LA FAMILIA DEL SOL
Como una lluvia de estrellas, los mundos giran, arrastrados por los vientos de los cielos, y son transportados a través de la inmensidad; soles, tierras, satélites, cometas, estrellas fugaces, humanidades, cunas, sepulturas, átomos del infinito, segundos de eternidad, transforman continuamente los seres y las cosas.
CAMILLE FLAMMARION,
Astronomic Populaire
IMAGINEMOS QUE LA TIERRA hubiese sido escrutada por algún cuidadoso y extremadamente paciente observador extraterrestre: hace 4600 millones de años el planeta completaba su condensación a partir de gas y polvo interestelar y los últimos y diminutos planetas se precipitaban sobre la Tierra produciendo enormes cráteres de impacto; el interior del planeta va elevando su temperatura gracias a la energía potencial gravitatoria de acreción y a la desintegración radiactiva, diferenciando el núcleo de hierro liquido del manto y la corteza silíceos; gases ricos en hidrógeno y en agua susceptible de condensarse fluyen desde el interior del planeta hacia la superficie; una química orgánica cósmica bastante monótona fabrica moléculas complejas que apuntan hacia sistemas moleculares de autoduplicación extraordinariamente sencillos: los primeros organismos terrestres; a medida que va disminuyendo el suministro de rocas interplanetarias que caen sobre la Tierra, las aguas corrientes, la formación de montañas y otros procesos geológicos destruyen las cicatrices existentes desde el origen de la Tierra; se establece un amplio mecanismo planetario de convección que transporta material del manto hasta los fondos oceánicos y de ahí a los márgenes continentales, mientras el roce de las placas en movimiento crea las grandes cadenas de plegamientos montañosos y la configuración general de las tierras y los océanos, modificando continuamente el terreno tropical y glaciar. Al mismo tiempo, la selección natural escoge, de entre una amplia variedad de alternativas, aquellas variedades de sistemas moleculares de autoduplicación mejor adaptadas a los cambios ambientales; las plantas van utilizando luz visible para descomponer el agua en hidrógeno y oxígeno y el hidrógeno escapa al espacio, modificando la composición química de la atmósfera de reductora a oxidante; eventualmente, surgen organismos de cierta complejidad y de inteligencia media.
Y en esos 4600 millones de años, nuestro hipotético observador queda sorprendido por el aislamiento de la Tierra. Recibe luz solar y rayos cósmicos —de gran importancia para la biología— e impactos ocasionales de restos interplanetarios. Pero ninguno, en todos esos eones de tiempo, abandona el planeta. Entonces el planeta empieza súbitamente a expulsar pequeños agregados de materia hacia el sistema solar interno, colocándolos primero en órbita alrededor de la Tierra y posteriormente en el satélite natural yermo y sin vida, la Luna. Seis cápsulas —pequeñas, aunque mayores que las demás— alcanzan la Luna, cada una de ellas con dos pequeños bípedos que exploran brevemente su entorno y regresan apresuradamente a la Tierra, habiendo dado de esta forma un primer paso en el océano cósmico. Once pequeños vehículos espaciales penetran en la atmósfera de Venus, un mundo realmente duro, y seis de ellos consiguen sobrevivir unas decenas de minutos antes de derretirse. Se lanzan ocho vehículos espaciales con destino a Marte. Tres consiguen ponerse en órbita alrededor del planeta; otro pasa cerca de Venus, en dirección hacia Mercurio, según una trayectoria escogida a propósito para hacerlo pasar varias veces cerca del planeta más interior. Otros cuatro logran atravesar con éxito el anillo de asteroides, se acercan a Júpiter y de ahí son proyectados hacia el espacio interestelar por la gravedad del planeta mayor. Resulta evidente que algo interesante está sucediendo últimamente en el planeta Tierra.
