselvas Llegamos a la esquina.
«Bueno, yo tengo que bajar por aquí», dije. «Adiós». Ella también se detuvo. Se tragó el resto del pastel, después empezó el bollo, observándome por encima de él. «Adiós», dije. Tomé la calle y continué andando, pero llegué hasta la próxima esquina antes de detenerme.
«¿Por dónde vives», dije. «¿Por aquí?, señalé hacia el extremo de la calle. Ella simplemente me miraba. «¿Vives por allí? Seguro que vives cerca de la estación, donde están los trenes. ¿A que sí?». Simplemente me miraba, serena, callada y masticando. Ambos lados de la calle estaban vacíos, las casas y las praderas entre los árboles silenciosas y bien cuidadas, pero vacía la calle excepto en la parte de arriba. Nos volvimos y regresamos. Dos hombres estaban sentados en unas sillas en la puerta de una tienda.
«¿Conocen a esta niña? Me ha venido siguiendo y no puedo averiguar dónde vive».
Dejaron de mirarme y la miraron a ella.
«Debe ser de una de las familias italianas», dijo uno. Llevaba una especie de guardapolvos herrumbroso. «La he visto antes. ¿Cómo te llamas, niña?».
Ella los miró inexpresiva durante unos momentos, sin dejar de mover las mandíbulas. Tragó sin cesar de masticar.
«Puede que no sepa inglés», dijo el otro.
«La han mandado a por pan», dije. «Algo debe saber hablar».
«¿Cómo se llama tu padre?», dijo el primero. «¿Pete? ¿Joe? ¿Se llama John?».
Ella dio otro mordisco al bollo.
«¿Qué hago con ella?», dije. «Me está siguiendo. Tengo que regresar a Boston».
«¿Es usted de la universidad?».
«Sí señor. Y tengo que volver».
«Puede ir a la parte de arriba de la calle y dejarla con Anse. Está en los establos. El alguacil».
«Supongo que algo así tendré que hacer», dije. «Algo habrá que hacer. Se lo agradezco. Vamos, amiguita».
Subimos por la calle, por la zona umbrosa, donde la sombra de la fachada desconchada se extendía lentamente emborronando la calle. Llegamos al establo. El alguacil no estaba allí. Un hombre que se balanceaba sobre una silla en la amplia puerta baja, donde una oscura brisa fresca que olía a amoníaco fluía de los malolientes establos, me dijo que mirase en la oficina de correos. El tampoco la conocía.
«Extranjeros: No distingo uno de otro. Llévela al otro lado de la vía por donde éstos viven, y a lo mejor alguien la reclama».
Fuimos a correos. De nuevo estaba en la parte baja de la calle. El hombre del guardapolvo estaba abriendo un periódico.
«Anse acaba de marcharse del pueblo», dijo. «Creo que lo mejor sería que bajase hasta la estación y se dirigiese a las casas que hay junto al río. Por allí habrá quien la conozca».
«Bueno, eso haré», dije. «Vamos, amiguita». Se metió el último trozo de bollo en la boca y se lo tragó. «¿Quieres otro?», dije. Me miró, masticando, con sus ojos oscuros, sin pestañear, confiada. Saqué los otros dos bollos y le di uno a ella y yo mordisqueé el otro. Pregunté a un hombre dónde estaba la estación y me lo indicó. «Vamos, amiguita».
Llegamos a la estación y cruzamos las vías, por el río. Lo cruzaba un puente, y una calle de apelotonadas casas de madera corría paralela al río, al que daban las traseras. Una calle descuidada, pero con aire heterogéneo y lleno de vida. En el centro de un descuidado solar cercado por estacas de las que faltaban varias y el resto estaba roto se encontraba un viejo birlocho volcado y una casa desvencijada de una de cuyas ventanas superiores colgaba una prenda de un vivo color rosa.
«¿Se parece esa casa a la tuya?» dije. Me miró por encima del bollo. «¿Esta?», dije discerniendo algo así como una afirmativa aquiescencia aunque no demasiado palpable. «¿Esta?» dije. «Vamos entonces». Crucé la portilla rota. Me volví a mirarla. «¿Es aquí?» dije. «¿Se parece a tu casa?».
Rápidamente afirmó con la cabeza, mirándome, royendo la media luna de pan. Continuamos andando. Un sendero de losas rotas y desperdigadas, ensartadas por ásperas hojas de hierba fresca, conducía a las desvencijadas escaleras. No se percibía en la casa ningún movimiento, y de la ventana colgaba inmóvil la prenda rosa. Había una campana con un pomo de porcelana por tirador que colgaba de un cable de unos tres metros pero dejé de llamar y golpeé la puerta. La niñita tenía una corteza atravesada en la boca y continuaba masticando.
Una mujer abrió la puerta. Me miró, luego habló rápidamente con la niña en italiano subiendo de tono, luego una pausa, interrogativa. Volvió a hablarle, la niñita la miraba por encima de la corteza del pan, que se estaba metiendo en la boca, con la sucia mano.
«Dice que vive aquí», dije. «Me la he encontrado en el centro. ¿Es para usted este pan?».
«Mi no hablar», dijo la mujer. Volvió a dirigirse a la niña. La niñita se limitaba a mirarla.
«¿Tú no vivir aquí?» dije. Señalé hacia la niña, después hacia ella, luego hacia la puerta. La mujer negó con la cabeza. Habló rápidamente. Se acercó al borde del porche y señaló hacia la parte baja de la carretera, mientras hablaba.
Yo también hice vehementes gestos negativos. «¿Usted venir y decir dónde?» dije. La cogí del brazo, señalando hacia la carretera con la otra mano. Ella hablaba velozmente señalando con el brazo. «Usted venir y decir dónde», dije, intentando hacerla bajar las escaleras.
«Si, si»*, dijo, resistiéndose, mostrándome dónde estaba lo que me decía. Volví a hacer gestos con la cabeza.
«Gracias. Gracias. Gracias». Bajé las escaleras y me dirigí hacia la portilla, sin correr, pero muy deprisa. Llegué a la portilla y me detuve y en ella me miraba con sus ojos negros y confiados. La mujer permanecía sobre los escalones observándonos.
«Vamos entonces», dije. «Antes o después daremos con la que es».
Caminaba a mi lado a la altura de mi codo. Seguimos andando. Todas las casas parecían vacías. Ni un alma a la vista. Esa especie de desánimo que tienen las casas deshabitadas. Pero todas no podían encontrarse vacías. Tantas habitaciones diferentes, si de repente se pudiera dar un corte a las paredes. Señora, su hija, hágame el favor. No señora, por amor de Dios, su hija. Caminaba a mi lado a la altura de mi codo, sus tiesas coletitas brillantes, y entonces rebasamos la última casa y la carretera hacía una curva y se perdía de vista tras un muro, en dirección al río. La mujer emergía de la portilla rota sujetándose bajo la barbilla un chal que le cubría la cabeza. La carretera se curvaba, vacía. Me encontré una moneda y se la di a la niña. Veinticinco centavos. «Adiós, amiguita», dije. Luego eché a correr.
Corrí muy deprisa, sin mirar hacia atrás. Antes de entrar en la curva volví la mirada. Permanecía sobre la carretera, una figurilla apretando la barra de pan contra su vestidito sucio, con los ojos tranquilos y negros y sin parpadear. Continué corriendo.
De la carretera salía un camino. Lo tomé y un momento después reduje el paso y caminé deprisa. El camino cruzaba por detrás de las casas —despintadas y con aquellas prendas de sorprendente colorido tendidas a secar, un establo con la parte trasera en ruinas decayendo sosegadamente entre filas de frutales, sin podar y ahogados por la maleza, rosas y blancos y susurrantes de sol y de abejas. Volví la vista atrás. La entrada al camino estaba vacía. Aminoré el paso todavía más, mi sombra a mi lado, arrastrando la cabeza entre la maleza que ocultaba la cerca.
El camino llegaba hasta una portilla cerrada, fenecía entre la hierba, un mero sendero difuminándose entre la hierba fresca. Salté la portilla cayendo en un depósito de maderas y llegué a otro muro y lo seguí, ahora con mi sombra tras de mí. Había enredaderas y hiedras allí donde en casa habría madreselvas. Llegaba y llegaba especialmente al atardecer cuando llovía, mezclándose con las madreselvas como si no fuera suficiente, como si ya no fuera insoportable. Por qué le dejaste besar besar
No le dejé le obligué mirándome poniéndose furiosa ¿Qué te creías? La marca roja de mi mano surgiendo su cara como si bajo la mano se hubiese encendido una luz brillándole los ojos
No te he abofeteado porque te estuviese besando. Los codos de las chicas de quince años dijo Padre tragas como si tuvieses una espina clavada en la garganta que te pasa y Caddy al otro lado de la mesa sin mirarme. Es porque fuese un caradura cualquiera por lo que te he abofeteado lo harás verdad supongo que ahora dirá que chiquilladas. Mi mano roja levantándose de su cara. Qué te parece ella metiendo la cabeza en. Los tallos de hierba azotando la carne escociendo ella metiendo la cabeza. Dilo chiquilladas dilo.
De todas formas yo no he besado a una asquerosa como Natalie El muro se adentró en la sombra, y mi sombra después, había vuelto a engañarla. Había olvidado que el río se curvaba paralelamente a la carretera. Escalé el muro. Y entonces ella me observó saltar, apretando la barra contra el vestido.
Permanecí entre la maleza y nos miramos durante unos segundos.
«¿Por qué no me has dicho que vivías por aquí, amiguita?». La barra se deslizaba lentamente del papel; ya requería otro envoltorio. «Bueno, vamos y enséñame la casa». no a una asquerosa como Natalie.
Llovía lo oíamos sobre el tejado, suspirando en la dulce soledad del establo.
¿Ahí? Tocándola
Ahí no
¿Ahí? no llovía mucho pero no oíamos más que el tejado como si fuese mi sangre sobre su sangre
Me empujó por la escalera de mano y salió corriendo y me dejó fue Caddy
Fue ahí donde te hiciste daño cuando Caddy escapó fue ahí
Oh Caminaba a la altura de mi codo, su cabeza de charol, la barra deshaciéndose contra el periódico.
«Como no llegues enseguida a tu casa vas a quedarte sin barra. ¿Y qué va a decir tu mamá?». Seguro que puedo contigo
No puedes peso demasiado
Se ha ido Caddy se ha ido a casa desde nuestra casa no se ve el establo has probado a ver el establo desde
Fue culpa suya ella me empujó ella se ha escapado
Puedo contigo mira como sí puedo
Oh su sangre o mi sangre Oh Continuamos andando sobre el fino polvo, entre el fino polvo nuestros pasos silenciosos como el caucho allí donde de los árboles pendían lápices de luz de sol. Y de nuevo sentí el agua que corría ligera y pausada bajo la enigmática sombra.
