UN PLANETA LLAMADO JORGE
… me enseñaste el nombre de la gran luz y el de la pequeña, que iluminan el día y la noche.
WILLIAM SHAKESPEARE,
La tempestad, acto I, escena 2—¿Es cierto que responden a sus nombres? —observó negligentemente el Mosquito.
—Nunca oí que lo hiciesen —dijo Alicia.
—¿De qué les sirven pues los nombres —dijo el Mosquito—, si no responden a ellos?
LEWIS CARROLL,
Alicia a través del espejo
EN LA SUPERFICIE LUNAR hay un pequeño cráter de impacto llamado Galilei. Tiene unas 9 millas de diámetro, poco más o menos el tamaño del área metropolitana de Elizabeth, New Jersey, y es tan pequeño que para verlo se necesita un telescopio bastante potente. Cerca del centro de esa cara de la Luna que está siempre orientada hacia la Tierra, está la espléndida pared en ruinas de un antiguo cráter, de 115 millas de diámetro, llamado Ptolomaeus; puede verse fácilmente con unos prismáticos corrientes e, incluso, algunas personas de gran agudeza visual pueden verlo a simple vista.
Ptolomeo (siglo II de nuestra era) fue el principal defensor de la opinión según la cual nuestro planeta es inamovible y se encuentra en el centro del universo; creía que el Sol y los planetas describían circunferencias alrededor de la Tierra en un día, encajados en esferas cristalinas. Por su parte, Galileo (1564-1642) sostuvo el punto de vista copernicano según el cual el Sol se encuentra en el centro del sistema solar y la Tierra es uno de los muchos planetas que giran a su alrededor. Más aún, fue Galileo quien proporcionó, a través de la observación de la fase creciente de Venus, la primera prueba convincente en favor de la tesis de Copérnico. También fue Galileo el primero en llamar la atención sobre la existencia de cráteres sobre nuestro satélite natural. Entonces, ¿por qué el cráter Ptolomaeus es mucho más prominente en la superficie lunar que el cráter Galilei?
El criterio para la denominación de los cráteres lunares fue establecido por Johannes Howelcke, más conocido por su nombre latinizado de Hevelius. Era cervecero y político local en Danzig y dedicó mucho tiempo a la cartografía lunar; publicó un famoso libro, Selenographia, en 1647. Tras haber grabado al agua fuerte y a mano las placas de cobre utilizadas para la impresión de sus mapas del aspecto de la Luna vista a través del telescopio, Hevelius se planteó el problema de la denominación de los elementos grabados. Unos le propusieron que les asignara nombres de personajes bíblicos; otros se decantaban por los de filósofos y científicos. Hevelius consideró que no existía ninguna conexión lógica entre los elementos lunares y los patriarcas y profetas de hacía miles de años, pero pensó también que podía desencadenarse una fuerte controversia a la hora de buscar los nombres de los filósofos y científicos que había que conmemorar, especialmente en el caso de los no fallecidos. Le pareció más prudente bautizar los prominentes valles y montañas lunares en función de características terrestres comparables: Así, contamos con montes lunares Apeninos, Pirineos, Cáucaso, Jura y Atlas e incluso con un valle Apenino. Todavía se utilizan esos nombres.
Galileo tenía la impresión de que las áreas planas y oscuras de la superficie lunar eran mares, verdaderos océanos de agua, y que las regiones más rugosas y brillantes y densamente salpicadas de cráteres eran continentes. A estos mares se asignaron básicamente nombres de estados de ánimo o condiciones de la naturaleza: Mare Frigoris (el Mar del Frío), Lacus Somniorum (el Lago de los Sueños), Mare Crisium (el Mar de las Crisis), Sinus Iridum (la Bahía del Arco Iris), Mare Serenitatis (el Mar de la Serenidad), Oceanus Procellarum (el Océano de las Tempestades), Mare Nubium (el Mar de las Nubes), Mare Fecunditatis (el Mar de la Fecundidad), Sinus Aes (la Bahía de las Olas), Mare Imbrium (el Mar de las Lluvias) y Mare Tranquilitatis (el Mar de la Tranquilidad), colección de nombres de lugares que resulta un tanto poética y evocativa para un entorno tan inhóspito como el de la Luna. Desgraciadamente, los mares lunares son enteramente secos y las muestras de ellos traídas a la Tierra por el Apollo estadounidense y el Luna soviético indican que en el pasado nunca han tenido agua. Nunca ha habido mares, bahías, lagos o arco iris en la Luna. Esos nombres han perdurado hasta nuestros días. El primer vehículo que proporcionó datos sobre la superficie lunar, el Luna 2, se posó en el Mare Imbrium, y los primeros seres humanos que pisaron nuestro satélite natural, los astronautas del Apollo 11, lo hicieron en el Mare Tranquilitatis, diez años más tarde. Creo que Galileo hubiese quedado sorprendido y complacido.
