CAPÍTULO 5

SONÁMBULOS Y TRAFICANTES EN MISTERIOS: SENTIDO Y SINSENTIDO EN LAS FRONTERAS DE LA CIENCIA

LOS LATIDOS DE UNA PLANTA ESTREMECEN A UNA REUNIÓN DE CIENTÍFICOS EN OXFORD.
Sabio hindú causa nuevo asombro al mostrar «sangre» manando de la planta.
EL PÚBLICO, TOTALMENTE ABSORTO, contempla con el ánimo en suspenso cómo el conferenciante combate a muerte con una planta de linaria.

The New York Times,
7 de agosto de 1926, p. 1

William James solía predicar la «voluntad de creer». Yo, por mi parte, quisiera predicar la «voluntad de dudar»… Lo que se persigue no es la voluntad de creer, sino el deseo de descubrir, que es exactamente lo opuesto.

BERTRAND RUSSELL,
Sceptical Essays (1928)

DURANTE EL REINADO del emperador romano Marco Aurelio, en el siglo II de nuestra era, vivió en Grecia un magistral timador llamado Alejandro de Abonútico. Elegante, hábil, inteligente y falto por completo de escrúpulos, según palabras de uno de sus contemporáneos, iba de un lado para otro haciendo gala de oscuras pretensiones. Su engaño más célebre consistió en «irrumpir en la plaza del mercado, sin más vestimenta que un taparrabos de lentejuelas de oro y su cimitarra, agitando al viento su larga melena, como lo hacen los fanáticos que recolectan dinero en nombre de Cibeles, se encaramó a un elevado altar y desde allí arengó a la multitud» anunciando el advenimiento de un nuevo dios oracular. Alejandro exhortó a la construcción de un templo en aquel mismo lugar, idea aceptada de inmediato por la multitud que le rodeaba, y descubrió —en el lugar donde lo había previamente enterrado, desde luego— un huevo de oca en cuyo interior había encerrado una cría de serpiente. Abriendo el huevo, anunció al gentío que el nuevo dios profetizado era precisamente aquella pequeña serpiente. Alejandro se retiró luego a su casa durante unos pocos días, y cuando decidió volver a presentarse ante el pueblo expectante lo hizo con una enorme serpiente enroscada alrededor de su cuerpo; la serpiente habría crecido asombrosamente en el ínterin.

En realidad, la serpiente era de una variedad convenientemente grande y dócil que para tal propósito se había procurado tiempo antes en Macedonia, y además estaba provista de una caperuza de lino de aspecto vagamente humano. El templo estaba apenas iluminado. A causa de la presión ejercida por la multitud expectante, ningún visitante podía permanecer demasiado tiempo en la habitación o examinar la serpiente con detenimiento. En consecuencia, la opinión difundida entre la multitud era que el profeta les entregaba un auténtico dios.

A continuación Alejandro indicó que el dios era capaz de dar respuesta a preguntas planteadas por escrito que se entregaran dentro de sobres sellados. Una vez a solas, doblaba o rasgaba el sello, leía el mensaje, recomponía con todo cuidado el sobre e introducía el texto original al que había añadido una respuesta. Pronto llegaría gente de todo el imperio para atestiguar con sus ojos la existencia de una maravillosa serpiente pitonisa con cabeza humana. En caso de que la respuesta del oráculo se mostrase luego, ya no ambigua, sino claramente errónea, Alejandro tenía una solución muy simple: alterar el contenido de la respuesta escrita previamente. Además, cuando la interrogación de alguna persona adinerada envolvía alguna flaqueza humana o secreto punible, Alejandro no tenía el menor escrúpulo en extorsionar a su cliente. El resultado de todo este fabuloso tinglado produjo unos ingresos equivalentes hoy en día a varios cientos de miles de dólares anuales, además de una fama con la que pocos hombres de la época podían rivalizar.

Quizá sonriamos ante Alejandro, el traficante de profecías. Todos quisiéramos vaticinar el futuro y entrar en contacto con los dioses, pero hoy en día es imposible que nos veamos envueltos en un fraude de este tipo. ¿O acaso no lo es? M. Lamar Keene vivió durante trece años de sus servicios como médium espiritista. Era pastor de la Iglesia Asamblearia de la Nueva Era, en Tampa, uno de los administradores legales de la Asociación Espiritista Universal y, durante muchos años, una de las figuras señeras de la principal corriente del movimiento espiritista americano. Asimismo, fue un timador confeso, convencido, y ello con informaciones de primera mano, de que prácticamente todas las sesiones, conferencias y mensajes procedentes del más allá y obtenidas con la intervención de médiums eran supercherías intencionadas, fraudes destinados a explotar la aflicción y añoranza que todos sentimos por nuestros amigos y parientes muertos. Como Alejandro, Keene podía responder a interrogaciones escritas depositadas en sobres cerrados, pero él no lo hacía en privado sino desde un púlpito. Keene leía las preguntas con la ayuda de una lámpara oculta o de un líquido abrillantador, métodos ambos que proporcionaban transparencia transitoria a los sobres en cuestión. Encontraba objetos perdidos, asombraba a los que presenciaban sus sesiones con asombrosas revelaciones sobre sus vidas privadas «que era imposible que conociese», se comunicaba con los espíritus y conseguía materializar ectoplasmas, claro está, todo ello en reuniones mantenidas en penumbras y gracias a toda una serie de trucos bastante simples, una absoluta confianza en sí mismo y, por encima de todo, la inmensa credulidad, la absoluta falta de escepticismo de que hacían gala sus feligreses y clientes. Keene creía, como lo hiciera Harry Houdini, que no sólo era generalizado el fraude espiritista, sino que sus cultivadores profesionales estaban altamente organizados e intercambiaban entre sí datos o clientela potencial para conseguir que sus revelaciones causaran mayor asombro. Lo mismo que las apariciones de la serpiente de Alejandro, todas las sesiones espiritistas se consuman en habitaciones oscuras, pues la claridad de la luz puede poner al descubierto con demasiada facilidad el engaño. En sus años de encumbramiento, Keene a duras penas logró equiparar sus ingresos, en cuanto a valor adquisitivo, a los de su ilustre antecesor, Alejandro de Abonútico.

Desde la época de Alejandro hasta nuestros días, incluso parece probable que desde que sobre este planeta existen seres humanos, la gente ha descubierto que podía ganar dinero arrogándose el poder de desentrañar lo misterioso y conocer lo oculto. Puede encontrarse una encantadora e iluminadora exposición de algunos de estos engaños en un notable libro de Charles Mackay, Extraordinary popular delusions and the madness of crowds (Fraudes populares extraordinarios e insensatez de las multitudes), publicado en Londres en 1852. Bernard Baruch afirmaba que la lectura de este libro le había ahorrado millones de dólares, presumiblemente alertándole de los necios proyectos en que no debía invertir ni un centavo. Mackay trata desde las profecías, las curaciones milagrosas y la alquimia hasta las casas embrujadas, las Cruzadas o la «influencia de la política y la religión en el crecimiento del cabello y la barba». El valor del libro, como muestra la historia relatada del traficante de oráculos Alejandro, reside en la antigüedad de los fraudes y engaños descritos. Muchas de las imposturas reseñadas no tienen un marco actual y estimulan nuestras pasiones sólo muy débilmente; el tema del libro son los fraudes en que cayeron gentes de otros tiempos pasados. No obstante, tras leer muchos de los casos descritos, empezamos a sospechar que existen versiones contemporáneas equivalentes. Los sentimientos impulsivos de la gente siguen siendo tan fuertes como antaño, y probablemente el escepticismo es algo tan raro hoy como pueda haberlo sido en cualquier otra época. En consecuencia, cabe esperar que sean muchos los timos difundidos por doquier en la sociedad contemporánea. Y efectivamente es así.

