CAPÍTULO 16

LA EDAD DE ORO DE LA
EXPLORACIÓN PLANETARIA

La inquieta república del laberinto de los planetas,

en lucha feroz hacia el desierto libre del cielo.

PERCY B. SHELLEY,
Prometeo desencadenado (1820)

UNA GRAN PARTE de la historia de la humanidad puede describirse, en mi opinión, en términos de una liberación gradual, y a veces dolorosa, del localismo, la conciencia naciente de que en el mundo hay más de lo que creían por término medio nuestros antepasados. Haciendo gala de un tremendo etnocentrismo, las tribus de toda la Tierra se han autodenominado «la gente» o «todos los hombres», relegando a otros grupos de seres humanos de manifestaciones parecidas al status de sub-humanos. La floreciente civilización de la antigua Grecia dividía la comunidad humana en Helenos y Bárbaros, designando a éstos mediante una imitación poco caritativa de las formas de hablar de los no Griegos («Bar Bar…»). Esa misma civilización clásica, que en muchos aspectos es la precursora de la nuestra, daba a su pequeño mar interior el nombre de Mediterráneo, lo cual significa «en medio de la Tierra». Durante milenios China se autodenominó Reino Medio y el significado seguía siendo el mismo: China era el centro del universo y lo bárbaros vivían en la oscuridad exterior.

Estos puntos de vista, o sus equivalentes, están cambiando lentamente y es posible detectar algunas de las raíces del racismo y del nacionalismo en su penetrante aceptación inicial por prácticamente todas las comunidades humanas. Pero vivimos en una época extraordinaria en la que los avances culturales y el relativismo cultural han hecho que ese etnocentrismo sea mucho más difícil de defender. Está saliendo a flote la idea de que todos compartimos un mismo bote salvavidas en un océano cósmico, que la Tierra es en definitiva un lugar pequeño con recursos limitados, que nuestra tecnología ha alcanzado ya un potencial tal que somos capaces de modificar en profundidad el entorno de nuestro diminuto planeta. A esta progresiva superación del localismo de la mente ha contribuido poderosamente, en mi opinión, la exploración espacial —a través de fantásticas fotografías de la Tierra tomadas desde lejos en las que aparece una esfera azul en rotación, repleta de nubes, como un zafiro sobre el infinito terciopelo del espacio—; pero también ha contribuido la exploración de otros mundos, que ha mostrado tanto las diferencias como las semejanzas con este hogar de la humanidad.

Seguimos hablando «del» mundo, como si no hubiese más, de la misma manera que hablamos «del» Sol y de «la» Luna. Pero hay muchos otros. Cualquier estrella del cielo es un sol. Los anillos de Urano representan millones de satélites, nunca antes sospechados, en órbita alrededor de Urano, el séptimo planeta. Y, como han demostrado de forma tan patente en los últimos quince años los vehículos espaciales, hay otros mundos —cercanos, relativamente accesibles—, profundamente interesantes y no del todo parecidos al nuestro. A medida que esas diferencias, así como el punto de vista darwiniano de que la vida en cualquier otro lugar tendrá que diferir sustancialmente de la vida aquí, vayan siendo asimiladas, creo que proporcionarán una influencia cohesionante y unificadora sobre la gran familia humana que vive, por un tiempo, en este poco atractivo mundo dentro de una inmensidad de mundos.

La exploración planetaria posee muchas virtudes. Nos permite redefinir los conocimientos derivados de algunas ciencias de la tierra como la meteorología, la climatología, la geología y la biología, ampliar sus potencialidades y mejorar sus aplicaciones prácticas sobre la Tierra. También proporciona fábulas admonitorias sobre los destinos alternativos de los mundos. También constituye una puerta abierta a las futuras tecnologías de vanguardia, importantes para la vida aquí, en la Tierra. Proporciona además una válvula de escape a la tradicional aspiración humana de exploración y descubrimiento, nuestra pasión por conocer, que ha sido en gran parte lo que ha permitido nuestro éxito como especie. Y nos permite, por primera vez en la historia, plantearnos con rigor, y con bastante probabilidad de encontrar las respuestas correctas, cuestiones relacionadas con los orígenes y los destinos de los mundos, los inicios y los finales de la vida, y la posibilidad de otros seres que vivan en el espacio —cuestiones tan básicas para la actividad humana como el propio pensamiento y tan naturales como la respiración.