«Vives lejos, eh. Debes ser muy lista para saber ir desde aquí al pueblo tú sola». Es como bailar sentado ¿nunca has bailado sentado? Oíamos la lluvia, una rata en el pesebre, el establo vacío libre de caballos. Cómo se coge para bailar se coge así.
Oh
Yo cogía así te creías que no tenía fuerza eh
Oh Oh Oh Oh
Yo cogía así es decir has oído lo que he dicho he dicho
oh oh oh oh
La carretera, en calma y vacía, continuaba, el sol cada vez más inclinado. Sus coletitas tiesas estaban atadas con tiras de un trapo carmesí. Un extremo del envoltorio aleteaba un poco con su caminar, el coscurro de la barra se había deshecho. Me detuve. «Escucha. ¿Vives por esta carretera? Llevamos casi una milla sin pasar por una casa».
Me miró, sus ojos negros, enigmáticos y confiados. «¿Dónde vives, amiguita? ¿No vives más atrás, en el pueblo?».
En alguna parte del bosque había un pájaro, más allá de los fragmentos de los inclinados rayos de sol.
«Tu papá se va a preocupar por ti. ¿Es que no te das cuenta de que te van a dar unos azotes por no haber vuelto directamente a casa con el pan?».
El pájaro volvió a emitir, invisible, un sonido involuntario y profundo, sin modular, que cesó como segado de una cuchillada, y luego otra vez, y aquella sensación de agua lenta y pausada corriendo sobre lugares ocultos, sentida, no vista no oída.
«Caramba, amiguita». Casi la mitad del periódico iba colgando. «Ya no sirve para nada». Lo quité y lo arrojé al borde de la carretera. «Vamos. Tenemos que volver al pueblo. Iremos por la orilla del río».
Dejamos la carretera. Crecían pálidas florecillas entre el musgo, y la sensación de agua muda y oculta. Yo solía agarrar así, quiero decir así Ella permanecía en la puerta mirándonos con las manos en las caderas
Me has empujado tú tienes la culpa me has hecho daño
Estábamos bailando sentados seguro que Caddy no sabe bailar sentada
Cállate ya
Sólo te estaba quitando la porquería de la espalda del vestido
Quítame las manos de encima tú tuviste la culpa me has empujado te odio
No me importa ella nos miraba pues ódiame ella se marchó Comenzamos a oír gritos y chapoteos; durante un instante vi brillar un cuerpo moreno.
Pues ódiame. La camisa y el pelo se me estaban empapando. A través del tejado oyendo el tejado oyendo el tejado muy fuerte ahora veía a Natalie atravesar el jardín bajo la lluvia. Mójate espero que cojas una pulmonía vete a casa cobarde. Salté con fuerza sobre la pocilga el pestilente barro amarillento me llegó a la cintura y continué saltando hasta que me caí y me revolqué en él. «¿Oyes cómo se bañan, amiguita? No me importaría imitarlos». Si tuviera tiempo. Cuando tenga tiempo. Oía mi reloj. el barro estaba más caliente que la lluvia olía horriblemente. Ella me daba la espalda yo me puse delante de ella. ¿Sabes qué estaba haciendo? Me dio la espalda yo me puse delante de ella la lluvia penetrando en el barro aplastándole el corpiño por debajo del vestido olía horriblemente. La estaba abrazando eso es lo que hacía. Me dio la espalda y yo me puse delante de ella. Te digo que la estaba abrazando.
Me importa un rábano lo que estuvieses haciendo
No no ya verás ya verás como no te importa un rábano. Me apartó bruscamente las manos con la otra mano la salpiqué de barro no sentí el húmedo golpe de su mano me quité el barro de los pantalones y lo tiré sobre su cuerpo duro y empapado que se volvía escuchando cómo sus dedos se lanzaban sobre mi cara pero no lo noté ni siquiera cuando comencé a sentir el dulzor de la lluvia sobre mis labios
Primero nos divisaron desde el agua, hombros y cabezas. Gritaron y uno se puso en cuclillas y surgió entre los demás. Parecían castores, con el agua hasta la barbilla, gritando.
«¡Llévese a esa chica! ¿Por qué ha traído aquí a una chica? ¡Váyase!».
«No pasa nada. Sólo queremos mirar un rato».
Chapoteaban en el agua. Nos observaban. Sus cabezas, en una piña, luego se deshizo y corrieron hacia nosotros, lanzándonos agua. Dimos unos pasos apresurados hacia atrás.
«Cuidado, chicos; no va a haceros nada».
«¡Vete, Harvard!». Era el segundo muchacho, el que en el puente soñaba con la carreta y el caballo. «¡A por ellos, amigos!».
«Salgamos para tirarlos al agua», dijo otro. «Las chicas no me asustan».
«¡Al agua! ¡al agua!». Corrían hacia nosotros, salpicándonos. Dimos unos pasos hacia atrás. «¡Marcharos!», gritaron. «¡Marcharon!».
Nos fuimos. Se agruparon junto a la orilla, una fila de cabezas lustrosas contra un fondo de agua brillante. Seguimos andando. «No es cosa nuestra, ¿verdad?». Entre el musgo el sol caía verticalmente aquí y allá, cada vez más raso. «Pobrecita, si sólo eres una niña». Las florecillas crecían entre el musgo, más pequeñas que ninguna otra que yo hubiese visto. «Sólo eres una niña. Pobrecita». Había un camino que se curvaba paralelamente al agua. Luego el agua volvió a quedar quieta, oscura y en calma e inmóvil. «Una niña. Pobre amiguita». Yacimos jadeantes sobre la hierba empapada la lluvia fríos disparos sobre mi espalda. Te importa ahora eh eh
Dios mío estamos hechos una pena levántate. Allí donde la lluvia caía sobre mi frente me comenzó a escocer mi mano estaba roja desprendiendo gotas rosadas bajo la lluvia. Te duele
Claro que me duele qué te creías
Quería sacarte los ojos Dios mío qué peste echamos más vale que nos lavemos en el arroyo «Ahí está otra vez el pueblo, amiguita. Ahora tienes que irte a tu casa. Fíjate lo tarde que se está haciendo. Ahora te irás a casa, ¿verdad?». Pero ella simplemente me miraba con sus ojos negros, enigmáticos y confiados, apretando contra el pecho la barra de pan medio deshecha. «Se ha mojado. Creo que nos apartamos a tiempo». Saqué mi pañuelo e intenté secar la barra, pero se desprendía la corteza, así que lo dejé. «Tendremos que dejar que se seque sola. Agárralo así». Ella lo sujetó. Parecía como si la hubieran estado royendo los ratones. y el agua subiendo y subiendo agachados el barro pestilente desprendiéndose flotando hacia la superficie moteando la agitada superficie como gotea la grasa en un horno caliente. Te dije que te haría
Me importa un rábano lo que hagas
Entonces oímos que alguien corría y nos detuvimos y miramos hacia atrás y lo vimos acercarse corriendo por el camino, azotándose las piernas contra las sombras casi horizontales. «Tiene prisa. Tendríamos…» entonces vi a otro hombre, un hombre de cierta edad corriendo pesadamente, con un bastón en la mano, y un muchacho desnudo de medio cuerpo, que se iba sujetando los pantalones mientras corría.
«Ese es Julio», dijo la niña, y entonces al abalanzarse sobre mí vi su rostro y sus ojos italianos. Caímos. Sus manos golpearon mi cara y dijo algo e intentó morderme, creo, y entonces me lo quitaron de encima y lo agarraron gritando jadeante y amenazador y lo sujetaron de los brazos e intentó darme patadas hasta que consiguieron mantenerlo apartado. La niña gritaba, sujetando la barra con ambos brazos. El chico medio desnudo saltaba lanzando puñetazos al aire, sin dejar de agarrarse los pantalones y alguien tiró de mí pero aún pude ver otra figura desnuda surgiendo de la plácida curva del camino que giraba en dirección opuesta sin dejar de correr, adentrándose en el bosque con un par de prendas de vestir tras él rígidas como tablas. Julio todavía forcejeaba. El hombre que había tirado de mí dijo, «Ya está bien. Te hemos cogido». Llevaba chaleco pero iba sin chaqueta. Sobre él había una chapa metálica. En su otra mano sujetaba un bastón nudoso y pulido.
«Usted es Anse, ¿verdad» dije. «Le estaba buscando. ¿Qué sucede?».
«Le advierto que todo lo que diga será utilizado en contra suya», dijo. «Queda detenido».
«Lo mato», dijo Julio. Forcejeaba. Lo sujetaban dos hombres. La niña no dejaba de gritar, sujetando el pan. «Usted robado mi hermana», dijo Julio. «Vamos, caballeros».
«¿Qué yo he robado a su hermana?» dije. «Pero si he estado…».
«Cierre el pico», dijo Anse. «Ya se lo contará al juez».
«¿Qué yo he robado a su hermana?» dije. Julio se soltó de los hombres y volvió a saltar sobre mí, pero el alguacil lo cogió y forcejearon hasta que los otros dos volvieron a sujetarlo de los brazos. Anse lo soltó jadeante.
«Maldito extranjero», dijo. «Tengo razones para detenerte a ti también, por asalto y agresión». Se volvió de nuevo hacia mí. «¿Va a venir por las buenas o tengo que esposarlo?».
«Iré por las buenas», dije. «Haré lo que sea con tal de que alguien… haga algo con… Que robé a su hermana», dije. «Que robé a su…».
«Se lo he advertido», dijo Anse, «Y piensa acusarlo de asalto criminal premeditado. Oiga, que esa chica se calle de una vez».
«Ah», dije. Entonces empecé a reírme. Otros dos chicos con el pelo pegado a la cabeza y los ojos de par en par salieron de los arbustos abrochándose sus camisas mojadas por el contacto de los brazos y de los hombros, e intenté reprimir la risa, pero no pude.
«Mira, Anse, creo que está loco».
«Ya me callo», dije, «Enseguida se me pasa. La otra vez dijo que ja ja ja», dije riéndome. «Permítanme sentarme un momento». Me senté, ellos me miraban, la niña con la cara llena de churretes y la barra que parecía estar roída, el agua pausada y tranquila bajo el camino. Un momento después desapareció la risa. Pero mi garganta no cesaba de intentar reír, como cuando tienes arcadas con el estómago ya vacío,
«Vale ya», dijo Anse. «Contrólese».
«Sí», dije, estirando el cuello. Había otra mariposa dorada, como si se hubiese desprendido una manchita de sol. Un momento después ya no tuve que contraer la garganta. Me levanté. «Estoy preparado. ¿Por dónde es?».