A pesar de los recelos de Hevelius, los cráteres lunares recibieron nombres de científicos y filósofos desde la publicación en 1651 del Almagestum Novum de Giovanni Battista Riccioli. El título del libro, el Nuevo Almagesto, se refiere al viejo Almagesto, el trabajo de toda la vida de Ptolomeo. «Almagesto» es un título inmodesto, pues en árabe significa «El Mayor». Riccioli no hizo más que publicar un mapa sobre el que situó sus preferencias personales en cuanto a nombres de cráteres, y tanto las anteriores como la mayoría de sus preferencias, han seguido vigentes sin haber sido nunca puestas en cuestión. El libro de Riccioli apareció nueve años después de la muerte de Galileo; desde entonces ha habido muchas oportunidades de cambiar los nombres de los cráteres. Sin embargo, los astrónomos han mantenido ese reconocimiento de Galileo, que resulta embarazosamente poco generoso. Existe un cráter dos veces mayor que el cráter Galilei, llamado Hell (infierno, en inglés) en honor al jesuita Maximilian Hell.
Uno de los cráteres lunares más sobresalientes es el cráter Clavius, de 142 millas de diámetro, que en la película 2001: Odisea del Espacio se tomó como la sede de una base lunar de ficción. Clavius es el nombre latinizado de Christoffel Schlüssel («llave» en alemán = «clavius» en latín), otro miembro de la Compañía de Jesús y gran defensor de Ptolomeo. Galileo mantuvo una dilatada controversia acerca de la prioridad del descubrimiento y de la naturaleza de las manchas solares con otro jesuita más, Christopher Scheiner, polémica que desembocó en un agudo antagonismo personal y que, para muchos historiadores de la ciencia, contribuyó al arresto domiciliario que sufrió Galileo, la proscripción de sus libros y su confesión, conseguida bajo amenaza de tortura por parte de la Inquisición, de que sus escritos copernicanos previos eran heréticos y en realidad la Tierra permanecía inmóvil. Scheiner dispone de un cráter lunar de 70 millas de diámetro. Y Hevelius, que fue quien se resistió a asignar nombres de personas a los elementos lunares, dispone de un bello cráter que lleva su nombre.
Riccioli denominó Tycho, Kepler y, sorprendentemente, Copernicus a tres de los más destacados cráteres de la Luna. El propio Riccioli, así como su discípulo Grimaldi, tuvieron asignados grandes cráteres en el limbo o borde de la Luna, siendo el de Riccioli de 106 millas de diámetro. Existe otro cráter llamado Alphonsus, en honor de Alfonso X de Castilla (siglo XIII) quien, después de contemplar la complejidad del sistema ptolomaico, había comentado que, caso de haber asistido a la Creación, le hubiese dado a Dios algunas sugerencias útiles de cara a ordenar el Universo. Resultaría interesante imaginar la respuesta de Alfonso X si hubiese sabido que, siete siglos más tarde, una nación del otro lado del océano enviaría a la Luna un vehículo espacial llamado Ranger 9, capaz de producir automáticamente imágenes de la superficie lunar a medida que se acercaba a nuestro satélite hasta precipitarse en una depresión preexistente llamada Alphonsus, en honor de Su Majestad de Castilla. Un cráter menos prominente lleva el nombre de Fabricius, el nombre latinizado de David Goldschmidt, quien descubrió, en 1596, que el brillo de la estrella Mira variaba periódicamente, contradiciendo así la opinión defendida por Aristóteles y sostenida por la Iglesia de que los cielos eran inmutables.
Así, el prejuicio en contra de Galileo en la Italia del siglo XVII no consolidó, en lo relativo a la denominación de elementos lunares, una parcialidad total en favor de los padres de la Iglesia y de las doctrinas de la Iglesia en materia astronómica. Resulta muy difícil encontrar un patrón consistente entre los nombres dados a las casi siete mil formaciones lunares. Existen cráteres que llevan el nombre de figuras políticas con poca relación directa con la astronomía, como Julio César o el káiser Guillermo I, y otros con el nombre de personajes de oscuridad heroica: por ejemplo, el cráter Wurzelbaur (de 50 millas de diámetro) y el cráter Billy (de 31 millas de diámetro). La mayoría de las denominaciones de los pequeños cráteres lunares procede de los grandes cráteres próximos; por ejemplo, cerca del cráter Mosting se encuentran los pequeños cráteres Mosting A, Mosting B, Mosting C y así sucesivamente. La sabia prohibición consistente en no asignar nombres de personas vivas a los cráteres sólo se ha roto en contadas ocasiones, por ejemplo, al designar algunos cráteres muy pequeños a los astronautas norteamericanos de las misiones lunares Apollo y, por una curiosa simetría en la época de la distensión, a los cosmonautas soviéticos que quedaron atrás en órbita alrededor de la Tierra.
