EN DEFENSA DE LOS ROBOTS
¡Te presentas en forma tan sugestiva, que quiero hablarte!
WILLIAM SHAKESPEARE,
Hamlet, acto I, escena 4
LA PALABRA «ROBOT» fue utilizada por primera vez por el escritor checo Karel Capek; proceden de la raíz eslava de «trabajador». Pero significa máquina trabajadora y no ser humano trabajador. Los robots, especialmente los robots en el espacio, han sido a menudo objeto de comentarios despectivos en la prensa. Así, leemos que se necesitaba un ser humano para llevar a cabo los últimos ajustes antes de la toma de tierra del Apollo 11 y que sin él el primer alunizaje tripulado habría acabado en un desastre; que un robot móvil colocado en la superficie marciana nunca podía ser tan capaz como un astronauta a la hora de seleccionar muestras que posteriormente examinarían geólogos terrestres; y que las máquinas nunca hubiesen podido reparar, como lo hicieron los hombres, el parasol del Skylab, tan definitivo para la continuidad de la misión Skylab.
Pero esas comparaciones las han formulado, como es natural, seres humanos. Me pregunto si en esos juicios no se ha deslizado algún elemento de autosuficiencia, una bocanada de chauvinismo humano. Así como los blancos hacen gala, en algunas ocasiones, de un cierto racismo y los hombres, a menudo, de sexismo, me pregunto si aquí no se deja entrever alguna miseria del espíritu humano comparable —enfermedad que todavía no tiene nombre. La palabra «antropocentrismo» no significa exactamente lo mismo. La palabra «humanismo» se refiere a otras actividades más benignas de nuestra especie. Por analogía con sexismo y racismo, he de suponer que el nombre de esta enfermedad es «especismo» —el prejuicio según el cual no existen seres tan perfectos, tan capaces, tan dignos de confianza como los seres humanos.
Se trata de un prejuicio ya que, por lo menos, se juzga con anterioridad, se sacan conclusiones antes de disponer de todos los hechos. Estas comparaciones entre hombres y máquinas en el espacio giran siempre en torno a comparaciones entre hombres listos y máquinas tontas. No nos hemos preguntado qué tipo de máquinas podían construirse con los 30 mil millones de dólares aproximadamente que costaban las misiones Apollo y Skylab.
Cada ser humano es una computadora autodesplazable, soberbiamente construida, sorprendentemente compacta, capaz en su momento de tomar decisiones independientes y de controlar verdaderamente su entorno. Y, como suele decirse, estas computadoras pueden construirse con un trabajo no especializado. Pero existen serias limitaciones para la utilización de seres humanos en ciertos entornos. Sin una gran protección, los seres humanos se encontrarían muy incómodos en el fondo del océano, o sobre la superficie de Venus, o en el interior de Júpiter o incluso en misiones espaciales de muy larga duración. Tal vez los únicos resultados interesantes de la misión Skylab, que no hubiese podido obtenerse a través de las máquinas, es que los seres humanos que se pasan meses en el espacio experimentan una pérdida importante de calcio y fósforo óseos —lo cual parece indicar que los seres humanos pueden estar incapacitados a 0 g para misiones de seis o nueve meses o más. Pero los viajes interplanetarios mínimos tienen tiempos característicos de un año o dos. Como valoramos en tan alto grado a los seres humanos, somos reacios a enviarlos a misiones arriesgadas. Si enviamos seres humanos a entornos exóticos, tendremos que enviar con ellos su comida, su aire, su agua, equipaje para su ocio y reciclaje para sus restos, y compañía. Comparativamente, las máquinas no necesitan complicados sistemas de apoyo, ni entretenimiento, ni compañía, y todavía no sentimos fuertes reparos éticos por mandar máquinas en misiones sólo de ida o en misiones suicidas.