Seguimos el sendero, los otros dos observando, Julio y la niña a nuestras espaldas. El camino corría paralelo al río hasta el puente. Lo cruzamos así como las vías, la gente salía a la puerta para vernos y se materializaba algún que otro muchacho como salido del vacío hasta que llegamos a la calle principal donde se formó una especie de procesión. Delante del almacén había un automóvil, grande, pero no los reconocí hasta que la señora Bland dijo,
«¡Pero Quentin! ¡Quentin Compson!». Entonces vi a Gerald y, como sentado sobre su nuca, a Spoade en el asiento trasero. Y a Shreve. A las dos chicas no las conocía.
«Quentin Compson» dijo la señora Bland.
«Buenas tardes», dije, quitándome el sombrero. «Estoy detenido. Siento no haber recibido su nota. ¿Se lo ha dicho Shreve».
«¿Detenido?», dijo Shreve. «Perdón», dijo. Se irguió y se puso en pie y salió. Llevaba un par de pantalones de franela que era mío, que le sentaba como un guante. Yo no recordaba haberlos olvidado. Tampoco recordaba cuántos pliegues tenía la señora Bland en la papada. La chica más guapa estaba sentada con Gerald en el asiento delantero. Me observaban a través de sus velos, con una especie de delicado horror. «¿Quién está arrestado?» dijo Shreve. «¿Qué quiere decir todo esto, señor?».
«Gerald», dijo la señora Bland. «Di a toda esta gente que se vaya. Entre en el coche, Quentin».
Gerald salió. Spoade no se había movido.
«¿Qué ha hecho, jefe», dijo. «¿Ha asaltado un gallinero?».
«Cuidado», dijo Anse. «¿Conoce usted al detenido?».
«Lo conozco», dijo Shreve. «Oiga…».
«Entonces, acompáñeme a ver al juez. Está obstruyendo la acción de la justicia. Vamos». Me cogió del brazo.
«Bueno, buenas tardes», dije. «Me alegro de haberlos visto. Siento no poder acompañarles». «Eh, Gerald», dijo la señora Bland.
«Escuche, oficial», dijo Gerald.
«Le advierto que está obstruyendo a un funcionario de la ley», dijo Anse. «Si tiene algo que decir, puede venir al juzgado y reconocer al prisionero». Seguimos andando.
La procesión ya era bastante larga, con Anse y yo a la cabeza. Los oía contar de qué se trataba, y a Spoade haciendo preguntas, y entonces Julio preguntó violentamente algo en italiano y miré hacia atrás y vi a la niña de pie junto a la acera, mirándome con su aspecto confiado e inescrutable.
«Tú ir a casa», gritó Julio, «que yo voy a matar a tú a palos».
Bajamos por la calle y torcimos hacia un pequeño jardín, retirado de la calle, en el que se erguía un edificio de ladrillo de una planta con cornisas blancas. Nos acercamos a la puerta por el sendero de gravilla, donde Anse hizo que todos se detuvieran excepto nosotros dos y los obligó a permanecer en el exterior. Entramos en una habitación que olía a tabaco rancio. Había una estufa de hierro en el centro de un marco de madera lleno de arena, y un mapa descolorido sobre la pared y el desvaído plano de un municipio. Tras una arañada mesa desordenada a través de sus gafas de montura metálica nos observaba un hombre con un mechón de hirsutos cabellos grises.
«¿Lo has pillado, eh, Anse?», dijo.
«Lo he pillado, señor Juez».
Abrió un enorme libro polvoriento y se lo acercó y hundió una pluma de ave en un tintero lleno de algo que parecía polvo de carbón.
«Oiga, señor», dijo Shreve.
«Nombre del detenido», dijo el Juez. Se lo dije. Lo escribió en el libro lentamente, arañando con la pluma con deliberada lentitud.
«Oiga, señor», dijo Shreve, «Nosotros conocemos a este hombre. Nosotros…».
«Orden en la sala», dijo Anse.
«Calla, amigo», dijo Spoade. «Que lo haga a su manera. Lo va a hacer de todas formas».
«Edad», dijo el Juez. Se la dije. La anotó, deletreándola con los labios mientras escribía. «Ocupación». Se la dije. «Con que estudiante de Harvard, ¿eh?», dijo. Levantó la vista y me miró, inclinando un poco el cuello para mirarme por encima de las gafas. Tenía los ojos claros y fríos, como los de una cabra. «¿Qué se propone, viniendo aquí para secuestrar niños?».
«Se han vuelto locos, señor Juez», dijo Shreve. «Quien diga que este muchacho ha raptado…».
Julio se agitó violentamente. «¿Locos?» dijo. «¿Acaso yo no pillar? ¿Es que yo no ver con propios ojos?»
«Mentira», dijo Shreve. «Usted no ha…». «Orden, orden», dijo Anse levantando la voz. «Cállense ustedes», dijo el Juez. «Si no se callan, échalos, Anse».
Se callaron. El Juez miró a Shreve, después a Spoade, luego a Gerald. «¿Conocen a este joven?», dijo a Spoade.
«Sí, señoría», dijo Spoade. «Es un pueblerino que ha venido a la universidad. No es peligroso. Creo que el alguacil se dará cuenta de que ha cometido un error. Su padre es pastor de la Iglesia Congregacionista».
«Hum», dijo el Juez. «¿Qué estaba haciendo usted exactamente?». Se lo dije, mientras me miraba con sus ojos fríos y pálidos. «¿Qué hay de cierto, Anse?».
«Puede», dijo Anse. «Estos malditos extranjeros».
«Yo ser americano», dijo Julio. «Tener papeles».
«¿Dónde está la chica?».
«La ha mandado a casa», dijo Anse.
«¿Estaba asustada o algo así?».
«Hasta que ese Julio se abalanzó sobre el prisionero, no. Iban charlando por el camino del río, hacia el pueblo. Unos chicos que se estaban bañando nos dijeron por dónde se habían ido».
«Es un error, señor Juez», dijo Spoade. «Los niños y los perros le siguen siempre. No hay forma».
«Hum», dijo el Juez. Durante un momento miró hacia la ventana. Le mirábamos. Yo oía rascarse a Julio. El Juez volvió a mirarnos. «¿Está usted de acuerdo en que la chica no ha sufrido ningún daño?».
«No, no daño», dijo Julio hoscamente.
«¿Ha abandonado usted el trabajo para ir a buscarla?».
«Claro. Yo correr. Correr mucho. Mirar aquí, mirar allí, entonces hombre decir a mí que verlo dar comida a ella. Que irse con ella».
«Hum», dijo el Juez. «Bueno, hijo, supongo que debe compensar a Julio por tener que haber abandonado el trabajo».
«Sí señor», dije. «¿Cuánto?».
«Supongo que un dólar».
Di un dólar a Julio.
«Bueno», dijo Spoade, «Si esto es todo… ¿he de suponer que queda en libertad, señoría?».
El Juez no le miró. «¿Hasta dónde lo has tenido que perseguir, Anse?».
«Por lo menos durante tres quilómetros y medio. Tardamos dos horas en pillarlo».
«Hum», dijo el Juez. Se quedó un momento pensativo. Le observábamos, el mechón tieso, las gafas cabalgando casi en la punta de la nariz. La sombra amarillenta de la ventana creció sobre el suelo, llegó hasta la pared y ascendió. Las motas de polvo bailoteaban oblicuamente. «Seis dólares».
«¿Seis dólares?», dijo Shreve. «¿Por qué?».
«Seis dólares», dijo el Juez. Durante un momento miró a Shreve, después volvió a mirarme a mí. «Oiga», dijo Shreve.
«Cállate», dijo Spoade. «Dáselos, muchacho, y vámonos de aquí. Nos están esperando las señoras. ¿Tienes seis dólares?».
«Sí», dije. Le di seis dólares.
«Caso resuelto», dijo.
«Que te dé un recibo», dijo Shreve. «Un recibo por el dinero».
El Juez miró apaciblemente a Shreve. «Caso resuelto», dijo sin levantar la voz. «Maldita sea…» dijo Shreve. «Vamos», dijo Spoade, cogiéndole del brazo. «Buenas tardes, señor Juez. Muy agradecidos». Al salir por la puerta la voz de Julio volvió a alzarse, violenta, luego cesó. Spoade me estaba mirando, con ojos burlones, un poco fríos. «Bueno, amigo, supongo que a partir de ahora te dedicarás a perseguir a las chicas de Boston».
«Eres un imbécil», dijo Shreve. «¿Qué demonios pretendes, remoloneando por aquí, haciendo el idiota con estos malditos latinos?».
«Vamos», dijo Spoade, «Deben estar impacientándose».
La señora Bland les estaba hablando. Eran la señorita Holmes y la señorita Daingerfield y dejaron de escucharla y me volvieron a mirar con aquella mezcla de curiosidad y horror, los velos levantados sobre sus blancas naricitas y los ojos huidizos y misteriosos bajo los velos.
«Quentin Compson», dijo la señora Bland, «¿Qué diría su madre? Naturalmente un joven se mete en líos, pero ser detenido a pie por un alguacil. ¿Qué creían que había hecho, Gerald?».
«Nada», dijo Gerald.
«Tonterías. ¿De qué se trataba, Spoade?». «Que estaba intentando secuestrar a la niña, pero lo pescaron a tiempo», dijo Spoade.
«Tonterías», dijo la señora Bland, pero su voz pareció desfallecer y me miró fijamente unos segundos, y las chicas parecieron quedarse sin respiración emitiendo un sonido preocupado. «Bobadas», dijo vivamente la señora Bland, «Como si no fueran cosas de estos yanquis ordinarios e ignorantes. Suba, Quentin».
Shreve y yo nos sentamos en los transportines. Gerald dio a la manivela, subió y nos pusimos en marcha.
«Pero ahora, Quentin, díganos qué son todas estas tonterías», dijo la señora Bland. Se lo dije, Shreve se encogía furioso en su asiento y Spoade volvía a sentarse sobre la nuca al lado de la señorita Daingerfield.
«Y lo que tiene gracia es que Quentin nos ha estado engañando todo el tiempo», dijo Spoade. «Siempre hemos creído que era un joven modelo a quien cualquiera podría confiar a su hija, hasta que la policía ha descubierto sus nefandos actos».
«Cállese, Spoade», dijo la señora Bland. Bajamos la calle y cruzamos el puente y pasamos junto a la casa donde la prenda rosa colgaba de la ventana. «Eso le sucede por no haber leído mi nota. ¿Por qué no fue a recogerla? El señor Mackenzie dice que le advirtió que estaba allí».
«Sí, señora. Tenía intención de hacerlo, pero no llegué a regresar a mi habitación».
