CAPÍTULO 6

ENANAS BLANCAS Y
HOMBRECILLOS VERDES

No hay testimonio alguno capaz de probar un milagro, a menos… que su falsedad sea más milagrosa que el hecho que pretende establecer.

DAVID HUME
Sobre los milagros

LA HUMANIDAD HA CONVERTIDO ya en realidad los vuelos interestelares. Con la ayuda del campo gravitatorio del planeta Júpiter, los ingenios espaciales Pioneer 10 y 11 y Voyager 1 y 2 han sido emplazados en trayectorias que les permitirán abandonar el sistema solar camino del reino de las estrellas. La velocidad a que se mueven todos estos ingenios espaciales es tremendamente lenta, a pesar de que son los objetos más rápidos jamás lanzados por la especie humana. Recorrer distancias típicamente interestelares les llevará decenas de miles de años. A menos de que se intente rectificar sus trayectorias, jamás volverán a transitar por ningún sistema planetario en las decenas de miles de millones de años de la historia futura de la vía Láctea. Las distancias interestelares son demasiado enormes. Son ingenios condenados a viajar por siempre jamás en el seno de las penumbras espaciales. Pero aun así, tales ingenios espaciales llevan consigo mensajes para prevenir la remota posibilidad de que en algún tiempo futuro seres de otros mundos logren interceptar las naves y se pregunten qué seres fueron los que las pusieron en movimiento para proseguir tan prodigiosos trayectos.[3]

Si somos capaces de diseñar y construir tales ingenios en un estadio de desarrollo tecnológico relativamente atrasado, ¿qué no podrá hacer una civilización que nos supere en miles o quizás en millones de años en cuanto a viajes interestelares controlados ubicada en otro planeta o estrella? Los vuelos interestelares precisan una gran inversión de tiempo para nosotros, y tal vez también para otras civilizaciones cuyos recursos sean sustancialmente superiores a los nuestros. Sin embargo, sería una necedad presuponer que en algún momento futuro no llegaremos a descubrir enfoques conceptualmente insospechados de la física o la ingeniería de los vuelos interestelares. Evidentemente, tanto por razones económicas como de rendimiento y comodidad, las transmisiones de radio interestelares aventajan en mucho a los vuelos espaciales, y de ahí que lo mejor de nuestros esfuerzos se haya concentrado en el desarrollo de las comunicaciones por radio. No obstante, este último método es obviamente inadecuado para establecer contacto con sociedades o especies que vivan todavía en una fase pretecnológica. Fuera cual fuese el grado de sofisticación y potencia de tales transmisiones, antes de nuestros días no hubiésemos podido recibir ni entender ningún hipotético radiomensaje que llegase a nuestro planeta. Por lo demás, no cabe olvidar que la vida apareció sobre la Tierra hace unos 4000 millones de años, que los seres humanos se desenvuelven aquí desde hace varios millones, y que existen agrupaciones humanas civilizadas desde unos 10 000 años atrás.

No es una idea en absoluto descabellada que la cooperación de civilizaciones establecidas en distintos planetas de la Vía Láctea esté llevando a cabo cierto tipo de prospección galáctica, que mediante ojos u órganos similares estén observando la aparición de nuevos planetas y traten de descubrir mundos para ellos todavía ignorados. No obstante, nuestro sistema solar se encuentra extraordinariamente alejado del centro de la Galaxia y nada tendría de extraño que hubiesen desechado la posibilidad de llevar a cabo tales investigaciones. Quizá lleguen hasta nuestro planeta ingenios espaciales en misión de observación, pero sólo cada 10 millones de años, es decir, que no lo han hecho jamás en tiempos históricos. O, seamos más precisos y agotemos todas las posibilidades, tal vez hayan arribado a nuestro planeta algunos comandos de observación en tiempos suficientemente recientes dentro de la historia humana como para que los detectaran nuestros antepasados, o incluso como para que la historia de nuestra especie se haya visto afectada por el contacto con seres extraterrestres.

En un libro publicado en 1966, Intelligent Life in the Universe, yo mismo y el astrofísico soviético I. S. Shklovskii hemos discutido esta última posibilidad. Tras examinar un amplio muestrario de artefactos, leyendas y folklore de las más diversas culturas, llegamos a la conclusión de que ninguno de los supuestos indicios proporcionaba pruebas mínimamente convincentes de un eventual contacto extraterrestre. En todos los casos analizados existen explicaciones alternativas mucho más plausibles y que se fundamentan siempre en habilidades y comportamientos humanos. Entre los casos sometidos a discusión se encuentran varios que posteriormente han utilizado Erich von Däniken y otros ensayistas escasamente críticos como pruebas a favor de pretéritos contactos con extraterrestres. He aquí algunos ejemplos: las leyendas sumerias y sus piedras cilíndricas con inscripciones astronómicas; las historias bíblicas del Enoch eslavo y de Sodoma y Gomorra; los frescos dejados por los tassili en el norte de África; el cubo metálico trabajado a máquina y supuestamente hallado entre sedimentos geológicos de gran antigüedad y del que también se dice fue expuesto en determinado museo austríaco; y así sucesivamente. Posteriormente he seguido interesándome tanto como he podido en historias similares, y mi conclusión al respecto es que pocos son los casos que merecen considerarse con un mínimo detenimiento.

