CAPÍTULO 17

«¿PUEDES ANDAR MÁS DEPRISA

—¿Puedes andar más deprisa? —le dijo una pescadilla a un caracol—. Llevamos una marsopa detrás de nosotros, y me está mordiendo la cola.

LEWIS CARROLL, Alicia en el País de las Maravillas

DURANTE LA MAYORÍA de la historia humana hemos podido desplazarnos a la velocidad que nos lo permitían nuestras piernas —en una jornada larga, tan sólo unas millas por hora. Se emprendieron grandes viajes, pero muy despacio. Por ejemplo, hace 20 000 ó 30 000 años, seres humanos cruzaron el Estrecho de Bering y penetraron por primera vez en las Américas, avanzando penosamente hacia el Sur, hasta Tierra de Fuego, donde les encontró Charles Darwin en su memorable viaje del Beagle. El esfuerzo concentrado y unilateral de unas gentes dedicadas a andar desde los estrechos entre Asia y Alaska hasta Tierra de Fuego puede haber durado años y años; de hecho, la difusión de la población humana tan hacia el Sur debe hacer sido cuestión de miles de años.

La motivación original de un desplazamiento tan largo debe haber sido, como nos recuerda la queja de la pescadilla, la de escapar de enemigos y depredadores o la de buscar enemigos y depredar. Hace unos miles de años se hizo un descubrimiento importante: el caballo podía ser domesticado y montado. La idea es muy peculiar, pues el caballo no ha evolucionado para ser montado por los seres humanos. Mirándolo objetivamente, la idea resulta sólo un poco menos necia que la de un pulpo cabalgando un mero. Pero funcionó y —especialmente después del invento de la rueda y del carro— los vehículos a lomo del caballo o tirados por él fueron durante miles de años la tecnología de transporte más avanzada de que dispuso la especie humana. Se puede viajar a unas 10 o incluso 20 millas por hora con «tecnología caballar».

Sólo hace poco que hemos superado esa tecnología concreta como pone claramente de manifiesto, por ejemplo, la utilización del término «caballo de vapor» para medir la potencia de los motores. Un motor de 375 caballos de vapor posee aproximadamente la misma capacidad de empuje que 375 caballos. Un grupo de 375 caballos resultaría una imagen preciosa. Dispuestos en filas de a cinco, el grupo tendría una longitud de dos décimas de milla y sería tremendamente difícil de manejar. En muchas carreteras la primera fila quedaría fuera del alcance visual del conductor. Y, evidentemente, 375 caballos no van 375 veces más deprisa que un solo caballo. Incluso con equipos de muchos caballos la velocidad de transporte no pasaba de ser 10 ó 20 veces superior de la que se alcanzaba sólo utilizando las piernas.

Pero los cambios experimentados a lo largo del último siglo, en materia de tecnología del transporte, son sorprendentes. Hemos dependido de las piernas durante millones de años; de los caballos por miles de años; del motor de combustión interna durante menos de cien; y de los cohetes algunas décadas. Pero esos productos del genio inventor del hombre nos han permitido desplazarnos sobre la tierra y sobre la superficie de las aguas varios centenares de veces más deprisa de lo que podíamos conseguir andando, en el aire unas mil veces más deprisa y en el espacio más de diez mil veces más deprisa.

Sucedía antaño que la velocidad de comunicación era la misma que la velocidad de transporte. En la primera época de nuestra historia se dieron algunos métodos de comunicación rápida —por ejemplo, mediante señales con banderas o señales de humo e incluso uno o dos intentos de utilizar torres de señalización con espejos que reflejan luz solar o lunar. Las noticias documentadas de que disponemos sobre el asalto efectuado por los soldados húngaros a la Fortaleza de Györ en poder de los turcos parece que fue dirigido por el Emperador Rodolfo II de Habsburgo, a través de un mecanismo, el «telégrafo de luz lunar», inventado por el astrólogo inglés John Dee; el invento parecía consistir en diez estaciones de repetición separadas entre sí cuarenta kilómetros entre Györ y Praga. Pero, con algunas excepciones, estos métodos demostraron ser inviables y las comunicaciones no alcanzaron velocidades superiores a las del hombre o el caballo. Ya no es cierto eso. La comunicación por teléfono y radio se realiza a la velocidad de la luz —300 000 kilómetros por segundo, más de mil millones de kilómetros por hora. Y no se trata tampoco del último adelanto. Por lo que sabemos, a partir de la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein, el universo está construido de tal forma (por lo menos en nuestros alrededores) que ningún objeto ni ninguna información pueden desplazarse a mayor velocidad que la de la luz. No se trata de una barrera de la ingeniería, como la llamada barrera del sonido, sino de un límite cósmico de velocidades, consustancial con la propia naturaleza. De todas formas, mil millones de kilómetros por hora bastan en la mayoría de los casos.