«Pues nos habría tenido sentados esperándole hasta Dios sabe cuándo de no haber sido por el señor Mackenzie. Cuando nos dijo que usted no había regresado le pedimos que ocupase el asiento vacante que quedaba. De todas formas nos alegra tenerlo con nosotros, señor Mackenzie». Shreve no dijo nada. Tenía los brazos cruzados y miraba hacia adelante más allá de la gorra de Gerald. Era una gorra para conducir hecha en Inglaterra. Así decía la señora Bland. Pasamos aquella casa y otras tres más, y otro jardín donde la niñita se encontraba junto a la portilla. Ya no tenía el pan, y parecía que le hubiesen frotado con carbonilla la cara. Agité la mano pero ella no respondió, solamente giró la cabeza lentamente siguiendo el paso del coche, siguiéndonos con sus ojos inexpresivos. Después continuamos junto al muro, nuestras cabezas corrían sobre el muro, y un momento más tarde dejamos atrás un trozo de periódico arrugado que había junto al camino y yo comencé a reírme otra vez. Lo sentía en la garganta y desvié la vista hacia los árboles por donde descendía oblicuamente la tarde, pensando en la tarde y en el pájaro y en los muchachos nadando. Pero aun así no podía evitarlo y me di cuenta de que si trataba de evitarlo con demasiada intensidad acabaría llorando y pensé en cómo había pensado que yo no podría ser virgen, con tantas paseando en la sombra y susurrando con sus suaves voces femeninas desvaneciéndose en las zonas de oscuridad de donde procedían voces y perfume y ojos que se podían percibir mas no ver, pero si era así de sencillo hacerlo nada significaría, y si no era nada, qué era yo y entonces la señora Bland dijo «¿Quentin? ¿Es que no se siente bien, señor Mackenzie?» y entonces la regordeta mano de Shreve me tocó la rodilla y Spoade comenzó comenzó a hablar y yo dejé de intentar evitarlo.
«Si le molesta esa cesta, señor Mackenzie, hágala a un lado. He traído una cesta con vino porque creo que los caballeros deberían beber vino, aunque mi padre, el abuelo de Gerald» alguna vez Has hecho eso alguna vez Un poco de luz en la grisácea oscuridad sus manos abrazando
«Lo hacen cuando pueden», dijo Spoade. «¿No es cierto, Shreve?» sus rodillas su rostro mirando hacia el cielo el olor de la madreselva sobre su rostro y su cuello
«También cerveza», dijo Shreve. Su mano volvió a rozar mi rodilla. Volví a mover la rodilla. como una ligera capa de pintura color lila que hablaba de él interponiéndolo
«Tú no eres un caballero», dijo Spoade. entre nosotros hasta que la sombra de ella se difuminó no en la oscuridad «No. Soy canadiense», dijo Shreve. hablando de él las palas de los remos haciéndole guiños guiñando la gorra de conducir hecha en Inglaterra y siempre apresuradamente y ellos dos difuminados en el otro para siempre él había estado en el ejército había matado hombres
«Adoro Canadá», dijo la señorita Daingerfield. «Creo que es una maravilla».
«¿Has bebido perfume alguna vez?» dijo Spoade. con una mano la podía levantar hasta su hombro y huir con ella huir Huir
«No», dijo Shreve. huir la bestia con dos espaldas y ella difuminada entre los guiños de los remos huir la bestia de Euboleo corriendo copulando cuántos Caddy
«Ni yo tampoco», dijo Spoade. No lo sé demasiados había algo terrible en mí terrible en mi Padre he cometido Lo has hecho alguna vez nosotros no nosotros no lo hicimos acaso lo hicimos
«y el abuelo de Gerald siempre cortaba su propia menta antes de desayunar, cuando todavía no había desaparecido el rocío. Ni siquiera permitía que el viejo Wilkie la tocase lo recuerdas Gerald sino que siempre era él mismo quien la recogía y preparaba su propio julepe. Era tan puntilloso con su julepe como una vieja solterona como si tuviese en la cabeza una receta con las proporciones de los ingredientes. Solamente dio la receta a una sola persona; era» claro que sí cómo puedes ignorarlo si esperas un momento te contaré como fue fue un delito cometimos un terrible delito no puede ocultarse tú crees que sí pero espera
Pobre Quentin jamás has hecho eso verdad y te contaré como fue se lo contaré a Padre entonces tendrá que ser así así porque tú quieres a Padre entonces habremos de irnos entre la maledicencia y el horror la límpida llama te obligaré a decir que lo hicimos soy más fuerte que tú te obligaré sabes que lo hicimos tú creíste que fueron ellos pero fui yo escúchame te he estado engañando todo el tiempo era yo tú creíste que yo estaba en casa donde esa maldita madreselva intentando no pensar el columpio entre los cedros las oleadas ocultas la respiración bajo llave bebiendo el aliento salvaje el sí Sí Sí Sí «nunca consintió que le hiciesen beber vino, pero él siempre decía que una cesta de vino en qué libro has leído eso en el que el traje de Gerald para remar era parte imprescindible del almuerzo campestre de un caballero» los amabas Caddy los amabas Cuando me tocaban me moría
permaneció allí durante un segundo al siguiente él estaba gritando tirándole del vestido entraron al vestíbulo y subieron las escaleras gritando y él dándole empujones a ella hacia la puerta del cuarto de baño y ella apoyó la espalda contra la puerta y ocultándose el rostro con el brazo gritando e intentando meterla a empujones en el cuarto de baño cuando ella entró a cenar T.P. le estaba dando de comer él empezó otra vez sólo gimiendo al principio hasta que ella le tocó entonces él gritó ella permaneció allí con los ojos como ratas acorraladas después yo corría por la oscuridad grisácea olía a lluvia y a todos los perfumes de flores que se desprendían del cálido aire y los grillos cantando entre la hierba contando mis pasos mediante un pequeño remanso de silencio. Fancy me observaba desde el otro lado de la cerca difusa parecía un edredón extendido sobre una cuerda de tender yo pensé maldito negro otra vez se le ha olvidado echarle de comer corrí colina abajo en aquel vacío plagado de grillos viajando como el aliento a través de un espejo ella yacía en el agua con la cabeza apoyada en una lengua de arena el agua fluía sobre sus caderas en el agua había algo más de luz su falda medio empapada flotaba junto a sus costados siguiendo los movimientos del agua haciendo espesas ondas sin destino que se renovaban a sí mismas gracias a su propio movimiento permanecí sobre la orilla olía las madreselvas sobre el remanso del agua parecía llover del aire junto con las madreselvas y el sonido estridente de los grillos una sustancia que de podía sentir sobre la piel
está Benjy todavía llorando
no lo sé sí no lo sé
pobre Benjy
me senté sobre la orilla la hierba estaba un poco húmeda luego me encontré con los zapatos mojados
sal inmediatamente del agua es que estás loca
pero ella no se movió su rostro era una mancha blanca enmarcada por sus cabellos sobre la mancha de arena
sal ahora mismo
se sentó luego se levantó pegada a su cuerpo la falda chorreando agua subió a la orilla la ropa pegada se sentó.
por qué no la escurres es que quieres coger un resfriado
sí
el agua gorgoteaba murmurando sobre la lengua de arena continuando en la oscuridad entre los sauces el agua se ondulaba como un trozo de tela inmóvil tan ligera como el agua
él ha cruzado todos los mares del mundo
entonces se puso a hablar de él abrazada a sus rodillas húmedas el rostro inclinado hacia atrás en la oscuridad grisácea el olor a madreselvas había luz en la habitación de madre y en la de Benjy donde T.P. lo estaba acostando
le amas
ella extendió la mano yo no me moví descendió por mi brazo y me cogió la mano que colocó sobre su pecho su corazón desbocado
no no
te obligó entonces te obligó a hacerlo le dejaste él era más fuerte que tú y él mañana lo mataré juro que lo haré padre no tendrá por qué saberlo hasta después y entonces tú y yo nadie tiene por qué tendrá por qué saberlo nunca podemos coger mi dinero para la universidad podemos anular mi martícula Caddy tú le odias verdad verdad
me cogió la mano y la puso sobre su corazón desbocado me volví y la cogí del brazo
Caddy tú le odias verdad
ella subió mi mano hasta su garganta allí martilleaba su corazón
pobre Quentin
su rostro miraba hacia el cielo estaba bajo tan bajo tan bajo que todos los olores y sonidos de la noche parecían haber sido hacinados bajo una tienda elástica especialmente las madreselvas se había mezclado con mi aliento se encontraban sobre su rostro y su garganta como pintura su sangre palpitaba contra mi mano yo estaba apoyado sobre el otro brazo comenzó a agitarse y a dar sacudidas y hube de jadear para poder encontrar algo de aire entre aquellas espesas y grises madreselvas
sí le odio moriría por él ya he muerto por él me muero por él una y otra vez cada vez que esto pasa
cuando aparté la mano todavía sentía las ramitas y la hierba entrecruzados que me quemaban la palma
pobre Quentin
ella volvió a reclinarse sobre los brazos las manos abrazando las rodillas tú nunca has hecho una cosa así verdad
qué hecho qué
eso lo que yo he hecho lo que yo hice
sí sí muchísimas veces con muchísimas chicas
entonces me puse a llorar su mano volvió a tocarme y yo lloraba sobre su blusa húmeda después ella tendida de espaldas mirando más allá de mi cabeza hacia el cielo yo veía una línea blanca bajo sus iris abrí mi navaja
te acuerdas del día en que murió la abuela cuando te sentaste en el agua y tus pantalones sí
aproximé a su garganta la punta de la navaja
no llevará más de un segundo un segundo y entonces lo hago en la mía puedo hacerlo en la mía después
de acuerdo puedes hacerlo con la tuya
si la hoja es lo suficientemente larga Benjy está ya en la cama
pon la mano ahí
pero ella no se movió tenía los ojos abiertos de par en par y miraba hacia el cielo más allá de mi cabeza
Caddy te acuerdas de cómo se enfadó Dilsey contigo porque te habías manchado los pantalones de barro
no llores
no estoy llorando Caddy
aprieta es que no vas a
pon la mano
no llores pobre Quentin
pero yo no podía evitarlo ella apoyó mi cabeza sobre su pecho duro y húmedo yo oía su corazón latiendo firme y lentamente sin martillear y el agua que gorgoteaba entre los sauces en la oscuridad y oleadas de madreselvas que invadían el aire mi cuerpo descansaba sobre mi brazo y mi hombro
qué pasa qué haces
sus músculos se tensaron yo me senté es la navaja se me ha caído
ella se sentó
qué hora es
no lo sé
se puso en pie yo empecé a buscar a tientas me voy déjalo
la sentía allí de pie olía sus ropas húmedas la sentía allí
tiene que estar por aquí
déjalo ya la encontrarás mañana vámonos espera un momento a que la encuentre es que tienes miedo a
aquí está aquí estaba
ah sí vámonos
me levanté y la seguí subimos por la colina los grillos callaban a nuestras espaldas
tiene gracia que te sientes y se te caiga algo y te vuelvas loco buscándolo
gris era gris cubierto de rocío elevándose hacia el cielo gris y más allá los árboles
malditas madreselvas ojalá desapareciesen antes te gustaban
cruzamos la cima y continuamos hacia los árboles ella se me acercó aminoró el paso ligeramente la zanja era una cicatriz negra sobre la hierba gris ella volvió a aproximarse a mí y aflojó el paso llegamos a la zanja
vamos por aquí
por qué
vamos a ver si todavía se ven los huesos de Nancy hace mucho tiempo que ni se me ha ocurrido mirar a ti
estaba llena de hiedras y espinos negros estaban justamente aquí ya veremos si se ven o no
ya está bien Quentin
vamos
la zanja se estrechaba se cerraba ella se volvió hacia los árboles ya está bien Quentin
Caddy
volví a ponerme delante de ella
Caddy
ya está bien
la abracé
tengo más fuerza que tú