Durante este siglo se ha intentado denominar con consistencia y coherencia los elementos de la superficie lunar, así como de otros objetos celestes, sobre la base de responsabilizar de esa tarea a unas comisiones especiales de la International Astronomical Union (IAU), la organización de todos los astrónomos profesionales del planeta Tierra. Una bahía, sin nombre previo, de uno de los mares lunares fue examinada con detalle por el vehículo espacial norteamericano Ranger y fue bautizada oficialmente con el nombre de Mare Cognitum (el Mar Conocido). Es un nombre que expresa no tanto una serena satisfacción sino más bien exultación. Las deliberaciones de la IAU no siempre han sido fáciles. Por ejemplo, cuando se obtuvieron las primeras fotografías —por cierto, bastante poco claras— de la cara opuesta de la Luna, fotografías logradas en la histórica misión Luna 3, los descubridores soviéticos expresaron el deseo de llamar «Las Montañas Soviéticas» a un trazo largo y brillante de sus fotografías. Como en la Tierra no existe una gran formación montañosa que lleve ese nombre, la petición entró en conflicto con el convenio de Hevelius. Sin embargo, como homenaje a la notable hazaña del Luna 3, se acordó hacerlo así. Desgraciadamente, datos posteriores sugirieron que las Montañas Soviéticas no eran tales montañas.
En una situación parecida, los delegados soviéticos propusieron designar uno de los dos «mares» de la cara oculta de la Luna (ambos muy pequeños comparados con los de la cara visible) con el nombre de Mare Moscoviense (el Mar de Moscú). Pero los astrónomos occidentales objetaron que nuevamente esa propuesta se alejaba de la tradición, por el hecho de que Moscú no era ni una condición de la naturaleza ni un estado de la mente. A modo de contestación se dijo que en las últimas denominaciones de mares lunares —las de los limbos, que son difíciles de observar con telescopios fijos en tierra— no se había seguido al pie de la letra ese convenio: Mare Marginis (el Mar Limítrofe), Mare Orientatis (el Mar Oriental) y Mare Smythii (el Mar de Smyth). Al haberse quebrado la consistencia perfecta, se dictaminó en favor de la propuesta soviética. En una reunión de la IAU celebrada en Berkeley, California en 1961 Audouin Dollfus, de Francia, declaró oficialmente que Moscú era un estado de la mente.
El advenimiento de la exploración espacial ha multiplicado los problemas de nomenclatura en el sistema solar. Un ejemplo interesante de la tendencia existente puede encontrarse en la denominación de los elementos de Marte. Desde la Tierra se han observado, catalogado y trazado sobre el mapa muchas características brillantes y oscuras de la superficie del Planeta Rojo. Mientras se desconocía la naturaleza de tales características se tuvo la tentación irresistible de darles un nombre. Después de varios intentos fallidos de asignarles los nombres de astrónomos que hubiesen estudiado Marte, G. V. Schiaparelli en Italia, y E. M. Antoniadi, un astrónomo griego que trabajaba en Francia, consiguieron imponer al inicio del siglo XX el criterio de designar los elementos marcianos con nombres alusivos a personajes y lugares de la mitología clásica. Así existen Thot, Nepenthes, Memnonia, Hesperia, Mare Boreum (el Mar Boreal) y Mare Acidalium (el Mar ácido), así como Utopia, Elysium, Atlantis, Lemuria, Eos (Aurora) y Uchronia (que, supongo, puede traducirse por Buenos Tiempos). En 1890, la gente culta se encontraba mucho más a sus anchas con los mitos clásicos que en la actualidad.
La superficie caleidoscópica de Marte se hizo conocida gracias a los vehículos norteamericanos de la serie Mariner, especialmente por el Mariner 9, que giró alrededor de Marte durante todo un año iniciando en noviembre de 1971, y transmitió a la Tierra más de 7200 fotografías de la superficie. Una profusión de detalles inesperados y exóticos quedó al descubierto, incluyendo elevadas montañas volcánicas, cráteres de tipo lunar pero mucho más erosionados, y valles sinuosos y enigmáticos, presumiblemente excavados por corrientes de agua en épocas previas de la historia de nuestro planeta. Estos nuevos elementos requerían nombres, y la IAU designó con diligencia una comisión presidida por Gerard de Vaucouleurs, de la Universidad de Texas, para el estudio de la nueva nomenclatura marciana. Gracias al esfuerzo de algunos de nosotros, la comisión de nomenclatura marciana hizo un intento serio por evitar el localismo en las nuevas denominaciones. Resultó imposible evitar que los cráteres principales recibiesen nombres de astrónomos que habían estudiado el planeta Marte, pero la gama de profesiones y nacionalidades pudo ampliarse significativamente. Así, existen cráteres marcianos de más de 60 millas de diámetro que se llaman como los astrónomos chinos Li Fan y Liu Hsin; como los biólogos Alfred Russel Wallace, Wolf Vishniac, S. N. Vinogradsky, L. Spallanzani, F. Redi, Louis Pasteur, H. J. Muller, T. H. Huxley, J. B. S. Haldane y Charles Darwin; como los geólogos Louis Agassiz, Alfred Wegener, Charles Lyell, James Hutton y E. Suess e incluso como los escritores de ciencia ficción Edgar Rice Burroughs, H. G. Wells, Stanley Weinbaum y John W. Campbell, Jr. Hay también dos grandes cráteres marcianos llamados Schiaparelli y Antoniadi.