Lo que resulta sorprendente es que en el dominio de la tecnología de la comunicación, ya hemos alcanzado ese límite y nos hemos adaptado muy bien a él. Hay muy poca gente que tras una llamada telefónica de larga distancia se quede boquiabierta y sorprendida por la velocidad de la transmisión. Ya hemos asimilado esos medios de comunicación casi instantáneos. Sin embargo, en la tecnología del transporte, aun no habiendo alcanzado velocidades en absoluto cercanas a la de la luz, topamos con otros límites, de tipo fisiológico y tecnológico.

Nuestro planeta gira. Cuando es mediodía en un punto determinado de la Tierra, es plena noche en el punto diametralmente opuesto. Así pues, la Tierra ha sido dividida en veinticuatro husos convenientemente distribuidos, de amplitud prácticamente igual y dando lugar a regiones de igual longitud. Si volamos muy deprisa, creamos situaciones a las que pueden acomodarse nuestras mentes, pero que nuestros cuerpos pueden soportar muy difícilmente. Ya son frecuentes los desplazamientos relativamente cortos hacia el oeste en los que se llega antes de partir —por ejemplo, cuando se invierte menos de una hora entre dos puntos separados por un huso horario. Cuando tomo un avión hacia Londres a las 9 de la noche, ya es mañana en mi punto de destino. Cuando llego, tras un vuelo de cinco o seis horas, ya es muy entrada la noche para mí, pero en mi destino empiezan a trabajar. Mi cuerpo se siente incómodo, mis ciclos vitales se desajustan y tardo unos días en adecuarme al horario inglés. En ese aspecto, un vuelo desde Nueva York a Nueva Delhi resulta mucho más incómodo.

Me parece muy interesante que dos de los más dotados e ingeniosos escritores de ciencia ficción del siglo XX —Isaac Asimov y Ray Bradbury— hayan renunciado a volar. Sus mentes sintonizan perfectamente con los vuelos interplanetarios e interestelares, pero sus cuerpos se resisten a un DC 3. Y es que el ritmo de cambio en la tecnología del transporte ha sido demasiado grande para que muchos de nosotros nos acomodásemos adecuadamente.

En la actualidad, pueden realizarse muchas posibilidades raras. La Tierra gira sobre su eje cada veinticuatro horas. La circunferencia de la Tierra es de 25 000 millas. Así, si fuésemos capaces de desplazarnos a 25 000/24 = 1040 millas por hora, compensaríamos la rotación de la Tierra y, si viajásemos hacia el oeste a la puesta del Sol, nos mantendríamos ante una puesta de Sol durante todo el viaje, aunque diésemos toda la vuelta al planeta. (De hecho, en un viaje de esas características nos mantendríamos en el mismo tiempo local a medida que avanzásemos hacia el oeste, atravesando los diversos husos horarios, hasta cruzar la línea horaria internacional, precipitándonos en el mañana). Pero 1040 millas por hora es menos de dos veces la velocidad del sonido y en la actualidad existen en todo el mundo docenas de aparatos, fundamentalmente militares, que son capaces de alcanzar esas velocidades.[13]

Algunos aviones comerciales, como el anglofrancés Concorde, tienen potencias parecidas. En mi opinión, la pregunta no es: «¿Podemos ir más deprisa?», sino «¿tenemos que hacerlo?». Se han planteado inquietudes, desde mi punto de vista acertadamente, acerca de si las ventajas que proporciona el transporte supersónico compensa su coste global y su impacto ecológico.