Los vehículos interplanetarios no tripulados de la moderna generación amplían la presencia humana a territorios desconocidos y exóticos, más extraños que cualquier mito o leyenda. Se lanzan con energía suficiente para superar la velocidad de escape cerca de la Tierra y, luego, ajustan sus trayectorias con los motores de los pequeños cohetes, lanzando pequeñas cantidades de gas. Se alimentan de luz solar y de energía nuclear. Algunos sólo tardan unos días en cruzar el lago del espacio entre la Tierra y la Luna; otros pueden tardar un año hasta llegar a Marte, cuatro hasta Saturno o una década para atravesar el mar interior que nos separa del lejano Urano. Flotan tranquilamente en trayectorias precisas, determinadas por la gravitación newtoniana y la tecnología de los cohetes, con sus brillantes destellos metálicos a flor de agua sumergidos en la luz solar que llena los espacios entre los mundos. Cuando alcanzan sus destinos, algunos sobrevuelan el planeta desconocido, para tener una visión global de él y, en su caso, de su cortejo de lunas, antes de adentrarse en las profundidades del espacio. Otros entran en órbita alrededor de otro mundo, examinándolo con detalle, tal vez durante años, antes de que algún componente básico se agote o se estropee. Algunos vehículos se precipitarán sobre otro mundo, desacelerando gracias a la resistencia atmosférica o a un sistema de paracaídas o por un encendido preciso de retrocohetes antes de posarse suavemente en cualquier otro lugar. Algunos de los vehículos que se posan son estacionarios, es decir, están condenados a examinar un único punto de un mundo que espera ser explorado. Otros son autopropulsados y vagan lentamente hacia un horizonte lejano en el que nadie sabe lo que se encuentra. Otros, en fin, son capaces de arrancar rocas y suelo remoto —una muestra de otro mundo— y regresar a la Tierra.

Todos esos vehículos disponen de sensores que amplían considerablemente el campo de percepción humana. Son instrumentos capaces de determinar desde la órbita la distribución de la radiactividad sobre otro planeta; capaces de detectar desde la superficie el débil ruido de un alejado y profundo «terremoto en el planeta» (planetquake); capaces de obtener fotografías tridimensionales en color o en infrarrojos de un paisaje como el que nadie ha visto en la Tierra. Esas máquinas son inteligentes, por lo menos hasta cierto punto. Pueden seleccionar sus objetivos sobre la base de la misma información que reciben. Pueden recordar con gran precisión una serie detallada de instrucciones que, al ser escritas en cualquier idioma, ocupan un libro de considerable volumen. Son obedientes y aceptan cambios de instrucciones enviados desde la Tierra a través de mensajes de radio. Y nos han transmitido, básicamente por radio, una cantidad rica y diversificada de información acerca de la naturaleza del sistema solar en el que vivimos. En el caso de nuestro vecino celeste, la Luna, ha habido vuelos de acercamiento, alunizajes violentos, alunizajes suaves, vuelos orbitales, vehículos móviles automáticos y misiones no tripuladas para la recogida de muestras, así como, desde luego, seis heroicas expediciones tripuladas de la serie Apollo coronadas por el éxito. Ha habido un vuelo de acercamiento a Mercurio; vuelos orbitales, sondas de entrada y aterrizajes en Marte; y vuelos de acercamiento a Júpiter y Saturno. Fobos y Deimos, las dos pequeñas lunas de Marte, fueron examinadas de cerca y de algunas de las lunas de Júpiter se han obtenido fotografías asombrosas.