En la larga letanía que aporta la arqueología popular sobre los «astronautas de la Antigüedad», los casos con un aparente interés tienen explicaciones alternativas perfectamente razonables, han sido presentados de forma distorsionada o no son más que simples supercherías, bulos o distorsiones de los hechos. Tal juicio es plenamente válido para los argumentos a la vista del mapa de Piri Reís, los monolitos de la isla de Pascua, los dibujos épicos de las llanuras de Nazca y los diversos artefactos encontrados en México, Uzbekistán y China.

Por lo demás, cualquier civilización extraterrestre avanzada que nos hubiese visitado no hubiera tenido el más mínimo problema para dejarnos una tarjeta de visita sin ningún tipo de ambigüedad. Para poner un ejemplo, son muchos los físicos nucleares que sostienen la existencia de una especie de «isla de estabilidad» para los núcleos atómicos, que se situaría en los aledaños de un hipotético átomo hiperpesado que tuviese poco más o menos 114 protones y 184 neutrones en su núcleo. Todos los elementos químicos más pesados que el uranio (cuyo núcleo alberga un total de 238 protones y neutrones) se desintegran espontáneamente en períodos de tiempo sumamente breves considerados a escala cósmica. Sin embargo, existen fundadas razones para suponer que las fuerzas de enlace entre protones y neutrones para aquellos núcleos que contengan alrededor de 114 de los primeros y 184 de los segundos darán lugar a átomos completamente estables. La creación de átomos de tales características sobrepasa nuestras posibilidades tecnológicas actuales, y naturalmente también las de nuestros antepasados históricos. Por consiguiente, un artefacto metálico que encerrase tales elementos sería una prueba irrefutable y sin la menor ambigüedad de la visita de una civilización extraterrestre avanzada en cualquier momento de nuestro pasado. Consideremos ahora el tecnecio, elemento cuya forma más estable tiene 99 protones y otros tantos neutrones. Partiendo de una determinada cantidad inicial de tecnecio, la mitad de la misma se ha desintegrado en otros elementos una vez transcurridos alrededor de 200 000 años; otros 200 000 años, y se habrá desintegrado la mitad del tecnecio restante; y así sucesivamente. Por consiguiente, todo el tecnecio formado en las estrellas junto con otros muchos elementos químicos miles de millones de años atrás habrá desaparecido en nuestros días. En otras palabras, todo el tecnecio terrestre sólo puede ser de origen artificial, y por lo demás esto es exactamente lo que nos indica su nombre. Un artefacto de tecnecio tendría una única explicación posible. De modo similar, hay en nuestro planeta elementos muy comunes inmiscibles entre sí, por ejemplo el aluminio y el plomo. Si se intenta obtener una aleación conjunta de ambos, el plomo, al ser considerablemente más pesado que el aluminio, precipita hacia la zona inferior del recipiente, mientras que el aluminio se queda flotando por encima de él. No obstante, en condiciones de ausencia de gravedad, características en el interior de un ingenio espacial en pleno vuelo, el elemento más pesado ya no presenta su ineludible tendencia terrestre a precipitarse hacia abajo, lo que permite producir aleaciones tan exóticas como la Al/Pb. Uno de los objetivos de la NASA al proyectar las primeras misiones Shuttle era verificar la puesta en práctica de tales técnicas de aleación en ambientes de ingravidez. Todo mensaje escrito sobre una aleación aluminio/plomo y recuperado de una antigua civilización sería indudablemente merecedor de nuestra más cuidadosa atención.

También cabe la posibilidad de que nos remita a civilizaciones alienígenas un mensaje cuyo contenido sobrepase claramente los conocimientos científicos o las habilidades tecnológicas de nuestros antepasados. Aquí no se tratará, pues, del material escogido como soporte, sino del contenido intelectual intrínseco del mensaje. Por ejemplo, podrían ser buenos mensajes una interpretación vectorial de las ecuaciones de Maxwell o una representación gráfica de la distribución de radiaciones del cuerpo negro de Planck para diferentes temperaturas o una deducción de las transformaciones de Lorentz para la relatividad especial. Aun cuando la civilización primitiva que entrara en posesión de tales escritos no entendiese nada de ellos, bien podría haberlos reverenciado como objetos sagrados. Sin embargo, no se ha producido caso alguno de este tipo o similar, a pesar de ser de un innegable valor para cualquier historia sobre astronautas extraterrestres, antiguos o contemporáneos. Se han abierto debates sobre el grado de pureza de muestras de magnesio supuestamente procedentes de restos de algún ovni destruido, pero lo cierto es que la tecnología americana podía obtener sin problemas muestras metálicas equivalentes en el momento de ser presentadas como extraterrestres. Un hipotético mapa estelar recompuesto (de memoria) a partir del existente en el interior de un platillo volante no reproduce fielmente, como se pretendía, las posiciones relativas de las estrellas más cercanas a nosotros. De hecho un examen más atento muestra que no es mucho mejor que el «mapa estelar» que se obtendría esparciendo al azar manchas de tinta sobre unas pocas hojas en blanco con la ayuda de un viejo cálamo. A excepción de uno, los relatos que conocemos no son lo suficientemente precisos como para postular la posesión de un esquema correcto de conocimientos físicos o astronómicos modernos entre civilizaciones precientíficas o pretecnológicas. La única excepción conocida es la notable mitología elaborada en torno a la estrella Sirio por un pueblo originariamente afincado en la actual república de Mali, los dogones.