Tanto en tiempos de Alejandro como en los de Mackay, la religión era la fuente de las intuiciones más ampliamente difundidas y de las cosmovisiones dominantes. Quienes intentaban embaucar a las gentes solían, pues, hacerlo, por medio del lenguaje religioso. Desde luego, el método sigue en plena vigencia, como atestiguan sobradamente los espiritistas y otros movimientos similares. Pero dentro del último siglo, para bien o para mal, la ciencia se ha convertido para el común de las gentes en el medio fundamental para penetrar los secretos del universo, lo que llevaría a esperar que buena parte de los fraudes contemporáneos adoptaran una envoltura científica. Y así es.

Desde hace poco más o menos un siglo se han expuesto una serie de fantásticas pretensiones en los terrenos limítrofes de la ciencia, un conjunto de asertos que han logrado excitar la imaginación popular y que, de ser ciertas, tendrían una enorme importancia científica. Vamos a examinar sucintamente un muestrario representativo. Los fenómenos reivindicados son siempre de carácter extraordinario, nos arrancan de la monotonía mundanal y, en no pocos casos, implican esperanzadoras promesas. Por ejemplo, se presupone que gozamos de amplios poderes jamás registrados, que fuerzas desconocidas nos envuelven para salvarnos o que existe algún armónico modelo del cosmos cuyo conocimiento todavía no hemos penetrado. En ciertas ocasiones la ciencia ha sostenido pretensiones de orden similar, por ejemplo al postular que la información hereditaria transmitida de generación en generación se encierra en una larga aunque bastante simple molécula de ADN, al postular la existencia de la gravitación universal o la deriva continental, al registrar la energía nuclear o al investigar el origen de la vida o la evolución histórica del universo. Por tanto, ¿qué diferencia puede haber entre éstas y otras pretensiones similares como, por ejemplo, que es posible flotar en el aire mediante un simple esfuerzo de la voluntad? Ninguna, excepto en lo que respecta a la forma de probar unas y otras. Quienes sostienen la existencia de la levitación tienen la obligación de demostrarlo ante sus escépticos oponentes bajo condiciones experimentales controladas. La obligación de demostrarlo es suya, no de quienes ponen en duda el fenómeno levitatorio. Tales pretensiones son demasiado importantes para no analizarlas con todo cuidado. En los últimos años se han afirmado muchas cosas sobre la levitación, pero no existe ni una sola película correctamente iluminada que nos muestre a una persona elevándose por los aires sin ayuda alguna, digamos cinco metros, y de la que pueda excluirse todo tipo de trucaje o fraude. Si la levitación fuese posible, sus implicaciones científicas, y más genéricamente, humanas, serían enormes. Quienes llevan a cabo observaciones acríticas o afirmaciones fraudulentas nos inducen a error y nos desvían del gran objetivo humano de comprender la maquinaria del universo. De ahí que jugar fuerte y deslavazadamente con la verdad sea asunto de la mayor seriedad.

Proyección astral

Consideremos el fenómeno usualmente denominado proyección astral. Bajo los efectos de un éxtasis religioso, un sueño hipnótico o, en algunos casos, de determinados alucinógenos, ciertos individuos indican haber experimentado la sensación de abandonar su cuerpo, flotar sin el menor esfuerzo hacia cualquier punto de la habitación (por lo general, el techo) y permanecer allí sin reintegrarse a su sostén corporal hasta una vez finalizada la experiencia. Si realmente puede suceder algo de este tipo, se trata de un fenómeno de enorme importancia, pues trae implícitas una serie de consecuencias sobre la naturaleza de la personalidad humana e incluso sobre la posibilidad de «vida tras la muerte». Algunos individuos que se han visto muy cerca de la muerte, o que tras ser declarados clínicamente muertos han vuelto a la vida, han hablado de sensaciones muy similares. Pero hablar de una determinada sensación no significa que haya existido tal como se explica. Por ejemplo, puede darse el caso de que alguna sensación, que nada tiene de extraordinario, o alguna conexión defectuosa dentro del circuito neuroanatómico humano provoque bajo ciertas circunstancias la ilusión de haber experimentado una proyección astral (véase capítulo 25).

Hay una forma muy sencilla de verificar la existencia de una proyección astral. Se le pide a un amigo que, en nuestra ausencia, coloque un libro en algún elevado e inaccesible estante de la librería, de modo que no sea posible ver su título. Si creemos experimentar una experiencia proyectiva, flotemos hasta la parte alta de la habitación y entonces podremos leer el título del libro en cuestión. Cuando nuestro cuerpo vuelva al estado normal de vigilia y podamos indicar correctamente lo leído, tendremos prueba fehaciente de la realidad física de la proyección astral. Desde luego, no debe existir ningún otro posible medio de conocer el título del libro, como por ejemplo entrar solapadamente en la habitación cuando nadie nos observe o recabar información de nuestro amigo o cualquier otra persona enterada del asunto. Para evitar esta última posibilidad, el experimento debe efectuarse «doblemente a ciegas», es decir, que la selección y ubicación del libro debe hacerla alguien a quien no conozcamos y que a su vez no nos conozca en absoluto, y ésta será precisamente la persona encargada de juzgar si nuestra respuesta es correcta. Por cuanto conozco, jamás se ha registrado una experiencia de proyección astral bajo las premisas de control reseñadas y con la supervisión de gentes escépticas ante el supuesto fenómeno. Por tanto, a pesar de que no deba excluirse a priori la proyección astral, concluyo que existen muy escasas razones para creer en ella. Por otro lado, Ian Stevenson, psiquiatra de la Universidad de Virginia, ha reunido algunas pruebas de que en la India y el Próximo Oriente algunos muchachos relatan con todo lujo de detalles una vida anterior transcurrida a considerable distancia de su actual domicilio y en un lugar que jamás han visitado, y que ulteriores investigaciones vienen a demostrar que los datos de alguien recién fallecido allí se ajustan a la perfección con la descripción del muchacho. Sin embargo, no se trata de experimentos bajo control, y siempre cabe la posibilidad de que el muchacho haya oído por casualidad o recibido directamente informaciones que el investigador desconoce. Con todo, el trabajo de Stevenson es probablemente la más interesante de las investigaciones contemporáneas sobre «percepción extrasensorial».

Espiritismo

En 1848 vivían en el estado de Nueva York dos muchachitas, Margaret y Kate Fox, de las que se contaban maravillosas historias. En presencia de las hermanas Fox podían oírse misteriosos ruidos acompasados que, con más atención, resultaban ser mensajes codificados procedentes del mundo de los espíritus; pregúntesele algo al espíritu: un golpe significa no, tres golpes significa sí. Las hermanas Fox causaron sensación, emprendieron giras por toda la nación organizadas por su hermana mayor y se convirtieron en centro de atención de una serie de intelectuales y literatos europeos, como por ejemplo Elizabeth Barrett Browning. Las «exhibiciones» de las hermanas Fox constituyen la fuente del espiritismo moderno, según el cual, gracias a un especial esfuerzo de la voluntad, unos pocos individuos atesoran el don de comunicarse con los espíritus de personas ya fallecidas. Los compinches de Keene tienen una deuda impagable con las hermanas Fox.