Si los 4600 millones de años de la historia de la Tierra pudiesen comprimirse en un solo año, este frenesí de exploración espacial hubiese ocupado la última décima de segundo, y los cambios fundamentales en la actitud y en el conocimiento que explican esa importante transformación ocupaba tan sólo los últimos segundos. En el siglo XVII se produjo la primera utilización generalizada de lentes y espejos con fines astronómicos. Con el primer telescopio astronómico, Galileo quedó sorprendido y maravillado al ver a Venus como una lúnula, y también las montañas y los cráteres de la Luna. Johannes Kepler pensaba que los cráteres los habían construido seres inteligentes, habitantes de ese mundo. Pero el físico holandés del siglo XVII Christian Huygens no se mostraba de acuerdo; sugirió que el esfuerzo que debía realizarse para construir esos cráteres lunares era desproporcionadamente grande y que debía haber explicaciones alternativas para esas depresiones circulares.
Huygens constituía un ejemplo de la síntesis entre una tecnología avanzada, una gran destreza práctica, una mente razonable, aguda y escéptica y una buena predisposición ante las nuevas ideas. Fue el primero en sugerir que lo que vemos es la atmósfera y las nubes sobre Venus; el primero en comprender algo de la verdadera naturaleza de los anillos de Saturno (que Galileo había considerado como dos masas circundando el planeta); el primero en dibujar una zona notable de la superficie marciana (Syrtis Major); y el segundo, tras Robert Hooke, en dibujar la Gran Mancha Roja de Júpiter. Estas dos últimas observaciones siguen teniendo importancia científica, puesto que significan la permanencia de esas características por lo menos durante tres siglos.
Evidentemente, Huygens no era un astrónomo moderno tal como lo entendemos hoy. No pudo sustraerse totalmente a la forma de pensar de su tiempo. Por ejemplo, sostenía un curioso argumento del que podía deducir la presencia de cáñamo en Júpiter: Galileo había observado que Júpiter tenía cuatro lunas. Huygens formuló una pregunta que muy pocos astrónomos planetarios modernos se harían: ¿Por qué Júpiter tiene cuatro lunas? Para poder responder a esa pregunta, pensaba, habría que plantearse la misma cuestión a propósito de la única luna de la Tierra, cuya función, además de proporcionar algo de luz por la noche y de provocar las mareas, consistía en ofrecer una ayuda a la navegación de los marinos. Si Júpiter dispone de cuatro lunas, tiene que haber muchos marinos en aquel planeta. Pero al haber marinos, hay barcos y, por tanto, velas; al haber velas, hay cuerdas y, por tanto, cáñamo. Me pregunto cuántos só1idos argumentos científicos actuales resultaran igualmente sospechosos con la perspectiva de tres siglos.
Un índice útil de nuestro conocimiento sobre un planeta es el número de bits de información necesarios para caracterizar nuestra comprensión de su superficie. Podemos considerarlo como el número de puntos blancos y negros en el equivalente de una foto de periódico que, cubriendo toda la extensión con los brazos abiertos, resumiese todo el conjunto de imágenes existentes. En el tiempo de Huygens, unos diez bits de información, obtenidos mediante breves observaciones con telescopios, cubrían todo nuestro conocimiento de la superficie de Marte. En la época de máxima proximidad entre Marte y la Tierra, en el año 1877, ese número posiblemente ascendiese a unos miles, excluyendo una gran cantidad de información errónea —por ejemplo, dibujos de los canales de los que, en la actualidad, se sabe que son totalmente ilusorios. Gracias a la observación visual posterior y al desarrollo de la fotografía astronómica desde la Tierra, la cantidad de información fue creciendo lentamente hasta que se produjo un punto singular en la curva, que corresponde al acontecimiento de la exploración del planeta mediante un vehículo.