En misiones sencillas, las máquinas han demostrado verdaderamente, y en muchas ocasiones, su capacidad. Vehículos no tripulados han fotografiado por primera vez toda la Tierra y el lado oculto de la Luna; se han posado por primera vez en la Luna, en Marte y en Venus; han hecho el primer reconocimiento orbital completo de otro planeta, en las misiones Mariner 9 y Viking a Marte. Aquí en la Tierra cada vez es más frecuente que la producción de alta tecnología —por ejemplo, en la industria química y farmacéutica— se realice parcial o totalmente bajo control por computadora. En todas esas actividades, las máquinas son capaces, hasta cierto punto, de detectar errores, de corregirlos, de avisar a los controladores humanos situados a gran distancia sobre los problemas detectados.
Es bien conocida la tremenda capacidad de las máquinas computadoras en el terreno de la aritmética —consiguen velocidades miles de millones de veces superiores a las de los seres humanos no ayudados. Pero, ¿cuáles son las cosas verdaderamente difíciles? ¿Son acaso las máquinas capaces de pensar, de alguna manera, un nuevo problema? ¿Son capaces de llevar a cabo discusiones según algún árbol de contingencias que consideramos característico de los seres humanos? (Es decir, hago la Pregunta 1; si la respuesta es A hago la Pregunta 2; pero si la respuesta es B, hago la Pregunta 3; y así sucesivamente). Hace algunas décadas, el matemático inglés A. M. Turing describía lo que para él era necesario para poder creer en la inteligencia de las máquinas. La condición era simplemente la de poder establecer comunicación por teletipo con una máquina y la de ser incapaz de decir que no se trataba de un ser humano. Turing imaginó una conversación de la siguiente guisa entre un hombre y una máquina:
PREGUNTA: En la primera línea de tu soneto dice «¿Debo compararle con un día de verano?». ¿No iría igual, o mejor, poner «un día de primavera»?
RESPUESTA: No rimaría.
PREGUNTA: ¿Y poner «un día de invierno»? Entonces rimaría perfectamente.
RESPUESTA: Sí, pero a nadie le gustaría ser comparado con un día de invierno.
PREGUNTA: ¿Podría decirse que Mr. Pickwick le recuerda la Navidad?
RESPUESTA: En cierto sentido.
PREGUNTA: Sin embargo, Navidad es un día de invierno y no creo que a Mr. Pickwick le importase la comparación.
RESPUESTA: No creo que lo diga en serio. Por un día de invierno se entiende un día de invierno típico y no un día especial como es Navidad.
No se ha construido ninguna máquina de esa sofisticación, aunque no estoy muy seguro de cuántos seres humanos pasarían con éxito el test humano de Turing. Pero la cantidad de dinero y de esfuerzo que se ha volcado sobre la inteligencia artificial ha sido bastante limitado y sólo existe una media docena de centros importantes dedicados a ello en todo el mundo. Uno de los resultados más sorprendentes obtenidos en un universo de discurso muy limitado —el de los bloques de los niños— procede del trabajo de Terry Winograd, entonces en el Massachusetts Institute of Technology. Se trata de un diálogo entre un hombre y una máquina que había sido programada por Winograd:
PREGUNTA: ¿Qué contiene la caja?
RESPUESTA: La pirámide azul y la caja azul.
PREGUNTA: ¿Cuántos bloques hay en la caja?
RESPUESTA: Hay cuatro.
PREGUNTA: ¿Es uno de ellos, por lo menos, más estrecho que el que te dije que cogieses?
RESPUESTA: Sí, el cubo rojo.
PREGUNTA: ¿Hay algún campanario?
RESPUESTA: Lo siento, no conozco la palabra «campanario».
PREGUNTA: Un campanario es una pila con dos cubos verdes y una pirámide, por ejemplo.
RESPUESTA: Comprendo.
PREGUNTA: ¿Hay algún campanario ahora?
RESPUESTA: No.
PREGUNTA: Construye uno.
La máquina lo hace. Pone en movimiento su brazo mecánico, mueve los cubos y construye la estructura que acaba de describírsele.
PREGUNTA: ¿Cuándo cogiste la pirámide?