Pero existen muchas otras culturas en el planeta Tierra —incluso algunas con una tradición astronómica identificable— que están representadas en esa lista a través de algunos de sus miembros. En un intento de compensar por lo menos parcialmente ese desequilibrio cultural, se aceptó una sugerencia mía consistente en asignar a los valles sinuosos los nombres de Marte, por orden alfabético, en lenguas predominantemente no europeas. En la página siguiente aparece una tabla (Tabla 1) en la que figuran dichos nombres. Por una curiosa coincidencia Ma'adim (hebreo) y Al Qahira (árabe: el dios de la guerra del que recibe su nombre la ciudad de El Cairo) están cara a cara. El lugar sobre el que se posó el primer vehículo Viking se llama Chryse, cerca de la confluencia de los valles Ares, Tiu, Simud y Shalbatana.
Los primeros nombres de los valles marcianos.
Nombre Lengua Al Qahira Árabe egipcio Ares Griego Auqakuh Quechua (Inca) Huo Hsing Chino Ma’adim Hebreo Mangala Sánscrito Nirgal Babilonio Kasei Japonés Shalbatana Acadio Simud Sumerio Tiu Inglés antiguo
En cuanto a los grandes volcanes marcianos, se sugirió darles el nombre de los mayores volcanes terrestres, como Ngorongoro o Krakatoa, lo cual permitiría la presencia en Marte de culturas sin tradición astronómica escrita. Pero se puso la objeción de que se prestaría a confusión al comparar los volcanes terrestres con los marcianos: ¿de qué Ngorongoro se está hablando? Se plantea el mismo problema potencial con varias ciudades terrestres, pero parece posible comparar Portland, Oregon, con Portland, Maine, sin caer en una total confusión. Otra sugerencia hecha por un sabio europeo consistía en asignar a cada volcán la palabra «mons» (montaña) seguida del nombre de una deidad romana importante en caso genitivo: Así, tendríamos Mons Martes, Mons Jovis y Mons Veneris. Puse la objeción de que por lo menos estos últimos ya habían sido utilizados en otro campo distinto de la actividad humana. La respuesta fue: «¡Oh, no lo había oído!». El resultado fue la designación de los volcanes marcianos con nombres de alturas brillantes y sombrías del mundo clásico. Así, existen Pavoris Mons, Elysium Mons y —afortunadamente, pues se trata del mayor volcán del sistema solar— Olympus Mons. Ocurre que mientras los nombres de los volcanes se inspiran fuertemente en la tradición occidental, la nomenclatura marciana más reciente representa una ruptura significativa con la tradición: un número considerable de elementos han sido bautizados con nombres que ni evocan el mundo clásico ni elementos geográficos europeos o astrónomos visuales occidentales del siglo XIX.
Algunos cráteres marcianos y lunares tienen nombres de individuos. Se trata nuevamente del caso de Portland y creo que, en la práctica, no provocará casi confusión. Cuanto menos, tiene un aspecto positivo: en Marte existe ahora un cráter llamado Galilei. Es aproximadamente del mismo tamaño del llamado Ptolomaeus. Y no existen cráteres marcianos llamados Schemer o Riccioli.
Otra de las consecuencias inesperadas de la misión Mariner 9 es la de que se obtuvieron las primeras fotografías de una de las lunas de otro planeta. En la actualidad disponemos de mapas que abarcan prácticamente la mitad de las características superficiales de las dos lunas de Marte, Fobos y Deimos (los dos seguidores del dios de la guerra, Marte). Una nueva comisión para la nomenclatura de los satélites de Marte, que tuve el honor de presidir, asignó a los cráteres de Fobos los nombres de astrónomos que habían estudiado las lunas. Un elevado cráter en el polo sur de Fobos se bautizó con el nombre de Asaph Hall, el descubridor de ambas lunas. La información apócrifa astronómica nos dice que cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda de las lunas de Marte, su esposa le conminó a volver al telescopio. Al poco tiempo los descubrió y los denominó «miedo» (Fobos) y «terror» (Deimos). Así pues, el mayor cráter de Fobos se bautizó con el nombre de soltera de la Sra. Hall, Angelina Stickney. Si el objeto que se precipitó sobre Fobos creando el cráter Stickney hubiese sido mayor, probablemente hubiese hecho saltar en pedazos ese satélite.