Las veinte fotografías obtenidas en 1965 por el vuelo de aproximación del Mariner 4 supusieron cinco millones de bits de información, cantidad que equivale a todo el conocimiento fotográfico previo sobre el planeta. Sin embargo, sólo llegó a cubrirse una pequeña fracción. La misión de aproximación compuesta por los Mariner 6 y 7, en 1969, hizo aumentar ese número en un factor 100 y el vehículo orbital Mariner 9, en 1971 y 1972, volvió a aumentarlo en otro factor 100. Los resultados fotográficos del Mariner 9 sobre Marte corresponden aproximadamente a unas 10 000 veces el total del conocimiento fotográfico previo de Marte obtenido a lo largo de la historia de la humanidad. Podría hablarse de avances parecidos en cuanto a los datos espectroscópicos en infrarrojo y ultravioleta obtenidos por el Mariner 9 si se comparan con los mejores datos previos obtenidos desde la Tierra.
Paralelamente a los progresos en la cantidad de nuestra información, se da también un avance espectacular de su calidad. Antes del Mariner 4, el elemento más pequeño de la superficie de Marte que podía detectarse con ciertas garantías media varios centenares de kilómetros. Después del Mariner 9, un pequeño porcentaje del planeta ha podido observarse con una resolución efectiva de 100 metros, una mejora de la resolución en un factor 1000 en los diez últimos años y en un factor 10 000 desde el tiempo de Huygens. El proyecto Viking ha de proporcionar todavía más mejoras. Y sólo gracias a esas mejoras conocemos hoy los grandes volcanes, los casquetes polares, los sinuosos canales tributarios, las grandes depresiones, los campos de dunas, las franjas de polvo asociadas a los cráteres y muchas otras características, misteriosas e instructivas, del medio ambiente marciano.
Para comprender un planeta recién explorado se requiere tanto resolución como recubrimiento. Por ejemplo, aún con una resolución excelente, los Mariner 4, 6 y 7 observaron, por una desgraciada coincidencia, la parte vieja de Marte repleta de cráteres y de relativamente poco interés y no dieron ninguna información sobre el tercio joven y activo, desde el punto de vista geológico, del planeta, que fue explorado por el Mariner 9.
La fotografía orbital no puede detectar vida sobre la Tierra hasta no utilizar una resolución de 100 metros, punto en el que las formas geométricas de las ciudades y los campos de nuestra civilización tecnológica empiezan a ser evidentes. Si hubiese existido en Marte una civilización comparable a la nuestra por su extensión y nivel de desarrollo, sólo se hubiese podido detectar fotográficamente gracias a las misiones Mariner 9 y Viking. No hay razón alguna para esperar la existencia de civilizaciones de ese tipo en los planetas próximos, pero la comparación ilustra de forma llamativa que tan solo estamos empezando un reconocimiento adecuado de los mundos cercanos.
No hay motivos para pensar que no espera la sorpresa y el deleite a medida que vayan mejorando la resolución y el recubrimiento fotográficos y se consigan progresos comparables en la espectroscopia y otros métodos.
La mayor organización profesional de científicos planetarios en todo el mundo es la División para las Ciencias Planetarias de la Sociedad Astronómica Americana. El vigor de esta ciencia en formación queda patente en las reuniones de la sociedad. En la reunión anual de 1975, por ejemplo, se anunció el descubrimiento de vapor de agua en la atmósfera de Júpiter, de etano en Saturno, de posibles hidrocarburos en el asteroide Vesta, de una presión atmosférica próxima a la de la Tierra en la luna de Saturno, Titán, de erupciones de ondas de radio decamétricas en Saturno, la detección por radar de la luna de Júpiter, Ganímedes, la elaboración del espectro de emisión de radio de la luna de Júpiter, Calixto, por no mencionar la información sobre Mercurio y Júpiter (y sus magnetosferas) aportadas por los experimentos Mariner 10 y Pioneer 11. En las siguientes reuniones se aportaron asimismo avances de la misma importancia.