RESPUESTA: Mientras estaba apilando el cubo rojo, el bloque rojo grande y el cubo verde grande.
PREGUNTA: ¿Por qué?
RESPUESTA: Para desembarazarme de él.
PREGUNTA: ¿Por qué sacaste el cubo?
RESPUESTA: Para ponerlo sobre el cubo verde grande.
A modo de otro ejemplo, citaremos la máquina psiquiatra puesta a punto por Joseph Weizenbaum, también en el MIT. Se trata de un programa mucho más sencillo que el de Winograd, ya que en él sólo interviene la psicoterapia no directiva, para lo cual, en términos generales, se requieren programas mucho más sencillos de computadora. Veamos un sorprendente diálogo entre un ser humano y una computadora psicoterapeuta. (Hay un efecto de selección en este caso, ya que muchos otros diálogos psiquiátricos máquina/hombre no son, ni con mucho, tan sorprendentes. Pero supongo que la mayoría de los diálogos psiquiátricos máquina/hombre tampoco son muy sorprendentes). En esta interacción, para dejar bien claros los papeles respectivos del facultativo y del paciente, conviene decir que éste escribe en minúsculas mientras que el facultativo lo hace con mayúsculas:
los hombres son todos iguales
EN QUÉ SENTIDO
siempre nos están molestando por alguna cosa
PUEDE CITAR ALGÚN EJEMPLO ESPECÍFICO
bien, mi novio me hizo venir aquí
SU NOVIO LA HIZO VENIR AQUÍ
advirtió que estaba deprimida la mayoría del tiempo
ME DISGUSTA OÍR QUE ESTÁ DEPRIMIDA
él tiene razón, no soy feliz
CREE USTED QUE AL VENIR AQUÍ DEJARÁ DE NO SER FELIZ
necesito una ayuda, eso es lo único claro
QUÉ SIGNIFICARÍA PARA USTED RECIBIR UNA AYUDA
tal vez pudiese aprender a llevarme bien con mi madre
DÍGAME MÁS COSAS DE SU FAMILIA
mi madre se preocupa por mí
ALGUIEN MÁS DE SU FAMILIA SE PREOCUPA POR USTED
mi padre
SU PADRE
en algunos aspectos, usted es como mi padre
QUÉ PARECIDO ENCUENTRA
no es muy agresivo, pero no creo que sea eso lo que quiera escuchar
QUÉ LE HACE PENSAR QUE NO SOY MUY AGRESIVO
no discute conmigo
POR QUÉ CREE QUE NO DISCUTO CON USTED
me tiene miedo
LE AGRADA PENSAR QUE TENGO MIEDO DE USTED
es a mi padre a quien le agrada pensar que tengo miedo de él
QUE MÁS LE VIENE A LA CABEZA AL PENSAR EN SU PADRE
magnífico
TIENE ESO ALGO QUE VER CON EL HECHO DE QUE SU NOVIO LE HA HECHO VENIR AQUÍ
Evidentemente, estas respuestas sorprendentes —podría incluso calificarlas de «perceptivas»— por parte de la computadora están programadas de antemano. Pero también lo están las respuestas de los psicoterapeutas humanos. En una época en la que es cada vez mayor el número de personas de nuestra sociedad que necesitan ayuda psiquiátrica y en la que se utilizan las computadoras a tiempo compartido, puede imaginarse toda una red de terminales de computadoras psicoterapéuticas, algo así como hileras de cabinas telefónicas desde las que, por unos cuantos dólares por sesión, se podrá hablar con un psicoterapeuta atento, experimentado y fundamentalmente no directivo. Asegurar el carácter confidencial del diálogo psiquiátrico es uno de los temas principales en los que habrá que trabajar.
