CAPÍTULO 19

EXPERIENCIAS EN EL ESPACIO

Siempre suspiramos por visiones de belleza, siempre soñamos mundos desconocidos.

MÁXIMO GORKI

HASTA HACE RELATIVAMENTE POCO, la astronomía tenía un serio impedimento, a la vez que una notable particularidad: era la única ciencia completamente no experimental. Los materiales de estudio estaban allá arriba, mientras que nosotros y nuestras máquinas estábamos aquí abajo.

Ninguna otra ciencia se ha visto tan duramente limitada. Evidentemente, en física y química todo se forja en el crisol del experimento y todos aquellos que tienen dudas sobre alguna conclusión determinada son libres de realizar una amplia gama de manipulaciones alternativas de la materia y la energía, en un intento de poner de manifiesto contradicciones o explicaciones alternativas. Los biólogos de la evolución, incluso aquellos de temperamento reposado, no pueden permitirse el lujo de esperar unos cuantos millones de años para observar cómo una especie evoluciona hacia otra. Pero las experiencias con secuencias normales de aminoácidos, con la estructura enzimática, códigos de ácidos nucleicos, bandas de cromosomas, y la anatomía, la fisiología y el comportamiento abogan fuertemente por la evolución y muestran claramente qué grupos de plantas o animales (como, por ejemplo, los seres humanos) están relacionados con qué otros (como, por ejemplo, los grandes simios).

Es cierto que los geofísicos, preocupados por el interior profundo de la Tierra, no pueden desplazarse hasta la discontinuidad de Wiechert entre el núcleo y el manto o (siquiera) hasta la discontinuidad de Mohorovicic entre el manto y la corteza. Pero en algunos puntos de la superficie se pueden encontrar y examinar batolitos expelidos desde lo más profundo. Los geofísicos han tenido que basarse principalmente en datos sísmicos y, como los astrónomos, no han podido forzar los favores de la Naturaleza, sino que se han visto obligados a esperar sus regalos voluntarios —por ejemplo, en un fenómeno sísmico situado al otro lado de la Tierra de forma que uno de dos sismógrafos próximos entre sí esté en la sombra del núcleo terrestre y el otro no. Pero los sismólogos impacientes pueden llevar a cabo, y de hecho lo hacen, sus propias explosiones químicas y nucleares hasta conseguir que la Tierra suene como una campana. Algunos indicios intrigantes apuntan a la posibilidad de poner en marcha o parar los terremotos. Los geólogos intolerantes con el razonamiento inferencial siempre pueden salir al campo y observar los procesos de erosión contemporáneos. Pero no existe el equivalente astronómico exacto del geólogo buscador de rocas.

Nos hemos visto limitados a la radiación electromagnética reflejada y emitida por los objetos astronómicos. No hemos sido capaces de examinar fragmentos de estrellas o de planetas[17] en nuestros laboratorios ni de acercarnos a dichos objetos para examinarlos in situ. Las observaciones pasivas con base en tierra nos han restringido a una pequeña fracción de los muchos datos que podrían proporcionar los objetos astronómicos. Nuestra posición ha sido mucho peor que la de los seis ciegos de la fábula que indagaban la naturaleza del elefante; se ha parecido más a la situación de un ciego en el zoológico. Hemos estado durante siglos dándole golpes a una pata trasera. No es sorprendente que no hayamos advertido los colmillos o que la pata en cuestión no correspondiese a un elefante. Si, por casualidad, el plano orbital de una estrella doble se encontraba en nuestra línea de visión, podíamos ver eclipses; en caso contrario, no era posible. No podíamos desplazarnos hasta una posición en el espacio desde la que observar los eclipses. Si estábamos observando una galaxia cuando explotaba una supernova, podíamos observar el espectro de la supernova; en caso contrario, no era posible. No disponemos de la capacidad de realizar experiencias de explosiones de supernova —lo cual viene a ser lo mismo. No podíamos estudiar en el laboratorio las propiedades eléctricas, térmicas, minerológicas y químicas de la superficie lunar. Estábamos restringidos por las interferencias de la luz visible reflejada y las ondas de radio e infrarrojas emitidas por la Luna, tarea facilitada por experiencias naturales ocasionales como los eclipses y las lunaciones.