Cuarenta años después de las primeras «exhibiciones», desasosegada consigo misma, Margaret Fox redactó una confesión firmada. Los golpes se producían, mientras permanecían de pie sin esfuerzo ni movimiento aparentes, chasqueando las articulaciones de los dedos de los pies o de los tobillos, de modo muy similar a como se produce un crujido con los nudillos. «Y así fue como empezamos. Primero, como un simple truco para asustar a nuestra madre, pero luego, cuando empezó a visitarnos mucha gente, fuimos nosotras mismas las atemorizadas, y nos vimos forzadas a continuar con el engaño para protegernos. Nadie podía pensar en un truco ya que éramos demasiado niñas para que se nos ocurriese tal cosa. Actuamos como lo hicimos bajo el estímulo intencionado de nuestra hermana mayor y el inconsciente de nuestra madre». La hermana mayor, encargada de organizar las giras, parece haber sido siempre plenamente consciente del fraude. Su motivación para mantenerlo, el dinero.

El aspecto más instructivo del caso Fox no es que se consiguiera embaucar a tanta gente, sino que tras confesar el engaño, después de que Margaret Fox hiciera una demostración pública en el escenario de un teatro neoyorquino de su «preternatural dedo gordo del pie», muchos fueron los engañados que se negaron a admitir la existencia de fraude. Sostenían que Margaret se había visto forzada a confesar bajo la presión de alguna Inquisición de sesgo racionalista. La gente raramente agradece que se le demuestre abiertamente su credulidad.

El gigante de Cardiff

En 1869, «mientras excavaba un pozo» cerca de Cardiff, villa situada al oeste de Nueva York, un granjero desenterró una enorme piedra en la que se reproducía con extraordinario verismo la figura de un hombre de tamaño más que considerable. Clérigos y científicos afirmaron al unísono que se trataba de un ser humano de épocas pretéritas fosilizado, tal vez una prueba confirmadora del relato bíblico que sostiene que «en aquellos días, la Tierra la poblaban gigantes». Muchos fueron los comentarios desencadenados con la precisión de la figura, aparentemente superior a lo que ningún artesano hubiera podido jamás conseguir esculpiendo una piedra. Por poner un sólo ejemplo, podía incluso apreciarse la presencia de diminutas venas azuladas. Sin embargo, otras gentes se sintieron menos impresionadas, y entre ellas Andrew Dickson White, el primer rector de la Universidad de Cornell, quien declararía que se trataba de un fraude indudable, de una execrable escultura que no merecía más que un buen puntapié. Un examen meticuloso del gigante de Cardiff revelaría entonces que era una simple estatua de origen reciente, un engaño perpetrado por George Hull, de Binghampton, quien se describía a sí mismo como «tabaquero, inventor, alquimista y ateo», un hombre realmente muy ocupado. Las supuestas «venas azuladas» eran formaciones coloreadas propias de la roca en que se había esculpido la figura humana. El objetivo del engaño era desplumar turistas incautos.

Pero tan enojosa revelación no desalentó al empresario norteamericano P.T. Barnum, quien ofreció 60 000 dólares por arrendar el gigante de Cardiff durante tres meses. Barnum fracasó en su intento de alquilar la escultura para organizar exhibiciones itinerantes (sus propietarios estaban ganando demasiado dinero para desprenderse de ella), y tras hacerse con una copia decidió que fuera ésta la exhibida, para asombro de sus clientes y enriquecimiento de sus bolsillos. El gigante de Cardiff contemplado por muchos americanos fue dicha copia. Barnum exhibía una imitación de una falsificación. El gigante original languidece hoy en el Farmer's Museum de Coopers-Town, Nueva York. Tanto Barnum como H.L. Mencken señalaron haber efectuado la deprimente constatación de que nadie puede perder dinero subestimando la inteligencia del público americano. Sin embargo, no se trata de falta de inteligencia, que existe en dosis abundantes. El artículo que escasea es un adiestramiento sistemático para pensar críticamente.

Hans el listo, el caballo matemático

A comienzos del presente siglo existió en Alemania un caballo que podía leer, efectuar operaciones matemáticas y mostrar un profundo conocimiento de los asuntos políticos mundiales. O así parecía. El caballo era conocido por Hans el Listo. Era propiedad de Wilhelm von Osten, un anciano berlinés que, según opinión generalizada, era incapaz de verse involucrado en el menor fraude. Delegaciones de eminentes científicos examinaron la maravilla equina y la consideraron auténtica. Hans respondía a los problemas matemáticos que se le planteaban golpeando el suelo con una de sus patas delanteras, y a las cuestiones de otro orden cabeceando de arriba abajo o de un lado a otro, según es costumbre entre los occidentales. Por ejemplo, si alguien le decía, «Hans, ¿cuál es el doble de la raíz cuadrada de nueve, menos uno?», tras una breve pausa, sumisamente, levantaba su pata delantera derecha y golpeaba cinco veces el suelo. «¿Es Moscú la capital de Rusia?». Agitaba la cabeza a derecha e izquierda. «¿Acaso es San Petersburgo?». Asentimiento.

La Academia Prusiana de las Ciencias nombró una comisión, encabezada por Oskar Pfungst, para examinar la cuestión más de cerca. Osten, quien creía fervientemente en los poderes y capacidades de Hans, aceptó encantado la investigación. Pfungst no tardó en detectar una serie de interesantes irregularidades. Cuanto más difícil era la pregunta, más tardaba Hans en responder; cuando Osten no conocía la respuesta, Hans mostraba pareja ignorancia; cuando Osten estaba fuera de la habitación o cuando se le vendaban los ojos a Hans, las respuestas ofrecidas por el caballo eran erróneas. Sin embargo, en ciertas ocasiones Hans podía ofrecer respuestas correctas a pesar de hallarse en un medio que le era extraño, rodeado de observadores escépticos y con Osten, su dueño, no sólo fuera del recinto, sino incluso de la ciudad. Finalmente se vislumbró la solución al enigma. Cuando se le planteaba a Hans un problema matemático, Osten se ponía ligeramente tenso por miedo a que Hans no golpease el suficiente número de veces. Por el contrario, cuando Hans terminaba de dar el número de golpes preciso, de forma inconsciente e imperceptible Osten inclinaba su cabeza en señal de asentimiento o se relajaba de la tensión mantenida. Su distensión era virtualmente imperceptible para cualquier observador humano, —pero no para Hans, que era premiado con un terrón de azúcar por cada respuesta correcta. Además, no pocos observadores que se mostraban escépticos ante las habilidades de Hans fijaban sus ojos en las patas delanteras desde el momento mismo en que acababa de ser formulada la pregunta y modificaban sensiblemente su postura o gestos cuando el caballo llegaba a la respuesta correcta. Hans nada sabía de matemáticas, pero era extremadamente sensible a toda señal inconsciente no verbalizada. Y de orden similar eran los signos que imperceptiblemente se le transmitían al caballo cuando la pregunta no era matemática. A decir verdad, el apodo de Listo se adaptaba perfectamente a Hans. Era un caballo condicionado por un ser humano y que había descubierto que otros seres humanos que jamás había visto antes también le podían proporcionar las indicaciones que precisaba. Pero a pesar de la falta total de ambigüedad de la solución ofrecida por Pfungst, historias similares de caballos, cerdos o patos sabios que entienden de aritmética, saben leer o poseen conocimientos políticos han seguido impregnando la credulidad de muchas naciones.[2]