Otro exponente de los logros intelectuales de las máquinas está en los juegos. Algunas computadoras extraordinariamente sencillas —las que pueden construir niños espabilados de diez años— pueden incluso programarse para algunos juegos de críos. Con algunas computadoras se puede jugar a las damas al más alto nivel. Es evidente que el ajedrez es un juego mucho más complicado que los mencionados hasta ahora. En este caso, programar una máquina para ganar es más difícil todavía, habiéndose utilizado nuevas estrategias; incluso se han llevado a cabo intentos, con bastante éxito, para que una computadora aprenda de su propia experiencia acumulada en partidas de ajedrez previas. Las computadoras pueden aprender, por ejemplo, empíricamente la regla que hay que seguir al principio de la partida para poder controlar el centro del tablero y no la periferia. Los diez mejores jugadores de ajedrez del mundo todavía no tienen nada que temer de cualquier computadora existente. Pero la situación está cambiando. No hace mucho, una computadora logró clasificarse para el Torneo Abierto de Ajedrez del Estado de Minnesota. Puede que se trate de la primera vez que un no humano ha podido participar en una competición deportiva de alto nivel en el planeta Tierra (y no puedo dejar de pensar en la posibilidad de que en la próxima década conozcamos algún robot golfista o bateador de béisbol, por no mencionar a ningún delfín de las carreras de natación). La computadora no ganó el Torneo Abierto de Ajedrez, pero por primera vez en la historia logró clasificarse para entrar en el campeonato. Las computadoras ajedrecísticas están mejorando muy rápidamente.
He oído hablar despectivamente de las máquinas (a veces incluso con un claro suspiro de alivio), por el hecho de que el ajedrez es un campo en el que los seres humanos todavía son superiores. Me recuerda mucho un conocido chiste en el que un extranjero queda pasmado ante la capacidad de un perro de jugar a las damas. El propietario de éste responde: «Bueno, no hay para tanto. Pierde dos partidas de cada tres». Una máquina capaz de jugar al ajedrez con resultados de tipo medio es una máquina muy capaz; incluso si hay miles de jugadores humanos mejores, hay millones que son peores. El juego del ajedrez requiere estrategia, perspicacia, capacidad de análisis y la habilidad de manejar una gran cantidad de variables, así como de aprender de la experiencia. Son cualidades excelentes en aquellas personas cuyo trabajo consiste en descubrir y explorar, así como en aquéllas en las que éste consiste en mirar al bebé o sacar a pasear al perro.
Con esta serie de ejemplos, más o menos representativos del nivel de desarrollo de la inteligencia de las máquinas, creo que queda claro que un gran esfuerzo, a lo largo de los próximos diez años, ha de traducirse en ejemplos mucho más sofisticados. Ésa es la opinión de la mayoría de los que trabajan con la inteligencia mecánica.
Al considerar la nueva generación de máquinas inteligentes, conviene distinguir entre robots autocontrolados y robots con control remoto. Un robot autocontrolado dispone de su inteligencia en su interior; un robot con control remoto dispone de ella en algún otro lugar y su eficacia depende de su buena comunicación con la computadora central. Evidentemente, también se dan casos intermedios en los que la máquina está parcialmente autoactivada y parcialmente dirigida por control remoto. Parece ser que esta mezcla de control remoto e in situ es la que ofrecerá, en un futuro próximo, una mayor eficacia.
Por ejemplo, se puede pensar en una máquina para la minería de los fondos marinos. Existen enormes cantidades de bolsas de manganeso desparramadas por las profundidades abisales. En un tiempo se creyó que habían sido producidos por la caída de meteoritos sobre la Tierra, pero en la actualidad se cree que se formaron en las gigantescas fuentes de manganeso a que ha dado lugar la actividad tectónica interna de la Tierra. En los fondos oceánicos podrían encontrarse muchos otros minerales escasos y valiosos para la industria. Hoy estamos en condiciones de diseñar aparatos capaces de navegar por encima del fondo o de arrastrase sobre él de forma sistemática; capaces de llevar a cabo exámenes espectroscopios y otros exámenes químicos de los materiales de la superficie; capaces de enviar automáticamente por radio al barco o a tierra los resultados de sus hallazgos; y capaces de determinar la magnitud de depósitos especialmente valiosos —por ejemplo, mediante mecanismos de radio a baja frecuencia. La guía por radio conducirá entonces grandes máquinas extractoras a los lugares adecuados. El estado actual del desarrollo de sumergibles a grandes profundidades y de sensores ambientales para vehículos espaciales es del todo compatible con la construcción de esos tipos de máquinas. Lo mismo podría decirse de la perforación de pozos de petróleo en alta mar, de la minería del carbón y de otros minerales subterráneos, y así sucesivamente. Los beneficios económicos previsibles que reporten dichas máquinas no sólo amortizarán su construcción, sino el conjunto del programa espacial, en varias veces.