El pueblo dogon empezó a ser objeto de estudio intensivo por parte de los antropólogos a comienzos de la década de los 30 del presente siglo, y en la actualidad este antiguo pueblo africano se encuentra reducido a unos pocos cientos de miles de individuos. Algunos elementos de su mitología contienen reminiscencias de las leyendas de la antigua civilización egipcia, y algunos antropólogos han defendido la existencia de algunos vínculos culturales, aunque débiles, con dicha civilización. Los ortos helíacos de la famosa estrella Sirio desempeñan un papel central en el calendario egipcio, pues eran el punto de referencia utilizado para predecir las crecidas del Nilo. Los aspectos más sobresalientes de la astronomía dogon nos han llegado a través del trabajo de Marcel Griaule, antropólogo francés que estudió el tema durante las décadas de los 30 y los 40. Aunque no hay razón alguna para dudar de los relatos de Griaule, es importante señalar que dentro del mundo occidental no existe registro alguno sobre las creencias populares de los dogones anterior al suyo y que toda información sobre el tema deriva del trabajo del antropólogo francés. Recientemente, las tradiciones dogonas han sido popularizadas por R. K. G. Temple.

A diferencia de la mayor parte de sociedades precientíficas, los dogones creen que los planetas, y entre ellos la Tierra, giran alrededor de sus ejes al mismo tiempo que en torno al Sol. Desde luego, para llegar a tal conclusión no se precisa en absoluto de conocimientos tecnológicos avanzados, tal como demuestra el propio caso de Copérnico, pero con todo es una concepción tremendamente inusual en la historia humana. En la Grecia clásica, la movilidad de la Tierra y los demás planetas fue defendida, excepcionalmente, por Pitágoras y Filolao, quien quizá sostuviese, en palabras de Laplace, «que los planetas estaban habitados y que las estrellas eran soles diseminados en el espacio, al tiempo que centros de otros sistemas planetarios». Situadas entre un amplio muestrario de ideas contradictorias, es indudable que se trata de conjeturas felizmente inspiradas.

Los antiguos griegos creían que el mundo estaba conformado exclusivamente por cuatro elementos primordiales, tierra, fuego, agua y aire. Entre los filósofos presocráticos no es raro el caso de quienes abogaban preferencialmente por alguno de ellos. Si el paso del tiempo llega a poner de manifiesto que, efectivamente, uno de tales elementos prevalece en el universo por encima de los demás, no hay razón para atribuir una especial intuición científica al filósofo presocrático que defendiese tal candidatura, pues es indudable que con sólo atender a razones estadísticas alguno de ellos estaba forzosamente obligado a estar en lo cierto. De modo equivalente, si en nuestro planeta existen varios cientos o miles de culturas, cada una con su propia cosmología, no debe sorprendernos en lo más mínimo que, de vez en cuando, por puro azar, una de ellas ponga sobre el tapete un idea, no sólo correcta, sino también de imposible deducción a partir de sus niveles de conocimiento.

No obstante, según Temple, los dogones van mucho más lejos. Este pueblo sostiene que Júpiter tiene cuatro satélites y que Saturno está rodeado por un anillo. Cabe dentro de lo posible que en muy extraordinarias condiciones algunos individuos de agudeza visual sorprendente hayan podido observar, sin ayuda de telescopio, los satélites galileanos de Júpiter y los anillos de Saturno, pero reconozcamos que al pensar así se bordean las más extremas fronteras de la plausibilidad. También se señala que los dogones representan los planetas moviéndose sobre órbitas elípticas, algo que ningún astrónomo anterior a Kepler había llegado a postular.

Pero más sorprendente aún es cuanto afirman los dogones sobre Sirio, la estrella más brillante de los cielos. Los dogones sostienen que alrededor de Sirio órbita otra estrella oscura e invisible (según Temple, siguiendo una órbita elíptica) que concluye una rotación completa cada cincuenta años. Añaden que se trata de una estrella muy pequeña y muy densa, formada por un metal especial inexistente en la Tierra al que denominan sagala.

Pues bien, la estrella visible Sirio A tiene una extraordinaria compañera oscura, Sirio B, que gira a su alrededor en órbita elíptica completando una revolución cada 50,04 ± 0,09 años —Sirio B es el primer ejemplo de enana blanca que descubrió la astrofísica moderna. Su materia constitutiva se encuentra en un estado que recibe el nombre de «relativísticamente degenerado», estado de agregación de la materia que no se da en nuestro planeta, y puesto que en esta materia degenerada los electrones no están ligados a los núcleos atómicos puede calificarse con toda propiedad de metálica. La estrella Sirio A es conocida como estrella del Perro, y a Sirio B se le suele apodar «el Cachorro».

A primera vista, la leyenda de Sirio elaborada por los dogones parece ser la prueba más seria en favor de un antiguo contacto con alguna civilización extraterrestre avanzada. No obstante, si examinamos con más atención el tema, no debemos pasar por alto que la tradición astronómica de los dogones es puramente oral, que con absoluta certeza no podemos remontarla más allá de los años 30 del presente siglo y que sus diagramas no son otra cosa que dibujos trazados con un palo sobre la arena. (Señalemos de paso que parecen existir pruebas de que los dogones gustan de enmarcar sus dibujos con elipses y que, en consecuencia, Temple puede haber errado al afirmar que dentro de la mitología dogon tanto los planetas como la estrella Sirio B se mueven siguiendo órbitas elípticas).

Al examinar globalmente la mitología dogon constatamos que atesora una riquísima y detallada gama de materiales legendarios, mucho más rica, tal como han señalado buen número de antropólogos, que la de sus vecinos geográficos. Donde existe una notable riqueza legendaria hay, desde luego, una probabilidad mucho más elevada de que algunos de los mitos sustentados coincidan accidentalmente con descubrimientos de la ciencia moderna. Por descontado, en los pueblos con mitologías más restringidas disminuye en gran medida la probabilidad de concordancias accidentales. Pero, ¿acaso tropezamos con otros casos de coincidencia con adquisiciones científicas recientes al examinar el resto de la mitología dogon?