Sueños premonitorios

Uno de los fenómenos aparentemente más asombrosos de la percepción extrasensorial son las experiencias premonitorias, aquellas en las que una persona tiene una percepción clara y precisa de un desastre inminente, la muerte de un ser amado o el establecimiento de comunicación con un amigo desaparecido mucho tiempo atrás, y que tras tenerla se produce el evento intuido. Muchas de las personas que han tenido tal tipo de experiencias señalan que la intensidad emocional de la premonición y su subsiguiente verificación provocan una abrumadora sensación de estar en contacto con otro ámbito de realidad. He tenido oportunidad de experimentar por mí mismo una de tales premoniciones. Hace ya muchos años me desperté de repente bañado por un sudor frío y con la certidumbre de que un pariente cercano acababa de morir en aquel momento. Me sentí tan impresionado por la obsesionante intensidad de la experiencia que temí poner una conferencia telefónica no fuera el caso que mi allegado tropezara con el hilo telefónico, o algo por el estilo, y convirtiera la premonición en profecía plenamente cumplida. El familiar en cuestión vive y goza de buena salud, y sean cuales fueren las raíces psicológicas de la experiencia, lo cierto es que no era un reflejo de un suceso que acabara de producirse en el mundo real.

No obstante, supongamos que el pariente hubiera efectivamente fallecido esa noche. Creo que hubiera sido difícil convencerme de que era una mera coincidencia. Si cada americano tiene experiencias premonitorias de este tipo unas pocas veces a lo largo de su vida, es inmediato concluir que un simple registro estadístico de las mismas dará lugar a que cada año se produzcan algunos acontecimientos premonitorios aparentes en América. Quizá se desprenda de nuestro registro que tales sucesos pueden ocurrir con bastante frecuencia, pero para la persona que sueñe un desastre que venga inmediatamente confirmado por la realidad el hecho es misterioso y le produce un temor reverencial. Quizá tales coincidencias se le presenten a alguien cada varios meses, pero es más que comprensible que quien viva las premoniciones convertidas en realidad se resistirá a explicarlas como simples coincidencias.

Tras vivir mi experiencia no escribí ninguna carta a un instituto de parapsicología relatando haber tenido un sueño premonitorio que no se vio confirmado por la realidad. No era algo susceptible de merecer un registro. Pero si la muerte que había soñado se hubiese producido efectivamente, la hipotética carta habría pasado a convertirse en prueba a favor de la premonición. Los éxitos se registran, mientras que los errores no. Aunque sea inconscientemente, la naturaleza humana conspira para producir un registro sesgado de la frecuencia con que se produce tal tipo de eventos.

Todos los casos reseñados —Alejandro, el traficante de profecías, Keene, la proyección astral, las hermanas Fox, el gigante de Cardiff, Hans el Listo y los sueños premonitorios— son fenómenos típicos que se mueven en las zonas limítrofes del ámbito científico. Se trata de casos asombrosos, fuera de lo ordinario, hechos maravillosos o que infunden temor reverencial; en todo caso, se trata de fenómenos que nada tienen de tediosos o comunes. Resisten análisis superficiales de la gente instruida, y en ciertos casos incluso estudios más detallados que les otorgan el respaldo de algunas celebridades y científicos. Quienes aceptan la validez de tan insólitos fenómenos se niegan a aceptar todo intento de explicación convencional. Las auténticas causas más frecuentes son de dos tipos. Uno, el fraude consciente con objeto de enriquecerse, como el caso de las hermanas Fox o el gigante de Cardiff, y quienes aceptan la superchería han sido embaucados. Otro, y en este caso solemos engañarnos a nosotros mismos, es mucho más difícil de precisar, y corresponde a aquellos fenómenos inusualmente sutiles y complejos, aquellos cuya naturaleza es mucho más intrincada de cuanto habíamos supuesto y cuya comprensión requiere un análisis realmente profundo. Podrían enmarcarse en este segundo apartado casos como el de Hans el Listo o buena parte de los sueños premonitorios.

Hay otra razón que me ha llevado a escoger los ejemplos precedentes. Todos ellos están estrechamente relacionados con la vida cotidiana; afectan al comportamiento animal o humano, es posible evaluar la veracidad de las pruebas y constituyen otras tantas ocasiones para ejercitar el sentido común. Ninguno de los casos expuestos abarca complejidades tecnológicas u oscuros razonamientos teóricos. Por decirlo así, no necesitamos tener sólidos conocimientos de física para cribar escépticamente las pretensiones de los modernos espiritistas. Con todo, estos engaños, imposturas y falsas interpretaciones han conseguido cautivar a millones de individuos. En consecuencia, será infinitamente más difícil y peligroso evaluar ciertas cuestiones que se ubican en la zona fronteriza de ciencias mucho menos familiares al hombre medio, como por ejemplo las catástrofes cósmicas, la existencia de supuestos continentes desaparecidos o la de objetos voladores no identificados.

Quiero distinguir entre quienes elaboran y promueven sistemas de creencias sobre cuestiones limítrofes y quienes las aceptan. Estos últimos se sienten compelidos muy a menudo por la novedad de los sistemas propuestos y la sensación de grandiosidad y penetración que conllevan. De hecho, adoptan actitudes y objetivos científicos. Es fácil imaginar visitantes extraterrestres de aspecto humano, que con vehículos espaciales e incluso aeroplanos similares a los nuestros, nos visitaron en tiempos remotos y son algo así como nuestros antepasados. No son cosas que resulten demasiado extrañas a nuestra imaginación y son lo suficientemente similares a ciertas historias religiosas occidentales como para que nos sintamos cómodos en tales contextos. La búsqueda de microbios marcianos de exótica bioquímica o de radiomensajes interestelares de seres inteligentes biológicamente muy distintos de nosotros es tarea mucho más difícil y no tan agradable. Muchos son los que se sienten atraídos por la primera perspectiva citada, pero el número de los que adoptan la segunda es ya considerablemente menor. No obstante, creo que buena parte de los que se interesan por la idea de antiguos astronautas visitando la Tierra están motivados por inquietudes sinceramente científicas, y, eventualmente, de orden religioso. Existe un amplio e impreciso interés popular por los temas científicos con mayor carga de misterio. Para mucha gente, la vulgaridad presuntuosa que envuelve las doctrinas acerca de las zonas limítrofes de la ciencia es la mejor aproximación de que disponen a una ciencia fácilmente comprensible. La popularidad de tales protociencias es un claro reproche a escuelas, prensa y televisión comercial por la escasez de sus esfuerzos, además inefectivos y faltos de imaginación, en favor de una educación científica. Y también es un reproche para nosotros los científicos, que tan poco hacemos por popularizar nuestro trabajo.