De esta avalancha de interesantes descubrimientos recientes no ha surgido todavía un modelo general sobre el origen y la evolución de los planetas, pero el tema cuenta actualmente con una gran riqueza de sugerencias estimulantes y suposiciones viables. Empieza a quedar claro que el estudio de cualquiera de los planetas incrementa nuestros conocimientos de los restantes y que, si aspiramos a comprender globalmente la Tierra, tenemos que tener un conocimiento amplio de los demás planetas. Por ejemplo, una sugerencia actualmente en boga, que yo propuse por primera vez en 1960, es la de que las elevadas temperaturas de la superficie de Venus se deben a un fugitivo efecto de invernadero por el que el agua y el dióxido de carbono de una atmósfera planetaria impiden la emisión de radiación térmica infrarroja desde la superficie hacia el espacio; entonces, la temperatura superficial se eleva hasta alcanzar el equilibrio entre la luz visible que llega a la superficie y la radiación infrarroja que ésta emite; esta temperatura superficial más elevada supone una mayor presión de vapor de los gases de invernadero, dióxido de carbono y agua; y así sucesivamente hasta que el dióxido de carbono y el vapor de agua están en fase de vapor, produciendo un planeta con una presión atmosférica y una temperatura superficial elevadas.
Ahora bien, la razón por la cual Venus posee una atmósfera de esas características, y no así la Tierra, parece radicar en un incremento relativamente pequeño de la luz solar. Si el Sol fuese más brillante o si la superficie y las nubes terrestres fuesen más oscuras, ¿podría convertirse la Tierra en una reproducción de la visión clásica del Infierno? Venus puede constituir una llamada de atención para nuestra civilización técnica que posee la capacidad de modificar en profundidad el medio ambiente terrestre.
A pesar de la expectativa de casi todos los científicos planetarios, Marte aparece cubierto por miles de sinuosos canales tributarios de una antigüedad probable de varios miles de millones de años. En las condiciones atmosféricas actuales, muchos de estos canales posiblemente no han podido ser excavados ni por agua corriente ni por CO2 corriente; requieren presiones mucho más elevadas y posiblemente temperaturas polares superiores. Por tanto, los canales —así como el terreno polar laminado de Marte— pueden atestiguar por lo menos una, o tal vez muchas épocas anteriores de condiciones climáticas más suaves, poniendo así de manifiesto la incidencia de grandes variaciones climáticas a lo largo de la historia del planeta. No sabemos si dichas variaciones tienen causas de tipo interno o externo. Si son de tipo interno, resultaría interesante ver si la Tierra puede, a través de la actividad del hombre, alcanzar un grado marciano de excursiones climáticas —algo mucho mayor de lo que ha experimentado, por lo menos en los últimos tiempos—. Si las variaciones climáticas marcianas tienen causas externas —por ejemplo, variaciones de la luminosidad solar—; entonces resultaría extraordinariamente prometedora una correlación de la paleoclimatologia marciana con la terrestre.
El Mariner 9 llego a Marte en medio de una gran tormenta de polvo, y los datos permitieron una comprobación por medio de la observación de si esas tormentas calientan o enfrían la superficie del planeta. Cualquier teoría que pretenda predecir las consecuencias climáticas de los cada vez más numerosos aerosoles en la atmósfera de la Tierra ha de ser capaz de dar una respuesta correcta a la tormenta global de polvo observada por el Mariner 9. A partir de la experiencia del Mariner 9, James Pollack, del NASA Ames Research Center, Brian Toon, de Cornell, y yo mismo hemos calculado los efectos de explosiones volcánicas individuales y múltiples sobre el clima de la Tierra y hemos conseguido reproducir, dentro del margen de error experimental, los efectos climáticos observados después de grandes explosiones en nuestro planeta. La perspectiva de la astronomía planetaria, que nos permite considerar cualquier planeta como un todo, puede proporcionar una excelente formación para los estudios sobre la Tierra.
Otro ejemplo de este tipo de retroalimentación de las observaciones terrestres, a partir de los estudios planetarios, es que uno de los principales equipos que estudian el efecto sobre la ozonosfera terrestre de la utilización de propulsores halocarbonados en aerosoles en lata está dirigido por M. B. McElroy de la Universidad de Harvard, un equipo que, para ese problema, ha estudiado intensamente la aeronomía de la atmósfera de Venus.