ella estaba inmóvil tensa sin ceder pero quieta no voy a resistirme estate quieto será mejor que te estés quieto
Caddy no Caddy
no servirá de nada es que no te das cuenta de que no suéltame
las madreselvas nos envolvían nos envolvían yo oía los grillos que nos observaban en un círculo ella dio un paso hacia atrás me rehuyó fue hacia los árboles
vuélvete a casa no hace falta que vengas la seguí
por qué no te vuelves a casa
malditas madreselvas
llegamos a la cerca ella la cruzó arrastrándose yo la crucé arrastrándome cuando me levanté él salía de lós árboles hacia el gris hacia nosotros venía hacia nosotros alto y horizontal e inmóvil incluso aunque se moviese parecía inmóvil ella fue hacia él
éste es Quentin estoy empapada estoy completamente empapada no tienes por qué si no quieres
sus sombras una sombra ella levantó la cabeza por encima de la de él contra el cielo más arriba las cabezas de los dos
no tienes por qué si no quieres
luego dos cabezas no la oscuridad olía a lluvia a hierba húmeda y a hojas lloviznaba luz grisácea las madreselvas ascendían en húmedas oleadas
yo percibía su rostro difuso apoyado sobre su hombro él la estrechaba con un brazocomo si ella no fuera mayor que una niña él extendió el brazo
encantado de conocerte
nos estrechamos la mano luego permanecimos allí la sombra de ella contra la sombra de él una sola sombra
qué vas a hacer Quentin
pasear un poco creo que voy a ir por el bosque hasta la carretera y regresaré por el pueblo me volví para irme
buenas noches
Quentin
me detuve
qué quieres
en el bosque cantaban los sapos olía a lluvia en el aire sonaban como cajitas de música de juguete que no pudiesen cambiar de melodía y las madreselvas
ven aquí
qué quieres
ven aquíQuentin
regresé ella me tocó el hombro inclinándose hacia adelante su sombra su rostro difusos inclinándose desde la alta sombra de él di un paso atrás
cuidado
vete a casa
no tengo sueño voy a dar un paseo
espérame en el arroyo
voy a dar un paseo enseguida estaré allí espérame espera no me voy al bosque
no miré hacia atrás los sapos no me prestaron atención en los árboles la luz grisácea lloviznaba como musgo pero no llovía un momento después di la vuelta volví al lindero del bosque y nada más llegar comencé a oler otra vez las madreselvas veía las luces del reloj del juzgado y el resplandor del pueblo la plaza sobre el cielo y los oscuros sauces de la orilla del arroyo y la luz en las ventanas de madre y la luz todavía en la habitación de Benjy y me agaché para cruzar la cerca y atravesé corriendo el prado corría en la grisácea oscuridad entre los grillos las madreselvas cada vez más intensas y el olor a agua entonces vi el agua del color de madreselva gris me tumbé sobre la orilla mi rostro próximo a la tierra para evitar el olor de las madreselvas entonces no lo olía y yací allí sintiendo la tierra que atravesaba mis ropas escuchando el agua y un momento más tarde mi respiración era más lenta y yací pensando que si no movía la cara no tendría que forzar la respiración ni olerlas y luego
desde la cerca del jardín que comenzaban ella entró en las sombras y yo oía sus pasos
Caddy
me detuve ante la escalera no oía sus pasos Caddy
entonces oí sus pasos mi mano la tocó ni fría ni caliente sólo inmóvil sus ropas todavía un poco húmedas
es que ahora le amas
sin jadear lentamente como una respiración le
Caddy es que ahora le amas no lo sé
fuera de la luz grisácea las sombras de las cosas parecían cadáveres en agua estancada ojalá estuviese muerto
ah sí vas a entrar ya
estás pensando ahora en él
no lo sé
dime en qué estás pensando dímelo calla calla Quentin
Cállate cállate me oyes cállate es que no vas a callarte
está bien me callaré hacemos demasiado ruido te mataré me oyes
salgamos al columpio aquí te van a oír
no estoy llorando crees que estoy llorando no cállate vamos a despertar a Benjy entra en casa vamos
ya voy no llores soy mala de todas formas no puedes evitarlo
pesa una maldición sobre nosotros no tenemos la culpa acaso la tenemos
calla vamos ahora vete a la cama
no puedes obligarme pesa una maldición sobre nosotros
por fin lo vi iba a la barbería miró hacia fuera yo fui y le esperé
llevo buscándote dos o tres días
querías verme
voy a verte
lió el cigarrillo diestramente con un par de movimientos encendió la cerilla con el pulgar
aquí no podemos hablar qué tal si nos vemos en otro sitio
iré a tu habitación estás en el hotel
no eso no es bueno conoces el puente del barranco del
sí de acuerdo
a la una en punto
sí
muchas gracias
oye
me detuve miré hacia atrás
ella está bien
parecía modelado en bronce su camisa caqui es que ella me necesita por algo ahora estaré allí a la una
ella me oyó decir a T.P. que ensillara a Prince a la una en punto no dejó de observarme no comió mucho ella también vino
qué vas a hacer
nada es que no puedo dar un paseo a caballo si me apetece
vas a hacer algo de qué se trata
no es asunto tuyo puta puta
T.P. tenía a Prince en la puerta lateral
no lo necesito voy a ir andando
bajé por el paseo y al otro lado de la portilla salí a la calle entonces eché a correr antes de llegar al puente lo vi apoyado sobre la barandillael caballo estaba atado en el bosque volvió la cabeza luego se dio la vuelta no levantó la vista hasta que yo llegué al puente y me detuve él tenía en las manos un trozo de corteza que rompía en pedacitos y los tiraba al agua por encima de la barandilla
he venido a decirte que te vayas del pueblo partió un trozo de la corteza y con deliberación lo lanzó al agua vi como se alejaba flotando
he dicho que tienes que irte del pueblo me miró te ha enviado ella
soy yo quien dice que tienes que irte no mi padre ni nadie lo digo yo
escucha dejemos esto un momento quiero saber si ella está bien es que han estado molestándola allí
eso no tiene por qué preocuparte
entonces me oí decir a mí mismo tienes hasta la noche para marcharte del pueblo
partió un trozo de corteza y lo lanzó al agua luego dejó la corteza sobre la barandillay lió un cigarrillo con aquellos dos rápidos movimientos encendió el fósforo sobre la barandilla
qué vas a hacer si no me voy
te mataré no creas que porque te parezca un chiquillo
dos volutas de humo surgieron de su nariz cruzando su cara
cuántos años tienes
comencé a temblar tenía las manos sobre la barandilla pensé que si las ocultaba él iba a saber la razón
te doy hasta esta noche escucha amigo cómo te llamas Benjy es el tonto verdad tú eres
Quentin
lo dijo mi boca yo no lo dije
te doy hasta esta noche
Quentin
Cuidadosamente sacudió la ceniza del cigarrillo contra la barandilla lo hizo lentamente como afilando un lápiz mis manos habían dejado de temblar
oye no es bueno tomárselo así tú no tienes la culpa chico habría sido cualquier otro tipo
tienes hermanas las tienes
no pero todas son unas zorras
le pegué mi mano abierta rechazó el impulso de cerrarla sobre su rostro su mano se movió con la misma rapidez que la mía el cigarrillo cayó de la barandilla oscilé con la otra mano él la cogió antes de que el cigarrillo llegase al agua él había cogido mis dos muñecas con la misma mano su otra mano se dirigió velozmente hacia el sobaco bajo la chaqueta a sus espaldas el sol descendía y un pájaro en alguna parte cantaba tras el sol nos miramos mientras el pájaro cantaba me soltó las manos
escucha
cogió la corteza de la barandilla y la tiró al agua salió a la superficie y la arrastró la corriente se alejó flotando su mano sobre la barandilla sujetaba la pistola relajadamente esperamos
ya puedes disparar
no
flotaba los bosques estaban en calma volví a oír el pájaro y después el agua la pistola subió no apuntó la corteza desapareció después algunos trozos volvieron a subir a flote por separado disparó hacia dos trozos más de corteza no mayores que un dólar de plata
supongo que es suficiente
sacó el tambor y sopló el cañón una leve voluta de humo se disolvió volvió a cargarla con tres balas ajustó el tambor y me la dio por el cañón
para qué no voy a intentar ganarte
por lo que has dicho la vas a necesitar te doy ésta porque ya has visto lo que puede hacer
al cuerno tu pistola
le golpeé todavía estaba intentando golpearle mucho después de que me hubo sujetado por las muñecas pero todavía lo intentaba después fue como si yo lo estuviese mirando a través de un trozo de cristal teñido yo oía mi sangre y luego volví a ver el cielo y las ramas debajo y el sol descendiendo oblicuamente entre ellas y él que me sujetaba para mantenerme en pie
me has pegado
yo no oía
qué
sí cómo te sientes
bien suéltame
me soltóme apoyé contra la barandillate sientes bien
déjame en paz estoy bien
puedes llegar a casa sin problemas
vamos déjame en paz
creo que será mejor que no intentes ir andando coge mi caballo
no márchate
puedes enganchar las riendas en el pomo y soltarlo regresará al establo
déjame en paz vete déjame en paz
me apoyé en la barandilla mirando al agua le oí desatar el caballo y marcharse y un momento después no oía nada más que el agua y luego otra vez al pájaro me alejé del puente y me senté con la espalda apoyada en un árbol y recliné la cabeza contra el árbol y cerré los ojos una mancha de sol descendió sobre mis ojos y me corrí un poco hacia el otro lado del árbol volví a oír el pájaro y el agua y entonces todo
pareció girar y no sentí nada en absoluto casi me sentí bien después de todos aquellos días y de aquellas noches con las madreselvas subiendo desde la oscuridad hasta mi habitación donde yo intentaba dormir incluso cuando un momento después me di cuenta de que él no me había pegado de que había mentido por ella y de que yo me había desmayado como una chica pero incluso eso ya no importaba y me senté allí contra el árbol los fugaces flecos de sol barriendo mi rostro como hojas amarillentas de una ramita escuchando el agua y sin pensar en nada incluso cuando escuché que el caballo se aproximaba rápidamente me senté con los ojos cerrados y oí sus cascos barriendo la arena sibilante y unos pies que corrían y sus duras manos apresuradas
tonto tonto estás herido
abrí los ojos sus manos me recorrían la cara
no sabía dónde hasta que oí la pistola no sabía dónde no creía que él y tú escapándote no creía que él hubiera
me cogió la cara entre las manos golpeándome la cabeza contra el árbol
basta basta
la cogí de las muñecas
quieta quieta
sabía que él no sabía que él no
ella intentó golpear mi cabeza contra el árbol le dije que no volviera a hablarme le dije intentó soltarse
suéltame
estáte quieta tengo más fuerza que tú estáte quieta ya
suéltame tengo que alcanzarle y pedirle suéltame Quentin por favor suéltamesuéltame
de repente se calmó sus muñecas quedaron inertes
sí se lo puedo decir puedo hacerle creer puedo Caddy
no había atado a Prince podía escaparse hacia casa si le parecía bien
me creerá en cuanto se lo diga
le amas Caddy
que si yo qué
entonces ella me miró con los ojos vacuos y parecían los ojos de una estatua vacuos ciegos y serenos
ponme la mano en la garganta
me cogió la mano y la apoyó sobre su garganta
ahora pronuncia su nombre
Dalton Ames
percibí la primera oleada de sangre surgió en fuertes palpitaciones aceleradas
vuelve a decirlo
Dalton Ames
su sangre subió latiendo ininterrumpidamente latiendo y latiendo bajo mi mano
Continuó corriendo durante mucho tiempo, pero yo sentía mi rostro frío, como muerto, y mi ojo, y el corte del dedo volvió a escocerme. Oía a Shreve sacando agua con la bomba, luego regresó con la palangana y una burbuja redonda de luz crepuscular que se balanceaba en su interior, con los bordes amarillos como un globo evanescente, después mi reflejo. Intenté verme la cara en él.