Deimos quedó reservado para los escritores y todas aquellas personas relacionadas con las especulaciones que se han hecho sobre las lunas de Marte. Los dos elementos más sobresalientes recibieron los nombres de Jonathan Swift y Voltaire, quienes en sus novelas especulativas Los Viajes de Gulliver y Micromegas, respectivamente, prefiguraron antes de su descubrimiento real la existencia de las dos lunas alrededor de Marte. Quise que un tercer cráter de Deimos se llamase René Magritte, en homenaje al pintor surrealista belga en cuyas pinturas «Le Chateau des Pyrenées» y «Le Sens de Realité» aparecen grandes piedras suspendidas en el cielo, de un parecido sorprendente con las dos lunas marcianas —a excepción de la presencia, en la primera pintura, de un castillo que, por lo que sabemos hasta ahora, no aparece en Fobos—. Sin embargo, mi sugerencia fue rechazada por frívola.
Estamos en la época de la historia en la que los elementos de los planetas quedarán bautizados para siempre. Un nombre de cráter es un monumento conmemorativo de gran magnitud: la vida estimada de los grandes cráteres lunares, marcianos y mercurianos se mide en miles de millones de años. Dado el enorme incremento reciente en el número de elementos superficiales a los que debe darse un nombre —y también porque los nombres de casi todos los astrónomos fallecidos han sido ya asignados a algún objeto celeste—, se requieren nuevos criterios. En la reunión de la IAU de Sydney, Australia en 1973, se constituyeron diversas comisiones para estudiar los problemas de la nomenclatura planetaria. Uno de los problemas que aparece claro es que si los cráteres de otros planetas reciben ahora nombres que no sean de personas, sólo tendremos nombres de astrónomos y algunos otros en la Luna y no en los planetas. Resultaría encantador bautizar algunos cráteres de Mercurio, por ejemplo, con imaginarios nombres de pájaros o mariposas, o ciudades o antiguos vehículos de exploración y descubrimiento. Pero si aceptásemos esa vía, por nuestros globos y mapas y nuestros libros de texto daríamos la impresión de que só1o tenemos consideración por los astrónomos y los físicos, y que poco nos importan los poetas, los compositores, los pintores, los historiadores, los arqueólogos, los dramaturgos, los matemáticos, los antropólogos, los escultores, los médicos, los psicó1ogos, los novelistas, los biólogos, los ingenieros y los lingüistas. La propuesta de que tales individuos sean conmemorados con cráteres lunares no asignados vendría a resultar en que, por ejemplo, Dostoievski o Mozart o Hiroshige tendrían asignados cráteres de una décima de milla de diámetro mientras que Pisticus tiene 52 millas de diámetro. No creo que eso dijese nada en favor de la amplitud de miras y del ecumenismo intelectual de aquellos que tienen la labor de asignar los nombres.
Tras un intenso debate, se impuso ese punto de vista —en parte nada despreciable gracias al entusiasta apoyo de los astrónomos soviéticos—. Según ello, la comisión de nomenclatura de Mercurio, presidida por David Morrison, de la Universidad de Hawái, decidió bautizar los cráteres de impacto de Mercurio con los nombres de compositores, poetas y autores. Así, los cráteres principales se llaman Johann Sebastian Bach, Homero y Murasaki. Para una comisión compuesta principalmente por astrónomos occidentales resultó difícil hacer una elección de un grupo de nombres que fuera representativa de todo el mundo de la cultura; por ello, la comisión de Morrison solicitó ayuda a músicos y expertos en literatura comparada. El problema más incómodo consiste en encontrar, por ejemplo, los nombres de los que compusieron la música de la dinastía Han, los que fundieron los bronces de Benin, los que tallaron los tótems de Kwakiuti y los que compilaron la literatura épica popular de Melanesia. Pero aun en el caso de que esa información se vaya obteniendo lentamente, habrá tiempo: las fotografías de Mercurio enviadas por el Mariner 10, en las que aparecen los elementos que hay que bautizar, cubren únicamente la mitad de la superficie del planeta; pasarán muchos años antes de poder fotografiar y bautizar los cráteres del otro hemisferio.
Además, existen algunos objetos en Mercurio para los que se han propuesto, por razones especiales, otros tipos de nombres. El meridiano de longitud 20° propuesto pasa por un pequeño cráter que los responsables de la televisión del Mariner 10 sugirieron llamar Hun-Kal, palabra azteca que significa veinte, la base de la aritmética azteca. Y también propusieron llamar a una enorme depresión, comparable en muchos aspectos a un mar lunar, la cuenca Caloris: Mercurio es muy caliente. Por último, cabe decir que todos estos nombres se refieren solamente a elementos topográficos de Mercurio; los elementos brillantes y oscuros vagamente vislumbrados por generaciones anteriores de astrónomos todavía no han sido identificados convenientemente. Cuando lo sean, posiblemente se den sugerencias para sus nombres. Antoniadi propuso nombres para esos elementos de Mercurio, alguno de los cuales —como Solitudo Hermae Trismegisti (la soledad de Hermes, el tres veces grande)— suenan muy bien y tal vez sean retenidos finalmente.