En la actualidad, gracias a las observaciones mediante vehículos espaciales, conocemos algo de la densidad superficial de cráteres de impacto de distintos tamaños en los casos de Mercurio, la Luna, Marte y sus satélites; los estudios con radar están empezando a proporcionar esa información en el caso de Venus y, aunque aparece muy erosionada por el agua corriente y la actividad tectónica, disponemos de alguna información acerca de los cráteres sobre la superficie terrestre. Si la población de objetos productores de tales impactos fuese la misma para todos esos planetas, sería posible establecer tanto una cronología absoluta como una relativa de las superficies de los cráteres. Pero todavía no sabemos si las poblaciones de objetos que chocan son generales —todas ellas procedentes del cinturón de asteroides, por ejemplo— o locales; por ejemplo, el barrido de anillos de restos aparecidos en las últimas etapas de la creación planetaria.
Los parajes montañosos lunares salpicados de cráteres evidencian una época primigenia de la historia del sistema solar en la cual la formación de cráteres era mucho más frecuente que ahora; la población actual de restos no consigue, por un factor considerable, explicar la abundancia de cráteres mucho menor, cosa que puede explicarse a través de la población actual de restos interplanetarios, compuesta fundamentalmente por asteroides y tal vez cometas muertos. En superficies planetarias con no demasiados cráteres, se puede deducir algo acerca de su edad absoluta, muchas cosas sobre su edad relativa y, en algunos casos, incluso algo acerca de la distribución de tamaños en la población de objetos que dieron lugar a los cráteres. En Marte, por ejemplo, se observa que las laderas de las grandes montañas volcánicas carecen prácticamente de impactos de cráteres, lo cual supone su mayor juventud comparativa; no estuvieron allí el tiempo suficiente para acumular muchas hendiduras de impacto. Esta es la base que permite afirmar que los volcanes marcianos constituyen un fenómeno comparativamente reciente.
El fin último de la planetología comparada, a mi entender, es algo así como un gran programa de computadora al que se le dan algunos parámetros de partida —tal vez los valores iniciales de la masa, la composición, el momento angular y la población de objetos próximos capaces de producir impactos— y de ahí sale la evolución temporal del planeta. Estamos muy lejos hoy de tener un conocimiento tan profundo de la evolución planetaria, pero estamos mucho más cerca de lo que hubiese podido pensarse hace tan sólo unas décadas.
Cada nueva serie de descubrimientos plantea una multitud de preguntas que antes no éramos ni siquiera capaces de formular. Bastará con mencionar algunas de ellas. Hoy empieza a poderse comparar la composición de los asteroides con la composición de los meteoritos caídos sobre la Tierra (ver capítulo 15). Los asteroides parecen poder clasificarse fácilmente en objetos ricos en silicatos y objetos ricos en materia orgánica. Una consecuencia inmediata es que el asteroide menos masivo, Vesta, sí puede diferenciarse. Pero nuestros conocimientos actuales indican que la diferenciación planetaria se produce por encima de una cierta masa crítica. ¿Puede ser Vesta un resto de un cuerpo mucho mayor, hoy ajeno al sistema solar? La observación inicial por radar de los cráteres de Venus indica que estos son muy poco profundos. Y sin embargo no existe agua líquida que erosione la superficie de Venus y la baja atmósfera de Venus parece moverse con una velocidad tan pequeña que el polvo no es capaz de llenar los cráteres. ¿Podría ser la fuente del relleno de los cráteres de Venus un lento colapso de una superficie muy débilmente derretida, algo así como la melaza?