Cuando las máquinas deben afrontar situaciones especialmente difíciles, pueden programarse para reconocer aquellas situaciones que superen su capacidad y solicitar a los operadores humanos —a su vez en medios seguros y agradables— lo que tienen que hacer. Los ejemplos que acabamos de dar se refieren a máquinas básicamente autocontroladas. También es posible lo contrario y en este sentido se ha hecho un gran trabajo previo en el campo de la manipulación remota de sustancias altamente radiactivas en los laboratorios del Departamento de Energías de los EE.UU. A ese respecto, podemos imaginar la siguiente situación: un hombre conectado por radio a una máquina móvil. El operador se encuentra en Manila, por ejemplo, y la máquina en la fosa de Mindanao. El operador está conectado a una serie de relés electrónicos que transmiten y amplifican sus movimientos a la máquina y que pueden, al mismo tiempo, hacerle llegar lo que va descubriendo la máquina. Así, cuando el operador mueve su cabeza hacia la izquierda, las cámaras de televisión de la máquina giran hacia la izquierda y alrededor del operador aparece una gran pantalla hemisférica con la escena que descubren los focos y las cámaras de la máquina. Cuando el operador en Manila da unas zancadas hacia adelante, la máquina se mueve en las profundidades abisales unos pasos hacia adelante. Cuando el operador extiende su mano, el brazo mecánico de la máquina hace lo propio; y la precisión de la interacción hombre/máquina es tal que es posible lograr una precisa manipulación de los materiales del fondo oceánico mediante los dedos de la máquina. Con estas máquinas los seres humanos pueden penetrar en medios que siempre les han estado vedados.
En cuanto a la exploración de Marte, ya se han posado suavemente sobre ese planeta vehículos no tripulados y dentro de poco podrán vagar sobre la superficie del Planeta Rojo, de la misma manera que lo hacen ahora sobre la Luna. No estamos preparados todavía para una misión tripulada a Marte. A algunos de nosotros nos preocupan estas misiones, debido al peligro de llevar microbios terrestres a Marte o de traer microbios marcianos, si es que existen, a la Tierra, pero también debido al enorme gasto que suponen. Los Viking que llegaron a Marte en el verano de 1976 depositaron sobre su superficie una serie de sensores y aparatos científicos, que suponen la extensión de los sentidos humanos a un entorno adverso.
El aparato que debe seguir al Viking en la exploración marciana y que debe sacar partido de la tecnología Viking es evidentemente un vehículo móvil Viking en el que el equivalente de un vehículo espacial completo Viking, aunque con una tecnología mejorada, se ponga sobre ruedas o sobre cadenas y permita desplazarse lentamente por el paisaje marciano. Pero nos encontramos ante un nuevo problema, uno que nunca había surgido al operar con máquinas en la superficie de la Tierra. Aun siendo Marte el segundo planeta más próximo a nosotros, está tan lejos de la Tierra que el tiempo que tarda la luz en llegar ya es importante. Estando la Tierra y Marte en posiciones relativas típicas, la distancia es de unos 20 minutos luz. Así, si el vehículo móvil tiene que superar una inclinación muy pronunciada, enviaría una pregunta a la Tierra. Cuarenta minutos más tarde le llegaría la respuesta, diciendo algo así como: «Por lo que más quieras, estate quieto». Pero para entonces, como es obvio, una máquina poco sofisticada se habría hundido en la miseria. Por consiguiente, todo vehículo móvil marciano necesita sensores de inclinación y de desnivel. Afortunadamente, ya se han fabricado y se pueden encontrar incluso en algunos juguetes. Cuando el vehículo se encuentra ante una pendiente muy inclinada o una grieta enorme, o bien se para y espera las instrucciones desde la Tierra en respuesta a su petición (y da imágenes televisivas del terreno), o bien da marcha atrás e inicia un recorrido distinto y más seguro.
