CALÍOPE Y LA CAABA
Podemos imaginarles
unidas
cara a cara,
esas rocas flotantes
de ceniza cósmica,
mil veces a flote
entre Júpiter y Marte.
Frigga,
Fanny,
Adelaida
Lacrimosa,
Nombres que evocar,
montes negros de Dakota,
una opereta
representada sobre un arrecife.
Y podrán haber enjambrado,
desmenuzadas como el queso azul,
ese momento final
en que el sistema solar
ventoseó.
Pero ahora
vagan pesadamente
separados
de cada uno
de los vecinos
agujeros de luz.
por millones
y millones de
herméticas millas.
Y sólo desde los más lejanos
pastan
como un rebaño
en una tundra muerta.
DIANE ACKERMAN,
The Planets (Morrow, Nueva York, 1976)
UNA DE LAS SIETE MARAVILLAS del mundo antiguo era el Templo de Diana en Éfeso (Asia Menor), un exquisito ejemplo de arquitectura monumental griega. El sancta santorum de ese templo era una gran roca negra, probablemente metálica, que había caído desde los cielos, un signo de los dioses, tal vez una punta de flecha disparada desde la luna creciente, el símbolo de Diana Cazadora.
Pocos siglos después —es posible que incluso en la misma época— vino del cielo, según las creencias de muchos, otra gran piedra negra y cayó en la Península de Arabia. En aquellos tiempos preislámicos, se colocó esa roca en un templo de la Meca, La Caaba, y se inició algo parecido a un culto. Más tarde, en los siglos VII y VIII, se produjo el sorprendente éxito del Islam, fundado por Mahoma, quien vivió la mayoría de sus días cerca de esa gran piedra oscura, la presencia de la cual podría haber influido en la elección de su carrera. El culto original de la piedra fue incorporado al Islam y, en la actualidad, uno de los centros principales de atracción en cada peregrinación a la Meca lo constituye la propia piedra, también llamada La Caaba, tomando el nombre del templo que la guarda como reliquia. (Todas las religiones han copiado sin reparos de sus predecesores; p. ej., en el festival cristiano de Pascua, los antiguos ritos de fertilidad del equinoccio de primavera han quedado hábilmente disfrazados por los huevos y los animales recién nacidos. Incluso la propia palabra Easter —Pascua— procede, según ciertas etimologías, del nombre de la gran diosa madre de la tierra del Medio Oriente, Astarté. La Diana de Éfeso es una versión helenizada posterior de Astarté y Cibeles).
En los tiempos más remotos, una gran piedra que atravesaba un cielo azul claro debía ser una experiencia imborrable para todos aquellos que pudiesen verla. Pero tenía una importancia mayor: en los inicios de la metalurgia, el hierro procedente de los cielos era, para muchos lugares del mundo, la forma más pura en que podía disponerse de ese metal. La trascendencia militar de las espadas de hierro y la importancia para la agricultura de los arados de hierro hicieron que los hombres prácticos se interesasen por el metal procedente del cielo.
Las rocas siguen cayendo de los cielos; algunos agricultores han visto cómo se rompían sus arados al chocar con alguna medio enterrada; los museos siguen pagando grandes cantidades por ellas; y, muy de vez en cuando, alguna se precipita sobre el tejado de una casa, esquiva por poco a una familia que se recrea en el ritual hipnótico vespertino ante el aparato de televisión. Esos objetos se llaman meteoritos. Pero con sólo decir el nombre no basta para comprenderlos. De hecho, ¿de dónde vienen los meteoritos?