Pero todo eso está cambiando gradualmente. Los astrónomos que realizan sus observaciones desde tierra disponen ahora, por lo menos para los objetos cercanos, de una herramienta experimental: la radioastronomía. A nuestra conveniencia, con la frecuencia, polarización, amplitud de banda y longitud del impulso que deseemos, podemos enviar microondas a una luna o a un planeta próximo y examinar la señal reflejada. Podemos esperar a que el objeto vaya girando bajo el haz e ilumine algún otro lugar de su superficie. La radioastronomía ha proporcionado una multitud de nuevas conclusiones acerca de los períodos de rotación de Venus y Mercurio, de problemas relacionados con la evolución periódica del sistema solar, de los cráteres de Venus, de la fragmentada superficie de la Luna, de las elevaciones de Marte y del tamaño y la composición de las partículas de los anillos de Saturno. Y la radioastronomía no ha hecho sino empezar. Pero seguimos limitados a las latitudes bajas y, en lo que respecta al sistema solar exterior, a los hemisferios que miran hacia el Sol. Pero con la nueva superficie del telescopio de Arecibo del Centro Nacional Astronómico e Ionosférico de Puerto Rico, seremos capaces de levantar un mapa de la superficie de Venus con una resolución de un kilómetro —más precisa que la mejor resolución de las fotografías de la superficie lunar hechas desde tierra— y de obtener una multitud de nuevas informaciones sobre los asteroides, los satélites galileanos de Júpiter y los anillos de Saturno. Por primera vez estamos hurgando en el material cósmico y manoseando electromagnéticamente el sistema solar.

Una técnica mucho más potente de la astronomía experimental (en contraposición con la observacional) es la exploración mediante vehículos. Ahora podemos viajar a las magnetosferas y atmósferas de los planetas. Podemos posarnos y circular sobre sus superficies. Podemos recoger material directamente del medio interplanetario. Nuestros pasos preliminares en el espacio han puesto de manifiesto una amplia variedad de fenómenos cuya existencia nunca habíamos conocido: los cinturones terrestres Van Allen de partículas; las concentraciones de material bajo los mares circulares de la Luna; los canales sinuosos y los grandes volcanes de Marte; las superficies repletas de cráteres de Fobos y Deimos. Pero lo más chocante es que, antes del advenimiento de los vehículos espaciales, los astrónomos lo hicieron muy bien, por muy desjarretados que estuviesen. Las interpretaciones que hicieron de las observaciones de que disponían fueron notables. Los vehículos espaciales son formas de comprobar las conclusiones inferidas por los astrónomos, un método para determinar si deben creerse las deducciones astronómicas sobre objetos muy alejados, objetos tan alejados que son totalmente inaccesibles para los vehículos espaciales, por lo menos en un futuro próximo.

Uno de los primeros grandes debates astronómicos giró en torno a si era la Tierra o el Sol el astro que estaba en el centro del sistema solar. Los puntos de vista ptolemaico y copernicano explican el movimiento aparente de la Luna y los planetas con un grado de precisión comparable. En cuanto al problema práctico de predecir las posiciones de la Luna y los planetas tal como se ven desde la superficie de la Tierra, poco importaba la hipótesis que se adoptase. Pero las derivaciones filosóficas de las hipótesis geocéntrica y heliocéntrica resultaban muy distintas. Y existían formas de saber cuál era la correcta. En la hipótesis copernicana, Venus y Mercurio debían pasar por fases como las de la Luna. En la hipótesis ptolemaica, no debían hacerlo. Cuando Galileo utilizó uno de los primeros telescopios astronómicos y observó un planeta Venus creciente, sabía que estaba dando la razón a la hipótesis copernicana.