En las computadoras a bordo de los vehículos espaciales de la década del 80 podrán construirse circuitos mucho más elaborados de decisión ante contingencias. Para objetivos más remotos, que serán explorados en un futuro más alejado, puede pensarse en controladores humanos, en órbita alrededor del planeta objeto de estudio, o en cualquiera de sus lunas. En la exploración de Júpiter, por ejemplo, me imagino a los operadores situados en alguna pequeña luna exterior a los intensos cinturones de radiación jovianos, controlando, sólo con unos segundos de retraso, las respuestas de un vehículo espacial que navegue por las densas nubes jovianas.
Los seres humanos también pueden estar en una interacción de ese tipo, si están dispuestos a dedicar tiempo a ello. Si cualquier decisión en la exploración marciana debe proceder de un controlador humano situado en la Tierra, el vehículo móvil sólo puede desplazarse a unos pocos pies por hora. Pero las escalas de tiempo de dichos vehículos son tan largas que unos pies por hora representan una velocidad de progreso perfectamente respetable. Sin embargo, si pensamos en expediciones a los confines del sistema solar —y, en última instancia, a las estrellas— aparecerá más claro que la inteligencia de máquinas autocontroladas irá adquiriendo una responsabilidad cada vez mayor.
En el desarrollo de esas máquinas puede apreciarse una especie de evolución convergente. El Viking, en cierto sentido, es un insecto de grandes dimensiones, torpemente construido. Todavía no es ambulante y, evidentemente, es incapaz de auto-reproducirse. Pero dispone de un exoesqueleto, tiene una gran variedad de órganos sensoriales parecidos a los de un insecto y tiene la inteligencia de una libélula. Pero el Viking presenta una ventaja sobre los insectos: puede asumir, en algunas ocasiones, cuando se pone en contacto con sus controladores en la Tierra, la inteligencia de un ser humano —los controladores tienen la facultad de reprogramar la computadora del Viking sobre la base de las decisiones que toman.
A medida que avance la inteligencia mecánica y que los objetos distantes del sistema solar se hagan accesibles a la exploración, asistiremos al desarrollo de computadoras de a bordo cada vez más sofisticadas, que irán escalando lentamente el árbol filogenético, desde la inteligencia del insecto a la del cocodrilo y de ella a la de una ardilla, hasta la inteligencia de un perro, en un futuro, a mi entender, no muy remoto. Cualquier vuelo al sistema solar exterior debe disponer de una computadora capaz de determinar si trabaja correctamente. No se tendrá la posibilidad de ir a la Tierra a por alguien que la repare. La máquina tiene que ser capaz de notar cuándo está enferma y de convertirse en un médico competente de su propia enfermedad. Se necesita una computadora que pueda arreglar o cambiar componentes estructurales o de sensores que hayan dejado de funcionar en la computadora. Una computadora de esas características, que ha sido bautizada con el nombre de STAR (self-testing and repairing computer), está a punto de construirse. Utiliza componentes redundantes, como lo hace la biología —tenemos dos pulmones y dos riñones, en parte como protección ante una falla en el funcionamiento de cualquiera de ellos. Pero una computadora puede ser mucho más redundante que un ser humano, el cual dispone, por ejemplo, de una única cabeza y un único corazón.
