GOTT Y LAS TORTUGAS
Imaginaos ahora este instante en que los murmullos se arrastran discretamente y las espesas tinieblas llenan el gran navío del Universo.
WILLIAM SHAKESPEARE.
Enrique V, acto IV, prólogo
EN LOS PRIMEROS mitos y leyendas de nuestra especie aparece una misma y comprensible visión del mundo: es antropocéntrica. También existían dioses, pero estos tenían sentimientos y debilidades y resultaban muy humanos. Su comportamiento se nos presentaba caprichoso. Podían resultar propicios a través del sacrificio y la oración. Intervenían normalmente en los asuntos humanos. Diversas facciones de dioses prestaban su apoyo a los distintos bandos contendientes en una guerra. La Odisea expresa la idea generalmente aceptada de que es prudente ser amable con los extranjeros; pueden ser dioses disfrazados. Los dioses desposan seres humanos y sus descendientes son indistinguibles, por lo menos en apariencia, de los mortales. Los dioses viven en montañas o en el cielo, o en algún reino subterráneo o submarino; en cualquier caso, lejos de nosotros. Resultaba difícil acercarse a un dios y, por lo tanto, arduo comprobar las historias que se relataban sobre ellos. Algunas veces, sus acciones estaban controladas por seres todavía más poderosos, como las Parcas controlaban a los dioses del Olimpo. La naturaleza del universo como un todo, su origen y su destino, no se consideraban bien comprendidos. En los mitos védicos, aparece la duda, no sólo de si los dioses crearon el mundo, sino también de si sabían quién o qué lo creó. Hesíodo en su Cosmogonía apunta que el universo fue creado a partir del (o tal vez por el) Caos, aunque posiblemente se trate sólo de una metáfora que oculte la dificultad en hallar una solución al problema.
Algunas antiguas visiones cosmológicas asiáticas se acercan mucho a la idea de una regresión infinita de las causas, como puede servir de ejemplo la siguiente historia apócrifa. Un viajante occidental se encuentra con un filósofo oriental y le pide que le describa la naturaleza del mundo:
—Es una gran bola que reposa sobre la espalda de la tortuga del mundo.
—Muy bien, pero, ¿sobre qué se apoya la tortuga del mundo?
—Sobre la espalda de una tortuga todavía mayor.
—Bueno, pero, ¿sobre qué se apoya esta?
—Una pregunta muy sagaz. Pero no hace al caso, señor; siempre hay una tortuga debajo.
En la actualidad sabemos que vivimos en una diminuta mota de polvo inmersa en un universo inmenso y que nos disminuye. Caso de existir, los dioses no intervienen ya en los asuntos de los hombres. No vivimos en un universo antropocéntrico. Y la naturaleza, el origen y el destino del cosmos parecen ser misterios mucho menos profundos de lo que creían nuestros antepasados remotos.
Pero la situación está cambiando nuevamente. La cosmología (el estudio del universo como un todo) se está convirtiendo en una ciencia experimental. La información obtenida a través de radiotelescopios y telescopios ópticos basados en tierra, telescopios de rayos X y ultravioleta en órbita alrededor de la Tierra, mediciones de reacciones nucleares en el laboratorio y determinaciones de la abundancia de los elementos químicos en los meteoritos, está estrechando el campo de las posibles hipótesis cosmológicas; y no parece excesivo esperar que pronto podamos disponer de respuestas a preguntas que antaño se consideraban del dominio exclusivo de la especulación filosófica y teológica.
Esta revolución observacional tiene su punto de partida en una fuente poco frecuente. En la segunda década del presente siglo hubo —y sigue habiendo— en Flagstaff, Arizona, un medio astronómico llamado Observatorio Lowell, fundado por Percival Lowell, como no podía ser de otra manera. Para Lowell, la búsqueda de vida en otros planetas era una pasión que le consumía; fue también quien popularizó y promovió la idea de que Marte estaba cruzado por canales, que creía construidos por una raza de seres enamorados de la ingeniería hidráulica. Ahora sabemos que los canales no existen en absoluto; fueron el producto de un pensamiento deseoso de que así fuera y de las limitaciones de observación impuestas por la turbulenta atmósfera terrestre.