Entre las órbitas de Marte y Júpiter existen miles de pequeños mundos en revoltijo, de formas irregulares, llamados asteroides o planetoides. «Asteroide» no es un nombre adecuado para esos mundos, pues no se parecen a las estrellas. «Planetoide», en cambio, se ajusta mucho más, pues son como planetas, sólo que menores; sin embargo, el término «asteroide» es, con mucho, el más utilizado. El primer asteroide encontrado fue descubierto[12] con un telescopio el 1 de enero de 1801 —un hallazgo repleto de buenos augurios, el primer día del siglo XIX— por un monje italiano llamado G. Piazzi. Ceres tiene unos 1000 kilómetros de diámetro y, es el mayor de todos los asteroides. (A modo de comparación, el diámetro de la Luna es de 3464 kilómetros). Desde entonces se han descubierto más de dos mil asteroides. A todos ellos se les asigna el número de orden de su descubrimiento. Pero, siguiendo el ejemplo de Piazzi, se ha hecho también el esfuerzo de asignarles un nombre —un nombre femenino, preferentemente sacado de la mitología griega. Sin embargo, dos mil nombres de asteroides son muchos y hacia el final de la lista los nombres empiezan a ser desiguales: 1 Ceres, 2 Palas, 3 Juno, 4 Vesta, 16 Psyché, 22 Calíope, 34 Circe, 55 Pandora, 80 Safo, 232 Rusia, 324 Bamberga, 433 Eros, 710 Gertrud, 739 Mandeville, 747 Winchester, 904 Rockefelleria, 916 América, 1121 Natasha, 1224 Fantasía, 1279 Uganda, 1556 Icaro, 1620 Geographos, 1685 Toro y 1694 Ekard (Drake —Universidad de—, escrito a la inversa). Desgraciadamente, 1984 Orwell es una oportunidad perdida.
Muchos asteroides tienen órbitas muy elípticas o alargadas, en absoluto parecidas a las órbitas casi totalmente circulares de la Tierra o Venus. Algunos asteroides tienen sus respectivos afelios (punto de la órbita más alejado del Sol) más allá de la órbita de Saturno; algunos tienen sus respectivos perihelios (punto de la órbita más cercano al Sol) cerca de la órbita de Mercurio; algunos, como ocurre con 1685 Toro, circulan entre las órbitas de la Tierra y Venus. Dado que existen tantos asteroides en órbitas muy elípticas, las colisiones resultan inevitables en un período tan largo como la vida del sistema solar. La mayoría de las colisiones se producirán cuando un asteroide alcance a otro, dándole un empujón y produciendo un choque suave con formación de fragmentos. Como los asteroides son tan pequeños, su gravedad es mínima y los fragmentos de la cohesión se desparramarán por el espacio en órbitas distintas a las de los asteroides de procedencia. Se ha calculado que en algunas ocasiones, esas colisiones generan fragmentos que por casualidad interceptan la Tierra, penetran en su atmósfera, resistiendo la ablación de la entrada, y aterrizan a los pies de algún terrestre justificadamente atónito.
Los pocos meteoritos cuya trayectoria ha podido seguirse una vez penetrados en la atmósfera terrestre se originaron en el cinturón principal de asteroides, entre Marte y Júpiter. Los estudios realizados en laboratorio sobre las propiedades físicas de algunos meteoritos demuestran que se han formado a temperaturas concordantes con las del cinturón principal de asteroides. El resultado es muy claro: los meteoritos que se exhiben en nuestros museos son fragmentos de asteroides. ¡En nuestras estanterías disponemos de trozos de objetos cósmicos!
Pero, ¿qué tipo de meteoritos procedentes de qué asteroides? Hasta hace pocos años, las respuestas a esa pregunta no estaban al alcance de los científicos planetarios. Sin embargo, recientemente, se ha conseguido realizar la espectrofotometría de algunos asteroides en radiación visible y cuasi infrarroja; examinar la polarización de la luz reflejada por los asteroides a medida que varía la geometría de los asteroides, el Sol y la Tierra; y examinar la emisión infrarroja media de los asteroides. Las observaciones de éstos, así como los estudios comparativos de meteoritos y otros minerales en el laboratorio, han proporcionado las primeras indicaciones fascinantes sobre la correlación entre asteroides específicos y meteoritos específicos. Más del 90 por ciento de los asteroides estudiados se clasifican, en dos grupos según su composición: metálicos y carbonosos. De los meteoritos disponibles en la Tierra, sólo un porcentaje muy bajo son carbonosos, pero estos meteoritos son fácilmente desmenuzables, pulverizándose rápidamente en las condiciones terrestres normales. Posiblemente también se fragmenten más fácilmente en su entrada en la atmósfera terrestre. Como los meteoritos metálicos son mucho más duros, su representación en las colecciones de los museos es desproporcionadamente elevada. Los meteoritos carbonosos tienen muchos compuestos orgánicos, incluso aminoácidos (los componentes básicos de las proteínas), y pueden considerarse representativos de los materiales a partir de los cuales se formó el sistema solar hace unos 4600 millones de años.