Quienes abogan por la existencia de antiguos astronautas —el ejemplo más notable en esta línea es el de Erich von Daniken y su libro Chariots of the Gods?— sostienen que son muy numerosos los restos arqueológicos que sólo pueden explicarse recurriendo a contactos entre nuestros antepasados y civilizaciones extraterrestres. Sostienen que, entre otras varias cosas, seres extraterrestres son responsables de la construcción o supervisión de una columna de acero hallada en la India, una placa hallada en Palenque, México, las pirámides de Egipto, los monolitos de piedra de la isla de Pascua (que en opinión de Jacob Bronowski, todos guardan cierta semejanza con Benito Mussolini), o las figuras geométricas de Nazca, Perú. Sin embargo, el origen de todos estos artefactos tiene siempre una explicación mucho más sencilla y plausible. Nuestros antepasados históricos no eran unos zoquetes. Quizá no tuvieran una sofisticada tecnología, pero eran tan hábiles e inteligentes como nosotros y en determinados casos concretos combinaron tales dosis de dedicación, inteligencia y duro trabajo que consiguieron resultados que nos impresionan incluso a nosotros. La teoría de los antiguos astronautas sobre nuestro planeta se halla bastante difundida, y creo que de forma interesada, entre los burócratas y políticos soviéticos, tal vez porque sirve para mantener viejos sentimientos religiosos en un contexto científico aceptablemente moderno. La versión más reciente del tema de los astronautas de la antigüedad sostiene que las gentes dogones de la república de Malí conservan una tradición astronómica sobre la estrella Sirio que sólo pueden haber adquirido por contacto con una civilización de alienígenas. De hecho, parece la explicación correcta, pero tales extranjeros nada tienen que ver con astronautas, antiguos o modernos (cf. cap. 6). Nada tiene de sorprendente que las pirámides hayan desempeñado un papel tan importante en las historias sobre antiguos astronautas. Desde que Napoleón invadiera Egipto, los restos de su antigua civilización impresionaron hasta tal punto a los europeos que no han dejado de mostrarse como una fuente de innumerables sinsentidos. Mucho se ha escrito sobre la supuesta información numerológica almacenada en las dimensiones físicas de las pirámides, especialmente sobre la gran pirámide de Gizeh, llegándose a afirmar, por ejemplo, que la proporción entre altura y anchura, medida en ciertas unidades, es la misma que el tiempo en años que separa a Adán de Jesús. Existe el caso célebre de un piramidólogo al que se observó limando una protuberancia para que existiera una mayor concordancia entre sus observaciones y sus especulaciones. La manifestación más reciente del interés despertado por las pirámides es la «piramidología», y entre otras cosas sus cultivadores sostienen que tanto nosotros como nuestras navajas de afeitar funcionan mejor y duran más dentro de las pirámides que en nuestros actuales cubículos ciudadanos. Puede ser. Por mi parte, viviendo en espacios cuadriculados y habitaciones como cajas de zapatos debo admitir que me siento deprimido, pero tampoco debe olvidarse que durante la mayor parte de su historia la raza humana no ha encerrado sus vidas en tan opresivos espacios. Sea como fuere, las tesis de la piramidología jamás se han verificado en condiciones adecuadas de control experimental. Una vez más, no han sido sometidas a la piedra de toque experimental.

El «misterio» del triángulo de las Bermudas gira en torno a desapariciones no explicadas de barcos y aeroplanos en una vasta región oceánica que circunda dichas islas. La explicación más razonable para tales desapariciones (cuando son tales, pues de muchas de tales desapariciones se ha verificado que jamás se produjeron) es que los navíos se hunden. En cierta ocasión, señalé en un programa de televisión que me parecía extraño que barcos y aviones desaparecieran misteriosamente, pero que nunca sucediera algo similar con trenes, a lo que Dick Cavett, el presentador, me respondió: «Veo que usted nunca ha estado esperando el tren de Long Island». Como los entusiastas de los astronautas de la antigüedad, los valedores del triángulo de las Bermudas usan argumentos chapuceramente académicos y retóricos, pero jamás han aportado la menor prueba convincente. No se han sometido a la dura prueba experimental.

Todo el mundo conoce perfectamente los platillos volantes, los ovnis. Sin embargo, detectar una luz extraña en los cielos no significa que estemos siendo visitados por seres procedentes de Venus o de una lejana galaxia llamada Spectra. Puede tratarse, por ejemplo, de los faros de un automóvil reflejados por una nube alta, o una bandada de insectos fosforescentes en vuelo, o un artefacto volante no convencional, o un avión corriente y moliente con luces de posición no ajustadas a las normas que para ellas existen, o un reflector de alta intensidad de los utilizados para observaciones meteorológicas. También existen algunos casos en los que una o dos personas afirman haber entrado en contacto con alienígenas espaciales, ser sometidos luego a exploraciones médicas no convencionales y, finalmente, dejados de nuevo en libertad. En tales casos, lo único de que disponemos es el fantástico testimonio de una o dos personas, sin otra posibilidad que la de elucubrar sobre la sinceridad o verosimilitud del mismo. Por cuanto conozco, de los cientos de miles de informes sobre ovnis recogidos desde 1947, no existe ni uno solo en que varias personas hayan informado de forma independiente y digna de confianza el establecimiento de contactos con algo que sea un artefacto procedente de fuera de nuestro planeta.

No sólo carecemos de relatos probatorios aceptables, sino que no tenemos la menor prueba física sobre los ovnis. Nuestros laboratorios actuales son sumamente sofisticados. Un producto elaborado fuera de nuestro planeta sería fácilmente identificable como tal. Pues bien, nadie ha aportado jamás ni el más pequeño fragmento de nave espacial que haya superado las pruebas de laboratorio, y mucho menos el cuaderno de bitácora de una nave de mando espacial. De ahí que en 1977 la NASA declinara una invitación de la Casa Blanca para emprender una investigación seria sobre el tema de los ovnis. Si se excluyen fraudes y meras anécdotas, no parece quedar nada susceptible de estudio.

En cierta ocasión, mientras me encontraba en un restaurante con algunos amigos, detecté un brillo en los cielos, un ovni «revoloteante». Inmediatamente después de habérselo señalado, me encontré en medio de una nube de maitres, camareras, cocineros y clientes que acordonaban la acera, apuntaban al cielo con dedos y tenedores y daban claras muestras de asombro. Aquella gente estaba entre encantada y sobrecogida. Pero cuando regresé con un par de prismáticos que mostraban fuera de toda duda que el supuesto ovni era en realidad un avión de tipo especial (como se supo más tarde, una aeronave meteorológica de la NASA), cundió un profundo y generalizado desencanto. Algunos se mostraban embarazados por haber mostrado en público su credulidad. Otros estaban simplemente disgustados porque se había esfumado una muy buena historia, algo fuera de lo ordinario; acababa de difuminarse un posible visitante de otros mundos.

En buen número de casos no actuamos como observadores imparciales. Depositamos cierto interés emocional en los resultados, quizá sólo porque si fuesen ciertas algunas de las tesis de estas protociencias el mundo se convertiría en un lugar más interesante, quizá porque tengan algo que afecta los niveles más profundos de la psique humana. Si de verdad es posible la proyección astral, puedo sentir cómo una parte de mi ser abandona el cuerpo y viaja hasta otros lugares sin el menor esfuerzo, posibilidad realmente excitante. Si el espiritismo es real, mi alma sobrevivirá a la muerte de mi cuerpo, pensamiento probablemente muy confortable. Si existe la percepción extrasensorial, en muchos de nosotros se encierran poderes latentes que sólo necesitan ponerse al descubierto para hacernos más poderosos de lo que somos. Si la astrología está en lo cierto, nuestras personalidades y destinos están íntimamente ligados al resto del cosmos. Si realmente existen elfos, duendes y hadas (hay un libro precioso de estampas victorianas donde se recogen retratos de muchachas de unos quince centímetros de altura, con alas de gasa, mientras están conversando con un grupo de caballeros victorianos), el mundo es un lugar mucho más intrigante de cuanto están dispuestos a admitir la mayoría de adultos. Si actualmente o en cualquier época histórica pretérita nos visitan o han visitado representantes de avanzadas y afables civilizaciones extraterrestres, quizá la condición humana no sea tan deplorable como parece, tal vez los extraterrestres lograrán salvarnos de nosotros mismos. Pero el hecho de que tales supuestos nos encanten o exciten no nos ofrece la menor garantía de que sean ciertos. Su veracidad sólo se impondrá a través de pruebas precisas y mi opinión, por lo general reacia, es que no existen (al menos por el momento) pruebas sólidas e irrefutables en favor de tales supuestos u otros similares.