Entre otras cuestiones, Lowell estaba muy interesado por las nebulosas espirales, exquisitos objetos celestes luminosos en forma de molinete, de los que hoy sabemos que son conjuntos muy alejados de centenares de miles de millones de estrellas individuales. Un ejemplo cercano es la galaxia de la Vía Láctea, de la que forma parte nuestro Sol. Pero por aquella época no había forma de determinar la distancia a esas nebulosas, y Lowell se interesó por una hipótesis alternativa: la de que las nebulosas espirales no eran entidades multiestelares, enormes y distantes, sino objetos más próximos y bastante pequeños, que serían los primeros estadios de la condensación de una estrella individual a partir del gas y el polvo interestelar. A medida que esas nubes de gas se contraían por autogravitación, la conservación del momento angular exigía que aumentaran su velocidad hasta adquirir una rotación rápida, convirtiéndolas en un disco plano. La rotación rápida puede detectarse astronómicamente mediante espectroscopia, dejando que la luz procedente de un objeto alejado pase consecutivamente por un telescopio, una rendija y un prisma de vidrio o cualquier otro instrumento que descomponga la luz blanca dando un arco iris de colores. El espectro de la luz estelar contiene rayas brillantes y oscuras diseminadas por el arco iris, que son las imágenes de la rendija del espectrómetro. Un ejemplo de ello lo constituyen las brillantes rayas amarillas emitidas por el sodio, que aparecen cuando sumergimos un trozo de sodio en la llama. Si la materia está constituida por elementos químicos muy diversos presentará rayas espectrales muy diversas. Cuando la fuente luminosa está en reposo, el desplazamiento de estas rayas espectrales desde sus longitudes de onda habituales nos proporciona información acerca de la velocidad de la fuente al separarse de nosotros o acercarse. Este fenómeno es llamado efecto Doppler, y en la física del sonido se presenta en forma de incremento o disminución de la tonalidad del ruido del motor de un automóvil según éste se acerca o se aleja rápidamente de nosotros.
Se dice que Lowell pidió a uno de sus jóvenes ayudantes, V. M. Slipher, que comprobase si uno de los bordes de la mayor nebulosa espiral presentaba rayas espectrales desplazadas hacia el rojo y el otro hacia el azul, con lo cual podría deducirse la velocidad de rotación de la nebulosa. Slipher investigó los espectros de las nebulosas espirales más próximas y encontró con sorpresa que casi todos ellos presentaban un desplazamiento hacia el rojo, sin presencia de desplazamientos hacia el azul en ninguna de ellas. No encontró rotación sino recesión. Era como si todas las nebulosas espirales se alejasen de nosotros.
Edwin Hubble y Milton Humason realizaron una serie mucho más completa de observaciones en los años 20 desde el Observatorio de Mount Wilson, e idearon un método para determinar la distancia de las nebulosas espirales; quedó patente entonces que no eran nubes de gas en condensación relativamente próximas a la Galaxia de la Vía Láctea, sino grandes galaxias a millones de años luz o más. Con sorpresa descubrieron que, cuanto más lejos estaba la galaxia, más se alejaba de nosotros. Como es muy improbable que nuestra posición en el cosmos tenga algo de especial, esa situación sólo puede entenderse en función de una expansión general del universo: todas las galaxias se alejan entre sí, de forma que un astrónomo situado en cualquier galaxia observará que todas las demás siempre se alejan de él.
Si extrapolamos al pasado esa recesión mutua, encontramos que debió haber habido una época —hace unos 15 ó 20 mil millones de años— en que todas las galaxias tendrían que haber estado «tocándose», es decir, confinadas en un volumen del espacio extremadamente pequeño. La materia en su forma actual no sería capaz de soportar una compresión tan fuerte. Las primeras etapas de ese universo en expansión habrán estado dominadas por la radiación y no por la materia. Ya se ha generalizado la utilización del término Big Bang para designar ese período.