Entre los asteroides que resultan ser carbonosos destacan 1 Ceres, 2 Palas, 19 Fortuna, 324 Bamberga y 654 Zelinda. Si los asteroides que son carbonosos en su superficie, lo son también en su interior, entonces la mayoría de la materia asteroidal es carbonosa. En general, se trata de objetos oscuros, que reflejan una pequeñísima parte de la luz que reciben. Estudios recientes sugieren que Fobos y Deimos, las dos lunas de Marte, posiblemente sean también carbonosas y que se trate de asteroides carbonosos capturados por la gravedad marciana.
Entre los asteroides que presentan las propiedades de los meteoritos metálicos se encuentran 3 Juno, 8 Flora, 12 Victoria, 89 Julia y 433 Eros. Algunos asteroides conforman alguna otra categoría: 4 Vesta se parece a un meteorito llamado condrito basáltico, mientras que 16 Psyché y 22 Calíope parecen contener básicamente hierro.
Los asteroides de hierro son de gran interés, pues los geofísicos creen que el cuerpo madre de un objeto muy rico en hierro debe haberse derretido hasta poder diferenciar, separar el hierro de los silicatos en la caótica mezcla inicial de elementos en los tiempos primigenios. Por otro lado, para que las moléculas orgánicas de los meteoritos carbonosos hayan logrado sobrevivir, las temperaturas no deben haberse elevado nunca lo suficiente como para fundir la roca o el hierro. Así pues, los distintos asteroides tienen historias distintas.
Comparando las propiedades de los asteroides y los meteoritos, estudiando en el laboratorio los meteoritos y simulando en computadoras los movimientos de los asteroides en el pasado, podrá lograrse algún día reconstruir las historias de los asteroides. Hoy por hoy, todavía no sabemos si representan un planeta que no pudo formarse a causa de las poderosas perturbaciones gravitatorias del cercano planeta Júpiter o si son los restos de un planeta totalmente formado que hubiese explotado por alguna razón. La mayoría de los estudiosos se inclinan por la primera hipótesis, básicamente porque nadie puede concebir cómo se hace explotar un planeta. Es posible que se consiga juntar todas las piezas de la historia.
También pueden existir meteoritos no procedentes de asteroides. Tal vez sean fragmentos de cometas jóvenes, o de las lunas de Marte, o de la superficie de Mercurio, o de los satélites de Júpiter, que hoy están repletos de polvo e ignorados en algún museo oscuro. Lo que sí queda claro es que está empezando a emerger la verdadera imagen del origen de los meteoritos.
El sancta sanctorum del Templo de Diana en Éfeso fue destruido. Pero La Caaba fue cuidadosamente conservada, aunque no parece haberse realizado ningún examen verdaderamente científico de dicha piedra. Algunos creen que es un meteorito rocoso, oscuro y no metálico. Dos geólogos han sugerido recientemente, aun conscientes de disponer de pocas pruebas, que se trata de un pedazo de ágata. Algunos escritores musulmanes creen que, en un principio, el color de La Caaba era blanco, y no negro y que el color actual se debe al manoseo continuo. El punto de vista oficial del Guardián de la Piedra Negra es que fue colocada en su posición actual por el patriarca Abraham y que cayó de un cielo religioso y no astronómico —de forma que una posible prueba física del objeto no podría ser una prueba de la doctrina islámica. Ello no obsta para que fuese muy interesante poder examinar, con todo el arsenal de las modernas técnicas de laboratorio, un pequeño fragmento de La Caaba. Se podría determinar su composición con precisión. Si es un meteorito, se podría establecer su edad de exposición a los rayos cósmicos —el tiempo transcurrido entre la fragmentación y la llegada a la Tierra. También podrían comprobarse las hipótesis de su origen, como, por ejemplo, la idea de que hace unos 5 millones de años, en la época del origen de los homínidos, la Caaba se desprendió de un asteroide llamado 22 Calíope, giró en órbita alrededor del Sol durante los tiempos geológicos y chocó por accidente contra la Península Arábiga hace 2500 años.