Pero los vehículos espaciales proporcionan una comprobación más inmediata. Según Ptolomeo, los planetas recorren esferas cristalinas inmensas. Pero cuando el Mariner 2 o el Pioneer 10 penetraron en el espacio de las supuestas esferas de cristal de Ptolomeo, no detectaron ningún impedimento a su movimiento; y, más directamente, los detectores acústicos y de meteoritos no detectaron el más mínimo ruido de tintineo y mucho menos el de un cristal roto. Este tipo de comprobación proporciona algo muy satisfactorio e inmediato. Posiblemente no haya ptolemaicos entre nosotros. Pero hay quienes tienen la duda persistente de si Venus podría no tener que pasar por fases en alguna hipótesis geocéntrica modificada. Esta gente puede sentirse tranquila.

Antes de los vehículos espaciales, el astrofísico alemán Ludwig Biermann se interesó por las observaciones de la aceleración aparente de nudos brillantes en las colas bien desarrolladas de los cometas que pasan por el interior del sistema solar. Biermann demostró que la presión de radiación de la luz solar no bastaba para explicar la aceleración observada y presentó la nueva sugerencia de que del Sol salía un flujo de partículas cargadas que, al interaccionar con el cometa, producían la aceleración observada. Bien, es posible. Pero ¿no podría también deberse, por ejemplo, a explosiones químicas en el núcleo del cometa? O cualquier otra explicación. Pero el primer vehículo interplanetario con éxito, el Mariner 2, en vuelo de aproximación a Venus, determinó la existencia de un viento solar con las velocidades y densidades electrónicas del orden de las calculadas por Biermann para la aceleración de sus nudos.

Por aquella época se produjo un debate sobre la naturaleza del viento solar. De un lado, Eugene Parker, de la Universidad de Chicago, sostenía que se debía al flujo hidrodinámico que sale del Sol; de otro lado, a la evaporación en la parte superior de la atmósfera solar. En la explicación hidrodinámica debía producirse fraccionamiento por masa, es decir, la composición atómica del viento solar debía ser la misma que la del Sol. Pero con la explicación por evaporación, los átomos más ligeros escapan con mayor facilidad de la gravedad del Sol y los elementos pesados deberían agotarse preferentemente en el viento solar. Los vehículos interplanetarios han puesto de manifiesto que el cociente hidrógeno helio en el viento solar es precisamente el del Sol y, por tanto, han dado razón a la hipótesis hidrodinámica del origen del viento solar.

En estos ejemplos sacados de la física del viento solar vemos que las experiencias con vehículos espaciales proporcionan los medios para emitir juicios críticos sobre hipótesis antagónicas. Retrospectivamente, vemos que ha habido astrónomos, como Biermann y Parker, que han acertado dando las razones adecuadas. Pero ha habido otros, igualmente brillantes, que no han estado de acuerdo con ellos y así hubiesen seguido, de no haberse llevado a cabo esas contundentes experiencias con vehículos espaciales. Lo interesante no es que hubiera hipótesis alternativas que ahora consideramos incorrectas, sino que, sobre la base de los poquísimos datos disponibles, cualquiera era lo suficientemente «capaz» como para apuntar la respuesta correcta —por inferencia, utilizando la intuición, la física y el sentido común.

Antes de las misiones Apollo, la capa más elevada de la superficie lunar podía examinarse con luz visible, infrarroja y mediante observaciones de radio, durante las lunaciones y los eclipses; se midió la polarización de la luz solar reflejada por la superficie lunar. A partir de esas observaciones, Thomas Gold, de la Universidad de Cornell, preparó una pasta oscura que, en el laboratorio, reproducía muy bien las propiedades observadas de la superficie lunar. Este «polvo de Gold» puede incluso comprarse por poco dinero a la Edmund Scientific Company. A simple vista, la comparación del polvo lunar recogido por los astronautas del Apollo con el polvo de Gold indica que son prácticamente indistinguibles. En cuanto a la distribución de partículas por tamaños y a las propiedades eléctricas y térmicas, son muy parecidos. Sin embargo, sus composiciones químicas son muy distintas. El polvo de Gold está básicamente formado por cemento Portland, carbón de leña y laca para el pelo. La Luna tiene una composición menos exótica. Pero las propiedades lunares observadas de que disponía Gold antes del Apollo no dependían de forma importante de la composición química de la superficie lunar. Fue capaz de deducir con precisión la fracción de las propiedades de la superficie lunar que correspondía a las observaciones de la Luna anteriores a 1969.

