VIDA EN EL SISTEMA SOLAR
—A nadie veo en el camino —dijo Alicia.
—Me gustaría tener esos ojos —observó el Rey en tono malhumorado—. ¡Ser capaz de ver a Nadie! ¡Y a esa distancia, además! ¡Si esto es lo más que puedo hacer por ver a la gente de verdad, con esta luz!
LEWIS CARROLL,
Alicia a través del espejo
HACE MÁS DE TRESCIENTOS AÑOS, Anton van Leeuwenhoek, de Delft, exploró un nuevo mundo. Con el primer microscopio pudo observar una infusión de heno y quedó asombrado al comprobar que en ella pululaban pequeños seres:
«El 24 de abril de 1676, cuando observaba por casualidad ese agua, vi en ella, con gran asombro, una cantidad increíblemente grande de pequeños animálculos de varios tipos; entre otros, unos que eran tres o cuatro veces más largos que anchos. Su grosor era, a mi juicio, no mucho mayor que uno de los pequeños pelos que cubren el cuerpo de un piojo. Esos seres tenían unas patas muy cortas y delgadas sobre la cabeza (aunque fui incapaz de reconocer una cabeza, hablo así de ella por la única razón de que esa parte siempre iba hacia delante al moverse)… Cerca de la parte trasera había un glóbulo muy claro; y aprecié que la parte más trasera estaba ligeramente partida. Estos animálculos son muy astutos al moverse y a menudo dan vueltas en redondo».
Esos diminutos animálculos no habían sido vistos jamás por ningún ser humano. Y sin embargo, Leeuwenhoek no tuvo ninguna dificultad en considerarlos seres vivos.
Dos siglos más tarde, Louis Pasteur elaboró a partir del descubrimiento de Leeuwenhoek la teoría de las enfermedades provocadas por gérmenes y sentó las bases de una gran parte de la medicina moderna. Los objetivos de Leeuwenhoek no eran prácticos en absoluto, pero sí exploratorios y audaces. Él mismo nunca intuyó las futuras aplicaciones prácticas de su trabajo.
En mayo de 1974, la Royal Society de Gran Bretaña celebró una reunión para debatir sobre el tema «El reconocimiento de la vida extraña». La vida en la Tierra se ha desarrollado a través de una progresión lenta, tortuosa y paulatina, conocida con el nombre de evolución por selección natural. Los factores aleatorios desempeñan un papel crítico en todo ese proceso —como, por ejemplo, qué gen en qué momento mutará o cambiará por la acción de un fotón ultravioleta o un rayo cósmico procedente del espacio—. Todos los organismos de la Tierra están exquisitamente adaptados a los caprichos de su entorno natural. En algún planeta, con distintos factores aleatorios en juego y entornos extremadamente exóticos, la vida puede haber evolucionado de forma muy distinta. Si, por ejemplo, se hace llegar un vehículo a Marte, ¿seríamos incluso capaces de reconocer las formas de vida local?
Un tema sobre el que la discusión de la Royal Society hizo mucho hincapié fue que la vida en cualquier lugar podría reconocerse por su improbabilidad. Pensemos en los árboles, por ejemplo. Los árboles son estructuras largas y flacas que sobresalen del suelo, más gruesos en la parte baja que en la copa. Es fácil ver que después de milenios de erosión por el agua y el viento, la mayoría de los árboles deben haber caído. Están en desequilibrio mecánico. Son estructuras inverosímiles. No todas las estructuras de copa pesada han sido producidas por la biología. Existen, por ejemplo, las rocas fungiformes de las zonas desérticas. Pero si lo que se observase fuese una gran cantidad de estructuras de copa pesada, todas con la misma apariencia, deduciríamos lógicamente que tendrían un origen biológico. Como en el caso de los animálculos de Leeuwenhoek. Existen muchos de ellos, muy parecidos entre sí, de estructuras complejas y, en principio, muy improbables. Sin haberlos visto nunca antes, intuiríamos con acierto que son biológicos.