Dada la exigencia en cuanto al peso que caracteriza la navegación espacial de larga distancia, se producirán presiones importantes con el fin de proseguir la miniaturización de las máquinas inteligentes. Es evidente que ya se han dado pasos importantes en ese sentido: los tubos de vacío han sido sustituidos por transistores, los circuitos con cables por los paneles de circuitos impresos y sistemas enteros de computadoras por microcircuitos de borde silíceo. En la actualidad, un circuito que llenaba un aparato de radio de 1930 puede grabarse en la cabeza de un alfiler. Prosiguiendo el desarrollo de máquinas inteligentes para su utilización en minería terrestre y exploración espacial, no tardará mucho en llegar la época en que puedan construirse industrialmente robots de uso casero. A diferencia de los robots antropomorfos que ha hecho clásicos la ciencia ficción, no parece haber ninguna razón para que esas máquinas se parezcan a un ser humano más de lo que se parece una aspiradora. Se especializarán basándose en sus funciones. Pero existen muchas tareas comunes, desde despachar bebidas hasta limpiar suelos, que requieren capacidades intelectuales muy limitadas, aunque sí una buena dosis de resistencia y paciencia. Los robots domésticos ambulantes para todo uso, capaces de realizar todas las tareas domésticas con la misma efectividad que lo haría un mayordomo inglés del siglo XIX, posiblemente tarden bastantes décadas en llegar. Pero las máquinas más especializadas, cada una de ellas adaptada a una tarea doméstica concreta, aparecen ya en el horizonte.
Cabe dentro de lo posible imaginar muchas otras tareas cívicas y funciones esenciales de la vida cotidiana llevadas a cabo por máquinas inteligentes. A principios de los años 70, los basureros de Anchorage, Alaska, y también los de otras ciudades, lograron unos incrementos salariales que les garantizaban un sueldo de 20 000 dólares anuales. Es posible que las presiones económicas por sí solas induzcan el desarrollo de máquinas automáticas recogedoras de basura. Para que el desarrollo de robots domésticos y cívicos se convierta en un bien público general, será necesario, como es lógico, procurar a los seres humanos desplazados por los robots un trabajo alternativo; pero si el proceso dura toda una generación, no ha de suponer dificultades excesivas, especialmente si viene acompañado de reformas educativas. Los seres humanos disfrutan aprendiendo.
Parece ser que nos encontramos al borde del desarrollo de una profusa variedad de máquinas inteligentes capaces de realizar tareas demasiado peligrosas, demasiado costosas, demasiado onerosas o demasiado aburridas para los seres humanos. El desarrollo de esas máquinas es, en mi opinión, uno de los pocos subproductos legítimos del programa espacial. La explotación eficaz de la energía en la agricultura —de la que depende nuestra supervivencia en tanto que especie— puede que incluso sea contingente con el desarrollo de tales máquinas. El obstáculo principal parece ser un problema muy humano, el sentimiento silencioso que aparece furtiva y espontáneamente, según el cual hay algo misterioso o «inhumano» en las máquinas que realizan ciertas tareas tan bien o mejor que los seres humanos; o un sentimiento de aversión hacia las criaturas de silicio y germanio en lugar de proteínas y ácidos nucleicos. Pero en muchos aspectos nuestra supervivencia en tanto que especie depende de la superación de prejuicios primitivos como ése. En parte, nuestra adaptación a las máquinas inteligentes es una cuestión de aclimatación. Ya existen marcapasos cardíacos que pueden sentir el pulso del corazón humano; sólo cuando existe el menor indicio de fibrilación empieza el marcapasos a estimular el corazón. Es un tipo muy rebajado, pero muy útil, de inteligencia mecánica. No puedo concebir que el portador de un marcapasos pueda sentir reparos ante esa inteligencia. Creo que en un tiempo relativamente corto se producirá una muy parecida aceptación de las máquinas mucho más inteligentes y sofisticadas. No hay nada inhumano en la máquina inteligente; en realidad, se trata de una expresión más de la soberbia capacidad intelectual que hoy poseen solamente los seres humanos, de entre todos los seres de nuestro planeta.