Del estudio de los datos de radio y radar de que disponemos, fuimos capaces de deducir la elevada temperatura superficial y las altas presiones superficiales de Venus antes de que la primera nave soviética Venera observara in situ la atmósfera y las Venera posteriores la superficie. De igual forma, se calculó con acierto la existencia de unas diferencias de elevación en Marte de hasta 20 kilómetros, aunque nos equivocamos al pensar que las áreas oscuras correspondían sistemáticamente a las grandes elevaciones del planeta.[18]

Tal vez una de las confrontaciones más interesantes entre la inferencia astronómica y las observaciones desde vehículos espaciales la constituya el caso de la magnetosfera de Júpiter. En 1955, Kenneth Franklin y Bernard Burke estaban comprobando un radiotelescopio cercano a Washington D. C., que debía utilizarse para trazar el mapa de la emisión de radio galáctica a una frecuencia de 22 Hertz. En sus registros observaron una interferencia periódicamente recurrente que, en un principio, atribuyeron a alguna fuente convencional de ruido de radio —como si fuese un sistema de ignición defectuoso de algún tractor de las proximidades. Pero pronto se dieron cuenta de que la recurrencia de la interferencia se correspondía perfectamente con los tránsitos por encima del planeta Júpiter. Habían descubierto que Júpiter era una poderosa fuente de emisión de radio decamétrica.

Como consecuencia, se demostró que Júpiter también era una fuente brillante de longitudes de onda decimétricas. Pero el espectro resultaba muy peculiar. A una longitud de onda de varios centímetros, se detectaron temperaturas muy bajas, de unos 140° K —temperaturas comparables a las que no cubre Júpiter en longitudes de onda infrarroja. Pero en longitudes de onda decimétrica —hasta el metro— la temperatura de brillo aumentaba muy rápidamente con la longitud de onda, acercándose a los 100 000° K. Se trataba de una temperatura demasiado elevada para la emisión térmica —la radiación que emiten todos los objetos, simplemente por encontrarse a una temperatura por encima del cero absoluto.

En 1959, Frank Drake, del National Radio Astronomy Observatory por aquel entonces, propuso que ese espectro requería que Júpiter fuese una fuente de emisión sincrotrón —la radiación que emiten las partículas cargadas en la dirección del movimiento cuando se desplazan a velocidades cercanas a la de la luz. En la Tierra, los sincrotrones son aparatos muy útiles en física nuclear, utilizados para acelerar electrones y protones hasta velocidades muy elevadas; fue en ellos donde se estudió la emisión sincrotrón por primera vez. La emisión sincrotrón está polarizada y el hecho de que la radiación decimétrica procedente de Júpiter también lo esté era un punto adicional en favor de la hipótesis de Drake. Éste sugirió que Júpiter estaba rodeado por un amplio cinturón de partículas relativistas parecido al cinturón de radiación de Van Allen que rodea la Tierra, que acababa de ser descubierto por aquel entonces. Caso de ser así, la región de emisión decimétrica debería ser mucho mayor que el tamaño óptico de Júpiter. Pero los radiotelescopios convencionales disponen de resoluciones angulares inadecuadas para poner de manifiesto cualquier detalle de la amplitud de Júpiter. Sin embargo, un interferómetro de radio sí es capaz de alcanzar esa resolución. En la primavera de 1960, muy poco después de la sugerencia de Drake, V. Radhakrishnan y sus colegas del California Institute of Technology utilizaron un interferómetro compuesto por dos antenas de 90 pies de diámetro montadas sobre raíles y separables por una distancia máxima de un tercio de milla. Encontraron que la región de emisión decimétrica alrededor de Júpiter era considerablemente mayor que el disco óptico ordinario de Júpiter, confirmando así la propuesta de Frank Drake.