Se ha debatido intensamente acerca de la naturaleza y la definición de la vida. Las definiciones más acertadas hacen referencia al proceso evolutivo. Pero no podemos esperar a llegar a otro planeta y ver si algún objeto de las inmediaciones está evolucionando. No tenemos tiempo para eso. La búsqueda de la vida debe hacerse desde una óptica mucho más práctica. Este punto apareció con cierta elegancia en la reunión de la Royal Society cuando, tras un diálogo caracterizado por una intensa vaguedad metafísica, se levantó sir Peter Medawar y dijo: «Caballeros, todos los presentes en esta sala conocen la diferencia entre un caballo vivo y un caballo muerto. Les rogaría, por tanto, que dejásemos de hostigar a este caballero». Medawar y Leeuwenhoek hubiesen estado completamente de acuerdo.
Pero, ¿existen árboles o animálculos en otros mundos de nuestro sistema solar? La respuesta es sencilla: nadie lo sabe todavía. Desde los planetas más cercanos, resultaría imposible detectar fotográficamente la presencia de vida en nuestro propio planeta. Incluso con las observaciones orbitales más próximas de Marte conseguidas hasta la fecha, desde los vehículos norteamericanos Mariner 9 y Viking 1 y 2, no se aprecian los detalles superficiales menores de 100 metros de longitud. Como quiera que incluso los más ardientes entusiastas de la vida extraterrestre no defienden la existencia de elefantes marcianos de 100 metros de longitud, todavía faltan por realizar muchas pruebas importantes.
Hasta el momento, tan sólo podemos evaluar las condiciones ambientales de los demás planetas, determinar si son tan duras como para excluir la vida —incluso bajo formas distintas a las que conocemos en la Tierra— y, en el caso de entornos más benignos, especular tal vez sobre las formas de vida que puedan darse. La única excepción está en los resultados del aterrizaje de los Viking, comentados brevemente más arriba.
Un lugar puede resultar demasiado caluroso o demasiado frío para la vida. Si las temperaturas son excesivamente elevadas —por ejemplo, varios miles de grados centígrados—, entonces las moléculas que constituirían el organismo se descompondrían. Así, se ha excluido el Sol como sede de la vida. Por otra parte, si las temperaturas son excesivamente bajas, entonces las reacciones químicas que configuran el metabolismo interno del organismo se producirían a una velocidad demasiado baja. Por esa razón, los restos frígidos de Plutón se han excluido como sede de la vida. Sin embargo, existen reacciones químicas que se producen a velocidades considerables a temperaturas bajas, pero son poco conocidas en la Tierra, donde a los químicos les disgusta trabajar en el laboratorio a -230° C. Debemos evitar caer en una visión demasiado chauvinista de la materia.
Los planetas exteriores gigantes del sistema solar, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, se excluyen a veces por razones biológicas, dado que sus temperaturas son muy bajas. Pero esas temperaturas son las de sus nubes superiores. En las zonas inferiores de las atmósferas de esos planetas, como en la atmósfera de la Tierra, deberán darse condiciones mucho más benignas. Y parecen ser ricas en moléculas orgánicas. De ninguna manera pueden excluirse.
Así como los seres humanos necesitamos oxígeno, difícilmente puede recomendarse éste, ya que existen muchos organismos para los cuales el oxígeno es un veneno. Si no existiese la fina capa protectora de ozono de nuestra atmósfera, creada a partir del oxígeno por la luz solar, rápidamente quedaríamos achicharrados por la luz ultravioleta procedente del Sol. Pero, dicho de otra manera, pueden imaginarse fácilmente parasoles ultravioletas o moléculas biológicas impermeables a la radiación cuasi ultravioleta. Esas consideraciones no hacen sino subrayar nuestra ignorancia.