Hemos echado el primer vistazo a las nubes de amoníaco y a los grandes sistemas tormentosos de Júpiter; a la superficie fría y cubierta de sal de su luna Ío; al suelo desolado, repleto de cráteres, antiguo y tórrido de Mercurio; y al paisaje salvaje y espectral de nuestro vecino planetario más próximo, Venus, cuyas nubes están compuestas por una lluvia ácida que cae continuamente aunque nunca alcanza la superficie, ya que ese paisaje montañoso, iluminado por la luz solar que se difunde a través de la perpetua capa de nubes, se encuentra a unos 900° F. Y Marte: ¡qué rompecabezas, qué felicidad, qué enigma y delicia es Marte! Con sus antiguos lechos de ríos, sus inmensos y elaborados bancales polares, su volcán de casi 80 000 pies de altura, sus furiosas tormentas, sus tardes reparadoras. Y una derrota inicial aparente infligida a nuestro primer esfuerzo por responder a la pregunta principal: si el planeta alberga, o ha albergado, alguna forma de vida desarrollada.

En la Tierra sólo existen dos naciones en la carrera del espacio, sólo dos potencias hasta ahora capaces de enviar vehículos más allá de la atmósfera terrestre: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Los Estados Unidos han protagonizado las únicas misiones tripuladas a otro cuerpo celeste, los únicos aterrizajes con éxito sobre Marte y las únicas expediciones a Mercurio, Júpiter y Saturno. La Unión Soviética ha sido pionera en la exploración automatizada de la Luna, incluyendo los únicos vehículos móviles no tripulados y misiones de recogida de muestras en otros objetos celestes, y las primeras sondas de entrada y aterrizaje en Venus. Desde la finalización del programa Apollo, Venus y la Luna se han convertido, hasta cierto punto, en terreno ruso, mientras que el resto del sistema solar sólo es atravesado por vehículos espaciales norteamericanos. Si bien se da un cierto nivel de cooperación científica entre las dos naciones, esa territorialidad planetaria ha llegado a consolidarse más por defecto en base a acuerdos. En los últimos años ha habido una serie de misiones soviéticas a Marte, muy ambiciosas, pero sin éxito, mientras que los Estados Unidos lanzaban una serie modesta, aunque con éxito, de vehículos orbitales alrededor de Marte, así como sondas de entrada en 1978. El sistema solar es muy grande y hay mucho que explorar en él. Incluso el diminuto Marte posee una superficie comparable al área de suelo de la Tierra. Por razones prácticas, resulta mucho más sencillo organizar misiones por separado, aunque coordinadas, emprendidas por dos o más naciones, que aventuras de cooperación multinacional. En los siglos XVI y XVII, Inglaterra, Francia, España, Portugal y Holanda organizaron cada una por su lado misiones a gran escala de descubrimiento y exploración global, en fuerte competencia entre sí. Pero los motivos económicos y religiosos de esa competencia en el campo de la exploración no parecen tener sus contrapartidas en la actualidad. Hay motivos para pensar que la competencia nacional en la exploración de los planetas será pacífica, por lo menos en un futuro previsible.

Los tiempos necesarios para las misiones planetarias son muy largos. El diseño, la fabricación, la comprobación, la integración y el lanzamiento de una misión planetaria típica requieren muchos años. Un programa sistemático de exploración planetaria requiere un compromiso sostenido. Los logros más resonantes de los Estados Unidos en la Luna y los planetas —Apollo, Pioneer, Mariner y Viking— se iniciaron en los años 60. Por lo menos hasta hace poco, los Estados Unidos sólo han adquirido, en toda la década de los 70, un compromiso mayor en la exploración planetaria: las misiones Voyager, cuyos lanzamientos se llevaron a cabo en verano de 1977, destinadas al primer examen sistemático de aproximación a Júpiter, Saturno, sus algo así como veinticinco lunas y los espectaculares anillos de éste.