No existen mapas fotográficos de la superficie de Venus, porque el planeta se encuentra perpetuamente envuelto por nubes opacas. Ello no obstante, los elementos superficiales se han plasmado en el mapa gracias a las observaciones por radar desde Tierra. Hoy por hoy sabemos que existen cráteres y montañas, y otras características topográficas de aspecto extraño. El éxito alcanzado por las misiones Venera 9 y 10 en la obtención de fotografías de la superficie del planeta sugiere que algún día obtendremos fotografías desde vehículos o globos espaciales en la atmósfera baja de Venus.
Los primeros elementos sobresalientes descubiertos en Venus fueron unas regiones con una gran capacidad reflectante frente al radar, a las que se asignaron los nombres, difícilmente asumibles, de Alfa, Beta y Gamma. La actual comisión para la nomenclatura de Venus, presidida por Gordon Pettengill, del Massachusetts Institute of Technology, ha propuesto dos categorías de nombres para los elementos superficiales venusianos. Una categoría sería la de pioneros de la tecnología radio cuyos trabajos hicieron posible el desarrollo de las técnicas de radar que han permitido levantar mapas de la superficie del planeta: por ejemplo, Faraday, Maxwell, Heinrich, Hertz, Benjamin Franklin y Marconi. La otra categoría, sugerida por el nombre del propio planeta, es la de nombres de mujeres. A primera vista, puede parecer sexista la idea de un planeta dedicado a las mujeres, pero creo que es precisamente lo contrario. Por razones históricas, las mujeres han sido desalentadas a ejercer las profesiones de los tipos que se conmemoran en otros planetas. El número de mujeres que hasta ahora han dado nombre a cráteres es muy pequeño: Sklodowska (nombre de soltera de Madame Curie), Stickney, la astrónomo María Mitchell; la pionera de la física nuclear Lisa Meitner; Lady Murasaki; y sólo unas pocas más. Mientras, dadas las reglas de profesiones utilizadas en otros planetas, los nombres de mujeres continuarán apareciendo ocasionalmente en otras superficies planetarias, pero la propuesta para Venus es la única que permite un reconocimiento adecuado de la contribución histórica de las mujeres. (Sin embargo, me agrada que esa idea no se aplique a rajatabla; no me gustaría ver una lista de nombres de hombres de negocios en Mercurio, ni de generales en Marte).
En cierto sentido, las mujeres han sido conmemoradas tradicionalmente en el cinturón de asteroides (ver capítulo 15), conjunto de masas rocosas y metálicas que giran alrededor del Sol entre las órbitas de Marte y Júpiter. A excepción de una categoría de asteroides que recibieron los nombres de héroes de la Guerra de Troya, la tendencia consistía en darles nombres de mujeres. En un principio fueron básicamente mujeres de la mitología clásica, como Ceres, Urania, Circe y Pandora. A medida que fueron acabándose los nombres de diosas, se amplió el ámbito para poder incluir a Safo, Dike, Virginia y Silvia. Más adelante, cuando los descubrimientos fueron incesantes y se fueron acabando los nombres de las mujeres, madres, hermanas, queridas y tías abuelas de los astrónomos, se empezaron a bautizar los asteroides con los nombres de patrones reales o deseados y otros, con una desinencia femenina, como por ejemplo, Rockefelleria. Hasta ahora se han descubierto más de dos mil asteroides y la situación se ha vuelto moderadamente desesperada. No se ha taponado la espita de las tradiciones no occidentales y, para los futuros asteroides, se prevé una multitud de nombres femeninos en idiomas vasco, amharico, amu, dobu y kung. Anticipándose a una distensión egipcio-israelí, Eleanor Helin, del Californian Institute of Technology, propuso que un asteroide que descubrió se llamase Ra-Shalom. Un problema adicional —o una oportunidad, según el punto de vista de cada uno— es el de que posiblemente no tardaremos en tener fotografías de cerca de los asteroides, cuyos detalles superficiales habrá que bautizar.
Más allá del cinturón de asteroides, en los planetas y las grandes lunas del sistema solar exterior no se han asignado hasta ahora nombres no descriptivos. En Júpiter, por ejemplo, existe la Gran Mancha Roja y un Cinturón Norecuatorial, pero ningún elemento se llama, por ejemplo, Smedley. La razón reside en que cuando se observa Júpiter sólo se ven sus nubes, y no resultaría precisamente acertado o no sería una conmemoración duradera para el tal Smedley darle su nombre a una nube. En cambio, la cuestión más importante acerca de la nomenclatura en el sistema solar exterior es la de la denominación de las lunas de Júpiter. Las lunas de Saturno, Urano y Neptuno poseen nombres clásicos satisfactorios o, por lo menos, oscuros (ver Tabla 2). Pero la situación de las catorce lunas de Júpiter es distinta.