«¿Ya se te ha pasado?» dijo Shreve. «Dame el trapo». Intentó quitármelo de la mano.
«Espera», dije. «Sé hacerlo yo solo. Sí, ya casi se me ha pasado». Volví a mojar el trapo, rompiendo el globo. El trapo manchó el agua.
«Ojalá estuviese limpio».
«Necesitas un trozo de carne cruda para ponértelo en el ojo», dijo Shreve.
«Ya verás como mañana tienes un cardenal. El muy hijo de puta», dijo.
«¿No le hice nada?». Escurrí el pañuelo e intenté limpiarme la sangre del chaleco.
«No te la puedes quitar», dijo Shreve. «Tendrás que mandarlo a la tintorería. Vamos, póntelo en el ojo, ¿de acuerdo?».
«Algo sí se quitará», dije. Pero no era así. «¿Cómo tengo el cuello de la camisa?».
«No lo sé», dijo Shreve. «Póntelo en el ojo. Así».
«Espera», dije. «Ya lo haré yo. ¿Qué le he hecho?».
«Puede que le hayas hecho algo. A lo mejor yo no estaba mirando entonces o quizás yo cerrase los ojos o algo así. Te dio unos puñetazos tremendos. Te corrió a tortazos. ¿Cómo se te ocurrió pelear con él a puñetazos? Eres un idiota. ¿Qué tal te sientes?».
«Bien», dije. «¿Crees que habrá algo para limpiar el chaleco?».
«Venga. Olvídate de tu dichosa ropa. ¿Te duele el ojo?».
«Estoy bien», dije. Todo estaba como de color violeta y en calma, el cielo verdoso se difuminaba en un tono dorado más allá del pináculo de la casa y se elevaba de la chimenea una voluta de humo y no había viento. Volví a escuchar la bomba del pozo. Un hombre estaba llenando un cubo, observándonos por encima del hombro con el que estaba dando a la bomba. Una mujer cruzó la puerta, pero no miró hacia el exterior. En alguna parte mugía una vaca.
«Vamos», dijo Shreve. «Deja tu ropa en paz y ponte el trapo en el ojo. Lo primero que haré mañana por la mañana será mandar tu traje».
«De acuerdo. Siento no haberle manchado un poco de sangre, por lo menos».
«El muy hijo de puta», dijo Shreve. Spoade salió de la casa hablando con la mujer, creo, y atravesó el patio. Me miró con sus ojos fríos y burlones.
«Bueno, amigo», dijo, mirándome, «que me cuelguen si para divertirte no tienes que meterte en un montón de líos. Primero un rapto y después una pelea. ¿Qué haces durante las vacaciones? ¿Quemar casas?».
«Estoy bien», dije. «¿Qué ha dicho la señora Bland?».
«Está organizando un escándalo a Gerald por haberte hecho sangre. Y te lo organizará a ti en cuanto te vea por habérselo permitido. No le parecen mal las peleas, la sangre es lo que le molesta. Creo que te ha rebajado un poco de casta por no haber sabido retener la sangre mejor. ¿Cómo te encuentras?».
«Claro», dijo Shreve. «Si no puedes ser un Bland, lo único que puedes hacer es cometer adulterio con uno de ellos o emborracharte y pelearte con él, según los casos».
«Naturalmente», dijo Spoade. «Pero yo no sabía que Quentin estuviese borracho».
«No lo estaba», dijo Shreve. «¿Es que acaso hay que estar borracho para querer pegar a ese hijo de puta?».
«Bueno, creo que yo tendría que estar muy borracho para intentarlo después de haber visto cómo ha terminado Quentin. ¿Dónde ha aprendido a boxear?».
«Ha estado yendo a Mike todos los días, en el pueblo», dije.
«¿Sí?», dijo Spoade. «¿Lo sabías cuando le pegaste?».
«No lo sé», dije. «Supongo que sí. Sí».
«Vuelve a mojarlo», dijo Shreve. «¿Quieres más agua fresca?».
«Esta sirve», dije. Volví a mojar otra vez el pañuelo y me lo puse en el ojo. «Ojalá tuviese algo para limpiarme el chaleco». Spoade seguía mirándome.
«Oye», dijo, «¿por qué le pegaste? ¿Qué fue lo que dijo?».
«No lo sé. No sé por qué lo hice».
«Lo primero que vi fue que de repente te ponías en pie de un salto y decías ‘¿Tienes hermanas? ¿eh?’ y cuando él dijo No, le pegaste. Me di cuenta de que seguías mirándole, pero no parecías prestar demasiada atención a lo que decían los demás hasta que te pusiste en pie de un salto y le preguntaste si tenía hermanas».
«Oh, estaba presumiendo, como siempre», dijo Shreve. «De sus mujeres. Ya sabes: lo que hace delante de las chicas, para que ellas no sepan con exactitud de qué está hablando. Todas sus malditas insinuaciones y mentiras e historias que no tienen sentido. Estaba hablando de una cita que tuvo en Atlantic City con una criada y de que él no fue y se marchó al hotel y se metió en la cama y que estaba tumbado pensando lo triste que ella estaría esperándole en el muelle, y él sin poder darle lo que ella iba buscando. Hablaba de la belleza del cuerpo y de los tristes fines de la misma y lo difícil que es para las mujeres, que no tienen otra cosa que hacer más que estar tumbadas con las piernas abiertas. Ya sabes, Leda en el bosque, gimiendo y llorando en busca del cisne. El muy hijo de puta. Le habría pegado yo. Sólo que yo habría agarrado la dichosa cesta de vino y le habría dado con ella».
«Vaya», dijo Spoade, «El defensor de las damas. Chico, no sólo provocas admiración, sino horror». Me miró, frío y burlón. «Santo Dios», dijo.
«Siento haberle pegado», dije. «¿Tengo demasiado mal aspecto para volver a solucionarlo?».
«Al cuerno con las excusas», dijo Shreve, «que se vayan a hacer gárgaras. Nos vamos a la ciudad».
«Debería regresar para que supieran que pelea como un caballero», dijo Spoade. «Que sabe perder como un caballero, vamos».
«¿Con este aspecto?», dijo Shreve, «¿Con toda la ropa llena de sangre?».
«Bueno, Bueno», dijo Spoade, «Allá vosotros».
«No puede aparecer en camiseta», dijo Shreve, «todavía no está en el último curso. Vamos, regresemos a la ciudad».
«No tienes por qué venir», dije. «Vuelve a la fiesta».
«Que se vayan al cuerno», dijo Shreve. «Vámonos».
«¿Qué les digo?», dijo Spoade. «¿Les digo que también os habéis peleado Quentin y tú?».
«No les digas nada», dijo Shreve. «Dile que su opción expiraba al atardecer. Vamos Quentin. Voy a preguntar a esa mujer por dónde el próximo interurbano…».
«No», dije. «Yo no regreso a la ciudad». Shreve se detuvo mirándome. Al volverse, sus gafas parecían diminutas lunas amarillas.
«¿Qué vas a hacer?».
«No voy a regresar todavía a la ciudad. Vuélvete a la fiesta. Diles que yo no quería volver porque tenía la ropa sucia».
«Oye», dijo, «¿qué te propones?».
«Nada. Estoy bien. Volveros Spoade y tú. Os veré mañana». Crucé el patio hacia la carretera. «¿Sabes dónde está la estación?», dijo Shreve. «Ya la encontraré. Os veré mañana. Decid a la señora Bland que siento haberle estropeado la fiesta». Se quedaron mirándome. Rodeé la casa. Un sendero de piedras descendía hasta la carretera. Las rosas crecían a ambos lados del sendero. Crucé la portilla, hacia la carretera. Descendía por la colina, hacia el bosque, y vislumbré el coche junto a la carretera. Subí la colina. La luz iba aumentando mientras ascendía, y antes de llegar a la cima oí un coche. Sonaba desde muy lejos entre la luz del ocaso y me detuve y escuché. Ya no veía el coche, pero Shreve estaba en pie delante de la casa, mirando hacia la parte superior de la colina. Tras él la luz amarillenta cubría el tejado de la casa como una capa de pintura. Levanté la mano y continué colina arriba, mientras escuchaba el coche. Luego desapareció la casa y me detuve bajo la luz verde y amarilla y oí el coche con creciente intensidad, hasta que al comenzar a amortiguarse cesó repentinamente. Esperé hasta volver a oírlo. Luego continué.