Pero aún hay más. De ser falsas, muchas de las doctrinas apuntadas son realmente perniciosas. En el marco simplista de la astrología popular se juzga a las personas de acuerdo con uno de entre doce caracteres arquetípicos según sea el mes en que nacieron. Si la astrología es un sistema de creencias falso, estamos cometiendo una flagrante injusticia con los individuos tipificados de acuerdo con sus tesis, les colocamos en casilleros preestablecidos y nos rehusamos a juzgarlos por sí mismos, método muy familiar en las clasificaciones de orden sexista o racista.

El interés mostrado por los ovnis y los astronautas antiguos parece derivar, al menos en parte, de necesidades religiosas insatisfechas. Pon lo general, los extraterrestres son descritos como seres sabios, poderosos, llenos de bondad, con aspecto humano y frecuentemente arropados con largas túnicas blancas. Son, pues, muy parecidos a dioses o ángeles que, más que del cielo, vienen de otros planetas, y en lugar de alas usan vehículos espaciales. El barniz pseudocientífico de la descripción es muy escaso, pero sus antecedentes teológicos son obvios. En la mayoría de los casos los supuestos astronautas antiguos y tripulantes de ovnis son deidades escasamente disfrazadas y modernizadas, deidades fácilmente reconocibles. Un informe británico reciente sobre el tema llega incluso a señalar que es mayor el número de personas que creen en la existencia de visitantes extraterrestres que en la de Dios.

La Grecia clásica estaba preñada de historias en que los dioses descendían a la Tierra y entraban en contacto con los seres humanos. La Edad Media es igualmente rica en apariciones de ángeles, santos y vírgenes. Dioses, santos y vírgenes se aparecen sin cesar a lo largo de la historia humana a individuos que en apariencia merecen gozar del más alto grado de confianza. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde han ido todas las vírgenes? ¿Qué se ha hecho de los dioses del Olimpo? ¿Acaso han decidido abandonarnos en estos tiempos que corren, aparentemente más escépticos? ¿O acaso las creencias reseñadas constituyen un reflejo moderno de la superstición y credulidad humanas? Tras el extendido culto de los ovnis parece, pues, esconderse un posible peligro social. Si creemos que vendrán a resolver nuestros problemas seres de otros mundos, quizá nos sintamos tentados a declinar buena parte de nuestros esfuerzos para resolverlos nosotros mismos, algo que por lo demás ya ha sucedido en los numerosos movimientos religiosos milenaristas que jalonan la historia humana.

Todos los casos de ovnis realmente interesantes lo son bajo el supuesto de que uno o unos pocos testigos no están intentando embaucarnos o no fueron embaucados. Sin embargo, la posibilidad de engañarse de cualquier testigo ocular es auténticamente impresionante.

  1. Cuando en una clase de derecho se simula la consumación de un robo a modo de ejercicio, muy pocos son los estudiantes que llegan a coincidir sobre el número de asaltantes, sus respectivas vestimentas, las armas empuñadas o los comentarios de los ladrones, la secuencia real de los acontecimientos o el tiempo transcurrido en el asalto.
  2. A una serie de profesores se les presentan dos grupos de muchachos desconocidos para ellos que han superado con idéntico aprovechamiento todos los exámenes. Pero a los profesores se les indica que mientras en un grupo dominan los alumnos listos en el otro abundan los mediocres. Los exámenes subsiguientes reflejarán esta calificación inicial errónea, independientemente del rendimiento real de los estudiantes. La predisposición falsea las conclusiones.
  3. Se les muestra a una serie de testigos una filmación de un accidente automovilístico. A continuación se les plantean una serie de preguntas como, por ejemplo, ¿se saltó la señal de stop el coche azul? Una semana más tarde, interrogados de nuevo, una amplia proporción de testigos aseguran haber visto en la filmación un coche azul, a pesar de que ni remotamente aparecía un coche de tal color en la filmación proyectada el primer día. Parece ser que existe un estadio, poco después de presenciar cualquier suceso, en que verbalizamos lo que creemos haber visto y a partir de ahí ya queda así fijado para siempre en nuestra memoria. En esta fase somos tremendamente vulnerables, y cualquier creencia previa —por ejemplo, en los dioses del Olimpo, en los santos cristianos o en los astronautas extraterrestres— puede influenciar de forma inconsciente nuestros relatos testificales.

Los individuos que se muestran escépticos ante buena parte de los sistemas de creencias protocientíficas no son necesariamente personas que se sientan incómodas ante cualquier novedad. Por ejemplo, muchos de mis colegas, y yo mismo, estamos profundamente interesados por la posible existencia de vida, inteligente o no, en otros planetas. Pero debemos tener mucho cuidado en no inocular clandestinamente nuestros deseos y esperanzas en la realidad del cosmos. Dentro de la más genuina tradición científica, nuestro objetivo es encontrar respuestas reales, al margen de nuestras predisposiciones emocionales. Me mostraría tan gozoso como el primero si algún día seres extraterrestres inteligentes visitaran nuestro planeta, y mi trabajo se vería con ello enormemente facilitado. Por lo demás, he empleado más tiempo del que hubiese querido pensando en temas relacionados con ovnis y antiguos astronautas. El interés generalizado por tales temas creo que es, al menos en parte, una buena cosa, pero nuestra apertura mental ante las deslumbrantes posibilidades que nos presenta la ciencia moderna debe verse atemperada por cierta finura de olfato escéptica. Muchas posibilidades inicialmente interesantes acaban por mostrársenos simplemente equivocadas. Para aumentar nuestros conocimientos sobre el cosmos es imprescindible abrir la mente a nuevas posibilidades y atesorar una firme voluntad de hallar respuesta a complejos e inquietantes enigmas. Interrogarse sobre temas arduos tiene ventajas subsidiarias. La vida política y religiosa americana, especialmente a partir de mediados de los 60, ha estado marcada por una excesiva credulidad pública, una clara desgana ante los temas más complejos, y como resultado estamos asistiendo a un innegable deterioro de nuestra salud nacional. El escepticismo del consumidor provoca un aumento en la calidad de los productos. Gobiernos, Iglesias e Instituciones educativas no muestran el menor celo en estimular un pensamiento crítico, quizá porque son plenamente conscientes de su vulnerabilidad.

Los científicos profesionales se ven generalmente obligados a elegir cuáles van a ser los objetivos de sus investigaciones. A pesar de la enorme importancia que tendría alcanzar ciertos logros, es tan escasa la probabilidad de éxito que nadie se muestra dispuesto a emprender determinados programas de investigación. (Éste ha sido el caso, durante años, de la detección de inteligencia extraterrestre. La situación ha cambiado de forma radical en los últimos tiempos a causa de los grandes avances radiotecnológicos, que nos permiten construir enormes radiotelescopios con sensibilidad para captar todo tipo de mensajes que se interpongan en nuestro camino. Jamás hasta ahora habíamos gozado de tales disponibilidades). Hay otros objetivos científicos perfectamente abordables, pero su importancia es absolutamente trivial. La mayor parte de los científicos dedicados a la investigación escogen una vía intermedia. De esta composición de lugar se desprende que sean muy pocos los científicos que deciden zambullirse en las «oscuras aguas» de las doctrinas pseudocientíficas con objeto de encontrar su verificación o refutación precisas. Las probabilidades de alcanzar resultados realmente interesantes —excepto en cuanto hace referencia a la naturaleza humana— parecen escasas y el tiempo que debería invertirse en la tarea muy considerable. Considero que los científicos deberían emplear más tiempo en la discusión de los temas reseñados, pues si no se manifiesta sobre los mismos la menor oposición de carácter científico da la sensación de que los consideramos razonables desde una perspectiva científica.