Nombre de los satélites de los planetas exteriores Saturno Neptuno Jano Tritón Mimas Nereida Encélado Tetis Urano Dione Miranda Rea Ariel Titán Umbriel Hiperión Titania Jápeto Oberón Febe Plutón Caronte
Las cuatro lunas grandes de Júpiter fueron descubiertas por Galileo, cuyos contemporáneos, fuertemente influidos por la teología y por una amalgama de ideas aristotélicas y bíblicas, estaban convencidos de que los planetas no tenían lunas. El descubrimiento de Galileo desconcertó y contrarió a los clérigos fundamentalistas de la época. Tal vez en un intento de paliar la crítica, Galileo llamó «satélites mediceanos» a las lunas, en honor a los Medici, quienes le subvencionaban. Pero la posteridad ha sido más sabia: se les conoce por satélites galileanos. De forma parecida, cuando el inglés William Herschel descubrió el séptimo planeta, propuso llamarle Jorge. En caso de que no se hubieran impuesto criterios más serios, hoy tendríamos un planeta mayor cuyo nombre estaría inspirado en el de Jorge III; en lugar de ello se le llamó Urano.
A los satélites galileanos les asignó sus nombres provenientes de la mitología griega Simon Marius (dispone en la Luna de un cráter de 21 millas de diámetro), un contemporáneo de Galileo con el que incluso entabló polémica sobre la prioridad del descubrimiento. Marius y Johannes Kepler eran de la opinión de que resultaba muy poco prudente asignar a los objetos celestes nombres de personas reales y muy especialmente de personajes de la política. Marius escribía: «Quiero que las cosas se hagan sin supersticiones y con la sanción de los teólogos. A Júpiter en especial los poetas le confieren amores ilícitos. Bien conocidos son los [nombres] de tres vírgenes cuyo amor Júpiter anheló y consiguió en secreto: Ío […] Calisto […] y Europa […] Pero aún más ardientemente amó al bello Ganímedes […] y por tanto, creo que no he obrado desafortunadamente al denominar al primero Ío, al segundo Europa, al tercero, sobre la base del esplendor de su luz, Ganímedes y, por último, al cuarto, Calisto».
Sin embargo, en 1892 E. Barnard descubrió la quinta luna de Júpiter, que seguía una órbita interior a la de Ío. Barnard insistió resueltamente en que ese satélite debería llamarse Júpiter 5 y sólo así. Desde entonces ha prevalecido la opinión de Barnard, y de las catorce lunas jovianas conocidas en la actualidad tan sólo los satélites galileanos tenían, hasta hace poco tiempo, nombres sancionados oficialmente por la IAU. Sin embargo, por poco razonable que pueda parecer, las personas manifiestan una fuerte preferencia por los nombres más que por los números. (Así se pone de manifiesto claramente en la resistencia de los estudiantes universitarios a ser considerados «sólo como un número» por el tesorero de la universidad, en el ultraje sentido por muchos ciudadanos al ser tratados por el gobierno únicamente a través de su número de identidad, y también en los intentos sistemáticos en cárceles y campos de trabajo —consistentes en desmoralizar y degradar a los internos— asignándoles tan sólo un número de orden como toda identidad). Poco después del descubrimiento de Barnard, Camille Flammarion sugirió para Júpiter 5 el nombre Amaltea (ésta era la cabra que, según la mitología griega, amamantó a Júpiter). Si bien ser amamantado por una cabra no es precisamente un acto de amor ilícito, al astrónomo francés debió parecerle suficientemente parecido.
La comisión de la IAU para la nomenclatura joviana, presidida por Tobias Owen, de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, ha propuesto una serie de nombres para designar desde Júpiter 6 a Júpiter 13. Dos principios han guiado esa selección: el nombre escogido debe ser el de un «amor ilícito» de Júpiter, pero un nombre que haya sido olvidado por esos infatigables examinadores de los clásicos que escogen los nombres para los asteroides, y debe acabar en a o en e según que la luna gire en el sentido de las agujas del reloj o en sentido contrario alrededor de Júpiter. Pero según la opinión de algunos especialistas en el mundo clásico, esos nombres resultan excesivamente raros y el resultado es que dejan sin representación en el sistema joviano a algunos de los más significados amantes de Júpiter. El resultado es especialmente injusto con Hera (Juno), la esposa tantas veces despreciada de Zeus (Júpiter), que no figura en absoluto. Evidentemente, el suyo no era un amor ilícito. En la Tabla 3 aparece una lista alternativa de nombres donde se incluyen la mayoría de los principales amantes y también Hera. Es cierto que de utilizarse esos nombres se duplicarían algunos nombres de asteroides. Tal es precisamente el caso de los cuatro satélites galileanos, aunque la confusión que esa situación ha generado ha sido despreciable. Por otro lado, están los que defienden la posición de Barnard, según la cual basta con los números; entre los más destacados se encuentra Charles Kowal[11], del Californian Institute of Technology, el descubridor de Júpiter 13 y 14. Las tres posiciones tienen poderosas razones y será interesante ver cómo se desarrolla el debate. Por lo menos, no tenemos que juzgar todavía los méritos de las sugerencias en lid en cuanto a bautizar elementos sobre la superficie de los satélites jovianos.