La cosmogonía dogon señala que el Creador examinaba un canasto trenzado de fondo cuadrado y boca redonda, tipo de cesto que sigue utilizándose actualmente en Malí. Una vez terminada la canasta, lo tomó como modelo para crear el mundo: la base cuadrada representaba los cielos y la boca circular el Sol. Ciertamente, no considero que este relato sorprenda como notabilísima anticipación del pensamiento cosmológico moderno. En el relato dogon acerca de la creación de la Tierra, el creador inserta en el interior de un huevo dos pares de gemelos, cada uno constituido por un macho y una hembra, de los que se espera que maduren en el interior del huevo hasta fundirse en un único y perfecto ser andrógino. La Tierra surge cuando uno de los pares de gemelos rompe la cáscara del huevo antes de haber madurado, y entonces el Creador decide sacrificar el par restante a fin de mantener cierta armonía cósmica. Estamos ante una abigarrada e interesante mitología, pero en modo alguno parece que pueda sostenerse que sea cualitativamente diferente de buena parte de las otras mitologías y religiones de la humanidad.

La hipótesis de una estrella asociada a Sirio puede haber derivado naturalmente de la mitología dogon, en la que los gemelos juegan un papel central, pero aun así no parece existir ninguna explicación referencial para las cuestiones del período de revolución y densidad de la compañera de Sirio. El mito dogon sobre Sirio es demasiado similar a lo descubierto por la astronomía moderna y de una precisión cuantitativa extraordinaria como para atribuirlo a la casualidad. Y ahí está, inmerso en un corpus legendario que se ajusta con escasas desviaciones a todo modelo estándar de mitología precientífica. ¿Cuál puede ser la explicación? ¿Existe alguna posibilidad de que los dogones o sus ancestros culturales pudiesen haber visto realmente Sirio B y haber observado su período de rotación en torno a Sirio A?

Las enanas blancas como Sirio B tienen su origen en otras estrellas denominadas gigantes rojas, estrellas de enorme luminosidad y, nada sorprendente hay en ello, rojas. Los escritores de los primerísimos siglos de nuestra era describían la estrella Sirio como una estrella roja, y ciertamente no es éste su actual color. En un diálogo horaciano titulado Hoc quoque tiresia (Cómo enriquecerse rápidamente) se cita un trabajo precedente, sin ofrecer referencia concreta alguna, donde puede leerse, «la roja estrella del perro resquebraja con su calor las mudas estatuas». Como resultado de tan imprecisas fuentes de la antigüedad los astrofísicos contemporáneos se han visto levemente tentados a considerar la posibilidad de que la enana blanca Sirio B fue en tiempos históricos pretéritos una gigante roja detectable a simple vista, y que en esta época su luz convertía en prácticamente invisible a Sirio A. En tal caso, quizá existiese una etapa ulterior de la evolución de Sirio B en la que su brillo lumínico fuese prácticamente equiparable al procedente de Sirio A, de manera que era posible discernir sin ayuda instrumental el movimiento relativo de los dos miembros de la pareja estelar. Sin embargo, de acuerdo con los conocimientos más exactos y recientes que poseemos sobre la teoría de la evolución estelar parece de todo punto imposible que Sirio B llegase a su actual estado de enana blanca de haber sido una gigante roja pocos siglos antes de Horacio. Más aún, resulta realmente extraordinario que tan sólo los dogones registrasen la existencia de este par de estrellas que giran una alrededor de la otra cada cincuenta años, y más teniendo en cuenta que una de ellas es de las más brillantes que existen en el cielo. En los siglos precedentes existió una escuela extremadamente competente de astrónomos dedicados a la observación tanto en Mesopotamia como en Alejandría —por no decir nada de las escuelas astronómicas coreana y china—, y sería realmente asombroso que no hubieran registrado la menor noticia del tema que nos ocupa.[4] Por tanto, ¿acaso nuestra única alternativa es creer que representantes de una civilización extraterrestre han visitado a los dogones o a sus antepasados?

El conocimiento de los cielos de los dogones es totalmente impensable sin la ayuda del telescopio. La conclusión inmediata es que dicho pueblo ha mantenido contactos con una civilización técnicamente avanzada. El único interrogante a resolver es, ¿qué civilización, extraterrestre o europea? Mucho más verosímil que una incursión educativa de antiguos extraterrestres entre la tribu de los dogones parece ser el supuesto de un contacto relativamente reciente con europeos de cultura científica que transmitieran al pueblo africano el notable mito europeo sobre Sirio y su enana blanca asociada, mito que tiene todas las características aparentes de una espléndida e increíble historia inventada. Tal vez el contacto con gentes de Occidente se produjera a través de visitantes europeos al continente africano, por medio de las escuelas francesas locales o posiblemente por contactos que establecieron en Europa nativos de África occidental que lucharon en el ejército regular francés durante la primera conflagración mundial.