La ausencia de nuevas iniciativas ha provocado una verdadera crisis en la comunidad de científicos e ingenieros norteamericanos responsables del rosario de éxitos tecnológicos y descubrimientos científicos avanzados que dieron comienzo con el vuelo Mariner 2 de aproximación a Venus en 1962. Se ha producido una interrupción en el progreso de la exploración. Los trabajadores han tenido que dejar sus tareas y dedicarse a otros menesteres; existe un verdadero problema consistente en ofrecer continuidad a la próxima generación de la exploración planetaria. Por ejemplo, la posible respuesta a la histórica y conseguida exploración de Marte por el Viking la constituirá una misión que ni siquiera alcanzará el Planeta Rojo antes de 1985 —una laguna en la exploración marciana de casi una década. E incluso no hay la más mínima garantía de que por aquel entonces se lleve a cabo la misión. Esta tendencia —algo así como despedir a la mayoría de los constructores de buques, tejedores de velas y navegantes españoles a principios del siglo XVI— manifiesta signos incipientes de inversión. Recientemente fue aprobado el Proyecto Galileo, una misión para mediados de los años 80, consistente en llevar a cabo el primer reconocimiento orbital de Júpiter y dejar caer una primera sonda en su atmósfera, que puede contener moléculas orgánicas sintetizadas de manera análoga a los fenómenos químicos que indujeron el origen de la vida en la Tierra. Pero al año siguiente, el Congreso redujo tanto el presupuesto del Proyecto Galileo que en la actualidad éste se encuentra en la cuerda floja.

En los últimos años, el presupuesto global de la NASA ha estado por debajo del uno por ciento del presupuesto federal. Las partidas correspondientes a la exploración planetaria han sido menores que el 15 por ciento de esa cantidad. Las peticiones de la comunidad de las ciencias planetarias en el sentido de solicitar nuevas misiones han sido desoídas repetidamente —como me decía un senador, a pesar de Star Wars y Star Trek, el público no ha escrito al Congreso dando su apoyo a las misiones planetarias, pero es que además, los científicos no constituyen un grupo de presión poderoso. Y, sin embargo, existe una serie de misiones en perspectiva que combinan una oportunidad científica extraordinaria con un atractivo popular considerable:

Navegación solar y encuentro con un cometa. En las misiones interplanetarias ordinarias, los vehículos espaciales se ven obligados a seguir trayectorias que supongan un gasto mínimo de energía. Los cohetes se accionan durante períodos cortos de tiempo en las proximidades de la Tierra y la nave permanece inerte durante el resto del viaje. Se ha hecho lo más que se ha podido, dado que no estamos en condiciones de desarrollar la enorme capacidad de elevación necesaria, pero sí disponemos de una gran maestría en el manejo de sistemas con gran número de coordenadas. En definitiva, tenemos que aceptar algunas servidumbres, como son los tiempos de vuelo largos y la poca elección en las fechas de partida y llegada. Pero, al igual que en la Tierra se está considerando pasar de los combustibles fósiles a la energía solar, lo mismo ocurre en el espacio. La luz solar ejerce una fuerza que, aunque pequeña, es patente y se llama presión de radiación. Una estructura del tipo vela, con una gran superficie y poca masa, puede ser propulsada mediante la presión de la radiación. Con una vela cuadrada de media milla de lado, pero extraordinariamente delgada, las misiones interplanetarias pueden resultar más eficaces que con la propulsión convencional mediante cohetes. La vela sería colocada en órbita terrestre utilizando un vehículo lanzadera tripulado, para poder desplegarla y tensarla. Constituiría una imagen preciosa, fácilmente visible a simple vista en forma de un punto brillante. Con unos prismáticos podrían apreciarse ciertos detalles, tal vez incluso lo que en los buques de vela del siglo XVII se llamaba la divisa: un símbolo gráfico adecuado, tal vez un dibujo del planeta Tierra. Junto a la vela estaría el vehículo científico diseñado para la aplicación concreta.