La mayor parte de la demanda de viajes a larga distancia y a gran velocidad viene formulada por hombres de negocios y funcionarios gubernamentales que necesitan mantener reuniones con otras personas en otros estados o países. Pero de lo que se trata en realidad no es tanto del transporte de material sino del transporte de información. Considero que una gran parte de la demanda de transporte a gran velocidad podría evitarse si se utilizase mejor la tecnología de comunicaciones existente. En muchas ocasiones he participado en reuniones privadas u oficiales en las que había, por ejemplo, veinte personas, cada una de las cuales había pagado 500 dólares en concepto de transporte y gastos de estancia, por el sólo hecho de participar, lo cual suma en total 10 000 dólares. Pero lo que intercambian los participantes siempre es información. Los teléfonos con pantalla, las líneas telefónicas arrendadas y los aparatos reproductores de facsímiles capaces de transmitir escritos o diagramas deberían prestar el mismo servicio o incluso mejor. No existe ninguna función específica en esas reuniones —que incluyen discusiones privadas «en los pasillos» entre los participantes— que no pueda realizarse a menor precio y, por lo menos, con la misma eficacia utilizando las comunicaciones, en lugar de la tecnología del transporte.

Ciertamente existen avances en el campo de los transportes que parecen prometedores y deseables: el avión de despegue y aterrizaje vertical (VTOL) es un verdadero regalo para los lugares habitados aislados y remotos en caso de emergencias médicas o de otro tipo. Pero los últimos avances en el campo de la tecnología del transporte que me parecen más atrayentes son las aletas de caucho para la inmersión submarina y los planeadores de suspensión. Se trata de avances tecnológicos muy en la línea de los buscados por Leonardo da Vinci en el primer esfuerzo tecnológico serio de la humanidad por conseguir volar en el siglo XV; esos aparatos le permiten a cualquier ser humano penetrar, con sólo algo más que sus propias fuerzas, y a una velocidad estimulante, en un medio totalmente distinto.

Creo que con el agotamiento de los combustibles fósiles es muy probable que los automóviles propulsados por motores de combustión interna nos duren como mucho unas décadas. El transporte del futuro tendrá forzosamente que ser distinto. Podemos pensar en vehículos confortables e igualmente rápidos a base de vapor, energía solar, células de combustible o electricidad, que produzcan poca polución y que utilicen una tecnología fácilmente accesible para el usuario.

Muchos expertos en bienestar se muestran preocupados porque en el mundo occidental —y de forma creciente en los países desarrollados— nos estamos volviendo demasiado sedentarios. Al conducir un automóvil se utilizan muy pocos músculos. La agonía del automóvil conlleva seguramente aspectos muy positivos, vistos con perspectiva, uno de los cuales es la recuperación del sistema de transporte más antiguo, el andar, y el ciclismo, que en muchos aspectos es el más sobresaliente.

Fácilmente se puede imaginar una sociedad futura sana y estable en la que andar e ir en bicicleta constituyan los medios de transporte principales; con automóviles de velocidad reducida y no generadores de polución y sistemas de transporte público por raíles a disposición de todo el mundo y los aparatos de transporte más sofisticados relativamente poco utilizados por la persona media. La aplicación de la tecnología del transporte que requiere una mayor dosis de sofisticación es la de los vuelos espaciales. Los beneficios prácticos inmediatos, el conocimiento científico y la atrayente exploración que han proporcionado los vuelos espaciales no tripulados alcanzan cotas impresionantes y es de esperar todavía, en las próximas décadas, un ritmo creciente de lanzamientos de vehículos espaciales efectuados por muchos otros países, utilizando formas más sutiles de transporte, como las descritas en el capítulo anterior. Se han propuesto sistemas con energía nuclear, sistemas de navegación solar y de propulsión química, pero todos ellos, hasta cierto punto, se encuentran en vías de desarrollo. A medida que las centrales nucleares de fusión se consoliden, proporcionando aplicaciones terrestres, en las próximas décadas asistiremos también al desarrollo de máquinas espaciales de fusión.

Ya se están utilizando las fuerzas gravitatorias de los planetas para alcanzar velocidades inalcanzables de otra forma. El Mariner 10 sólo pudo llegar a Mercurio porque pasó cerca de Venus y la gravedad de este planeta le proporcionó un empuje considerable. Y el Pioneer 10 fue llevado a una órbita que le permitiría escapar del sistema solar sólo porque pasó cerca del planeta gigante Júpiter. En cierto sentido, el Pioneer 10 y los Voyager 1 y 2 son nuestros sistemas de transporte más avanzados. Están abandonando el sistema solar a una velocidad de unas 43 000 millas por hora, llevando mensajes para todos aquellos que puedan interceptarlos desde la oscuridad del cielo nocturno, mensajes de los habitantes de la Tierra —esos mismos que hacen tan sólo un tiempo no podían desplazarse sino a unas pocas millas por hora.