La verosimilitud de la tesis sustentadora de que el origen de estas leyendas resida en contactos con europeos se ha visto incrementada por un reciente descubrimiento astronómico. Un equipo de investigación de la Cornell University dirigido por James Elliot descubrió en 1977, con ayuda de un observatorio aerotransportado situado a considerable altitud sobre el océano Indico, que el planeta Urano está rodeado de anillos, característica jamás detectada en observaciones efectuadas desde el suelo de nuestro planeta. Seres extraterrestres de avanzada cultura no hubiesen tenido la menor dificultad en descubrir los anillos de Urano al aproximarse a nuestro planeta. Por el contrario, los astrónomos europeos del pasado siglo y de las primeras décadas del actual nada sabían al respecto, y el hecho de que los dogones no mencionen en absoluto la existencia de otro planeta situado más allá de Saturno que también posee anillos creo que propicia la tesis de que sus informadores no fueron extraterrestres, sino europeos.

En 1844 el astrónomo alemán F. W. Bessel descubrió que el movimiento de la estrella Sirio (Sirio A), cuando se consideran largos períodos de tiempo, no es recto, sino que presenta ondulaciones al referido a las estrellas más distantes de nosotros. Bessel propuso la existencia de una compañera invisible de Sirio cuya influencia gravitatoria era la responsable del movimiento sinusoidal observado. Puesto que el período de la revolución calculado era de cincuenta años, Bessel llegó a la conclusión de que la invisible compañera de Sirio invertía otros tantos en el movimiento conjunto de Sirio A y Sirio B alrededor de su centro de masas común.

Dieciocho años más tarde Alvan G. Clark, mientras estaba probando un nuevo telescopio de refracción de 18 pulgadas y media, descubrió casualmente por observación visual directa la compañera de Sirio, la estrella que conocemos como Sirio B. A partir del movimiento relativo de ambas, la teoría gravitatoria de Newton nos permite calcular sus respectivas masas. La masa de Sirio B resulta ser aproximadamente equivalente a la del Sol. No obstante, su brillo es casi diez mil veces más débil que el de su compañera Sirio A, a pesar de que sus masas sean prácticamente idénticas y se hallen a igual distancia de la Tierra. Todos estos hechos sólo pueden compatibilizarse si Sirio B tiene un radio mucho menor o una temperatura muchísimo más baja que su pareja. Con todo, en las postrimerías del XIX los astrónomos creían que estrellas con idéntica masa tenían poco más o menos igual temperatura, y a comienzos de nuestro siglo estaba ampliamente difundida la idea de que la temperatura de Sirio B no era especialmente baja. Las observaciones espectroscópicas que efectuara Walter S. Adams en 1915 confirmaban los anteriores supuestos. En consecuencia, sólo quedaba la posibilidad de que Sirio B fuese una estrella considerablemente pequeña, y efectivamente, sabemos hoy en día que su tamaño es apenas el de la Tierra. Su tamaño y su color son las características responsables del nombre que reciben este tipo de astros, el de enanas blancas. Si Sirio B es muchísimo más pequeña que Sirio A, su densidad debe ser considerablemente mayor, y desde las primeras décadas del presente siglo quedó perfectamente establecida la idea de que Sirio B era una estrella extraordinariamente densa.

La peculiar naturaleza de la compañera de Sirio fue ampliamente difundida en libros, revistas y periódicos. Por ejemplo, leemos en The Nature of the Physical World, de sir Arthur Stanley Eddington: «Las pruebas astronómicas parecen dejar prácticamente fuera de toda duda que en las estrellas denominadas enanas blancas la densidad material sobrepasa con mucho cualquiera de nuestras experiencias terrestres. Por ejemplo, la densidad de la compañera de Sirio es de alrededor de una tonelada por pulgada cúbica. Tan extraordinario valor se debe a que la elevada temperatura que allí existe genera una intensa agitación de los materiales que la integran y rompe (ioniza) las envolturas electrónicas de sus átomos, de manera que los fragmentos resultantes pueden amontonarse en un espacio mucho más reducido». El libro de Eddington, publicado inicialmente en 1928, conoció diez reimpresiones en lengua inglesa en el breve lapso de un año, y fue traducido de inmediato a otros varios idiomas, entre ellos el francés. La idea de que las enanas blancas estaban compuestas por materia electrónicamente degenerada la postuló R. H. Fowler en 1925, y alcanzaría una inmediata y generalizada aceptación. Por otro lado, y en el período que media entre 1934 y 1937, el astrofísico hindú S. Chandra-Sekhar, afincado en Gran Bretaña, lanzaba la hipótesis de que las enanas blancas estaban formadas por materia «relativísticamente degenerada». La idea fue recibida con substancial escepticismo por los astrónomos que no se habían formado en el marco de la mecánica cuántica, y uno de los que formuló más ardientes reservas fue el propio Eddington. El debate impregnó la prensa científica de la época y pudo seguirlo toda persona medianamente inteligente y cultivada. Todos estos hechos ocurrían poco antes de que Griaule se topara con la leyenda de los dogones sobre la estrella Sirio.

Veo con los ojos de mi imaginación un visitante galo que a comienzos de este siglo llega a territorio dogon, en lo que por entonces era el África Occidental francesa. Quizá fuese un diplomático, un explorador, un aventurero o un pionero de los estudios antropológicos. Este hipotético viajante —por ejemplo Richard Francis Burton— debía encontrarse en tierras occidentales africanas desde varias décadas antes. La conversación comenzó a girar en torno al tema astronómico. Sirio es la estrella más brillante del cielo. El pueblo dogon obsequió al visitante con su mitología sobre la estrella. Luego, con una educada sonrisa, llenos de expectación, tal vez preguntasen al visitante por su mito sobre Sirio interesándose por la leyenda de un pueblo extranjero sobre tan importante estrella. Y es también muy posible que, antes de responder, el viajero consultase un raído libro que llevaba en su equipaje personal. Dado que por entonces la oscura compañera de Sirio era una sensación astronómica de moda, el viajero intercambió con los dogones un espectacular mito por una explicación rutinaria. Una vez abandonada la tribu, su explicación permaneció viva en el recuerdo, fue reelaborada y, muy posiblemente, incorporada a su manera en el corpus mitológico dogon, o como mínimo en una de sus ramas colaterales (tal vez registrada como «mitos sobre Sirio, relato de los pueblos de piel pálida»). Cuando Marcel Griaule llevó a cabo sus investigaciones mitológicas en las décadas de los 30 y los 40, se encontró anotando una versión reelaborada de su propio mito europeo sobre la estrella Sirio.