La teoría más extendida sobre la generación de los campos magnéticos planetarios requiere corrientes de convección inducidas por la rotación en un núcleo planetario conductor. Mercurio, que gira sobre sí mismo cada cincuenta y cinco días, debía tener, según ese esquema, un campo magnético no detectable. Sin embargo el campo está manifiestamente allí, y se impone una revisión seria de las teorías del magnetismo planetario. Sólo Saturno y Urano tienen anillos. ¿Por qué? Sobre Marte existe una magnifica disposición de dunas de arena longitudinales apiñadas contra las laderas interiores de un gran cráter erosionado. En Great Sand Dunes National Monument cerca de Alamosa, Colorado, hay un conjunto de dunas de arena parecido, también apiñado en la curva de las montañas Sangre de Cristo. Las dunas de arena en ambos casos tienen la misma extensión, la misma distancia entre duna y duna y la misma altura. Sin embargo, la presión atmosférica marciana es 1/200 de la terrestre y los vientos necesarios para iniciar el movimiento de los granos de arena deberían tener allá diez veces más fuerza que en la Tierra y la distribución de tamaños de partículas puede diferir en los dos planetas. Entonces, ¿pueden ser iguales los campos de dunas producidos por la arena arrastrada por el viento? ¿Cuáles son las fuentes de la emisión radio decamétrica de Júpiter, cada una de ellas de menos de 100 kilómetros de amplitud, fijas sobre la superficie joviana y que radian intermitentemente al espacio?
Las observaciones del Mariner 9 indican que los vientos en Marte superan ocasionalmente la mitad de la velocidad local del sonido. ¿Son algunas veces mucho más fuertes los vientos? ¿Cómo es una meteorología transónica? En Marte hay pirámides cuyas bases tienen unos 3 kilómetros y una altura de 1 kilómetro. Difícilmente han sido construidas por faraones marcianos. El grado de erosión por granos de arena transportados por el viento en Marte es, por lo menos, 10 000 veces el de la Tierra, debido a las velocidades mayores necesarias para mover partículas en la débil atmósfera marciana. ¿Podrían las caras de las pirámides marcianas haber sido erosionadas durante millones de años en esa forma, desde más de una dirección privilegiada del viento?
Las lunas del sistema solar exterior no son, con casi total seguridad, reproducción de la nuestra, que es un satélite bastante soso. Muchas de ellas tienen unas densidades tan bajas que deben estar compuestas principalmente por hielos de metano, amoníaco y agua. ¿Cómo serán sus superficies vistas de cerca? ¿Cómo erosionaran los cráteres de impacto una superficie helada de ese tipo? ¿Existirán volcanes de amoníaco sólido derramando lava de metano líquido por sus laderas? ¿Por qué Ío, el mayor satélite interior de Júpiter, está envuelto por una nube de sodio gaseoso? ¿Cómo contribuye Ío a modular la emisión síncrona procedente del cinturón de radiación joviano en el que se encuentra? ¿Por qué una cara de Japeto, una de las lunas de Saturno, es seis veces más brillante que la otra cara? ¿Debido a una diferencia en el tamaño de las partículas? ¿Una diferencia química? ¿Cómo se establecieron esas posibles diferencias? ¿Por qué en Japeto y sólo allí en todo el sistema solar se da esa situación?
La gravedad de Titán, la mayor luna del sistema solar, es tan baja y la temperatura de su atmósfera superior tan elevada que el hidrógeno debe escapar hacia el espacio muy rápidamente, según un proceso llamado «escape de vapor» (blow-off). Pero la observación espectroscópica sugiere la existencia de una cantidad sustancial de hidrogeno en Titán. La atmósfera de Titán es un misterio. Y si sobrepasamos Saturno, nos acercamos a una región del sistema solar de la que no sabemos prácticamente nada. Nuestros débiles telescopios no han determinado con precisión siquiera los periodos de rotación de Urano, Neptuno y Plutón y menos todavía las características de sus nubes y atmósferas, ni la naturaleza de sus sistemas de satélites. La poetisa Diane Ackerman de la Universidad Cornell escribe: «Neptuno es esquivo como un caballo tordo en plena niebla. ¿Canoso? ¿Fajado? ¿Vaporoso? ¿De hielo picado? Lo que sabemos no conseguiría llenar el puño de un lemúrido».