Una de las primeras aplicaciones, y también de las más estimulantes, sobre la que ya se está discutiendo, es una misión de encuentro con un cometa, tal vez un encuentro con el cometa Halley en 1986. Los cometas se encuentran vagando la mayoría del tiempo por el espacio interestelar; están llamados a proporcionar importantes indicios sobre la historia inicial del sistema solar y sobre la naturaleza de la materia entre las estrellas. La navegación solar hacia el cometa Halley no sólo ha de proporcionar fotografías de cerca del interior de un cometa —sobre el que no sabemos prácticamente nada— sino también, sorprendentemente, traer a la Tierra un fragmento de un cometa. Las ventajas prácticas, y la belleza, de la navegación solar resultan evidentes en este ejemplo; pero además, no sólo representa una nueva misión, sino toda una nueva tecnología interplanetaria. Dado que el desarrollo de la tecnología de la navegación solar está más atrasada que la de la propulsión química, es esta última la que se utilizará en las primeras misiones hacia los cometas. Ambos mecanismos de propulsión tendrán su lugar en los viajes interplanetarios del futuro. Pero, en mi opinión, la navegación solar tendrá un mayor impacto. Tal vez a principios del siglo XXI se hagan competiciones de regatas entre la Tierra y Marte.

Vehículos móviles sobre Marte (Rovers). Antes de la misión Viking, ningún vehículo espacial terrestre había llegado a posarse sobre Marte. Los soviéticos habían tenido algunos fracasos, incluyendo por lo menos uno que resultó bastante misterioso y previsiblemente atribuible a la peligrosa topografía de la superficie marciana. Posteriormente, tras penosos esfuerzos, tanto el Viking 1 como el Viking 2 consiguieron posarse en los lugares más oscuros que pudieron encontrar en la superficie del planeta. Las cámaras estéreo del vehículo espacial mostraron valles alejados y perspectivas inaccesibles. Las cámaras orbitales mostraron un paisaje extraordinariamente diversificado y geológicamente exuberante, paisaje que no podíamos examinar de cerca con el vehículo Viking estacionario, una vez en el suelo. La exploración futura de Marte, tanto geológica como biológica, requerirá vehículos móviles capaces de posarse en los lugares oscuros y seguros, vehículos capaces de desplazarse centenares o miles de kilómetros hasta los lugares interesantes. Un vehículo de esas características tendría que poder desplazarse a su antojo produciendo un flujo continuo de fotografías de nuevos paisajes, nuevos fenómenos y, como es de esperar, grandes sorpresas en Marte. Su importancia podría mejorar todavía si actuase conjuntamente con un vehículo orbital polar que trazase el mapa geoquímico del planeta o con un avión marciano no tripulado que fotografiase la superficie a altitudes muy pequeñas.

Aterrizaje en Titán. Titán es la luna mayor de Saturno y el mayor satélite del sistema solar (ver capítulo 13). Es especialmente notable por poseer una atmósfera más densa que la de Marte y posiblemente se encuentra cubierto por una capa de nubes marrones compuestas por moléculas orgánicas. A diferencia de Júpiter y Saturno, posee una superficie sobre la que puede posarse un vehículo espacial, y su profunda atmósfera no es lo suficientemente caliente como para destruir las moléculas orgánicas. Una sonda de entrada y un aterrizaje sobre Titán posiblemente constituirían uno de los aspectos de una misión orbital de Saturno, que pudiese contar también con una sonda de entrada en ese planeta.

Radar fotográfico en órbita alrededor de Venus. Las misiones soviéticas Venera 9 y Venera 10 han traído a la Tierra las primeras fotografías de cerca de la superficie de Venus. Debido a la permanente capa de nubes, las características superficiales de Venus no pueden verse a través de los telescopios ópticos situados en la Tierra. Sin embargo, unas estaciones de radar terrestres y el sistema de radar llevado por el pequeño vehículo orbital Pioneer han empezado a levantar un mapa de los elementos superficiales de Venus y han puesto de manifiesto la presencia de enormes montañas y cráteres y volcanes, así como una accidentada topografía. El radar fotográfico en órbita alrededor de Venus que se propone podría suministrar fotografías-radar de polo a polo de la superficie venusiana con una precisión mayor que la que se alcanza desde la superficie de la Tierra y permitiría llevar a cabo un reconocimiento previo de la superficie de Venus comparable al realizado en Marte por el Mariner 9 en 1971-1972.