Este ciclo completo de reintegración de un determinado mito a su cultura de origen a través de las investigaciones de un antropólogo desprevenido pudiera parecer bastante inverosímil a no ser por los numerosos ejemplos de situaciones similares que se han detectado. Reseñaré aquí unos pocos casos.

En la primera década del siglo actual un antropólogo neófito estaba coleccionando relatos de antiguas tradiciones entre los pobladores nativos del sudoeste del continente americano. Su objetivo era dejar constancia escrita de una serie de tradiciones, casi exclusivamente orales, antes de que se desvanecieran en el olvido de forma definitiva. Los nativos americanos más jóvenes habían perdido buena parte de su vinculación con su herencia cultural, de ahí que el antropólogo en cuestión concentrara su interés en los miembros más ancianos de la tribu. Cierto día se encontraba sentado a la entrada de una cabaña en compañía de un informador muy avispado y dispuesto a prestar su colaboración a pesar de lo avanzado de su edad.

—Hábleme sobre las ceremonias con que sus antepasados celebraban el nacimiento de un niño.

—Un momento, por favor.

El viejo indio se adentró con parsimonia en las oscuras profundidades de la cabaña. Tras un intervalo de un cuarto de hora reapareció con una descripción notablemente útil y detallada de los ceremoniales postpartum, incluyendo rituales relacionados con la ruptura de aguas, el nacimiento en sí, el seccionamiento del cordón umbilical, el primer llanto y la primera inspiración fuera ya del claustro materno. Estimulado por el interesante relato y tomando febriles notas del mismo, el antropólogo fue siguiendo sistemáticamente la lista completa de ritos que jalonaban la vida de todo nativo, pasando por la pubertad, el matrimonio, el parto y la muerte. Ante cada nuevo tema, el informador desaparecía durante unos minutos para volver a salir de su tienda un cuarto de hora después con un amplísimo conjunto de datos y respuestas. El antropólogo estaba asombrado. ¿Quizá, pensaba, habrá dentro alguien de más edad, tal vez enfermo y postrado en cama, a quien consulte? Cuando no pudo resistir por más tiempo la tentación y reunió el suficiente coraje para hacerlo, le preguntó a su informador qué hacía dentro de la cabaña cada vez que entraba. El viejo sonrió, se retiró al interior de la tienda una vez más y el cabo de unos instantes regresó llevando consigo un manoseado volumen del Dictionary of American Ethnography, que había compilado un equipo de antropólogos la década anterior. El anciano indio debió pensar, el pobre hombre blanco está ansioso por saber, es bienintencionado e ignora muchísimas cosas. No debe tener una copia de este maravilloso libro que registra todas las tradiciones de mi pueblo. Le contaré cuanto ahí se dice. Mis otras dos historias se refieren a las aventuras de un médico extraordinario, el doctor D. Carleton Gajdusek, quien estudió durante años una rara enfermedad vírica, el kuru, muy extendida entre los pobladores de Nueva Guinea. Sus trabajos en este terreno le valieron el premio Nobel de medicina en 1976. Agradezco al doctor Gajdusek haber aceptado verificar la exactitud de mi recuerdo de las historias que expongo a continuación, que oí por vez primera de sus labios hace ya muchos años. Nueva Guinea es una isla en la que una serie de cadenas montañosas separan entre sí los diversos valles habitados, de forma parecida, aunque más marcada todavía, a como sucedía con las montañas de la antigua Grecia. El resultado de tal geografía es una enorme profusión y variedad de tradiciones culturales.

En la primavera de 1957 Gajdusek y el doctor Vincent Zigas, oficial médico del Servicio de Salud Pública de lo que por entonces se denominaba territorio Papúa y Nueva Guinea, viajaban en compañía de un oficial administrativo australiano desde el valle Purosa hasta la villa de Agakamatasa siguiendo las cadenas montañosas costeras que delimitan la región meridional, con características culturales y lingüísticas propias y definidas, en una especie de viaje de exploración a «territorios incontrolados». En esta zona seguían en pleno uso enseres y herramientas de piedra y se mantenía la tradición del canibalismo en uno de los pueblos de la zona. Gajdusek y su partida detectaron casos de kuru, enfermedad que se propaga con el canibalismo (aunque por lo general no a través del aparato digestivo), en Agakamatasa, el más meridional de los poblados. Una vez allí decidieron dilapidar algunos días trasladándose a una de las amplias y tradicionales «casas de los hombres», wa'e en la lengua de los nativos (señalaré de paso que la música recogida en uno de ellos forma parte del registro fonográfico enviado hacia las estrellas a bordo del Voyager). El interior, sin ventanas, bajo de puertas y con el techo ahumado, se hallaba compartimentado de tal modo que los visitantes no podían permanecer de pie ni tumbados. El edificio estaba dividido en varias estancias destinadas a dormir, cada una con un pequeño fuego central a cuyo alrededor hombres y muchachos se apiñaban en grupos para dormir y calentarse durante las frías noches de un territorio situado a más de 1700 metros de altitud. A fin de acomodar a sus visitantes, los nativos desmontaron con muestras de agrado la estructura interna de algo así como la mitad de la casa ceremonial, y durante dos días y sus noches de pertinaz lluvia, Gajdusek y sus compañeros fueron hospedados bajo un techo suficientemente alto y a cubierto de vientos y agua. Los jóvenes iniciados llevaban el pelo totalmente untado con grasa de cerdo y se lo adornaban trenzando en él tiras de corteza de árbol. De su nariz colgaban enormes aros, llevaban penes de cerdo a modo de brazaletes, y alrededor de sus cuellos lucían genitales de zarigüeyas y canguros trepadores.