Se han propuesto tres explicaciones para esa expansión del universo: las cosmologías del Estado Estable, del Big Bang y del Universo Oscilante. En la hipótesis del Estado Estable, las galaxias se alejan entre sí y las más alejadas se desplazan a velocidades aparentes muy elevadas, desplazándose su luz por efecto Doppler hacia longitudes de onda cada vez mayores. Habrá una distancia en la que una galaxia se desplazará tan deprisa que alcanzará su horizonte de acontecimientos y desde nuestro punto de vista, desaparecerá. Existe una distancia tan grande que, en un universo en expansión, no existe la posibilidad de obtener información de más allá. A medida que transcurre el tiempo, si no ocurre nada más, irán desapareciendo cada vez más galaxias por el borde. Pero en la cosmología del Estado Estable, la materia que se pierde por el borde queda compensada exactamente por nueva materia que se va creando continuamente en cualquier punto, materia que puede llegar a condensarse en galaxias. Con un grado de desaparición de galaxias por el horizonte de acontecimientos contrarrestado por el de creación de nuevas galaxias, el universo siempre parece prácticamente el mismo desde cualquier lugar y en cualquier época. En la cosmología del Estado Estable, no hay Big Bang. Hace cien mil millones de años, el universo debía parecerse mucho al de ahora y así será dentro de cien mil millones de años más. Pero, ¿de dónde viene la materia nueva? ¿Cómo puede crearse materia de la nada? Los adeptos de la cosmología del Estado Estable responden que del mismo sitio en el que los adeptos del Big Bang encuentran su «Bang». Si podemos concebir que toda la materia se crease discontinuamente de la nada hace 15 ó 20 mil millones de años, ¿por qué somos reticentes a imaginar que se crea constantemente, en cualquier lugar y para siempre, de forma paulatina? Si la hipótesis del Estado Estable es verdadera, nunca las galaxias han estado más juntas. Por tanto, el universo es inimitable e infinitamente viejo.
Pero aún a pesar de lo plácida y, cosa curiosa, lo satisfactoria que es la cosmología del Estado Estable, existen fuertes indicios en su contra. Cuando se apunta un radiotelescopio sensible a cualquier punto del cielo, puede detectarse un ruido cósmico constante. Las características de ese ruido de radio corresponden casi plenamente a lo que cabría esperar si el universo primitivo fuese caliente y estuviese repleto de radiación además de materia. La radiación cósmica del cuerpo negro es prácticamente la misma en cualquier lugar del cielo y se parece mucho al lejano retumbar del Big Bang, enfriado y atenuado por la expansión del universo, pero todavía en circulación por los pasillos del tiempo. La bola de fuego primigenia, el acontecimiento explosivo que dio inicio al universo en expansión, puede ser observado. Los adeptos de la cosmología del Estado Estable se ven reducidos, en la actualidad, a situar un gran número de fuentes especiales de radiación que globalmente puedan reproducir con fidelidad la bola de fuego primigenia enfriada. O incluso a proponer que el universo, más allá del horizonte de acontecimientos, se encuentra en estado estable; pero que, por un accidente singular, vivimos en una especie de pompa en expansión, un grano violento en un universo mucho más amplio, pero mucho más plácido. Esta idea tiene la ventaja o la desventaja, según el punto de vista, de ser imposible de refutar mediante cualquiera de los experimentos que podamos imaginar. Pero de hecho, prácticamente todos los cosmólogos han abandonado la hipótesis del Estado estable.
Si el universo no se encuentra en estado estable, entonces está cambiando. Las cosmologías evolutivas describen esos universos cambiantes: empiezan en un estado y acaban en otro. ¿Cuáles son los posibles destinos del universo en las cosmologías evolutivas? Si el universo continúa expandiéndose a su ritmo actual y las galaxias continúan desapareciendo por el horizonte de acontecimientos, cada vez habrá menos materia en el universo visible. Las distancias entre las galaxias aumentarán y cada vez habrá menos galaxias espirales que puedan ser observadas por los sucesores de Slipher, Hubbell y Humason. Eventualmente, hasta la más próxima llegará a superar el horizonte de acontecimientos y los astrónomos dejarán de poder verla, excepto en fotografías y libros (muy) viejos. Debido a la gravedad que mantiene unidas las estrellas de nuestra galaxia, el universo en expansión no va a disiparla, pero también aquí nos aguarda una suerte extraña y desoladora. Las estrellas irán evolucionando, y dentro de centenares o miles de miles de millones de años la mayoría de las estrellas comunes se habrán convertido en pequeñas enanas negras. El resto, las más grandes, habrán colapsado en estrellas de neutrones o en agujeros negros. No habrá nueva materia para una vigorosa generación de jóvenes estrellas. El Sol, las estrellas, en suma toda la Galaxia de la Vía Láctea se irá apagando lentamente. Las luces nocturnas del cielo dejarán de ser.