Hay muchos casos en que las creencias popularmente sustentadas son tan absurdas que son inmediatamente menospreciadas por la comunidad científica sin que se tome la menor molestia para hacer públicas sus argumentaciones. Creo que mantener tal postura es un error. La ciencia, y especialmente hoy en día, depende del apoyo público. Puesto que por desgracia la mayor parte de la gente posee un conocimiento muy escaso e inadecuado de la ciencia y la tecnología, resulta muy difícil tomar decisiones inteligentes sobre cualquier problema científico. Algunas de las pseudociencias hoy en boga son empresas auténticamente rentables, y algunos de sus defensores no sólo se hallan fuertemente identificados con el tema en cuestión sino que obtienen con el mismo grandes sumas de dinero. La situación les inclina a una mayor inversión de recursos para defender sus puntos de vista. Algunos científicos no parecen tener el menor deseo de enzarzarse en discusiones públicas sobre la validez de las ciencias marginales a causa del esfuerzo que ello requiere y de la posibilidad latente de verse perdiendo un debate público. Sin embargo, intervenir en confrontaciones sobre estos tópicos es una excelente oportunidad de mostrar el método de trabajo científico en temas tan elusivos, así como un excelente modo de comunicar algo del poder y del placer que se deriva de la ciencia.

Se detecta una perniciosa inmovilidad a uno y otro lado de las fronteras que delimitan la empresa científica. El aislamiento de la ciencia y el rechazo ante toda novedad tienen una influencia negativa sobre la credulidad pública. En cierta ocasión, un distinguido científico me amenazó con hablarle al por entonces vicepresidente Spiro T. Agnew sobre mí si seguía empeñándome en organizar una mesa redonda en la Asociación Americana para el Progreso Científico sobre el hipotético origen extraterrestre de los ovnis en la que pudiesen tomar la palabra defensores y detractores de la idea. Un grupo de científicos, escandalizados por las conclusiones que apuntaba Immanuel Velikovsky en su libro Worlds in Collision e irritados por su desconocimiento de una serie de hechos científicos perfectamente establecidos, cometieron la ignominia de presionar al editor para que no publicase el texto en cuestión. Su gestión tuvo éxito, pero el libro aparecía poco después en otra editorial, que por cierto obtendría un buen provecho de su decisión. Cuando intenté organizar un segundo simposio en la misma Asociación Americana para el Progreso Científico destinado a discutir las ideas de Velikovsky, fui duramente criticado por prominentes figuras científicas que sostenían que toda atención pública al tema, aun cuando llegase a conclusiones negativas, no podía hacer más que prestar apoyo a la causa de Velikovsky.

No obstante, se celebraron ambos simposios, sus audiencias parece ser que los encontraron interesantes, fueron publicadas las ponencias y discusiones allí mantenidas, y hoy en día jóvenes de Duluth o Fresno tienen a su disposición algunos libros que presentan la otra cara del problema (cf. p. 61). Si la ciencia se expone con escaso atractivo e imaginación en escuelas y medios de difusión, quizá consiga despertarse el interés por ella a través de discusiones sobre sus límites bien organizadas y llevadas a cabo en un lenguaje comprensible para el gran público. La astrología puede servir de palestra para discusiones sobre astronomía, la alquimia abrir el camino a la química, el catastrofismo velikovsquiano y los continentes desaparecidos, como la Atlántida, a la geología, el espiritualismo y la cientología a una amplia variedad de problemas psicológicos y psiquiátricos.

Muchas personas están aún convencidas de que si algo aparece en letra impresa debe ser verdad. Cuando salen a la venta libros sobre especulaciones completamente indemostrables o flagrantes sinsentidos surge de inmediato un curioso y distorsionado sentimiento público de que los temas tratados deben ser sólidas verdades. En la polémica desatada por la publicación en la prensa de un extracto del contenido de un libro de H. R. Haldeman a la sazón en prensa, sentí un enorme regocijo al leer las declaraciones del editor en jefe de una de las mayores empresas editoriales del mundo: «Creemos que un editor tiene la obligación de comprobar la exactitud de ciertos trabajos ensayísticos antes de proceder a su publicación. Nuestro sistema consiste en enviar el libro a una autoridad independiente en la materia para que efectúe una lectura objetiva previa de todo libro que la requiera». Estas palabras las pronunció un editor cuya empresa había puesto en circulación algunos de los más eximios ejemplos de pseudociencia de las últimas décadas. No obstante, hoy en día existen a disposición de todo el mundo libros que presentan la otra cara de la historia, y como muestra me permito reseñar aquí una pequeña lista de las doctrinas pseudocientíficas que gozan hoy por hoy de mayor predicamento y los más recientes intentos de refutar sus tesis desde una perspectiva científica.

Algunas doctrinas pseudocientíficas recientes y sus críticas

Mientras muchas de las doctrinas pseudocientíficas gozan de una gran difusión entre el público, la discusión y análisis pormenorizado de sus puntos débiles más sobresalientes no es, ni con mucho, tan ampliamente conocida, la presente lista puede servir de guía sobre algunos de tales trabajos críticos desde una perspectiva científica.

El triángulo de las Bermudas:

Espiritualismo:

La Atlántida y otros «continentes perdidos»:

OVNIS:

Astronautas de la Antigüedad:

Velikovsky: Worlds in Collision

Vida emocional de las plantas:

Uno de los temas analizados críticamente, la vida emocional de las plantas y sus preferencias musicales, estuvo en candelero hace muy pocos años, hasta tal punto que durante semanas y semanas las tiras de comics «Doonesbury» de Gary Trudeau se llenaron de conversaciones con vegetales. Se trata de un tema ya viejo, como nos permite comprobar uno de los epígrafes con que se abría el presente capítulo. Tal vez el único aspecto alentador del caso es que en nuestros días se acoge el tema con mucho más escepticismo que en 1926.

No hace demasiados años se creó un comité de científicos, magos y otros elementos diversos para arrojar alguna luz sobre los problemas de las pseudociencias. Inició sus actividades con algunos trabajos de gran utilidad, entre ellos la publicación de las más recientes noticias sobre la confrontación entre las perspectivas racionalista e irracionalista, debate que se remonta en el tiempo a los enfrentamientos entre el profeta Alejandro y los epicúreos, los racionalistas de la época. El comité también ha protestado ante los organismos rectores de las distintas cadenas de televisión y ante la Comisión Federal de Comunicaciones por la usual falta de criticismo en los programas de la pequeña pantalla dedicados a las pseudociencias. Dentro del propio comité se ha abierto un interesante debate entre quienes opinan que debe combatirse toda doctrina que huela a pseudocientifismo y los que piensan que debe juzgarse cada corriente concreta en función de sus propios méritos, aunque el peso de la tarea probatoria debe recaer de lleno sobre quienes sustenten las teorías marginales. Por mi parte, me siento enormemente identificado con el segundo de los puntos de vista. Creo imprescindible seguir interrogándose sobre el mundo de lo extraordinario, pero las hipótesis sobre fenómenos insólitos requieren ineludiblemente pruebas confirmatorias asimismo extraordinarias.