Los anfitriones entonaron sus canciones tradicionales durante la primera noche y todo el día siguiente, mientras la lluvia caía incesante en el exterior. A cambio, y como dijera Gajdusek, «para estrechar nuestros lazos de amistad, comenzamos nosotros a cantar algunas canciones, entre ellas algunas de origen ruso como “Otchi chornye” y “Moi kostyor v tumane sve-tit”…». Fueron muy bien recibidas, y los pobladores de Agakamatasa solicitaron su repetición varias docenas de veces para acompañar desde su refugio la enérgica tempestad.

Algunos años después Gajdusek se hallaba recopilando músicas indígenas en otro sector de la región meridional y pidió a un grupo de jóvenes que le enseñara su repertorio de canciones tradicionales. Para asombro y solaz de Gajdusek, los nativos entonaron una parcialmente alterada aunque claramente reconocible versión de «Otchi chornye». Muchos de los cantantes parecían creer a pies juntillas que se trataba de una canción tradicional, y tiempo después Gajdusek aún tuvo oportunidad de oír la canción trasplantada a tierras incluso más lejanas, sin que nadie tuviera la menor idea acerca de su procedencia.

Podemos imaginar fácilmente a un equipo mundial de etno-musicólogos llegando a un alejado rincón de Nueva Guinea y descubriendo que los nativos tienen una canción tradicional notablemente similar en ritmo, melodía y palabras a «Otchi chornye». Si partieran del supuesto de que no había existido ningún contacto previo con la civilización occidental, se encontrarían ciertamente ante un notable misterio.

Durante este mismo año, poco después, Gajdusek recibió la visita de varios médicos australianos ansiosos de conocer sus notables descubrimientos sobre la transmisión del kuru a través de la práctica del canibalismo. Gajdusek describió las teorías del origen de buen número de enfermedades características de los habitantes de la región, y señaló que a diferencia de cuanto uno de los pioneros de la antropología, Bronislaw Malinowski, había registrado entre los pueblos costeros de la Melanesia, los guineanos no creían que los causantes de la enfermedad fuesen los espíritus de los muertos o de parientes difuntos malevolentes que, celosos de los aún vivos, infundían enfermedades a los deudos sobrevivientes que les hubieran ofendido. Para los guineanos la mayor parte de las enfermedades eran atribuibles a embrujos maléficos, que todo varón herido y deseoso de venganza, fuese joven o viejo, podía ejecutar sin especial adiestramiento o ayuda de hechiceros. El kuru tenía una explicación específica vinculada a ritos de brujería, y otras tantas existían para dar cuenta, entre otras, de las enfermedades pulmonares crónicas, la lepra o la frambesia. Tales creencias habían sido firmemente establecidas y mantenidas desde tiempos muy pretéritos, pero cuando los nativos comprobaron que la frambesia remitía rápida y completamente con las inyecciones de penicilina administradas por Gajdusek y su grupo, no tuvieron inconveniente en admitir que su explicación del origen maléfico de la enfermedad era errónea y la abandonaron, sin que haya vuelto a resurgir desde entonces. (Por mi parte desearía que los occidentales supiesen abandonar con tal rapidez como lo han hecho los guineanos ideas sociales obsoletas o manifiestamente erróneas). El moderno tratamiento aplicado a la lepra contribuyó a que desapareciera su explicación mágica, aunque más lentamente que en el caso anterior, y hoy en día los nativos se ríen de sus primitivas opiniones sobre la lepra y la frambesia. Sin embargo, sí han pervivido las creencias tradicionales sobre el origen del kuru dada la incapacidad de los occidentales para curarla o explicarles de un modo satisfactorio para ellos el origen y naturaleza de la enfermedad. En consecuencia, los guineanos siguen mostrándose sumamente escépticos ante las explicaciones occidentales sobre el kuru y sostienen con vigor que su causa obedece a prácticas maléficas de brujería.

Uno de los médicos australianos, durante una visita a un poblado próximo acompañado por uno de los informadores nativos de Gajdusek en funciones de traductor, ocupó su tiempo visitando a diversos pacientes afectados de kuru y recabando informaciones del más diverso orden. A su regreso, la misma tarde del día de su excursión, le comunicó a Gajdusek que se había equivocado al pensar que los nativos no creían en los espíritus de los difuntos como provocadores de enfermedades, y que además también erraba al sostener que habían abandonado la idea de que el origen de la frambesia residía en determinadas prácticas de hechicería. La gente, prosiguió el galeno australiano, sigue manteniendo que un cuerpo sin vida puede tornarse invisible y que el invisible espíritu del difunto puede introducirse durante la noche en la piel de una persona a través de un hueco imperceptible e inocular en ella la frambesia. El nativo que había informado del tema al australiano incluso había esbozado sobre la arena, con ayuda de un palo, la apariencia de tales seres fantasmales. Había dibujado con todo cuidado un círculo y unas pocas líneas ondulantes en su interior. Según explicara, fuera del círculo todo era negro, mientras que en su interior brillaba la luz, un curioso retrato pergeñado sobre la arena de los malévolos y patógenos espíritus.