Pero en ese universo todavía hay una evolución posible. Todo el mundo ha oído hablar de elementos radiactivos; son ciertos tipos de átomos que se desintegran espontáneamente. El uranio es uno de ellos. Pero no todo el mundo sabe que cualquier átomo, excepto el hierro, es radiactivo, dado un periodo de tiempo lo suficientemente largo. Incluso los átomos más estables se desintegrarán radiactivamente, si esperamos lo suficiente. Pero, ¿cuánto tiempo? El físico norteamericano Freeman Dyson, del Institute for Advanced Study, ha calculado que la vida media del hierro es de unos 10500 años, un uno seguido de quinientos ceros (un número tan grande que un experto en números tardará casi diez minutos en escribirlo). Pues bien, si esperamos un poco más —para el caso, bastaría con 10600 años— no sólo habrán desaparecido las estrellas, sino que toda la materia del universo que no estuviese en estrellas de neutrones o agujeros negros se habrá desintegrado en polvo nuclear. Eventualmente, las galaxias también habrán desaparecido. Los soles se habrán oscurecido, la materia desintegrado y no quedaría ningún resquicio para la supervivencia de la vida o la inteligencia, o la civilización. Una muerte fría, oscura y desoladora del universo.
Pero, ¿necesita expandirse siempre el universo? Si estoy en un pequeño asteroide y lanzo una piedra hacia arriba, ésta podría abandonar el asteroide si en ese mundo no hay la suficiente gravedad como para hacer regresar la roca. Si lanzamos la misma roca a la misma velocidad desde la superficie de la Tierra, obviamente volverá a caer debido a la intensa gravedad existente en nuestro planeta. Pero la misma ley física sirve para todo el conjunto del universo. Si hay menos de una cierta cantidad de materia, cada galaxia experimentará una atracción gravitatoria insuficiente desde las demás galaxias como para frenarla, y la expansión del universo proseguirá indefinidamente. Por otro lado, si existe masa por encima de ese valor crítico, la expansión irá atenuándose eventualmente y nos salvaremos de la desoladora teleología de un universo en continua expansión.
¿Cuál sería en este caso el destino del universo? Un observador eterno podría ver que la expansión se va deteniendo y convirtiendo gradualmente en contracción, mientras las galaxias se van acercando entre sí a un ritmo cada vez mayor, haciendo pedazos galaxias, mundos, vida, civilizaciones y materia, hasta que cualquier estructura del universo sea totalmente destruida y toda la materia del cosmos convertida en energía: en lugar de un universo que culmine en una tenue y fría desolación, tenemos aquí un universo que se acaba en una densa y caliente bola de fuego. Es muy probable que esa bola de fuego rebote de nuevo hacia afuera, produciendo una nueva expansión del universo y una nueva encarnación de la materia, una nueva serie de condensaciones de galaxias y estrellas y planetas, una nueva evolución de la vida y la inteligencia. Pero la información de nuestro universo no penetrará en el siguiente, por lo que desde nuestra perspectiva esta cosmología oscilante proporciona un final tan definitivo y deprimente como la expansión que nunca acaba.
La diferencia entre un Big Bang con expansión indefinida y un Universo Oscilante estriba en la cantidad de materia existente. Si se supera la cantidad crítica, vivimos en un Universo Oscilante. Y si no, vivimos en un universo que se expande indefinidamente. Los tiempos de expansión, medidos en decenas de miles de millones de años, son tan largos que no afectan a ninguna preocupación humana inmediata. Pero son de la mayor importancia para nuestra visión de la naturaleza, del destino del universo y —sólo un poco más remotamente— de nosotros mismos.
Un importante artículo científico publicado el 15 de diciembre de 1974 en Astrophysical Journal aporta datos observacionales que aclaran la cuestión de si el universo continuará expansionándose indefinidamente (un universo «abierto») o si irá desacelerándose progresivamente hasta volver a contraerse (un universo «cerrado»), posiblemente formando parte de una serie infinita de oscilaciones. El trabajo fue realizado por J. Richard Gott III y James E. Gunn, ambos por entonces en el California Institute of Technology y David N. Schramm y Beatrice M. Tinsley, por entonces en la Universidad de Texas. En uno de sus argumentos, revisaron los cálculos de la cantidad de masa en las galaxias y en el espacio interestelar en regiones del espacio «cercanas» y bien observadas, y extrapolaron los datos al resto del universo: encontraron que no habría materia suficiente como para atenuar la expansión.