Sonda solar. El Sol es la estrella más cercana, la única que posiblemente seamos capaces de examinar de cerca, por lo menos durante muchas décadas. Un vuelo de aproximación al Sol resultaría del máximo interés, contribuiría a comprender su influencia sobre la Tierra y proporcionaría, además, pruebas de gran trascendencia sobre la Teoría General de la Relatividad de Einstein. Una misión en la que intervenga una sonda solar plantea dos tipos de dificultades: la de la energía necesaria para liberarse del movimiento de la Tierra (y de la sonda) alrededor del Sol, de forma que ésta pudiese precipitarse hacia el Sol, y la del calor insoportable a medida que se fuese acercando al Sol. El primer problema puede resolverse lanzando el vehículo espacial hacia Júpiter y utilizando la gravedad de este planeta para dirigirlo hacia el Sol. Al existir muchos asteroides en el interior de la órbita de Júpiter, la misión podría ocuparse también de estudiar esos asteroides. Una manera de abordar el segundo problema, que a primera vista puede parecer enormemente ingenua, consiste en volar hacia el Sol por la noche. En la Tierra, la noche es el resultado de la interposición del cuerpo sólido de la Tierra entre el Sol y nosotros. Lo mismo ocurre con la sonda solar. Existen varios asteroides que se acercan bastante al Sol. La sonda solar podría dirigirse hacia el Sol al amparo de la sombra de algún asteroide (al mismo tiempo podría hacer observaciones del asteroide). Cerca del perihelio del planeta, la sonda saldría de la sombra del planeta y se sumergiría, con todo su interior repleto de fluido resistente al calor, lo más profundamente que pudiese en la atmósfera del Sol hasta fundirse y evaporarse —átomos de la Tierra añadidos a nuestra estrella más cercana.

Misiones tripuladas. Una misión tripulada viene a costar de cincuenta a cien veces más que una misión no tripulada de la misma índole. Por eso, para la exploración científica se prefieren las misiones no tripuladas y se utilizan sólo máquinas.

Sin embargo, pueden existir también otras razones distintas a la exploración espacial que sean de tipo social, económico, político, cultural o histórico. Las misiones tripuladas de las que se habla con mayor frecuencia son las que ponen en órbita alrededor de la Tierra estaciones espaciales (tal vez diseñadas para recoger luz solar y transmitirla en haces de microondas hacia una Tierra necesitada de energía) y la de una base lunar permanente. También están discutiéndose las grandes líneas de la construcción de ciudades espaciales permanentes en órbita terrestre, construidas con materiales procedentes de la Luna o los asteroides. El coste del transporte de esos materiales desde mundos de gravedad reducida, como la Luna o un asteroide, hasta la órbita de la Tierra es mucho menor que el correspondiente desde nuestro planeta de gravedad elevada. Estas ciudades espaciales podrían llegar a ser autorreproductoras —las nuevas serían construidas por las antiguas. Los costos de estas grandes estaciones tripuladas no han sido evaluados todavía con precisión, pero parece probable que el conjunto de ellas —así como una misión tripulada a Marte— alcance una cifra comprendida entre los 100 000 millones y los 200 000 millones de dólares. Tal vez algún día se lleven a la práctica estas ideas; en ellas hay muchos elementos de largo alcance e históricamente significativos. Pero todos los que hemos estado luchando durante años por organizar aventuras espaciales que costasen menos del uno por ciento de esas cantidades seremos perdonados por habernos planteado si los fondos necesarios serían efectivamente proporcionados y si esos gastos responden a un interés social.