Posteriores observaciones por radiointerferometría de mayor resolución han puesto de manifiesto que Júpiter está flanqueado por dos «orejas» simétricas de emisión radio, presentando así la misma configuración general que los cinturones de radiación de Van Allen terrestres. Ha ido conformándose la idea de que en ambos planetas los electrones y los protones procedentes del viento solar son atrapados y acelerados por el campo magnético dipolar del planeta y se ven obligados a recorrer, en espiral, las líneas de fuerza magnética del planeta, oscilando de un polo magnético a otro. La región de emisión de radio alrededor de Júpiter se identifica con su magnetosfera. Cuanto más intenso es el campo magnético, más lejos del planeta se encuentra el límite del campo magnético. Además, comparando el espectro de radio observado con la teoría de la emisión sincrotrón, se obtiene la intensidad del campo magnético. Esta intensidad no puede especificarse con gran precisión, pero la mayoría de las determinaciones a través de la radioastronomía a finales de los años 60 y principios de los 70 daban cifras entre los 5 y los 30 gauss, de unas diez a sesenta veces la intensidad magnética superficial de la Tierra en el Ecuador.

Radhakrishnan y sus colaboradores encontraron también que la polarización de las ondas decimétricas procedentes de Júpiter variaban con regularidad a medida que el planeta gira, como si los cinturones de radiación jovianos se balanceasen con respecto a la línea de visión. Propusieron que se debía a un desfase de 9 grados entre el eje de rotación y el eje magnético del planeta —no excesivamente distinto del desplazamiento entre el polo norte geográfico y el polo norte magnético terrestre. Estudios posteriores de las emisiones decimétrica y decamétrica, llevados a cabo por James Warwick, de la Universidad de Colorado, y otros, sugieren que el eje magnético de Júpiter está desplazado una pequeña fracción de radio joviano respecto al eje de rotación, bastante distinta del caso de la Tierra, donde ambos ejes se cortan en el centro de la Tierra. También se sacó la conclusión de que el polo sur magnético de Júpiter se encontraba en el hemisferio norte; es decir, una brújula apuntaría en Júpiter hacia el sur. Esta sugerencia no tiene nada de raro. El campo magnético de la Tierra ha invertido su dirección varias veces a lo largo de su historia y sólo por definición el polo norte magnético se encuentra en el hemisferio norte terrestre en los momentos actuales. A partir de la intensidad de las emisiones decimétrica y decamétrica, los astrónomos también han calculado cuáles deben ser los valores de las energías y los flujos de electrones y protones en la magnetosfera de Júpiter.

Es una exposición muy rica en conclusiones. Pero todas ellas se obtienen por inferencia. Toda la elaborada superestructura fue sometida a una comprobación definitiva el 3 de diciembre de 1973, cuando la nave Pioneer 10 atravesó la magnetosfera joviana. A bordo de la nave había magnetómetros que midieron la intensidad y la dirección del campo magnético en distintas posiciones de la magnetosfera; también había una gran variedad de detectores de partículas cargadas, que midieron las energías y los flujos de los electrones y protones atrapados. Fue sorprendente que prácticamente todas las inferencias radioastronómicas fueran confirmadas por el Pioneer 10 y su vehículo sucesor, el Pioneer 11. El campo magnético superficial en el ecuador de Júpiter es de unos 6 gauss, y es mayor en los polos. La inclinación del eje magnético respecto al eje de rotación es de unos 10 grados. Puede decirse que el eje magnético está aparentemente desplazado un cuarto de radio joviano respecto al centro del planeta. Más allá de tres radios jovianos, el campo magnético es aproximadamente el de un dipolo; a distancias menores, resulta mucho más complejo de lo que se había pensado.

El flujo de partículas cargadas detectadas por el Pioneer 10 a lo largo de su trayectoria a través de la magnetosfera era considerablemente mayor de lo que se había anticipado —pero no lo suficientemente grande como para desactivar el vehículo. La supervivencia del Pioneer 10 y del Pioneer 11 en la magnetosfera joviana se debió más a la buena suerte y a la buena ingeniería de que disponían los vehículos que a la precisión de las teorías magnetosféricas anteriores.