Una distinción importante con relación a los demás mundos de nuestro sistema solar es el espesor de sus atmósferas. En ausencia total de atmósfera, resulta muy difícil concebir la vida. Pensamos que, como en la Tierra, en los demás planetas la biología debe estar presidida por la luz solar. En nuestro planeta, las plantas comen luz solar y los animales comen plantas. Si todos los organismos de la Tierra se viesen forzados (por una catástrofe inimaginable) a llevar una existencia subterránea, la vida dejaría de existir en cuanto se agotasen las existencias de alimentos. Las plantas, los organismos fundamentales de cualquier planeta, deben estar expuestas al Sol. Pero si un planeta no dispone de atmósfera, no sólo la radiación ultravioleta, sino también los rayos X y los rayos gamma y las partículas cargadas del viento solar se precipitarían sin obstáculo alguno sobre la superficie planetaria destruyendo las plantas.
Pero, además, se requiere una atmósfera para el intercambio de materiales de forma que no se gasten todas las moléculas básicas para la biología. En la Tierra, por ejemplo, las plantas verdes liberan oxígeno —un producto de desecho para ellas— a la atmósfera. Muchos animales que respiran, como por ejemplo los seres humanos, inhalan oxígeno y liberan dióxido de carbono, que a su vez aceptan las plantas. Sin ese sabio (y penosamente alcanzado) equilibrio entre las plantas y los animales, enseguida nos quedaríamos sin oxígeno o sin dióxido de carbono. Por esas dos razones —protección ante la radiación e intercambio molecular— para la vida parece necesaria una atmósfera.
Algunos de los mundos de nuestro sistema solar tienen atmósferas extremadamente delgadas. Por ejemplo, nuestra Luna posee en su superficie menos de una millonésima parte de la presión atmosférica terrestre. Los astronautas de las sucesivas misiones Apollo examinaron seis lugares de la cara visible de la Luna. No encontraron ni estructuras de copa pesada ni animales que se desplazasen pesadamente. De la Luna se trajeron casi cuatrocientos kilogramos de muestras que fueron examinadas meticulosamente en los laboratorios terrestres. No se han encontrado ni animálculos, ni microbios, muy pocos compuestos orgánicos y sólo rastros de agua. Esperábamos que no hubiese vida en la Luna, y así parece confirmarse. Mercurio, el planeta más cercano al Sol, se parece a la Luna. Su atmósfera es extraordinariamente sutil y no debiera hacer posible la vida. En el sistema solar exterior existen muchos grandes satélites del tamaño de Mercurio o de nuestra Luna, compuestos por mezclas de rocas (como la Luna y Mercurio) y hielos. En esa categoría se encuentra Ío, la segunda luna de Júpiter. Su superficie parece estar cubierta por una especie de depósito rojizo de sal. Muy poco sabemos de él. Pero, precisamente por su baja presión atmosférica, no es de esperar que haya vida allí.
Hay también planetas con atmósferas moderadas. La Tierra es el ejemplo más conocido. Aquí la vida ha desempeñado un papel fundamental en la determinación de la composición de nuestra atmósfera. Evidentemente, el oxígeno lo produce la fotosíntesis de las plantas verdes, pero se piensa incluso que el nitrógeno es producido por bacterias. El oxígeno y el nitrógeno constituyen por sí solos el 99 por ciento de nuestra atmósfera, cuya composición ha sufrido el trabajo continuo y a gran escala de la vida en nuestro planeta.
La presión total en Marte es aproximadamente la mitad de un uno por ciento de la terrestre, pero su atmósfera está compuesta fundamentalmente por dióxido de carbono. Existen pequeñas cantidades de oxígeno, vapor de agua, nitrógeno y otros gases. Evidentemente, la atmósfera de Marte no ha sufrido el trabajo continuo de la biología, pero no sabemos lo suficiente de Marte como para excluir la posibilidad de vida. En algunos momentos y lugares, tiene temperaturas adecuadas, así como una atmósfera suficientemente densa y también agua abundante almacenada en el suelo y en los casquetes polares. Algunas variedades de microorganismos terrestres podrían sobrevivir muy bien allí. El Mariner 9 y los Viking encontraron centenares de lechos de río secos, posibles exponentes de que en alguna época de la historia geológica reciente del planeta corría por ellos agua líquida en abundancia. Es un mundo en espera de exploración.