Tras interrogar sobre el asunto al joven traductor, Gajdusek descubrió que el médico australiano había conversado con gentes a quienes conocía muy bien, algunos de los hombres más ancianos del poblado que se contaban entre los invitados habituales a su casa y su laboratorio. Habían intentado explicarle que el «microbio» responsable de la frambesia era de forma espiral, la forma de espiroqueta que tantas veces habían contemplado a través del microscopio de Gajdusek. Los nativos no podían por menos que admitir que se trataba de algo invisible —únicamente podía contemplarse a través del microscopio—, y cuando se vieron acuciados por el médico australiano acerca de si tales espiras «representaban» de algún modo a seres difuntos, acabaron por admitir que Gajdusek había tenido buen cuidado en insistir sobre la posibilidad de contagio a través de un contacto estrecho con lesiones de este tipo, como por ejemplo durmiendo con alguien que padeciese frambesia.

Recuerdo perfectamente la primera vez que miré a través de un microscopio. Tras haberme situado ante el ocular de un modo en que sólo me era dado ver mis propias pestañas, conseguir luego mirar con todo cuidado y atención dentro del cilíndrico tubo óptico, oscuro como boca de lobo, acabé por fin enfocando adecuadamente mi vista hasta que de repente me deslumbró la visión de un círculo brillantemente iluminado. Pasa todavía un cierto lapso de tiempo antes de que el ojo sea capaz de detectar qué es lo que hay dentro del disco iluminado. La demostración ofrecida por Gajdusek a los guineanos era tan contundente —después de todo, no había ninguna alternativa tan concreta como la realidad— que muchos de ellos aceptaron su explicación, incluso dejando de lado su habilidad para curar a los enfermos con penicilina. No puede descartarse que algunos nativos consideraran las espiroquetas vistas a través del microscopio como un divertido ejemplo de magia recreativa del mítico hombre blanco, de modo que cuando se encontraron ante otro hombre blanco que les interrogaba acerca del origen de la enfermedad, muy educadamente le respondieron de la forma que consideraban podía ser más tranquilizadora para su nuevo visitante. Una vez cortado todo contacto con el mundo occidental durante unas pocas décadas, puede ser perfectamente plausible que un futuro visitante se quede perplejo creyendo que los nativos de Nueva Guinea tienen algo muy similar a conocimientos de microbiología patológica a pesar de que se mueven en un estadio cultural innegablemente pretecnológico.

Las tres historias que acabo de registrar ponen de manifiesto los casi inevitables problemas que surgen cuando se trata de recoger de boca de un pueblo «primitivo» la tradición cultural atesorada en sus leyendas. ¿Podemos estar seguros de que antes que nosotros no han pasado otros visitantes que han destruido la pureza prístina de los mitos nativos? ¿Hasta qué punto los nativos no se estarán burlando de nosotros o zancadilleándonos? Bronislaw Malinowski creía haber descubierto un pueblo en las islas Trobriand que no se había percatado de la vinculación entre las relaciones sexuales y el nacimiento de sus hijos. Cuando demandó sobre la forma en que creían podía producirse la concepción de sus niños, le respondieron con un elaborado relato mítico en el que jugaba un papel preeminente la intervención celestial. Atónito, Malinowski señaló que no era realmente así como sucedían las cosas y pasó a relatarles del modo más simple posible la cuestión, incluyendo, claro está, la especificación de los nueves meses de duración del período gestatorio. «Imposible», le replicaron los melanesios. «¿Ve usted esta mujer que lleva en brazos a su hijo de seis meses? Pues bien, su marido hace dos años que está de viaje en otra isla». ¿Qué parece más plausible, que los habitantes de la Melanesia ignorasen el origen de los niños o que recriminasen al antropólogo con no escasa elegancia su extraña pregunta? Si un extranjero de aspecto peculiar se me acerca en mi propia ciudad y me pregunta de dónde vienen los niños, me sentiré indudablemente tentado a hablarle de cigüeñas, de calabazas o de París. Aunque la gente se encuentre en un ámbito social precientífico, su comportamiento personal no difiere demasiado del nuestro, y considerados como individuos son tan inteligentes como podamos serlo cualquiera de nosotros. La investigación antropológica de campo no siempre es fácil, pues no lo es someter a un cuestionario a individuos pertenecientes a otra cultura.

Me pregunto si los dogones, tras haber escuchado de labios de un occidental un extraordinario relato mítico sobre la estrella Sirio —estrella ya importante dentro de su propia mitología—, no tuvieron el más exquisito cuidado en retransmitírsela al antropólogo francés tal como se la oyeron a un hombre blanco. ¿Acaso no es esto mucho más probable y verosímil que la visita de extraterrestres al antiguo Egipto, que la conservación durante milenios, y sólo en África occidental, de una serie de conocimientos científicos en abierta contradicción con el sentido común?

Son demasiadas las explicaciones alternativas para el mito de Sirio como para que podamos considerarlo como prueba fehaciente de contactos extraterrestres en el pasado. Si los extraterrestres existen, estoy seguro de que los mejores medios de detección serán sin duda alguna los ingenios espaciales no tripulados y los radiotelescopios de largo alcance.