En términos generales, la teoría sincrotrón de la emisión decimétrica procedente de Júpiter se ha visto confirmada. Resulta que todos esos radioastrónomos debían saber lo que estaban haciendo. Ahora podemos creer, con una mayor confianza que hasta entonces, en los resultados teóricos de la física sincrotrón y en los aplicados a otros objetos cósmicos, más distantes y menos accesibles, como son los pulsars, quasars o los restos de supernova. De hecho, ahora pueden revisarse las teorías y mejorar su precisión. La radioastronomía teórica ha debido afrontar por primera vez una experiencia definitiva —y ha logrado superarla satisfactoriamente. De entre los descubrimientos importantes realizados por los Pioneer 10 y 11, creo que ése es su mayor triunfo: ha confirmado nuestra comprensión de una rama importante de la física cósmica.

Existen muchas cosas de la magnetosfera y las emisiones de radio jovianas que todavía no entendemos. Los detalles de las emisiones decamétricas siguen siendo muy misteriosos. ¿Por qué se localizan en Júpiter fuentes de emisión decamétrica cuyo tamaño no supera probablemente los 100 kilómetros? ¿Qué son esas fuentes de emisión? ¿Por qué las regiones de emisión decamétrica giran alrededor del planeta con una precisión temporal sorprendente —superior a siete cifras significativas—, pero a la vez distinta de los períodos de rotación de los elementos visibles en las nubes jovianas? ¿Por qué las erupciones decamétricas poseen una estructura fina y muy intrincada (por debajo de los milisegundos)? ¿Por qué las fuentes emiten la radiación decamétrica en haces; es decir, no emiten de la misma manera en todas direcciones? ¿Por qué son intermitentes las fuentes decamétricas; es decir, no están «encendidas» todo el tiempo?

Estas misteriosas propiedades de la emisión decamétrica de Júpiter recuerdan las propiedades de los pulsars. Los pulsars típicos poseen campos magnéticos un millón de millones de veces más intensos que en Júpiter; giran 100 000 veces más deprisa; su duración es de una milésima de la vida de Júpiter, pero son mil veces más masivos. El límite de la magnetosfera de Júpiter se desplaza a menos de una milésima de la velocidad del cono de luz de un pulsar. Sin embargo, entra dentro de lo posible que Júpiter sea un pulsar que no consiguió serlo, un modelo local y bastante poco simpático de estrella de neutrones en rotación rápida, que es uno de los productos finales de la evolución estelar. De la observación, mediante vehículos de aproximación, de la emisión decamétrica de Júpiter —por ejemplo, con las misiones Voyager y Galileo de la NASA— podremos deducir conocimientos importantes acerca de los problemas todavía confusos de los mecanismos de la emisión pulsar y de las geometrías de la magnetosfera.

La astrofísica experimental se está desarrollando rápidamente. Dentro de unas pocas décadas como máximo podremos disponer de investigación experimental directa del medio interestelar: se considera que la heliopausa —el límite entre la región dominada por el viento solar y la dominada por el plasma interestelar— se sitúa a no mucho menos de 100 unidades astronómicas (9300 millones de millas) de la Tierra. (Ahora si sólo tuviésemos en nuestro sistema solar un quásar local y un agujero negro doméstico —nada importante, sólo unos pequeños ejemplares— podríamos comprobar con mediciones in situ desde vehículos espaciales el cuerpo principal de la moderna especulación astrofísica).

De la experiencia pasada puede deducirse que, tras cada misión astrofísica con naves espaciales, se encontrará que a) una gran escuela de astrofísicos había acertado plenamente; b) nadie se había puesto de acuerdo, hasta que los resultados de los vehículos espaciales hubiesen regresado, en qué escuela tenía razón; y c) los resultados de los vehículos espaciales pusieron de manifiesto un nuevo cuerpo de problemas fundamentales todavía más fascinantes.