Nombres propuestos para los satélites jovianos. Satélite Nombres de la
Comisión de la IAUNombres alternativos
sugeridos aquíJúpiter 5 Amaltea Amaltea Júpiter 6 Himalia Maia Júpiter 7 Elara Hera Júpiter 8 Pasiphae Alcmene Júpiter 9 Sinope Leto Júpiter 10 Lysithea Demeter Júpiter 11 Carme Semele Júpiter 12 Anake Danae Júpiter 13 Leda Leda Júpiter 14 — —
Pero ese momento no tardará mucho en llegar. Se conocen treinta y una lunas de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. No existen fotografías de cerca de ninguna de ellas. Recientemente se ha adoptado la decisión de bautizar los elementos sobre las lunas del sistema solar externo con los nombres de figuras mitológicas de todas las culturas. Sin embargo, muy pronto la misión Voyager obtendrá imágenes de alta resolución de unas diez lunas y también de los anillos de Saturno. El área de la superficie total de los relativamente pequeños objetos del sistema solar exterior supera ampliamente las áreas de Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Fobos y Deimos juntos. Todas las profesiones y culturas humanas tendrán la oportunidad de verse representadas y acaso podrán preverse también nombres de especies no humanas. En la actualidad existen posiblemente más astrónomos profesionales vivos que en toda la historia escrita previa de la humanidad. Supongo que muchos de ellos también serán conmemorados en el sistema solar externo —un cráter en Calisto, un volcán en Titán, una cordillera en Miranda, un ventisquero en el cometa Halley. (Por cierto, a los cometas se les designa por los nombres de sus descubridores).
A veces me pregunto cuál será el resultado final —si los que han sido grandes rivales quedarán separados al ser destinados a mundos distintos, o si aquellos que han hecho descubrimientos en colaboración quedarán unidos para siempre, con sus respectivos cráteres adyacentes—. Se han manifestado objeciones en el sentido de que los filósofos de la política resultan demasiado controvertidos. Personalmente me encantaría ver dos enormes cráteres yuxtapuestos llamados Adam Smith y Karl Marx. Incluso existen demasiados objetos en el sistema solar como para dedicarlos sólo a líderes políticos y militares ya fallecidos. Hay personas que han sugerido que la astronomía podría financiarse a base de vender nombres de cráteres a los mejores postores; creo, no obstante, que esa idea no llegará muy lejos.
Existe un curioso problema relacionado con los nombres en el sistema solar exterior. Muchos de los objetos tienen una densidad tremendamente pequeña… como si fuesen de hielo, a modo de grandes bolas de nieve esponjosa de decenas o centenares de millas de diámetro. Si bien los objetos que se precipitan sobre dichos cuerpos producirán necesariamente cráteres, estos no perdurarán en el hielo por mucho tiempo. Cuando menos en algunos objetos del sistema solar exterior, los nombres de los elementos superficiales pueden ser pasajeros. Tal vez sea una ventaja: nos permitirá revisar nuestras opiniones sobre políticos u otros personajes y corregir eventualmente las decisiones en las que nuestro fervor nacional o ideológico se haya reflejado en la nomenclatura del sistema solar. La historia de la astronomía pone de manifiesto que es mejor ignorar algunas sugerencias sobre nomenclatura celeste. Por ejemplo, en 1688 Erhard Weigel de Jena propuso una revisión de las constelaciones del Zodíaco —Leo, Virgo, Piscis y Acuario, que todo el mundo tiene presentes cuando se le pregunta a qué signo pertenece—. En su lugar, Weigel propuso un «cielo heráldico» en el que las familias reales europeas estuviesen representadas por sus animales de tutela: un león y un unicornio en el caso de Inglaterra, por ejemplo. Me produce escalofríos imaginar la astronomía estelar descriptiva actual si se hubiese adoptado esa idea en el siglo XVII. El cielo estaría subdividido en doscientas diminutas regiones, una para cada nación o estado existente en un determinado momento.
La denominación de elementos del sistema solar no es básicamente una tarea de las ciencias exactas. Históricamente ha topado a cada momento con el prejuicio, la patriotería y la imprevisión. Sin embargo, y aunque sea algo pronto para autofelicitarse, considero que los astrónomos han dado últimamente pasos importantes en el sentido de quitarle localismo a la nomenclatura y hacerla representativa de toda la humanidad. También hay quienes piensan que se trata de una tarea intrascendente o cuando menos ingrata, pero algunos de nosotros estamos convencidos de su importancia. Nuestros más remotos descendientes estarán utilizando nuestra nomenclatura para sus hogares en la tórrida superficie de Mercurio, en las laderas de los valles marcianos, en las faldas de los volcanes de Titán, o en el campo helado del lejano Plutón, donde el Sol aparece como un punto brillante en un cielo de persistente oscuridad. Su visión de nosotros, de lo que estimamos y apreciamos hoy, puede ser básicamente determinada por cómo bautizamos hoy las lunas y los planetas.