Un tercer ejemplo aunque menos conocido de lugares con atmósferas moderadas es Titán, la luna mayor de Saturno. Titán parece tener una atmósfera de una densidad comprendida entre las de Marte y la Tierra. Sin embargo, esa atmósfera está fundamentalmente constituida por hidrógeno y metano, y está coronada por una capa continua de nubes rojizas —posiblemente formadas por complejas moléculas orgánicas—. Debido a su lejanía, solo recientemente se ha centrado sobre Titán la atención de los exobiólogos; hoy se afirma como una promesa fascinante a largo plazo.
Los planetas con atmósferas muy densas presentan un problema especial. Como ocurre en la Tierra, esas atmósferas son frías en la parte superior y calientes cerca del suelo. Pero cuando la atmósfera es muy espesa, las temperaturas próximas al suelo resultan demasiado elevadas para la biología. En el caso de Venus, las temperaturas superficiales son de unos 480° C; en los planetas jovianos, alcanzan los miles de grados centígrados. Tenemos la impresión de que todas esas atmósferas son convectivas, atravesadas por vientos verticales que transportan materiales en ambas direcciones. Posiblemente no pueda imaginarse la vida en esas superficies a causa de sus elevadas temperaturas. El medio ambiente de las nubes es perfectamente adecuado, pero la convección llevaría esos hipotéticos organismos de las nubes hacia sus profundidades, donde se achicharrarían. Existen dos soluciones obvias. Pueden existir pequeños organismos que se reproduzcan al mismo ritmo que son llevados hacia abajo, hacia la cazuela planetaria, o bien los organismos pueden mantenerse a flote. Los peces de la Tierra disponen de vejigas natatorias para ese mismo fin; tanto en Venus como en los planetas jovianos puede pensarse en organismos básicamente repletos de hidrogeno. Para poder flotar en las temperaturas moderadas de Venus, deberían tener unos cuantos centímetros de longitud, pero para eso mismo en Júpiter tendrían que ser por lo menos de varios metros —del tamaño de pelotas de ping-pong y de los globos meteorológicos, respectivamente—. No sabemos si existen esos animales, pero resulta interesante darse cuenta de que pueden considerarse como una posibilidad que no atenta contra nuestros conocimientos actuales de física, química y biología.
Nuestra profunda ignorancia acerca de la posible existencia de vida en otros planetas puede finalizar en el curso del presente siglo. Existen planes elaborados para examinar, tanto desde el punto de vista químico como biológico, todos esos mundos candidatos. El primer paso lo constituyeron las misiones norteamericanas Viking, que consiguieron posar dos sofisticados laboratorios automáticos sobre Marte en verano de 1976, casi trescientos años justos después del descubrimiento de los animálculos en la infusión de heno por parte de Leeuwenhoek. Los Viking no encontraron ninguna estructura curiosa por los alrededores (ni tampoco ninguna que vagase por ahí) del tipo de copa pesada, así como tampoco detectaron moléculas orgánicas. De tres experimentos sobre el metabolismo microbiano, dos de ellos, realizados en los dos lugares en que se posaron los vehículos, dieron repetidamente lo que parecían ser resultados positivos. Las implicaciones siguen debatiéndose intensamente todavía. Además, cabe recordar que los dos vehículos Viking examinaron con detalle, incluso fotográficamente, menos de una millonésima parte de la superficie del planeta. Se requieren más observaciones, en especial realizadas con instrumentos más sofisticados (incluyendo telescopios) y con vehículos móviles. Pero, a pesar de la ambigüedad de los resultados de los Viking, esas misiones representan la primera ocasión en toda la historia de la especie humana en que se ha examinado cuidadosamente otro mundo en busca de vida.
Es posible que en las próximas décadas se envíen sondas capaces de mantenerse a flote en las atmósferas de Venus, Júpiter y Saturno, y vehículos que se posen sobre Titán, y que se realicen estudios detallados de la superficie marciana. En la séptima década del siglo XX se inició una nueva era de la exploración planetaria y de la exobiología. Vivimos en una época de aventura y de enorme interés intelectual; pero también, como lo demuestra el paso de Leeuwenhoek a Pasteur, en medio de un empeño que promete tener grandes resultados prácticos.