Al descender la luz comenzó a menguar, pero sin alterar por ello su cualidad, como si fuera yo y no la luz lo que cambiase, decreciendo, aunque incluso se hubiera podido leer un periódico cuando la carretera se adentraba entre los árboles. Enseguida llegué a un sendero. Lo tomé. Era más estrecho y oscuro que la carretera, pero cuando llegó a la parada del tranvía —otra marquesina de madera— la luz permaneció inmutable. Al terminar, el sendero parecía más brillante, como si yo hubiese caminado por el sendero bajo la noche y ahora fuese de nuevo por la mañana. El tranvía llegó enseguida. Subí, se volvían a mirarme el ojo, y encontré un asiento en la parte izquierda. En el tranvía las luces estaban encendidas, por lo que mientras fuimos entre los árboles yo no veía otra cosa que mi rostro y a una mujer al otro lado del pasillo que llevaba un sombrero en la coronilla, con una pluma quebrada, pero cuando salimos de los árboles volví a ver la luz del crepúsculo, aquella cualidad de la luz como si el tiempo se hubiera detenido realmente durante un instante, el sol colgando bajo el horizonte, y luego pasamos junto a la marquesina donde el anciano había estado comiendo lo que sacaba de la bolsa, y la carretera continuó bajo la luz crepuscular, adentrándose en el ocaso y más allá la sensación de agua oculta e inerte. Después el coche continuó, el viento entrando dulcemente por la puerta abierta junto con el olor del verano y la oscuridad pero sin madreselvas. Creo que el de la madreselva es el más triste de los olores. Recuerdo muchísimos. El de la glicinia. En los días lluviosos cuando Madre no se sentía tan mal como para no quedarse junto a las ventanas solíamos jugar debajo de ella. Cuando Madre se quedaba en la cama Dilsey nos ponía ropas viejas y nos dejaba jugar bajo la lluvia porque decía que la lluvia nunca hacía mal a los jóvenes. Pero si Madre estaba levantada siempre empezábamos jugando en el porche hasta que ella decía que hacíamos demasiado ruido, entonces salíamos a jugar bajo el arco de glicinas.
Aquí fue donde vi el río por última vez esta mañana, aproximadamente aquí. Más allá del crepúsculo sentía el agua, la olía. Cuando la primavera florecía y llovía se olía por todas partes no se notaba tanto otras veces pero cuando llovía el olor comenzaba a entrar en casa con el crepúsculo o porque al atardecer se intensificase la lluvia o por algo que hubiera en la propia luz pero entonces era cuando el olor se tornaba más intenso hasta que ya en la cama yo pensaba cuándo acabará cuándo acabará. La corriente de aire que entraba por la puerta olía a agua, un continuo hálito de humedad. A veces yo conseguía dormirme repitiéndolo una y otra vez hasta que se mezclaba con las madreselvas todo terminó por simbolizar la noche y el desasosiego no me parecía estar despierto ni dormido mirando hacia un largo pasillo de media luz grisácea donde todas las cosas estables se habían convertido en paradójicas sombras todo cuanto yo había hecho sombras todo cuanto yo había sufrido tomando formas visibles grotescas y burlándose con su inherente irrelevancia de la significación que deberían haber afirmado pensando era yo no era yo quién no era no era quién.
Olía las curvas del río tras el crepúsculo y vi la última luz supina y serena sobre los charcos dejados por la marea como trozos de un espejo roto, después, tras ellos comenzaban las luces sobre el aire pálido, temblando un poco como mariposas que revoloteasen en la distancia. Benjamín el hijo de. Cómo solía sentarse ante aquel espejo. Infalible refugio en el que se mitigaban conflictos se reconciliaba el silencio. Benjamín el hijo de mi vejez rehén de Egipto. Oh Benjamin. Dilsey decía que era porque Madre era demasiado orgullosa para él. Entraban en las vidas de los blancos cual incisivos surcos negros que aislasen durante un instante los hechos de los blancos gracias a un axioma incontestable como bajo un microscopio; el resto del tiempo voces sencillas que ríen cuando nada hay que provoque la risa, lágrimas cuando nada provoque lágrimas. Hacen apuestas sobre si los asistentes a un funeral son pares o impares. En Memphis todo un burdel entró en trance místico y todos salieron corriendo a la calle desnudos. Tres policías fueron necesarios para controlar a uno sólo de ellos. Sí Jesús Oh buen Jesús Oh hombre lleno de bondad.
El tranvía se detuvo. Me apeé, sus miradas fijas en mi ojo. Cuando el tranvía llegó iba lleno. Me quedé en la plataforma trasera.
«Hay asientos libres en la parte delantera», dijo el cobrador. Miré hacia dentro. No había asientos en el lado izquierdo.
«No voy lejos», dije. «Me quedaré aquí».
Cruzamos el río. El puente, arqueándose lenta y orgullosamente hacia el espacio, entre el silencio y la nada donde las luces —amarillas y rojas y verdes—temblaban en el aire límpido, repitiéndose.
«Pase hacia adelante y siéntese», dijo el cobrador.
«Me voy a bajar enseguida», dije. «Dentro de un par de manzanas».
Me apeé antes de llegar a la oficina de correos. De todas formas todos estarían sentados en alguna parte, y entonces oí mi reloj y comencé a esperar las campanadas y rocé la carta de Shreve a través de la chaqueta, las dentadas hojas de los olmos fluían sobre mi mano. Y entonces al entrar en el patio comenzaron las campanadas y proseguí mientras las notas ascendían como ondas en un estanque y me alcanzaron y prosiguieron, diciendo solamente Menos cuarto. De acuerdo. Menos cuarto.
Nuestras ventanas estaban oscuras. La entrada estaba vacía. Al entrar caminé pegado a la pared izquierda, pero estaba vacío: solamente las escaleras curvándose hacia las sombras ecos de pisadas de tristes generaciones como un ligero polvo sobre las sombras, mis pies despertándolos como polvo, levemente para volver a asentarse.
Vi la carta antes de dar la luz, apoyada en un libro sobre la mesa para que yo la viera. Llamarle mi marido. Y entonces Spoade dijo que iban a algún sitio, que no volverían hasta tarde, y que la señora Bland necesitaba otro caballero. Pero yo le habría visto y él no puede coger otro coche hasta dentro de una hora puesto que después de las seis en punto. Saqué mi reloj y escuché el tictac, que ignoraba que no podía mentir. Luego lo coloqué boca arriba sobre la mesa y cogí la carta de la señora Bland y la hice pedazos y los tiré a la papelera y me quité chaqueta, chaleco, cuello, corbata y camisa. La corbata también estaba manchada, pero los negros. Quizás un rastro de sangre le permitiese decir que aquella era la que llevaba Cristo. Encontré la gasolina en la habitación de Shreve y extendí el chaleco sobre la mesa, donde no haría arrugas, y abrí la gasolina.
el primer coche del pueblo que una chica Chica eso era lo que Jason no podía soportar el olor a gasolina le ponía enfermo después se puso más furioso que nunca porque una chica Chica no tenía hermanas pero Benjamin Benjamin el hijo de mi dolorosa si yo hubiese tenido madre para poder decir Madre Madre Hizo falta mucha gasolina, y entonces no supe si era la mancha o solamente la gasolina. Había hecho que el corte me volviese a escocer por eso cuando fui a lavarme colgué el chaleco de una silla y tiré del cable de la bombilla hacia abajo para que la bombilla secase la mancha. Me lavé la cara y las manos, pero incluso entonces la olía mezclada con el jabón, irritándome haciendo que se me constriñeran las aletas de la nariz. Luego abrí la bolsa y saqué la camisa y el cuello y la corbata y guardé aquellos manchados de sangre y cerré la bolsa y me vestí. Mientras me cepillaba el pelo sonó la media hora. Pero tenía hasta los tres cuartos de todas formas, excepto en el caso viendo en la apremiante oscuridad su propio rostro ninguna pluma quebrada a no ser que dos pero dos así no yendo a Boston la misma noche entonces mi rostro el rostro de él durante un instante sobre el estallido cuando en la oscuridad dos ventanas iluminadas rígidamente estallando su rostro y el mío desapareciendo precisamente veo vi acaso no vi adiós la marquesina limpia de comida la carretera vacía en la oscuridad el silencio el puente arqueándose hacia el silencio la oscuridad el sueño el agua lenta y reposada adiós no
Apagué la luz y entré en mi habitación, dejando atrás la gasolina aunque todavía la olía. Permanecí junto a la ventana las cortinas se movían suavemente en la oscuridad rozando mi rostro como alguien que respirase en sueños, que respirase lentamente en la oscuridad, dejando el roce tras sí. Después de que ellos hubiesen subido Madre se reclinó en su sillón, con el pañuelo de alcanfor sobre la boca. Padre no se había movido todavía continuaba sentado a su lado tomándola de la mano los gritos martilleando a lo lejos como si no hubiera lugar para el silencio Cuando yo era pequeño había un dibujo en uno de nuestros libros, un lugar oscuro al que descendía un débil rayo de sol bañando dos rostros que destacaban entre sombras. ¿Sabes qué haría yo si fuera Rey? ella nunca era reina ni hada siempre era un rey un gigante o un general entraría ahí por la fuerza los sacaría a rastras y les daría una buena paliza estaba roto, desencuadernado. Me alegraba. Tendría que volver a mirarlo hasta que la mazmorra se convirtiese en Madre ella y Padre mirando hacia arriba hacia una débil luz tomados de las manos y nosotros perdidos en alguna parte todavía más abajo que ellos sin un rayo de luz siquiera. Entonces apareció la madreselva. En cuanto apagaba la luz e intentaba dormirme empezaba a entrar en la habitación en oleadas sucesivas hasta que yo tenía que jadear para poder encontrar aire hasta que acababa levantándome y saliendo a tientas como cuando era pequeño las manos ven al tocar formando en la mente la puerta no vista Puerta ahora nada las manos ven Mi nariz veía la gasolina, el chaleco sobre la cama, la puerta. El pasillo continuaba carente de pisadas de tristes generaciones en busca de agua. pero los ojos ciegos apretados como dientes sin desconfianza dudando incluso de la ausencia de dolor espinilla tobillo rodilla el largo flujo invisible de la barandilla donde un traspiés en la oscuridad preñada de sueño Madre Padre Caddy Jason Maury puerta no tengo miedo sólo Madre Padre Caddy Jason Maury alejándose durmiendo dormiré profundamente cuando puerta Puerta puerta También estaba vacía, las cañerías, la porcelana, las plácidas paredes sucias, el trono de contemplación. Había olvidado el vaso, pero podía las manos ven dedos entumecidos invisible cuello de cisne donde más fino que la vara de Moisés