Sin embargo, por mucho menos dinero podría ponerse en marcha una importante expedición preparatoria de esas misiones tripuladas: una expedición a un asteroide carbonoso próximo a la Tierra. Los asteroides se encuentran principalmente entre las órbitas de Marte y Júpiter. Una fracción muy pequeña de ellos posee trayectorias que alcanzan la órbita de la Tierra y, en ocasiones, se acercan hasta unos cuantos millones de kilómetros de nuestro planeta. Muchos asteroides son básicamente carbonosos —con gran cantidad de material orgánico y agua. Se cree que la materia orgánica se condensó en los primeros estadios de la formación del sistema solar, a partir de gas y polvo interestelares, hace unos 4600 millones de años; su estudio y comparación con las muestras de cometas presenta un interés científico de excepcional importancia. No creo que los materiales procedentes de un asteroide carbonoso puedan criticarse de la misma manera que lo fueron las muestras recogidas en la Luna por el Apollo por ser tan «sólo» rocas. Es más, un aterrizaje tripulado sobre un objeto tal constituiría una excelente preparación para una posible explotación de los recursos del espacio. Y, por último, el aterrizaje en un objeto de esas características resultaría divertido: el campo de gravedad es tan reducido que un astronauta no tendría dificultad en dar saltos de diez kilómetros. Los objetos que atraviesan las zonas de influencia de la Tierra van descubriéndose a gran ritmo y se llaman objetos Apolo, nombre que fue seleccionado mucho antes que el famoso vuelo tripulado. Podrán o no ser los restos muertos de cometas, pero independientemente de su origen, son objetos de enorme interés. Algunos de ellos son los objetos a los que más fácilmente podríamos acostumbrarnos los humanos, utilizando únicamente una tecnología «de lanzadera» de la que podremos disponer dentro de unos años.

Las misiones que se han descrito más arriba puede afrontarlas nuestra tecnología actual y requieren un presupuesto de la NASA no excesivamente superior al actual. En ellas se combina el interés científico con el interés público, que, en muchas ocasiones, comparten objetivos. Caso de realizarse ese programa, dispondríamos de un reconocimiento previo de todos los planetas y de la mayoría de las lunas desde Mercurio a Urano, de un muestreo representativo de asteroides y cometas y de un conocimiento de los límites y contenidos de nuestra piscina local en el espacio. Como nos recuerda el descubrimiento de anillos alrededor de Urano, hay muchos descubrimientos, importantes e insospechados, que están a la espera. Un programa de esas características sentaría las primeras bases para la utilización del sistema solar por nuestra especie, permitiría extraer los recursos de otros mundos, adecuar éstos como morada de seres humanos y reordenar los entornos de otros planetas para que en ellos pudiese vivir nuestra especie con un mínimo de inconvenientes. Los seres humanos pueden convertirse en una especie multiplanetaria.

Resulta evidente el carácter de transición de estas décadas. A menos de que nos autodestruyamos, la humanidad dejará de verse restringida a un mundo único. De hecho, la existencia de ciudades espaciales y la presencia de colonias humanas en otros mundos dificultará la autodestrucción de la especie humana. Es claro que hemos entrado, casi sin darnos cuenta, en una edad de oro de la exploración planetaria. Como ocurre en muchos casos de la historia humana, al ampliarse la perspectiva a través de la exploración, en este caso espacial, se amplían también las perspectivas artísticas y culturales. No creo que muchas personas del siglo XV se diesen nunca cuenta de estar viviendo en el Renacimiento italiano. Pero la buena predisposición, la alegría, la aparición de nuevas formas de pensamiento, los avances tecnológicos, los bienes de ultramar y la superación del localismo que se dieron en aquella época resultaban evidentes para los pensadores de entonces. Disponemos de la capacidad y de los medios, y —así lo espero ardientemente— del deseo de plantearnos hoy un esfuerzo parecido. Por primera vez en la historia de la humanidad, cae dentro de las posibilidades de esta generación el extender la presencia humana a otros mundos del sistema solar —con temor por sus maravillas y avidez por lo que tienen que enseñarnos.