Desde luego, los científicos son seres humanos y cuando se apasionan pueden abandonar temporalmente el ideario y métodos de sus disciplinas. Sin embargo, los ideales del método científico se han manifestado a lo largo de la historia como tremendamente eficaces. Para determinar cómo funciona el mundo es imprescindible recurrir a una mezcla de corazonadas, intuición y brillante creatividad, y bien entendido que en ningún momento de la investigación debe abandonarse un férreo criterio crítico regido por el escepticismo. Los más sorprendentes e inesperados logros de la ciencia se han generado a partir de una tensión motriz entre creatividad y escepticismo. En mi opinión, las propuestas de la pseudociencia palidecen al confrontarlas con cientos de actividades y descubrimientos de la ciencia auténtica de nuestros días. Sólo a modo de ejemplos, reseñaré la existencia de dos cerebros semiindependientes dentro de cada cráneo humano, la indiscutible realidad de los agujeros negros, la deriva y colisiones continentales, el lenguaje de los chimpancés, los imponentes cambios climáticos que se producen en Marte y Venus, la antigüedad de la especie humana, la búsqueda de vida extraterrestre, la elegante función autocopiadora de la arquitectura molecular que controla nuestra herencia y evolución o las distintas pruebas observacionales sobre el origen, naturaleza y destino de nuestro universo contemplado como un todo.

Pero el éxito de la ciencia, tanto en lo que afecta a su estímulo intelectual como a sus aplicaciones prácticas, depende básicamente de su capacidad para autocorregirse. Siempre debe existir un modo de verificar la validez de una idea, siempre hay que tener a mano la posibilidad de reproducir cualquier experimento verificador o falseador. El carácter personal o las creencias de los científicos deben ser factores irrelevantes en su trabajo, y sus afirmaciones sólo deben apoyarse en pruebas experimentales. Los argumentos de autoridad no cuentan en absoluto, pues con demasiada frecuencia han errado todo tipo de autoridades. Quisiera ver a las escuelas y medios de comunicación difundiendo este modo de pensar tan científicamente eficaz, y ciertamente sería asombroso y encantador verlo incorporarse al terreno de la política. Una característica primordial de los científicos ha sido siempre su capacidad para cambiar pública y radicalmente sus puntos de vista al serles presentadas nuevas pruebas y argumentos. Por desgracia, no puedo recordar a ningún político que haya mostrado similar apertura mental y buena voluntad en cuanto a la modificación de sus puntos de vista.

Buena parte de los sistemas de creencias ubicados en las fronteras del ámbito científico no pueden someterse a una experimentación clara y precisa. Son postulados anecdóticos que dependen por entero de la veracidad de los testigos oculares, por lo general un material que merece escasa confianza. Tomando como punto de referencia situaciones pasadas, parece indudable que muchos de tales sistemas marginales acabarán mostrándose faltos de toda validez. Pero no podemos rechazar de plano, del mismo modo que tampoco podemos aceptarlas sin más, todas estas creencias en conjunto. Por ejemplo, entre los científicos del siglo XVIII se tenía por absurda la idea de que pudiesen caer del cielo grandes masas rocosas; Thomas Jefferson señalaba a propósito de un relato sobre tal tipo de fenómenos, que se sentía más inclinado a creer que los científicos americanos estaban mintiendo que aceptar que las rocas habían caído del cielo. No obstante, lo cierto es que caen rocas del cielo, los denominados meteoritos, y nuestras ideas a priori sobre el fenómeno no arrojan la más mínima luz sobre la verdad del mismo. No debe olvidarse, sin embargo, que la auténtica realidad del fenómeno sólo quedó plenamente establecida tras un minucioso análisis de docenas de testimonios independientes sobre la caída de un mismo meteorito, testimonios apoyados por un enorme conjunto de pruebas físicas, entre las que se incluían la recuperación de meteoritos de los tejados de diversas casas y de entre los surcos de campos de labranza.

Prejuicio significa literalmente juicio previo, equivale al rechazo apriorístico de cualquier afirmación antes de haber examinado las pruebas que pretenden sustentarla. El prejuicio es resultado de una postura emocional, jamás del razonamiento cuidadoso. Si debemos determinar la veracidad de un asunto debemos abordarlo con una apertura mental tan grande como sea posible, así como con plena conciencia de nuestras limitaciones y predisposiciones. Si tras un análisis cuidadoso, y franco de miras, de las pruebas que tenemos a nuestra disposición rechazamos una proposición determinada, ya no se trata de un prejuicio; en tal caso debiera hablarse de «postjuicio», de juicio a posteriori. Y ciertamente, este modo de actuar es prerrequisito indispensable para alcanzar cualquier tipo de auténtico conocimiento.

El examen crítico y escéptico de los problemas es el método aplicado cotidianamente en los asuntos prácticos y en la ciencia. Cuando compramos un coche, ya sea nuevo o usado, consideramos medida prudente exigir garantías escritas sobre su buen funcionamiento junto con la verificación del mismo mediante pruebas de conducción y comprobación de determinadas partes de la maquinaria. Solemos desconfiar de los vendedores de automóviles que muestran reticencia en estos puntos. Y sin embargo los cultivadores de la mayor parte de pseudociencias se muestran visiblemente ofendidos cuando se desea someterles a un tipo de análisis similar. Muchas personas que afirman sentir percepciones extrasensoriales sostienen asimismo que sus habilidades desaparecen cuando se les observa cuidadosamente. El mago Uri Geller se siente feliz doblando llaves y cucharas ante un auditorio de científicos, quienes al enfrentarse con la naturaleza se hallan ante un adversario que juega limpio, pero se muestra enormemente desairado ante la idea de efectuar sus demostraciones frente a una audiencia de magos escépticos, quienes sabedores de las limitaciones humanas son también capaces de obtener efectos similares empleando trucos adecuados. Cuando se veda la posibilidad de efectuar observaciones críticas y de entrar en discusión, se está ocultando la verdad. Cuando se sienten criticados, los defensores de las creencias pseudocientíficas suelen recordar que en tiempos pasados fueron muchos los genios ridiculizados por sus coetáneos. Pero el hecho de que algunos genios se vieran escarnecidos con burlas, no supone ni de lejos que todas las personas de las que se han burlado fueran genios. Se burlaron de Colón, de Fulton y de los hermanos Wright, pero la gente también se ha reído de los innumerables payasos que en el mundo han habido.

Tengo la firme creencia de que el mejor antídoto para la pseudociencia es la ciencia:

Podría seguir casi indefinidamente esta lista. Estoy convencido de que un conocimiento incluso superficial de los más recientes descubrimientos de la ciencia y la matemática modernas es más asombroso y excitante que la mayor parte de doctrinas pseudocientíficas. Sus practicantes ya fueron adjetivados en época tan lejana como el siglo V a. C. por el filósofo jónico Heráclito de «sonámbulos, magos, sacerdotes de Baco, traficantes de misterios». La ciencia es algo más intrincado y sutil, nos revela un universo mucho más rico, evoca nuestra capacidad de asombro. Además, tiene una importante virtud adicional —y el término tiene pleno significado sea cual sea el ámbito en que se aplique—, la de ser verdad.