El hidrógeno normal posee un núcleo con un único protón. El hidrógeno pesado, llamado deuterio, posee un núcleo con un protón y un neutrón. El telescopio astronómico Copernicus, en órbita, ha medido por primera vez la cantidad de deuterio entre las estrellas. El deuterio debe haberse fabricado en el Big Bang en una cantidad que depende de la densidad primitiva del universo. Esta densidad primitiva guarda relación con la densidad actual del universo. La cantidad de deuterio determinada por el Copernicus supone un valor de la densidad inicial del universo que es insuficiente para evitar que siga expandiéndose para siempre.[24] Y lo que se considera el mejor valor de la constante de Hubble —que especifica la mayor velocidad de alejamiento de las galaxias más alejadas respecto de las más próximas— es coherente con todo ello.
Gott y sus colegas hicieron mucho hincapié en la existencia de numerosas lagunas en su argumento. Podría ocurrir que la materia intergaláctica estuviese escondida de forma tal que no pudiésemos detectarla. De hecho, ya empezamos a disponer de indicios sobre la presencia de esa masa escondida. Los Observatorios Astronómicos de Alta Energía (HEAO) son un conjunto de satélites en órbita alrededor de la Tierra que barren el universo buscando las partículas y la radiación que no podemos leer desde aquí, bajo nuestra espeso manto de aire. Los satélites de ese tipo han detectado una intensa emisión de rayos X procedente de cúmulos galácticos y de los espacios intergalácticos en los que, hasta ahora, no existían indicios de materia. Un gas extraordinariamente caliente situado entre las galaxias resultaría invisible por cualquier otro método experimental, y por ende no figuraría en el inventario de materia cósmica elaborado por Gott y sus colegas. Pero aún más: los estudios radioastronómicos llevados a cabo desde el Observatorio de Arecibo en Puerto Rico han demostrado que la materia de las galaxias se extiende mucho más allá de la luz óptica procedente de los bordes aparentes de las galaxias. Cuando miramos la fotografía de una galaxia, vemos un borde más allá del cual no parece haber más materia. El radiotelescopio de Arecibo ha encontrado que la materia pierde el brillo muy lentamente y que existe una cantidad importante de materia oscura en la vecindad y en el exterior de las galaxias, materia que no había sido contabilizada en los registros previos.
La cantidad de materia extra que se necesita para que el universo revierta su expansión es muy importante; viene a equivaler a unas treinta veces la cantidad de materia contabilizada en los inventarios habituales, como el realizado por Gott. Pero puede ocurrir que el gas y el polvo oscuros que se encuentran en las proximidades de las galaxias, y el gas sorprendentemente caliente que emite rayos X entre las galaxias constituyan entre ellos un volumen de materia suficiente como para frenar el universo y evitar que éste se expanda indefinidamente. Todavía no puede decirse nada definitivo. Las observaciones de deuterio parecen apuntar en el otro sentido. Nuestras recopilaciones de masa distan mucho de ser completas, pero a medida que se desarrollen las técnicas de observación, iremos adquiriendo una capacidad creciente para detectar la masa ausente, y entonces el péndulo podría oscilar hacia un universo cerrado.
Me parece aconsejable que no nos formemos un criterio definitivo al respecto de forma demasiado prematura. Posiblemente resulte mejor evitar que nuestras preferencias personales influyan en la decisión. En lugar de ello, y en la mejor tradición de aquella ciencia que ha conseguido grandes éxitos, deberíamos potenciar que fuese la propia Naturaleza la que nos revelase la verdad. Pero el ritmo de los descubrimientos se va acelerando. La naturaleza del universo que va surgiendo de la cosmología experimental moderna es muy distinta de la que conocían los griegos, que especulaban con el universo y los dioses. Al haber evitado el antropocentrismo, al haber tenido en cuenta de forma real y desapasionada todas las posibilidades, podría ocurrir que en las próximas décadas determinásemos rigurosamente, por primera vez, la naturaleza y el destino del universo. Y entonces veremos si Gott sabe o no.[25]