Una de las vías más inasequibles por la que empezamos a avanzar seriamente es la cuestión de la química orgánica y la biología en el sistema solar. El medio ambiente marciano no es de ninguna manera tan hostil como para excluir la vida, pero tampoco conocemos lo suficiente sobre el origen y la evolución de la vida como para garantizar su presencia allí o en cualquier otra parte. El tema de los organismos en Marte, ya sean grandes o pequeños, está totalmente abierto, aún después de las misiones Viking.
Las atmósferas ricas en hidrógeno como las de Júpiter, Saturno, Urano y Titán se parecen en aspectos significativos a la atmósfera de la Tierra primigenia, en la época del origen de la vida. A partir de experimentos de simulación realizados en laboratorio, sabemos que las moléculas orgánicas se producen a buen ritmo en determinadas condiciones. En las atmósferas de Júpiter y Saturno las moléculas serían transportadas a profundidades pirolíticas. Pero aun ahí la concentración de moléculas estables orgánicas puede resultar significativa. En todas las experiencias de simulación la aplicación de energía a unas atmósferas de ese tipo produce un material polimérico de color marrón que recuerda, en muchos aspectos importantes, el material de color marrón de sus nubes. Titán puede estar totalmente cubierto por un material orgánico de ese mismo color marrón. Es posible que en los próximos años seamos testigos de grandes e inesperados descubrimientos en el terreno de la naciente ciencia de la exobiología.
Los medios principales para la exploración continua del sistema solar durante la siguiente década, o las dos siguientes, consistirán seguramente en misiones planetarias no tripuladas. Se ha conseguido lanzar con éxito vehículos espaciales científicos a todos los planetas conocidos por los antiguos. Existe una serie de propuestas de misiones todavía no aprobadas, pero estudiadas con detalle (ver capítulo 16). Si la mayoría de esas misiones se llevasen efectivamente a la práctica, la era actual de la exploración planetaria proseguiría brillantemente. Pero no está nada claro que esos espléndidos viajes de descubrimiento continúen, por lo menos en los Estados Unidos. Solamente una de las grandes misiones planetarias, el proyecto Galileo hacia Júpiter, ha sido aprobada en los últimos siete años y aun así corre un cierto peligro.
Incluso un reconocimiento preliminar de todo el sistema solar hasta Plutón y una exploración más detallada de algunos planetas mediante, por ejemplo, vehículos todo terreno para Marte y sondas de registro en Júpiter, no resolverían el problema fundamental de los orígenes del sistema solar; lo que se necesita es el descubrimiento de otros sistemas solares. Los adelantos en las técnicas de observación desde la Tierra o desde vehículos espaciales que vayan lográndose en las dos próximas décadas, podrán eventualmente detectar docenas de sistemas planetarios en órbita alrededor de estrellas aisladas próximas a nosotros. Estudios recientes basados en la observación de sistemas de estrellas múltiples debidos a Helmut Abt y Saul Levy, del Kitt Peak National Observatory, sugieren que hasta un tercio de las estrellas del cielo pueden tener acompañantes planetarios. No sabemos si esos otros sistemas planetarios serán como el nuestro o si se basarán en principios radicalmente distintos.
Casi sin darnos cuenta, hemos entrado en una época de exploración y descubrimiento sin parangón desde el Renacimiento. Tengo la impresión de que los beneficios de la planetología comparada para las ciencias terrestres; el sentido de aventura conferida por la exploración de otros mundos a una sociedad que ha perdido prácticamente toda oportunidad de gozar de la aventura; las derivaciones filosóficas de la búsqueda de una perspectiva cósmica, esos son los elementos que caracterizaran nuestro tiempo. Dentro de siglos, cuando nuestros grandes problemas políticos y sociales actuales nos parezcan tan remotos como los problemas de la Guerra de Sucesión de Austria, nuestro tiempo se recordará fundamentalmente por el siguiente hecho: fue la época en la que los habitantes de la Tierra establecieron su primer contacto con el cosmos que les rodeaba.