el cristal roce exploratorio para no martilleando cuello estilizado y entumecido martilleando enfriando el metal el vaso lleno rebosante enfriando el cristal los dedos desprendiendo sueño dejando sabor de sueños humedecidos en el largo silencio de la garganta. Regresé por el pasillo, despertando batallones de pisadas dormidas en el silencio, en la gasolina, el reloj contando su rabiosa mentira sobre la mesa oscura. Luego las cortinas respirando en la oscuridad sobre mi rostro, dejando su respiración sobre mi rostro. Todavía un cuarto de hora. Y entonces no seré. Las más pausadas palabras. Más pausadas palabras. Non fui. Sum. Fui. Non sum. En algún lugar una vez escuché campanas. Mississippi o Massachussetts. Fui. No soy. Massachussetts o Mississippi. Shreve tiene una botella en su baúl. Es que ni siquiera la vas a abrir. Los señores de Jason Richmond Compson anuncian el Tres veces. Días. Es que ni siquiera la vas a abrir matrimonio de su hija Candace el alcohol te enseña a confundir el fin con los medios. Soy. Bebo. Vendamos el prado de Benjy para que Quentin pueda ir a Harvard y yo pueda reconstruir mis huesos una y otra vez. Moriré en. Fue un año dijo Caddy. Shreve tiene una botella en su baúl. Señor no necesitaré la de Shreve he vendido el prado de Benjy y puedo morir en Harvard Caddy dijo en las cuevas y grutas del mar meciéndose reposadamente al ritmo de las mareas porque Harvard es un sonido tan perfecto. Un perfecto sonido muerto. Cambiaremos el prado de Benjy por un perfecto sonido muerto. Le durará mucho tiempo porque no lo oye si no lo ve en cuanto ella apareció en la puerta él comenzó a llorar Siempre creí que sólo se trataría de uno de aquellos chulos de pueblo con los que siempre le tomaba el pelo Padre hasta que. No me fijé en él más que en cualquier otro viajante desconocido o lo que fuera creí que eran camisas del ejército hasta que repentinamente me di cuenta de que él no me consideraba una potencial fuente de peligro, sino que estaba pensando en ella cuando me miró me miraba a través de ella como a través de un trozo de cristal teñido por qué te metes conmigo es que no te das cuenta de que no servirá de nada creía que eso se lo habrías dejado a Madre y a Jason
es que Madre ha puesto a Jason a espiarte yo no habría
Las mujeres solamente utilizan el código de honor de otras personas es porque ella quiere a Caddy se quedaba abajo incluso cuando estaba enferma para que Padre no pudiera burlarse de Tío Maury delante de Jason Padre decía que Tío Maury era un clásico demasiado malo hasta para exponer la persona del ciego muchacho inmortal debería haber optado por Jason porque Jason habría cometido la misma equivocación que el propio Tío Maury habría cometido no que le pusieran un ojo morado el niño de los Patterson era más pequeño que Jason vendieron las cometas a cinco centavos cada una hasta el asunto de las finanzas Jason se buscó otro socio todavía más pequeño suficientemente pequeño de todas formas T.P. dijo que Jason todavía era el tesorero pero Padre dijo por qué iba a trabajar Tío Maury si él padre podía mantener a cinco o seis negros que no hacía más que sentarse con los pies dentro del horno por supuesto que podía alimentar y alojar a Tío Maury de vez en cuando y prestar un poco de dinero a quien mantenía su creencia, de Padre, en la derivación celestial de sus propias especies con tan ferviente ardor entonces Madre lloraba y decía que Padre creía que su familia era mejor que la de ella que estaba poniendo a Tío Maury en ridículo a fin de enseñarnos lo que ella no entendía que Padre nos estaba enseñando que todos los hombres son acumulaciones muñecos rellenos de serrín recogido de los basureros a los que habían sido arrojados todos los muñecos precedentes el serrín fluyendo por qué herida en qué parte que por mí no murió. Yo solía imaginarme la muerte como un hombre parecido al Abuelo un amigo suyo una especie de amigo privado y especial igual que solíamos pensar en la mesa del Abuelo no tocarla ni siquiera hablar alto en la habitación donde se encontraba yo siempre pensaba en ellos como si estuviesen juntos en alguna parte esperando siempre que el viejo Coronel Sartoris bajase a sentarse con ellos esperando en algún lugar elevado por encima de los cedros el Coronel Sartoris estaba en un lugar todavía más alto observando algo a lo lejos y ellos esperaban a que terminase y que bajase el Abuelo llevaba su uniforme y oíamos el murmullo de sus voces por encima de los árboles siempre estaban hablando y el Abuelo siempre tenía razón.
Comenzaron los tres cuartos. Sonó la primera nota, afinada y pausada serenamente perentoria, vaciando para la siguiente el reposado silencio y eso sería todo si simplemente se pudieran intercambiar una por otra para siempre confluir así como una llama rizándose por un instante y consumirse luego limpiamente en la fría oscuridad eterna en lugar de permanecer allí intentando no pensar en el columpio hasta que todos los cedros terminaban por tener aquel vívido olor rancio del perfume que tanto odiaba Benjy. Simplemente imaginando los árboles me parecía oír murmullos ocultos oleajes oler el pálpito de sangre caliente bajo la palpable carne salvaje alerta tras los párpados enrojecidos el sátiro desenfrenado parejas copulando apresuradamente dirigiéndose hacia el mar y él debemos permanecer alerta y contemplar por un momento la ejecución del mal mientras no siempre y yo no tiene por qué durar tanto incluso para un hombre de valor y él acaso consideras que eso es valor y yo sí señor usted no y él cada hombre es árbitro de sus propias virtudes tanto si lo consideras un acto de valor como si no tiene más importancia que el acto en sí mismo que cualquier otro acto de otro modo no serías sincero y yo usted no cree que lo digo en serio y él creo que eres demasiado serio para darme motivos de alarma de otro modo no habría hecho falta que te sintieras obligado a decirme que has cometido incesto y yo no mentía y él querías sublimar un ejemplo de natural estupidez humana mediante el horror y exorcisarlo entonces mediante la verdad y yo era para aislarla del escándalo del mundo para que nos hiciera escapar necesariamente y entonces su sonido sería como si nunca hubiera existido y él y acaso intentaste que ella lo hiciera y yo me daba miedo me daba miedo de que ella lo hiciese y entonces no habría servido de nada pero si yo le decía a usted que lo habíamos hecho habría sido así y los otros no habrían existido y entonces el mundo clamaría y él y ahora este otro ahora no estás mintiendo pero todavía estás ciego ante lo que hay en ti ante esa parte de verdad general secuencia de acontecimientos naturales y sus causas que ofusca el entendimiento de todos los hombres incluyendo a Benjy no estás pensando en la finitud estás contemplando una apoteosis en la que un estado anímico pasajero adquirirá simetría sobre la carne y conciencia de sí mismo y de la carne que no rechazará tú ni siquiera habrás muerto y yo pasajera mente y él no puedes soportar la idea de que algún día no te haga tanto daño como ahora ahora empezamos a entendernos pareces considerarlo simplemente una experiencia que hará que te salgan canas en una noche por decirlo así sin alterar tu apariencia no lo harás en esta situación será una apuesta y lo extraño es que el hombre que es concebido por accidente y de quien cada aliento es como lanzar los dados previamente cargados contra uno mismo no se enfrentará con la apuesta final que conoce de antemano ha de hacerla frente sin intentar otros recursos desde la violencia hasta trampas mezquinas que no engañarían ni a un niño hasta que algún día verdaderamente asqueado arriesgue todo a una sola carta nadie hace eso por la rabia de la desesperación o por remordimiento o por aflicción solamente lo hace cuando se ha dado cuenta de que ni la desesperación ni el remordimiento ni la aflicción son especialmente importantes para el tahúr vestido de negro y yo pasajeramente y él es difícil creer que un amor o una pena es un bono comprado impremeditadamente y que madura irresolutamente y se recuerda sin previo aviso para ser sustituido por cualquier otra cosa que se les ocurra enviar a los dioses en ese momento no tú no lo harás hasta que por fin creas que quizás ni ella merecía tu desesperación y yo nunca lo haré nadie sabe lo que yo sé y él creo que será mejor que te vayas a cambridge ahora mismo podrías pasar un mes en maine te lo podrás permitir si tiene cuidado no te vendría mal mirar por el dinero ha cicatrizado más heridas que jesús y yo suponga que me doy cuenta de lo que usted cree de que me doy cuenta allí la semana que viene o el mes que viene y él entonces recordarás que el que tú vayas a harvard ha sido el sueño de tu madre desde que naciste y ningún compson ha defraudado jamás a una dama y yo pasajeramente será mejor para mí para todos nosotros y él cada hombre es árbitro de sus propias virtudes pero no permitas que un hombre ordene el bienestar de otro hombre y yo pasajeramente y él era la más triste de las palabras no hay otra cosa en el mundo no es desesperación hasta que el tiempo no sea ni tiempo hasta que fue
Sonó la última nota. Finalmente cesó de vibrar y la oscuridad volvió a estar en calma. Entré al saloncito y encendí la luz. Me puse el chaleco. La gasolina ya era débil, apenas perceptible, y en el espejo no se veía la mancha. De todos modos, no tanto como el ojo. Me puse el chaleco. La carta de Shreve crujió bajo el paño y la saqué y examiné la dirección, y me la metí en el bolsillo lateral. Luego llevé el reloj a la habitación de Shreve y lo dejé en su cajón y fui a mi habitación y cogí un pañuelo limpio y me dirigí a la puerta y puse la mano sobre el interruptor de la luz. Entonces recordé que no me había lavado los dientes, por lo que tuve que volver a abrir la bolsa. Busqué el cepillo de dientes y cogí un poco de pasta de Shreve y salí y me lavé los dientes. Escurrí el cepillo todo lo que pude para secarlo y lo volví a poner en la bolsa y la cerré, y volví a dirigirme a la puerta. Antes de apagar la luz miré a mi alrededor para ver si había algo más, entonces vi que había olvidado el sombrero. Tendría que pasar por la oficina de correos, seguramente me encontraría con alguien, y pensarían que yo era un estudiante de Harvard que estaba intentando hacerse pasar por uno del último curso. También se me había olvidado cepillarlo, pero Shreve tenía cepillo, así que yo ya no tendría que volver a abrir mi bolsa nunca más.